Entre la novela negra y la estética gótica

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MIRIAM LÓPEZ SANTOS
Entre la novela negra y la estética gótica
La generación Millennium
RESUMEN: El presente trabajo analiza, desde una perspectiva de hibridismo y transgresión genérica, la literatura negra nórdica actual, partiendo de una serie de novelas significativas entre el amplio corpus existente: Bailar con un ángel (1997) de Åke Edwardson,
Las marismas (2000) de Arnaldur Indridason, Aurora Boreal (2003) de Åsa Larsson, La
princesa de hielo (2004) de Camilla Läckberg y la serie Millennium (2004) de Stieg Larsson. Se revisan las características del género, en función de los paralelismos existentes
con la novela gótica anglosajona, que acaban por configurar una estructura con ciertas
particularidades que la alejan de sus contemporáneas europeas.
PALABRAS CLAVE: literatura nórdica, ficción, crimen, género negro, novela gótica,
postmodernidad.
En su origen, el gótico coincidió con el Iluminismo y sus geometrías del
saber. Aunque fue, mejor dicho, su costado oscuro, la grieta que, en la arquitectura del orden, se abrió para impedir la calificación del sentido y las jerarquías
del pensamiento. Allá en los albores del Nuevo Régimen el gótico nos recordaba,
frente a los rígidos postulados que trataba de imponer una élite ilustrada, que el
mundo tenía su cara oscura tras una luz no tan cegadora, un mundo de fantasmas,
de muertos que regresan o de apariciones terribles, pero sobre todo, un mundo
que se desmoronaba, abominable, salvaje e inhumano que se escondía y sobrevivía latente tras el apelativo de “lo innombrable”. Un ácido que vendría a corroer
el edificio racional desde los sótanos más profundos de la psique individual y
colectiva, haciendo estallar la significación en direcciones múltiples y ampliando,
de ese modo, nuestro mundo. Ahí radica la fuerza y fascinación que ejerce desde
siempre en los lectores.
Desde una perspectiva de hibridismo y transgresión genérica (Rodríguez
Pequeño 1995: 165)1 la literatura negra nórdica actual recurre entre otras muchas
manifestaciones, a este modo gótico, a “elementos fantásticos y atmósferas oscuras”, señala Martínez Laínez (2005: 16). En efecto, la novela negra escandinava
1. Natalia Álvarez Méndez (2010: 16) nos recuerda igualmente: “Conviene, por tanto, incidir en cómo desde los
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criminal desarrolladas en América y Europa. No en vano se trata de una narrativa que ha explorado continuamente
nuevas fronteras literarias y que se ha enriquecido a través del procedimiento de hibridación con géneros como lo
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InterseXiones 2: 181-198, 2011. ISSN-2171-1879.
RECIBIDO: 03/11/2010
ACEPTADO: 02/02/2011
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o nórdica (Noruega, Suecia, Finlandia, Dinamarca e Islandia), debido a sus peculiaridades sociales y geográficas, como sucediera en su Inglaterra natal (el aislamiento, la climatología y el hermetismo y moral protestante, fundamentalmente)
se convierte en una digna heredera de la novela gótica anglosajona, recogiendo
gran parte de su bagaje y adaptándolo a su propia realidad; una realidad que se
vuelve a postular, reformándose, y que culmina en un proceso de transferencia
genérica espacial y temporal conocido bajo el apelativo de “Generación Millennium”, denominación que recoge el éxito generado por la producción de Stieg
Larsson y que recuperó novelas anteriores (especialmente las del matrimonio
Maj Sjöwall y Per Wahöö), predecesoras, para dar lugar, al propio tiempo, a una
estirpe de seguidores que han patrocinado un fenómeno editorial y cinematográfico sin precedentes en los países escandinavos y que en este trabajo se concreta
en cinco novelas: Bailar con un ángel (1997) de Åke Edwardson, Las marismas
(2000) de Arnaldur Indridason, Aurora Boreal (2003) de Åsa Larsson, La princesa de hielo (2004) de Camilla Läckberg y la mencionada serie Millennium (2004)
de Stieg Larsson.
Como sus contemporáneas europeas, y siempre vinculadas al concepto
de Posmodernidad2, las novelas citadas persiguen el retrato de la Europa contemporánea que ha perdido y que no cesa de perder, que tras de sí deja un rastro de
muerte, desolación y crueldad, aunque en su caso se cifra en un estilo más pausado y metódico que subordina el procedimiento policial al suspense y al análisis
introspectivo de los personajes (Zizek, 2005: 23). El camino queda abierto entonces, por encima de la simple atmósfera, para hurgar en la conciencia humana y
experimentar los terrores más inconfesables que emergen de los momentos y personas más cotidianas: nuestro vecino de al lado, el hombre que vemos cada cierto
tiempo en un bar, el ejemplar médico o abogado al que saludamos cada mañana
o nuestro propio hijo, hermano o padre. No, no ensanchan el mundo; el mundo
es ya de por sí suficientemente ancho, únicamente nos impiden olvidar que lo es.
Recuerdan que hay una parte oscura que no sólo tiene que ver con el más allá,
sino con el propio ser humano y con su mundo del deseo, de lo no controlable, de
lo no articulable, como supieron retratar a la perfección los primeros góticos. Una
realidad que está en todo momento tensando desde abajo, en continuo conflicto
con la visible. Las convicciones del comisario local Patrik Hedström se tambalean al descubrir la verdad tras el crimen en La princesa de hielo:
Había visto muchos horrores durante sus años como policía,
pero nunca había oído una historia tan desgarradora […] Cómo
2. Señala David Roas (2011) cómo la novela negra actual, en su visión desencantada de la sociedad emparenta con
la dimensión posmoderna de la novela negra y del cine neo-noir.
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podían importar más las apariencias que la vida y la salud de
un hijo […] su sólida actitud positiva ante la vida había sufrido
un golpe en sus cimientos y por primera vez dudaba de que la
bondad humana superase verdaderamente a la maldad (Läckberg 2010: 358).
A semejante reflexión llega el Comisario Winter: “Se encontraban en
medio de un infierno, eran testigos y partícipes de una sociedad que devoraba a
sus propios hijos. El desprecio barría las calles. Ya no había sitio para la debilidad, para los que eran diferentes. No hay sitio para la honradez, pensó de repente”
(Edwardson 2002: 47). El delito, como apunta Martínez Laínez (2010: 3), “no
puede desligarse de la realidad social. Una sociedad, en definitiva, queda retratada también por sus crímenes”.
El aislamiento, lo nocturno, la orfandad, el incesante descenso a los ritmos del inconsciente, la sensación de vivir un infierno en la tierra, la sospecha
del crimen fundacional, la omnipresencia del agua y lo maternal, el coleccionismo, las dobles identidades, la manía al catálogo, al exceso y la melancolía y
decadencia. Gran parte de aquellos tópicos recurrentes de la literatura gótica en
los que se inició y configuró el género policial de la mano de Edgar Allan Poe,
precursor, genial adaptador y consciente de las dos vertientes y de las posibilidades que estás tenían de escisión del género gótico, se materializan en las páginas
de esta novelística, en dependencia directa con el asesino que perpetra el crimen.
La introspección y el análisis de los personajes sitúa en un primer nivel el comportamiento del asesino, los impulsos, el acto en sí, repugnante y repulsivo que
esconde algo más terrible, la voluntad del que lo comete como reflejo de la perversión de una sociedad que ha perdido todo contacto posible con su humanidad
significativa e inherente.
El asesino, un ser sombrío y perturbado, verdadero arquetipo del villano gótico, se mueve entre la locura, el delirio, el impulso más irracional y unos
principios y convenciones propias que le llevan a cometer el acto. La crueldad de
la escena del crimen, una habitación de un hotel y un baile de sangre, un sacerdote desmembrado en el pasillo de una iglesia o una bañera en la que flota una
mujer desangrada guarda algo más aterrador, una motivación perversa, mucho
más terrible de lo imaginable y que irá progresivamente descubriéndose a medida
que se revele la personalidad del asesino. Y se trata de una personalidad profundamente compleja desde el momento en que aceptamos su doble identidad. El
motivo gótico del doble determina la estructura narratológica del relato y facilita
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el avance de los acontecimientos en función de la técnica del suspense. Una aparente personalidad intachable o el conocimiento suficiente del personaje deja a
los culpables libres de toda sospecha inicial. Mikael Blomkvist llega al pueblo de
Hedeby, en Los hombres que no amaban a las mujeres, con el propósito de investigar la desaparición de Harriet Vanger. Cualquier miembro de la familia puede
estar implicado, sin embargo, Henri, cree acertar al eliminar de la lista al hermano de esta, Martin Vanger. Las páginas finales descubrirán a un verdadero sádico
que se escondía tras la máscara de un hombre de negocios obsesionado con su
empresa. Mikael Blomkvist, a expensas del monstruo y con la muerte acechándole, percibe esta doble identidad del personaje: “[…] oscilaba entre la racionalidad
y la enfermedad mental. Por momentos, en apariencia, estaba tranquilo. Acto
seguido caminaba de una lado para el otro del sótano como una fiera enjaulada”
(Larsson 2010: 506). En Bailar con un ángel el juego del doble que emplea Åke
Edwardson resulta aún más inquietante. Tras el asesor del comisario Winter en
el homicidio de varios jóvenes, que resulta ser su amigo de la infancia Bolger,
se esconde un hombre perturbado que no supo aceptar el éxito y la posición de
aquel y que es capaz de perpetrar los crímenes sexuales más crueles y difundirlos
en video, que, como una metáfora de la sociedad, demuestran el escepticismo
y la pérdida de confianza en el hombre. “Los países nórdicos no eran una zona
protegida. Se relacionaba a Escandinavia desde hacía mucho tiempo con la pornografía, pero entendida como liberación. […] siempre ha sido así, pero ahora es
peor aún, más grave, porque influye en las personas. Provoca que se aniquilen,
que se devoren” (Edwardson 2002: 153).
El doble denuncia, entonces, en estas novelas el carácter virtual de nuestra existencia supeditada a unas convenciones y normas sociales establecidas por
una sociedad global y continuadas por unos ciudadanos que solo tras la anagnórisis final comienzan a plantearse a qué parámetros responde aquello que se define
como ordinario, qué realidad se oculta tras lo aceptado o hasta dónde confiar en
lo que vemos u oímos.
Esta experimentación con la doble personalidad construida sobre la base
de la exégesis de lo convencional le sirve al autor para denunciar, igualmente,
ahora desde el lado opuesto, a la sociedad que rechaza aquello que transgrede
el conjunto de normas sociales aceptadas y condena y aparta lo diferente, “lo
otro” que llamaran los góticos y que convirtieron en fuente inagotable de terror
sublime, por resultar desconocido o amenazante. Una galería de hombres y mujeres inadaptados que el estado del bienestar ha dejado al margen recorre estas
novelas para situarse en el primer plano, allá donde lo más sencillo acaba por
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convertirlos en asesinos. Estas historias se nos muestran pobladas de personajes
condenados al ostracismo, a veces en el exilio auto-impuesto, que viven en los
márgenes de unas sociedades aparentemente armoniosas y civilizadas, modelos
de tantas otras. Solo un aspecto físico peculiar o un comportamiento extraño
bastan para producir el efecto. Conocemos a Lisbeth Salander en palabras de sus
observadores, Armanskij, Mikael Blomkvist, el doctor Teleborian o el grupo de
miembros de la policía que desfila ante ella: sociópata, independiente, feminista,
extravagante, violenta. Su estética gótica no es casual y revela precisamente su
concepción desengañada del mundo y del ser humano, de esta sociedad hipócrita
aplastada por las apariencias y convencionalismos, pero sobre todo oscura y terrible hasta límites inimaginables. La estética de la noche y el culto a la nocturnidad
enlaza de manera directa con la rebeldía y el rechazo a la realidad en la que se
ve sumida el hombre del nuevo “milenio”, sin valores que defender, sin justicia
que salvaguardar. La entrada a la sala del juicio, repleta de cámaras y periodistas
supone el momento idóneo para mostrar al mundo su rechazo. Observamos a
Lisbeth a través de los ojos de Mikael Blomkvist:
A pesar de que Mikael estaba acostumbrado a la capacidad
que tenía Lisbeth Salander para vestirse de forma escandalosa,
le dejó perplejo el hecho de que Annika Giannini le hubiera
permitido aparecer enfundada en una negra minifalda de cuero
rota por las costuras y una camiseta de tirantes con el texto I
am irritated que no ocultaba casi nada de sus tatuajes. Llevaba
unas botas, un cinturón de remaches y unos calcetines altos,
hasta la rodilla, a rayas negras y lilas. Tenía una buena decena
de piercings en las orejas y unos cuantos aritos en los labios y
las cejas. Lucía una especie de hirsuto y enmarañado rastrojo
de pelo negro de tres meses que no se cortaba desde la operación. Además iba más maquillada de lo habitual: un lápiz de
labios gris, las cejas pintadas y un rímel negro azabache mucho
más abundante que lo que Mikael le había visto jamás
Ofrecía un aspecto ligeramente vulgar, por expresarlo de manera diplomática. Digamos que gótico. Parecía una vampiresa
sacada de alguna artística película del pop-art de los años sesenta. […] Mikael siempre había dado por descontado que no
lo hacía para seguir ninguna moda, sino para afirmar su identidad.
[…] Si Lisbeth hubiera llegado con el pelo engominado, una
blusa de lazos y unos impecables zapatos, habría dado la impre-
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sión de ser una estafadora que intentaba venderle una historial
al tribunal. Simple cuestión de credibilidad. Ahora se presentaba ante ellos tal cual era. Aunque de manera algo exagerada, la
verdad; para que no se le escapara a nadie. No fingía ser algo
que no era. El mensaje que enviaba a los miembros del tribunal
estaba bien claro: no tenía por qué avergonzarse ni hacerles la
pelota; le traía sin cuidado que tuvieran algún problema con
su aspecto. La sociedad la había acusado de ciertas cosas y el
fiscal la había arrastrado hasta allí (Larsson 2010c: 706-709).
Su verdadero yo se configura, sin embargo, por sus actos, aunque inseparables de su estética, para insistir en el carácter doble de su compleja personalidad. Tras su aspecto oscuro y la insistencia en la calidad de sociópata se esconde
un profundo amor por el ser humano y una creencia firme en la bondad de una
parte de esa humanidad “corrompida”, que queda evidenciada al contraponerse a
la imagen del asesino, aceptado y perfectamente integrado por y en la sociedad.
Lo mismo le sucede a Anders Nilsson, el principal sospecho de la muerte de Alex en La princesa de hielo. Representa la imagen ya tópica del artista
frustrado, alcoholizado, dependiente, aislado e incomprendido, “la viva imagen
de un despojo” (Läckberg 2010: 28). No obstante, su personalidad débil y la
pérdida de toda esperanza le empujan al suicidio. No consigue sobrevivir a una
sociedad que valora la integración por encima de todo. Ellos, Lisbeth y Anders,
como sus opuestos, se convierten en un espejo que refleja las profundas grietas,
las graves fisuras que se abren en la sociedad del bienestar escandinava.
Las escenas de mayor dosis de terror y carga subversiva aparecen, sin
embargo, relacionadas con este ser terrible y su escenario del crimen. Los góticos se convirtieron en verdaderos maestros de la barbarie, en sus dos vertientes
más comunes, el sadismo y las torturas, con el fin de relatar la experiencia que el
hombre tiene a solas de la violencia y la crueldad, y para reconciliarle con su imaginación y su subconsciente. Los nórdicos se muestran como dignos sucesores
de estas prácticas dentro de lo que Vicente Molina Foix (1995) ha denominado
“estetización de la violencia”, aunque este lo vincule a la postmodernidad3, y que
3. Vicente Molina Foix (1995: 164-165) explica esta estetización de la violencia en relación con el cine postmoder!"#$%&'$()*+$,+'$-.!+$/."'+!0"$123$4+5+6(7$(!0+8$9.+!7$)!($:";0.-($,+'$+<-+8"$=)+$'"8$-.!+(80(8$>?8$-"!0+>:"4?!+"8$
han hecho suya, distintiva. Y esa recurrencia de los comportamientos excesivos se funde naturalmente con otro
valor propio de la estética posmoderna: la mixtura de registros. La mezcolanza […] de violencia extrema […] no
únicamente supone una relativización semántica de la sangre derramada, sino una manera artística de responder al
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alcanza en estas novelas y en sus versiones cinematográficas sus cotas más elevadas. Frente a los sentimientos de belleza, moralidad y orden se desarrollan, del
lado de lo sublime kantinano, el padecimiento espiritual y físico, el espanto, la
crueldad y el horror, a través de toda una macabra colección de torturas, crímenes
y violaciones capaces de provocar en el que lee u observa un impacto inmediato
y duradero, a modo de breves fotogramas del infierno que se multiplican creando
una sensación de caos que contribuye al organigrama del exceso gótico y que no
pierde nunca la coherencia de la obsesión.
El grado estético de la violencia ya no es un simple ornamento, no será
arbitrario y responderá en todos los casos a una justificación que los investigadores, de manera casi obsesiva, tratarán de encontrar. Aparece sometida y nos
será mostrada, por ello, en términos ontológicos, históricos, místicos, rituales,
simbólicos o sociales (Calvo González 1998: 308).
La violencia, en términos sociales, busca el mantenimiento del orden,
la preservación de la vida en comunidad por encima de cualquier otro valor. Los
sucesos que puedan perturbar el estado de la misma, sean cuales sean y afecten
a quien afecten, deberán sacrificarse en beneficio del colectivo o en su defecto
permanecer ocultos. “Hoy todo el mundo parece obsesionado por lavar sus trapos
sucios en público y por lo saludable que, según dicen, es desvelar los secretos y
los pecados de uno. Pero hay cosas que deben seguir siendo privadas” (Läckberg
2010: 379). El asesino asume una responsabilidad y se compromete a conservar
la unidad. Esta motivación determina el comportamiento de Vero, la madre de
Anders, en La princesa de hielo. Los abusos que los niños sufrieron en la escuela
por parte de uno de los profesores, el heredero de los Carlgren, se han mantenido
en el más absoluto secreto durante décadas. No importaba que su hijo rozara la
locura ni que Alex hubiera vivido ausente el resto de su vida. Todo respondía a
un bien mayor, el que dictaba la comunidad, un pacto de silencio entre los implicados que Alex se había propuesto romper y por lo que sería castigada con la
muerte. Vera Nilsson mató a Alex porque:
Se habría desatado el escándalo. Todo el mundo lo habría señalado con el dedo y lo habrían criticado. Hice lo que creí que
era correcto. No sabía que iban a convertirse en el blanco de
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así sostenerse que lo que persiguen es una iconización o distanciamiento pictórico del horror violento que, por
tremebundo que resulte, ellos tratan como motivo decorativo, como una porción más del exceso ornamental que
caracteriza a tantos artistas de la tendencia. Tarantino […] lo resumen bien en estas palabras: «No tengo miedo de
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las burlas del pueblo de todos modos. Que mi silencio iba a
devorarlo por dentro y que le arrebataría todo lo que tenía valor en su vida era tan sencillo. […] ningún bien nos reportaría
que se enterase todo el pueblo. Sería nuestro secreto […] Así
que callé. Callé durante años. Y cada año que pasaba, Anders
se hundía más y más. Con cada año se consumía en su propio
infierno y yo opté por no ver mi parte de culpa. Limpiaba lo
que él ensuciaba y lo mantenía en pie como podía, pero era
imposible deshacer lo ya hecho. El daño del silencio no se puede reparar. […] a veces creo que el silencio fue peor que los
abusos” (Läckberg 2010: 395).
En Las marismas, Einar, el asesino, justifica la violencia de sus actos
como una forma de preservar a la sociedad de un mal que en forma de tumor cerebral hereditario trasmite un violador consentido por la justicia. “Él soy yo”, es
la nota que deja en la escena del crimen. La muerte de este y su suicidio pondrán
fin a la enfermedad y restablecerán el orden alterado por los actos de aquel.
La violencia cifrada en términos sociales aparece ligada asimismo a los
comportamientos de Lisbeth Salander. Su particular cruzada contra “los hombres
que no amaban a las mujeres”, siempre fiel a aquel peculiar sentido de la moral
en el que insiste Mikael Blomkvist, la hace responsable de escenas de un elevado
grado de crueldad. El objetivo primero es su padre Alexander Zalachenko, pero
sin olvidar tampoco al abogado Nils Bjurman, a su hermanastro Ronald Niedermann o a Martin Varger:
El abogado Nils Bjurman se retorcía de dolor. Sus músculos
estaban inutilizados. Su cuerpo parecía paralizado. No estaba seguro de haber perdido la consciencia, pero se hallaba
desorientado y no recordaba muy bien qué le había pasado.
Cuando, poco a poco, fue recuperando el control del cuerpo, se
encontró desnudo, tumbado de espaldas sobre la cama, con las
muñecas esposadas y dolorosamente despatarrado. Tenía quemaduras que le escocían en las zonas donde los electrodos habían entrado en contacto con el cuerpo (Larsson 2010a: 300).
Frente a esta, el comportamiento del propio Gottfried Vanger responde
a motivaciones rituales, disfrazadas de razonamientos seudorreligiosos y favorecidas por las referencias a la Biblia, a determinados pasajes del Levítico. Sus
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actos, de una violencia sexual extrema, como los de su padre Martin, siguen unas
pautas fijadas y trasmitidas a modo de herencia: todos cometidos en pequeñas poblaciones, en lugares inhóspitos y a mujeres débiles e indefensas. Una verdadera
cámara de los horrores, subterránea, a la manera de las criptas y panteones de
castillos y conventos góticos, se convierte en testigo de las torturas y vejaciones
que entre sus paredes habrían sufrido, durante años, decenas de mujeres sin nombre. La misma puerta del infierno. Así nos la describe Mikael Blomkvist: “Medía
aproximadamente cinco por diez metros […] Martin Vanger había decorado su
cámara de tortura privada con esmero. A la izquierda cadenas, argollas metálicas
en el techo y el suelo, una mesa con cuerdas de cuero para atar a las víctimas. Y
un equipo de vídeo, un estudio de rodaje” (Larsson 2010a: 505).
A medio camino entre lo social y el rito, y con un grado similar de
violencia, en este caso apenas descrita, pero intuida por las reacciones que experimentan los personajes que contemplan el escenario, se encuentra el proceder
de Bolger en Bailar con un ángel. La necesidad del ser humano de encontrar su
lugar en el mundo, de definirse como persona, le lleva a retar, en su propio terreno, al Comisario Winter, un hombre correcto, de comportamiento intachable. La
obsesión se torna en sadismo extremo:
Los chicos se habían sentado de la misma manera, apoyados
en la silla con una postura macabramente desenvuelta, dando
la espalda a la puerta, como si estuvieran estudiando […] Los
chicos tenían señales de ataduras, pero parecía más bien como
si las cuerdas fueran para sujetar los cuerpos a la silla… y no
para atarlos. Winter miró al suelo, vio restos de sangre coagulada, que en el tiempo en que había ocurrido todo allí dentro se
había espesado y, pegajosa, se había adherido a la suela de unos
zapatos; los pasos en círculo habían trazado un dibujo en la alfombra, como de un… baile. […] Nadie oyó música en aquella
habitación, ni gritos. Solo un enorme aullido desde las paredes
y el suelo, que ahora llegaba hasta Winter, se abalanzaba sobre
él (Edwardson 2002: 206).
En Aurora Boreal, Åsa Larsson nos presenta un asesinato perpetrado
desde la locura y el delirio, pero definido en términos de lo que José Calvo González denomina “humanismo de proximidad existencial”. Se entiende el homicidio como la apropiación de la existencia del otro. Curt admira a Viktor, ve en él
lo que quiere ser, pero en su delirio asume el papel de salvador: “Tengo el sol en
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la espalda […] Delante de mí va mi sombra. Va delante, va delante, pero cuando
entro yo se tiene que doblegar” (Larsson 2010: 348). Viktor ha pecado, debe pagar por ello y él será quien en nombre de Dios salve a la comunidad de un hombre
que se ha convertido en el mismo Satán. El grado de violencia se cifra, por ello,
en términos místicos:
[…] lo acuchilló varias veces. Y le sacó los ojos con el cuchillo. Después metió los dedos en los agujeros y se pintó con sangre sus propios ojos. “Todo lo que él ha visto ahora lo he visto
yo”, exclamó. Lamió el cuchillo como un ¡animal! Creo que se
cortó la lengua porque le salía sangre por las comisuras de los
labios. Y después le cortó las manos. Estirando y retorciendo.
Una se la metió en el bolsillo de la chaqueta, pero la otra no le
cupo y se le cayó al suelo […] salí al frío en mitad de la noche,
a vomitar sobre la nieve (Larsson 2010: 360-361).
Todas sus intervenciones aparecen rodeadas de ese halo misterioso y se
asimilan a una ceremonia satánica:
Curt Bäckström está delante del gran espejo que tiene colgado
en la sala de estar escrutando cada centímetro de su cuerpo
desnudo. La luz que lo ilumina le llega desde unas lámparas
que ha cubierto con telas rojas transparentes y desde una veintena de velas que ha encendido. Las ventanas están cubiertas
con sábanas negras que ha sujetado con grapas para que nadie
pueda ver nada desde fuera. […] tuerce las manos y se las enseña al espejo. La iluminación roja le permite ver la sangre
y el aceite rezumando de las heridas que tiene en las palmas
(Larsson 2010: 292).
Incluso realiza rituales con animales. El perro de las niñas es un ejemplo
de ello:
En el tendedor de plástico blanco que hay encima de la bañera
está el cuerpo sin vida de Chapi. Tiene las patas traseras sujetas
a las cuerdas de tender. La sangre va cayendo gota a gota en
el agua. En el suelo, al lado de la bañera, está la cabeza […]
en cuanto se mete en el agua enrojecida siente cómo las propiedades de la perra le atraviesan el cuerpo. Las piernas se le
vuelven más ágiles y rápidas. Se le contraen para dentro de la
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bañera. Podría ponerse en pie y batir el récord mundial de los
cien metros lisos.
Y puede sentir a Sanna. Sus labios pegados a las orejas de la
perra. Ahora es su oreja la que están tocando. Le susurra “te
quiero”.
De un tiempo a esta parte ya le ha cogido un conejo, un gato y
hasta dos jerbos y su amor por él siempre ha ido en aumento.
Bebe el agua roja de la bañera a grandes tragos. Las manos
le empiezan a temblar pierde el control por completo cuando
Dios se encarga de todo.
Entonces Dios le agarra la mano y le levanta. Unta los dedos en
sangre como si fuera tinta y con letra desgarbada escribe en los
azulejos de la pared. Las letras forman un nombre. Y luego: LA
PUTA DEBE MORIR. (Larsson 2010: 293-294).
Él se ve a sí mismo como un elegido, como el verdadero representante
de Dios en la tierra. En su delirio, además, distorsiona imágenes que se aproximan a lo fantástico: “Desde hace mucho tiempo tiene la capacidad de distinguir
espíritus y, cuando le dio el cambio, la mujer se transformó delante de sus ojos.
Los dientes se le amarillearon. Los ojos se le quedaron en blanco y se enturbiaron como cristal congelado. Las uñas rojas de los dedos que le daban el cambio
crecieron hasta convertirse en garras” (Larsson 2010: 292).
No es el único guiño que encontramos en estas novelas. También en la
serie Millennium Stieg Larsson deja patente el gusto por lo fantástico, entendido
como estética porque se aleja de las convenciones del género, si bien, demuestra
que la tendencia a recrear escenas de corte sobrenatural constituye una de las
constantes de esta novelística. Las protagonizan personajes que caminan en los
límites de la locura y a los que les resulta complicado, por ello, discernir la realidad de aquello que recrea la imaginación. Desde una mentalidad enferma, Ronald
Niedermann, que siente un pánico irracional a la oscuridad, ve a Lisbeth Salander
como un monstruo que ha regresado del más allá para hacerles pagar su muerte:
Lisbeth Salander, ensangrentada y sucia, estaba sentada en el
suelo junto a él (Zalachenko). Era como algo sacado de una película de terror, de esas que Niedermann había visto en exceso.
A Ronald Niedermann, insensible al dolor y construido como
un robot antitanques, nunca le había gustado la oscuridad.
Hasta donde él recordaba, siempre había estado asociada a una
amenaza.
Había visto figuras en la oscuridad con sus propios ojos, de
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modo que un terror indescriptible le acechaba constantemente.
Y, ahora, ese terror se había materializado.
La chica del suelo estaba muerta. De eso no cabía duda.
Él mismo la había enterrado.
Por lo tanto, la criatura que ahora se hallaba ante él no era una
chica, sino un ser que había vuelto desde el más allá y al que no
podía vencer ni fuerza humana ni arma alguna.
La metamorfosis de ser humano a muerto viviente ya se había iniciado. Su piel se había convertido en una coraza como
la de los lagartos. Sus dientes al descubierto eran puntiagudos
pinchos preparados para arrancar la carne de su presa. Sacó
su lengua de reptil y se lamió la boca. Sus manos abiertas de
sangre tenían unas garras afiladas como cuchillas de afeitar de
unos diez centímetros de largo. Vio como le ardían los ojos.
Podía oír sus gruñidos apagados y la vio tensar los músculos
para tomar impulso y saltar sobre su yugular.
De repente, descubrió que ella tenía una cola que se curvaba y
empezaba a golpear el suelo de modo amenazador.
Luego, ella alzó la pistola y le disparó. […] Él lo vivió como
si la boca de la criatura le hubiera lanzado una llama de fuego
(Larsson 2010b: 739-740).
La multiplicidad de perspectivas que muestra el relato y los diferentes
puntos de vista desde los que se observan los acontecimientos favorecen escenas
de este tipo. Personajes enfermos o enloquecidos nos enseñan a través de sus propios ojos la realidad tal y como ellos la observan y la comprenden. Nuevos puntos
de vista unidos a aquel facilitan un conocimiento global y más completo de la escena en cuestión. Lisbeth aparece descrita desde el prisma de Niedermann como
un monstruo, sin embargo, Mikael Blomkvist, ahora desde la cordura, reflexiona
sobre su aspecto y llega a conclusiones semejantes. La violencia extrema, de hecho, provoca que el cuerpo pierda su humanidad y se revele como un monstruo.
Los góticos buscaban la sublimidad del terror en la destrucción del cuerpo humano, pero a través de una violencia puramente verbal; no se presenciaba el acto en
sí, sino los antecedentes y las consecuencias; era algo que se intuía, que dejaba
la puerta abierta a la imaginación del lector. Continuadas agresiones, sesiones de
tortura interminables convierten al hombre en estas novelas escandinavas en un
objeto monstruoso, de manera tan macabra que la víctima pierde todo contacto
con su forma humana. No obstante, la muerte o la crueldad no se intuye, se hace
manifiesta y el ser monstruoso aparece ante los ojos del lector sin censuras en
Miriam López Santos
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toda la complejidad del horror. Le sucede a Lisbeth, pero también a Zalachenko,
a Bjurman y a los jóvenes noruegos en el baile de la muerte de Bolger, en Bailar
con un ángel.
Del mismo modo, el crimen, de acuerdo con esta variedad de perspectivas, adquirirá diversos matices. A ojos del sádico torturador se nos muestra como
una verdadera obra de arte, un acto que merece conservarse como un recuerdo o
una reliquia, por ello, graban en vídeo o coleccionan instantáneas del momento.
Bolger o Martin Vanger responden a este proceder. Pero el cuerpo sin vida también puede provocar sensaciones y sentimientos encontrados en aquellos que lo
contemplan, más allá del asesino. Hablamos de la exaltación de lo monstruoso
que alcanza en estas novelas la categoría de sublime. Experimentan un gélido
escalofrío de placer, un goce glacial. Sanna, en Aurora Boreal, “observa a Victor
Strandgård con sus ojos fríos de invierno. Porque, allí tumbado, es bello como
un icono. La oscura sangre parece una aureola alrededor de su pelo largo, rubio,
de Santa Lucía nórdica” (Larsson 2010: 11-12). Más tarde, Anna-Maria Mella
descubre el cuerpo ensangrentado y mutilado de Viktor y pasa a describir el escenario del crimen desde dos puntos de vista opuestos y, en principio, excluyentes:
el del policía que graba lo que observa y el de la persona que se deja llevar por las
sensaciones que el cuerpo y la escena le manifiestan:
El muerto está tumbado en el pasillo central de la iglesia. Parece hacer sido destripado a fondo porque huele a demonios y
la alfombra que hay debajo del cuerpo está mojada. Probablemente la mancha es de sangre, pero es un poco difícil saberlo
porque está sobre una alfombra roja. La ropa también está ensangrentada y no se puede ver mucho de la herida del vientre,
aunque parece que una pequeña parte del intestino está a punto
de salírsele. […] Le han sacado los ojos […]
Caminó alrededor del cuerpo y se inclinó sobre la cara. Estuvo
a punto de decir que era un cadáver bello, pero había límites
para lo que podía decir en voz alta delante de Sven-Erik (Larsson 2010: 23-24).
Los ojos aterrados de quien mira experimentan un doble impulso, de
rechazo y curiosidad, de repugnancia y sublimidad. El cuerpo se convierte en un
deseo oculto, allí donde lo innombrable se vuelve a hacer manifiesto para adquirir
naturaleza poética. Semejante atracción se descubre a través de los pensamientos
de Erica al descubrir el cadáver de su amiga Alex:
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Entre la novela negra y la estética gótica
Los labios presentaban un vivo tono azulado. Una delgada capa
de hielo flotaba en la bañera ocultando el cuerpo por completo.
El brazo derecho colgaba laxo y veteado sobre el borde de la
bañera y los dedos se hundían en el charco de sangre coagulada
que manchaba el suelo. Junto al brazo, también sobre el borde
de la bañera, había una hoja de afeitar. Del otro brazo solo se
veía la parte superior del codo, pues el antebrazo yacía invisible sobre la capa de hielo. También las rodillas sobresalían
de la helada superficie. El largo cabello rubio de Alex flotaba
esparcido como un abanico sobre el cabecero de la bañera pero
aparecía quebradizo y congelado por el rigor […]
Nada la había preparado para el espectáculo de la sangre. El
cuarto de baño estaba alicatado en blanco, de ahí que el efecto
de la sangre que había tanto dentro como alrededor de la bañera resultase aún más llamativo. Por un segundo, pensó que
el contraste era hermoso, hasta que interiorizó el hecho de que
quien yacía en la bañera era un ser humano de verdad (Läckberg 2010: 12-13).
Anders Nilsson contempla la figura de su amada que yace inerte en términos sublimes. Se busca el impacto a través de la exaltación de la violencia y de
la muerte. Los primeros capítulos se abren con esta admiración por el cuerpo sin
vida, en unas escenas de profundo calado poético:
Pensó que, así tumbada, como estaba, parecía una princesa.
Una princesa de hielo. El suelo sobre el que se sentaba estaba
helado, pero el frío no le preocupaba. Extendió el brazo y la
tocó.
La sangre de sus muñecas llevaba ya tiempo coagulada.
El amor que por ella sentía jamás había sido tan intenso (Läckberg 2010: 7).
Calentó un mechón de cabello entre sus manos. Los diminutos
cristales de hielo se derritieron mojando las palmas. Fue lamiendo el agua, con deleite.
Apoyó la mejilla contra el borde de la bañera y sintió como
el frío le mordía la piel. Era tan hermosa. Allí, flotando, en la
superficie del hielo.
Los lazos que los unían aún seguían vivos. Nada había cambiado. Nada era diferente. Dos de la misma naturaleza (Läckberg
2010: 67).
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La multiplicidad de perspectivas, la fragmentación, la discontinuidad y
la constante insistencia en la violencia más exacerbada contribuyen a lo que los
góticos llamaron “la búsqueda del exceso” (Botting 1995: 1; Sedgwick: 1981
255-56), responsable última de la tensión y la lógica narrativa del relato. Esta
tendencia al caos, que entronca directamente con la esencia misma de la novela
gótica, se intensifica gracias al escenario. El clima y los paisajes yertos favorecen
esta sensación de caos a la par que intensifican la sublimidad. El horror asume
que son los hechos los que tienen consistencia psicológica, más allá del escenario, aunque este ayuda a configurarlo y a crear una atmósfera demoledora y
asfixiante. Sobre estos tópicos se inserta un paisaje profundamente sublime una
naturaleza dura y oscura que determina el carácter de los personajes y las acciones y actuaciones de los mismos. Fjällbacka, Hedeby o Jiekajärvi son pequeñas
poblaciones dominadas por la oscuridad inquietante de un invierno de noches
eternas, por la fuerza incontrolable de la nieve y por el silencio perturbador y
dañino de sus calles vacías. “Ciudades fantasma” (Läckberg 2010: 12) en las que
las condiciones climáticas favorecen el crimen y se mimetizan con la oscuridad
que emana del ser humano. Todo es negro dentro y fuera. No hay salida; el pueblo
aparece como metáfora de una sociedad que va a la deriva:
[…] el pueblecito irradiaba una dulce paz, como si de una ciudad dormida se tratase. Sin embargo, ella sabía que la impresión de calma era engañosa. Bajo la superficie latían también
las distintas manifestaciones de la maldad humana representadas igual que en cualquier otro lugar del mundo habitado
por el hombre. Había tenido la oportunidad de comprobarlo
en Estocolmo, pero Erica temía que en Fjällbacka fuese aún
más peligroso. El odio, la envidia, la codicia, la venganza, todo
quedaba oculto bajo una gran tapadera creada por el qué dirán.
La maldad, la mezquindad y la inquina fermentaban tranquilamente bajo una superficie que siempre aparecía reluciente. Allí
sentada sobre las rocas de Badholmen, al contemplar el pueblecito cubierto por la nieve, Erica se preguntó cuántos secretos
no guardarían sus casas (Läckberg 2010: 319).
Dentro de este escenario sublime, la acción se focaliza en las diferentes
casas o cabañas, abandonadas y aisladas, en las que se pueden cometer todo tipo
de barbaridades4. En el pueblo de Hedeby, la cabaña de Söderberget aparecía
4!"#$%&'$()"#*&'+,)%-"./0012"/34"*56('*")&'*"7*8)'*"9)":;&")&8%$';$%)&"(<%9$8;&"=>?@"8;A)%"*"B$9)"%*(-)";7"&699)(:C"
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Entre la novela negra y la estética gótica
como un emplazamiento inaccesible dentro del aislamiento en que se encontraba
la isla. Un lugar recóndito, un espacio de terror que se convierte en el escenario
propicio para desarrollar los actos más terribles alejados de todo y de todos. La
casa de la infancia de Erica, Fjällbacka en Sälvik, era un lugar apartado, inhóspito, rodeado de misterios y de hermetismo. Aunque buscando la sublimidad la
acción se desplaza también a sus cementerios. En Las marismas descubrimos la
verdad en el cementerio; la tumba abierta, el cielo oscuro, la lluvia incesante.
Hombre frente a hombre y el ataúd con el cuerpo sin vida de una niña que murió
hace 30 años. Un disparo y Einar cae sobre la tumba llena de agua. Es el final.
En definitiva, nos encontramos ante nuevos espacios de la opresión, que
continúan la marcada estela que dejaran los conventos, abadías y castillos en
ruinas, aislados geográficamente y marginados del conjunto de la sociedad, pero
que se descubren como renovados escenarios de pesadilla.
Sin embargo, parece que la esperanza, a pesar de todo, se mantiene.
Todas las novelas recuperan el aliento y respiran en sus epílogos; Asa Larsson
amanece al fin, al séptimo día, con el alumbramiento de Anna-Maria Mella, Erlendur se sobrepone a “las marismas” y se ilusiona ante la nueva Audur, Lisbeth
Salander recupera con el lector un poco de confianza en el hombre y en la justicia,
Erica, junto a Patrik, aspira, en el balcón de su casa de Fjällbacka, la cálida brisa
de una mañana de verano, un aire similar al que percibe el Comisario Winter en
el parque de Vasaplatsen en Gotemburgo.
Pero la sensación de perturbación, de vivir en un infierno en la tierra se
mantiene como una verdad hiriente y reveladora, que el lector no puede evadir ya
y de la que se siente preso5: el mal está ahí, escondido, se expande, siempre que
sepamos verlo, siempre que seamos capaces de aceptar ir más allá de lo visible.
Porque, al fin y al cabo, cada época, cada pueblo tiene, ha tenido y tendrá un
“diablo”. Se evoca, se siente, se revive y se vuelve a matar, pero siempre sobrevive porque es propio de la condición humana. Para nuestros novelistas el mayor
“diablo” es la terrible maldad que acompaña al ser humano como una condena y
de la que difícilmente se puede huir:
[…] uno piensa que no le va a afectar. Uno se cree lo bastante
fuerte para aguantarlo todo. Uno piensa que se blinda con los
!"#$%&'()*+*,-(!+$(*".-(/&0$1)2&2$32!+$*3$-4!,-"2#$/)32!/&$/*$/)2$&2+5$!32$*5/2"$!(/2#$*6/$-"$!$7!'$/)!/$4!82&$/)2$
)*6&2$-/&2+5$&224$!+-92:0
5. Señala Comas (2005: 20) a este respecto: “No hay redención para el protagonista. Es por ello que en muchos de
+*&$;+4&<$+*&$happy end$"*$&*"$/!"$52+-(2&$(*4*$!$92(2&$%62#!"$%!32(23"*&$!$&-4%+2$9-&/!:0
Miriam López Santos
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años y que puede ver la suciedad a distancia, como si no fuera
con uno. Y conservar de esa manera su salud mental. Pero la
verdad es que no hay distancia. No hay blindaje. Nadie es lo
bastante fuerte. El horror te persigue como un espíritu maligno
que se instala en tu mente y no te deja en paz hasta que te parece que esa suciedad es la vida misma (Indridason 2009: 199).
Nos muestran un universo de criaturas espantosas que actúan en la penumbra, lo que las vuelve aún más terribles, casi imposibles de describir y, por
ello, de olvidar. La maldad existe en nuestras vidas y exige su derecho a existir,
porque “todo consiste en lo mismo y todos somos sustituibles en esta espiral de
maldad. Es más grande que la vida: estaba antes de que llegáramos y continuará cuando nos hayamos ido de aquí” (Edwardson 2002: 269). Tras la sociedad
globalizada y del bienestar (Zizek 2003: 24) y a pesar del final reconfortante, el
empeño de estos novelistas es mostrar el mundo tal y como lo sienten y lo viven,
tal y como es: monstruoso.
Universidad de León
E-mail: [email protected]
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Entre la novela negra y la estética gótica
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