Mi querida señora: Jamás pensé que tuviera tan alto honor como el de venir hasta su pueblo y dirigirme a vos en la manera en que lo haré, con esta misiva pública que debo leer el día de la fiesta del patrón, cuando todos sus vecinos están a punto de darse a la juerga y el desenfreno. Verá usted, señora. Yo nací en Ciudad Real, a la vuelta de la esquina como quien dice. Por ello, enseguida tuve conocimiento de vuestra existencia y valía... No más habrían pasado ya tres años de mi vida, sabía cómo os llamabais, a qué os dedicabais, dónde os encontrabais y lo que es más importante a efectos de sus vecinos, me sabía de memoria el nombre de su pueblo casi antes que el mío. Tuve suerte de hallar buenos maestros y profesores que explicábanme sus aconteceres, de dónde venía, cuál era su origen, por qué pasó a la Historia y en qué momento conoció a nuestro señor don Quijote, si es que lo conoció que eso a día de hoy todavía no me ha quedado claro. Así que como su vida me parecía fantástica, pasé de intermediarios y me fui directamente a la lectura de los documentos que daban fe de su historia y existencia. Fue así como la conocí en persona, a través de un tal Miguel de Cervantes, un cristiano viejo manco de suerte y largo de ingenio, que citaba al moro Berenjena como fuente de autoridad... como si el moro hubiera venido aquí a su pueblo a verla a usted y a echar unas horas de charla tras la reja. Evidentemente, yo me fiaba de las palabras de don Alonso, cuando aseguraba que a discreción, gallardía y hermosura no la ganaba nadie en todo el orbe. Qué lista de visitantes ilustres no habrá tenido su pueblo si todos a los que derrotaba don Quijote venían en peregrinación a su balcón... Aunque pensándolo bien, tampoco fueron tantos. Mas, andaba yo un tanto mosqueado con el amigo Sancho, porque no sé a cuento de qué la describe usted como hija de Lorenzo Corchuelo y Aldonza Nogales, como una de las más fornidas y rollizas mozas del contorno, al punto de subirse a la torre de la iglesia, dar una voz y escucharla en buena parte de la comarca. Ni qué decir que con el forraje y entre puercos usted se desenvolvía como pez en el agua al decir de Sancho. Claro, yo me imaginaba a vuestra merced, señora, recibiendo a Pentampolín de la Quinta Arabia revuelta entre los cerdos, que tampoco es mala cosa... pero se me hacía inverosímil que el tal Pentampolín se hocicara también para rendirle pleitesía. Mas, andando el tiempo, he llegado a comprender perfectamente a Sancho y a don Quijote, que son las dos caras de una misma moneda. Yo, señora, que la tengo a vos como diosa del amor, a veces parezco a los ojos de mi mujer Pentampolín Clooney o Amadís Casillas, el más bello doncel que pudiera esperar mujer discreta como vos. Mas, sucede sobro todo en las mañanas, cuando de natural anidan las legañas, se resudan los ombligos, las axilas se enfurecen y las tripas se ondulan a la permanén, que mi mujer cambia las bellas y tiernas palabras de amor en mancebía de la noche anterior por un escueto y sencillo "anda y tira palante que no te vea..." Son las dos caras del Amor, señora, eso lo sabe usted también como Sancho y don Quijote. Mas una cosa ennoblece a la otra... porque si todo el día anduviéramos entre madrigales y suspiros, comprenderáme, hermosa doncella, que hasta Isabel Gemio, cuando hacía aquello de Lo que necesitas es amor, terminaría hartiza de miel y leche. Así pues, dejemos las cosas tal cual van y permítame decirle, no obstante, que no se equivocaban aquellos que dibujaban su pueblo como el rincón más puro y apartado para el Amor precisamente. Ahora le hablaré de ello, porque es cierto que nada más pisar con la suela desgastada del viajero sus seculares calles, me ha venido su aroma y un cierto arrobo místico difícil de describir. Antes, quisiera pararme un momento en sus fiestas y en su patrón. Cómo no va a ser este pueblo el lugar más indicado para el Amor si aparte de tenerla a usted como señora y diosa, han escogido el manto para protegerse de uno de las más altas cimas de pensamiento que dio la historia de los siglos. El filósofo del Amor, Padre de la Iglesia también, pero sobre todo, el filósofo del Amor, San Agustín de Hipona, el santo más apasionante de todo el calendario. Sólo la vida de Agustín daría para escribir tres o cuatro Quijotes más, señora, porque es ejemplo de cómo puede uno enderezarse por más perdido que ande entre los caminos. Mas de todo lo que aporta Agustín a la Iglesia, la teología, la filosofía o la ética y moral mismas, yo me quedo con su teoría del amor como forma de conocimiento del mundo, del mundo de las ideas, claro, como buen platónico. Qué hermosura tan grande, qué magnificencia sin concesiones, qué profundidad de espíritu y de pensamiento. Cómo a través de un proceso de introspección pausado puedo llegar al fin último de mi yo, cómo a partir de ahí salir de mis membranas y filamentos para conocer el mundo y luego, una vez alcanzada la realidad sensible, su idealización pertinente en el ámbito de las esencias, llegar al más alto grado de conocimiento posible en la contemplación de Dios. Y todo ese proceso, mi señora, sólo con un arma, pero un arma, eso sí que usted lo sabe, que es la más poderosa del mundo: el amor, el amor como fuerza de conocimiento, de salir de mí para llegar a ti y tu mundo sensible, y alcanzar en la mayéutica el alto grado de la fecundidad de las ideas y del Amor de Dios. Por eso, no hay frase más grande en el mundo cuando después de explicar todo ello, San Agustín va, suelta y dice aquello de "ama y haz lo que quieras". Ama y haz lo que quieras... Qué hermoso señora, me sigo emocionando todavía cuando lo pronuncio... Ama y haz lo que quieras... Debía de estar la frase esculpida en los frontispicios mismos del alma de cada uno, mas como ésa debe ser cuestión difícil, me conformaría señora con que lo estuviera en las puertas mismas de los colegios, de todos y cada uno de los colegios que en el mundo hubiera... Ama y haz lo que quieras... porque el que ama, señora mía, lo tiene ya todo hecho... Cómo lo sabía Agustín después de leer a Pablo... Ya pudiera yo tener todos los reinos de la tierra, que si no tengo amor soy como campana que suena o címbalo que retiñe. Qué pueblo más grande no debe ser el suyo, señora, que aparte de tenerla a usted como reina de entre todas las mujeres, buscó el manto y refugio del santo más grande del calendario. Cómo no va a ser la villa del Amor entre usted y San Agustín... Qué dicha enorme ser de este pueblo, qué gracia divina concedida por los cielos, qué pasaporte más bello para tocar la gloria con los dedos... Y me referiré a su pueblo, señora, claro que me referiré a él. Debo decir que hasta hace bien poco sólo lo conocía por el dúo Cervantes-Benengeli del que hablé antes, al cual por cierto habría que agradecerles la exactitud con la que sí describieron este lugar en comparación con otros de la misma historia. Porque el Quijote podrá tener muchas interpretaciones, señora, a cada cual más variopinta y estupenda, pero de la que no hay duda es que usted es de aquí y que su pueblo es el único que de una manera clara y tajante es escenario de las historias del libro más importante de todos los tiempos tras la Biblia. No hay discusión posible. Mientras villas y pueblos vecinos se disputan la gloria que el propio Cervantes anticipara en las mismas páginas del libro por ser la cuna de su hidalgo rendido de amores, su pueblo prefirió la solicitud y discreción de la amada para pasar con letras capitulares de oro a la Historia de los grandes escenarios de la Literatura. Por eso entiendo o intuyo al menos el orgullo que debe sentir el que es de este pueblo, que está marcado en los pupitres de todo el mundo, del que hasta en el Japón y la China los niños pueden hablar de él porque lo conocen o han oído algo en torno suyo... Qué plenitud ir por la vida y decir que se es de su pueblo, que lo conozcan antes incluso de abrir la boca, que lo localicen a uno en el espíritu más puro de los sueños, que lo ubiquen en la majestad del señorío más noble que existe, que es el del amor. Yo no vine a su pueblo, señora, hasta los dieciocho años, por avatares del destino, por un amigo de la facultad de Castilla la Vieja que todavía anda frotándose los ojos por lo que aquí vio. Gracias a él y a su curiosidad cervantina aterrizamos acá... no recuerdo bien de dónde veníamos, pero sí que me alcanza la memoria para entender hacia dónde íbamos, porque parecía que un imán del centro de la tierra nos lanzaba derechos hasta la misma plaza del pueblo. Era julio y las chicharras cantaban ópera... Pero tengo fijado en los ojos el blanco eterno de la cal, el blanco más puro del mundo, la claridad más cegadora de la tierra, la cal refulgente en la tarde desnuda para nosotros solos en resplandores universales, enormes, orbitales, siderales... Para saber lo que es la blancura hay que venir a su pueblo en verano, a las cuatro de la tarde, donde la luz se transverbera en planetas de cal viva. No lo olvidaré jamás... como tampoco la dicha enorme de conocer alguno de sus museos... su casa, señora, entonces no, que estaba cerrada, no sé si por su habitual discreción o porque la tuvieron a usted de albañiles más tiempo de lo previsto. Pero recuerdo el vuelco al corazón que me produjo entrar en el Museo Cervantino, pasar allí dentro como si de un templo se tratara, caminar despacio por sus estanterías, quedarme las horas muertas contemplando ediciones y más ediciones, sintiéndome orgulloso de ser manchego y medio paisano suyo, señora... Porque allí, en ese pequeño rincón de su pueblo, señora, me di cuenta de que la Mancha es grande, universal, que la llanura y el horizonte son mentes abiertas a la plenitud... Cómo no llorar de gozo al tocar casi con mis manos las ediciones magistrales que del Quijote se han hecho en Rusia, Azerbayán, China o Japón... Cómo no voy a creer en un Pentecostés de lenguas unidas por el Quijote aun cuando la Torre de Babel sea tan alta que se quedan pequeñas las estanterías para recoger todas las ediciones del mundo... Y cómo no morirme allí mismo, santuario de peregrinación de cualquier cervantista del orbe, pedir la extrema unción y una corona de flores junto a la mortaja cuando reparé en la edición de la que tanto me habían hablado y que yo sólo creía que existía en la mente de unos cuantos locos y filósofos... Mi latín macarrónico del alma, el que había chapurreado al principio de mi camino filológico, cuando no pasaba del rosa, rosae y del puella, puellae... Qué placer tan inmenso, cómo no se acababa el mundo todo de una vez cuando veía con mis ojos aquel principio delirante que decía algo parecido a esto de "in uno lugare manchego, pro cuius nómine non volo calentare casco..." non volo calentare casco... cuántas veces no habré repetido eso mismo a lo largo de mi vida... Y de verdad, señora, que no quiero cansarla ni calentare el casco más de la cuenta... pero debe comprender que para lo que usted es dicha corriente y habitual, para el que llega de fuera es sorpresa y fuente de gozo permanente. Seguía el cura de misa y olla, Ignacio Calvo, de Horche, que así se llamaba semejante lumbrera que elaboró la edición del Quijote en latín macarrónico, con aquel "perrum galgum qui currebat sicut anima quaes llevatur a diábolo" para seguir después con la manducatoria sua, desternillante entre las lentéjibus y el ágilis-mogilis devenido en salpiconem. En fin, señora, no habría cubos en el mundo que pudieran recoger tanto gozo y dicha. Pero de todas, la más con diferencia, siempre ha sido la de volver a su pueblo. Volver a su pueblo como un hijo regresa a los brazos de la madre, porque regresar aquí es siempre econtrar un cariño cercano, próximo, una dulzura especial, hecha con el paso de los siglos a su misma imagen y semejanza. Le voy a confesar en esta hora postrera que se me apresura el corazón por la llanura, que los pulsos todos se me vienen encima, que las sienes se me cavilan solas, que las tardes y las noches se me aprietan juntas encima, que me salta la liebre que llevo dentro cuando veo su torre enhiesta, firme, contundente, como faro del peregrino exhausto... Es esta Mancha enorme de fe Camino de Santiago con su Monte de Gozo en el punto mismo en que se divisa su torre, aquella que a Sancho y a Don Quijote les sirvió para llegar hasta su casa y dar con la misma Iglesia. Es momento de tal regocijo que sólo revolcándose por la tierra en este mar inmenso de viñas podría encontrar descanso mi felicidad. Obradoiro de quijotistas y cervantistas, apóstol de la Literatura universal, no sé que tiene este pueblo que cada vez que lo paseo de nuevo, se me parece distinto, igual pero inacabable, con las calles molidas de tiempo por las que no caminara la Historia... Con la plaza callada de sol y lluvia, no sé si más linda en verano o en invierno y con unos paseos que son poesía pura, flor y fruto desnudos de este pueblo, rincón salvaje y hermoso en el que ni la casta Diana hubiera resistido el primero de los requiebros. Yo siempre digo, señora, a aquel que quiera escucharme que tiene que venir a su pueblo, que existe, que es maravilloso, que es la misma gloria sobre la tierra, y si me apura, señora, les digo que si quieren enamorarse o firmar para la eternidad una conquista, no tienen más remedio que venirse acá... No sé qué conjuro, pócima o malevaje habrá hecho su figura, pero el que aquí viene acaba rendido y caído a las plantas de los pies. Y todo por su intercesión, señora, por ser la más linda de todas, la más bella, hermosa y entregada, la más verdadera, porque sin pretenderlo usted ha quitado del trono a reinas y princesas que jamás podrán competir con usted... Porque usted tiene una cosa que las demás no, la verdad, la verdad misma de su existencia, de saberse toboseña y de haber marcado los mapas, los tiempos, los relojes y las brújulas con su nombre, que no querido pronunciar para no ensuciarlo con mis pobres dientes y mi lengua.... Dulcinea, sí, Dulcinea, azúcar de la mañana, señora de la humildad, apóstol de la prudencia, caballo de la pasión, posada del viajero, madre perdida, novia encontrada, amanecer quieto, llanura apagada, lánguidos horizontes, vino de tiempo, madrugada de enredaderas, vientos y silbos... Dulcinea, la boca me tiembla si hago mío tu nombre... Y este pueblo, sí, este pueblo, al que tampoco quise nombrar por no hacerlo en vano, por no desgastar el piso mismo de su firme con las ondas de mi voz... Este pueblo al que se llega como a Roma, por todos los caminos, pues tal es la anchura de la llanura... Yo escogí el camino del corazón, del alma entregada y vuelta, de la verdad entera y libre... pero también cogí el camino de la razón, porque aquí razón y corazón sí van juntos... Van juntos para admirar sus maravillas, sus calles, sus plazas... Y digo que hay que andarlo sin prisa, con tiempo cansado de tiempo, y también sí, también, con el Quijote en la mano, con el capítulo ocho abierto como un mediodía de primavera, e ir con él en la mano, como si de un devocionario se tratara, echando las cuentas del mismo rosario de mi madre en el que se han convertido sus esquinas y recodos. Aquí nadie está de más. Tiene su pueblo, señora, un corazón tan grande que aplasta las costillas y hasta los intestinos mismos... No quise decir su nombre para preservarlo de este torpe majuelo del cerebro... Pero ahora sí, ahora no tengo más remedio, se me rebelan las venas todas si callo un minuto más, los alfabetos se revuelven porque las letras todas quisieran formar su nombre, el universo se ensancha a cada golpe de voz, la oclusión de la te y la be son como explosiones de alegría y llanto contenido, la sonoridad de la ese, la suavidad y el terciopelo que queda recogido en amores contenidos... Y es que es normal, señora, es normal que hasta los niños de leche se estremezcan al oír el nombre, que los viejos descubran vida cada vez que lo citan, que los sentimientos prietos del pecho se desaten como caballos en la llanura para correr el viento... Los planetas unidos se caen llenos y las piedras lunares se agitan de llama y fuego. Qué tortura tan grande no haber nacido aquí, pero qué gloria tan pura venir acá y estar con los suyos, señora. Porque así podré decir a mis dos hijos, avanzada la tarde del tiempo, que estuve en su tierra, que me postré de hinojos ante usted, que lloré por las esquinas como un niño chico, y que hinqué mi rodilla en tierra para saber que el cielo existe en el mundo, que tiene nombre redondo de perfeccion, que Dios lo hizo posible y que, señora, ese cielo eterno en vida es éste su pueblo que mis pies quebrados y el resto entero de mi cuerpo presa de la emoción están pisando hoy, El Toboso. He dicho.