102 103 ¿Editar hoy `Mein Kampf` de Hitler?

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Revista Claves de Razón Práctica nº 245
ENSAYO
¿Editar hoy ‘Mein
Kampf’ de Hitler?
La edición científica del libro constituye un
arma pedagógica, necesaria en el combate
contra ideologías excluyentes y suprematistas.
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Seguramente pocas ediciones habrán suscitado tanta controversia en Alemania en los últimos años: en enero de 2016, el
Instituto para la Historia Contemporánea de Múnich (Institut
für Zeitgeschichte, IfZ) publicaba la edición comentada de Mein
Kampf en la que ha venido trabajando desde hace años un equipo de especialistas. En sí misma, la edición no debería constituir
sorpresa alguna: el IfZ ha publicado ya todo el resto de la obra
de Hitler en formato similar, con un amplio aparato crítico que
contextualiza y desmenuza sus falacias; si en 1961 salió a la luz
el llamado Segundo Libro (escrito por Hitler en 1928, pero no
publicado en su día), desde entonces se han editado también
todos sus artículos, discursos, el diverso material producido en
la cancillería, y el testamento político que Hitler dictó en el
búnker justo antes de suicidarse en abril de 1945, hasta un total
de 12 volúmenes. Sólo Mein Kampf, el libro emblemático de
Hitler, seguía sin reeditarse desde la guerra. La razón no era una
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prohibición directa, pero sí de facto: el Estado Libre de Baviera,
que asumió los derechos de autor de Adolf Hitler, ha venido
denegando desde entonces el permiso para su reedición. Pero
los derechos de autor caducan a los 70 años del fallecimiento
de este, y desde el 1 de enero de 2016 han quedado libres los
de Hitler. Precisamente para contrarrestar eventuales ediciones
descontroladas, el IfZ planeó ya hace años su edición crítica
de Mein Kampf, que el Parlamento bávaro acordó en 2012 subvencionar con medio millón de euros; sin embargo, en 2014,
el Gobierno bávaro cambió bruscamente de opinión y retiró su
apoyo al proyecto. La conferencia de Ministros de Justicia de los
Länder alemanes en verano de ese año concluyó incluso que la
difusión del libro en cuestión seguiría constituyendo un delito de
incitación al odio, y el representante de Baviera amenazó veladamente al IfZ con denunciarlo por este concepto. Desde entonces
se ha encauzado el debate hasta convenir en la legitimidad de la
edición crítica, pero no de otras: el argumento prohibicionista es
que serían ofensivas para las víctimas del Holocausto y peligrosas para lectores desprevenidos.
Al margen de los cambios de criterio y las faltas de tacto de
ciertos responsables políticos, una sociedad democrática avanzada no puede delegar del todo en ellos el afrontamiento de un
libro como este, cuya historia efectual y contenido lo vuelven
sin duda problemático. ¿Debe o puede aspirar a silenciarlo? La
compra o posesión de Mein Kampf no es ilegal en Alemania, y
el libro puede adquirirse sin dificultad en librerías de viejo o en
Internet. ¿Es una solución impedir solo nuevas ediciones, cuando circulan por todo el mundo ediciones piratas, muchas veces
edulcoradas y abiertamente orientadas a alimentar el odio racial
y el antisemitismo? ¿No procede más bien, como argumenta el
IfZ y casi todos los historiadores, tomarse en serio el libro y
someterlo a un análisis crítico, en lugar de alimentar su mito atribuyéndole poderes demoniacos? ¿Es peligroso leer Mein Kampf?
¿Qué demonios encierra?
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La primera parte de Mein Kampf la dictó Hitler en la prisión de
Landsberg, donde cumplió apenas un año de los cinco a los que
fue condenado por el golpe de Estado fallido de noviembre de
1923. El editor Max Amann, quien parece haberle dado la idea,
esperaba revelaciones comprometedoras sobre el trasfondo del
golpe y se encontró con una autohagiografía; en la segunda parte,
dictada ya en libertad, se desgrana el programa nacionalsocialista. Lo primero que conviene tener claro es que Mein Kampf no
expone un punto de vista para que el lector lo sopese, sino una
misión entendida como salvífica. No aspira por lo tanto a convencer, sino a revelar; no busca el debate, sino la adhesión. Es
una obra de propaganda, y fue sumamente eficaz, de modo que
no es oportuno desdeñarlo basándose en su insufrible estilo y en
lo infame de su contenido: Hitler era un propagandista consumado, torrencial pero sagaz, y dominaba el arte de pulsar las fibras
emocionales de sus audiencias y sus lectores. Lo inquietante de
Mein Kampf no es solo su ideología abiertamente genocida, sino
la perfidia con que lleva al extremo la tendencia manipulativa
del discurso político. A la hora de enfrentarse al libro, por tanto,
conviene distinguir su contenido de su forma, pero sin perder
nunca de vista que las disonancias estéticas o argumentativas del
estilo están justamente al servicio de una ideología incivil que
reniega de la racionalidad. Nos detendremos así primero en el
contenido, para examinar después las implicaciones del discurso
propagandístico y la estrategia más adecuada para combatirlo.
El nacionalsocialismo fue un movimiento de carácter ultranacionalista y totalitario que aspiró a homogeneizar a la sociedad
alemana en nombre de una sola idea: la pureza racial: “Por
lo que tenemos que luchar es por salvaguardar la existencia y
la multiplicación de nuestra raza y de nuestro pueblo, por la
alimentación de sus hijos y el mantenimiento impoluto de su
sangre, por la libertad e independencia de la patria. […] Cada
pensamiento y cada idea, cada lección y todo el conocimiento,
han de estar al servicio de este fin” (1943 [1925/27]: 234). Con
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la coartada de proporcionar los alimentos suficientes para la
subsistencia de Alemania, Hitler propuso conquistar “espacio
vital” (Lebensraum) hacia el Este. Sin embargo, más revelador
desde el punto de vista que aquí nos interesa es el potencial
pedagógico que alberga una obra en cuyas páginas se propagan
sin apenas pudor ideas de exclusión y humillación de grupos
humanos. La obsesión de Hitler y el nazismo por “mantener
impoluta la sangre” culminó en la Shoah porque el antisemitismo
era el vector principal del movimiento, pero acarreó también el
exterminio programático de otros grupos de población que estorbaban al proyecto eugenésico, como gitanos, homosexuales o
disminuidos psíquicos y/o físicos. No existe ningún ejemplo histórico que ilustre tan a las claras la cadena de causalidad entre
la propagación irrestricta de unas ideas inciviles y su ulterior
implementación genocida, con el balance de sobra conocido de
más de seis millones de víctimas. Aunque solo sea por eso (o por
eso), dichas ideas merecen ser conocidas en toda sociedad que
se quiera vigilante ante cualquier amenaza de vulneración de los
derechos humanos. Candidaturas no faltan en nuestra Europa
de hoy. Pulsemos, pues, las ideas que empedraron el camino de
la expulsión del campo de obligación moral de los alemanes de
categorías sociales enteras.
De acuerdo con la pulsión jerarquizante que lo atravesaba
como práctica y como doctrina, el nacionalsocialismo elevó
a unos pueblos e individuos por encima de los demás. En su
particular dicotomización del universo moral, la raza aria encarnaba todas las virtudes, el Bien por antonomasia; su brillo quedaba realzado por la estigmatización de los judíos, el extremo
opuesto, la quintaesencia del Mal, auténticos “disolventes de la
humanidad” (Ibíd.: 135) y principales responsables del estado
de postración que atravesaba Alemania durante la República
de Weimar. Hitler creía en la desigualdad intrínseca al género
humano: “Igual que a los pueblos, tengo que valorar de forma
diferente a los individuos dentro de una misma comunidad
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nacional. La observación de que un pueblo no es igual que otro
se transfiere a los individuos dentro de una comunidad nacional” (Ibíd.: 491). Los miembros de la “comunidad nacional”
aria tendrían asignados papeles distintos según criterios, por
ejemplo, como el género; por naturaleza, los hombres estarían
dotados para política y la defensa, las mujeres para el hogar y
la crianza de los hijos. Ahora bien: a quien quedase allende sus
fronteras le aguardaba una suerte sombría. En su particular perversión moral, odiar a las personas estigmatizadas como ajenas
al “cuerpo nacional” era una disposición encomiable: “Quien
en este mundo no consiga ser odiado por su enemigo, no me
merece valor como amigo” (Ibíd.: 398). En una curiosa filigrana
de inversión ajena a cualquier orden de convivencia, Hitler sancionó el odio bien entendido, siempre con los judíos en el punto
de mira: “Con los judíos no cabe pacto alguno, solo el crudo o
ellos, o nosotros” (Ibíd.: 225).
Una enseñanza fundamental de Mein Kampf que merece ser
recordada sin desmayo es que la estigmatización del “otro”
siempre precede a su erradicación simbólica o, como es el
caso, también física. Hitler recurrió a la imaginería bacterial
para justificar su proyecto purificador: “Me siento como Robert
Koch en la política”, proclamó en 1941 (en Sarasin et al., 2007:
41). Desde su particular y perversa biopolítica importada sin
solución de continuidad al campo social desde el bacterial, los
nazis trataron a la sociedad realmente existente como si fuese un
organismo biológico en el que los elementos “sanos” o “valiosos”
(arios) eran oficialmente protegidos y estimulados, en tanto que
a aquellos “enfermos”, “parásitos” e “inútiles” (judíos, gitanos,
etcétera) les esperaba, primero el odio, y luego, una vez alcanzado el poder, la humillación y el campo de exterminio.
Conviene dejar constancia de ello: la cristalización organizativa de la enemiga a los judíos no fue ninguna invención de Hitler,
y no nos referimos ahora al ancestral antijudaísmo de matriz
cristiana. El periodista Wilhelm Marr fundó en 1879 la Liga
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Antisemita para “salvar a la patria de su completa judaización”.
Un coetáneo suyo, el historiador Heinrich von Treitschke, acuñó
por esas mismas fechas un eslogan que pronto haría fortuna en círculos nacionalistas: “Los judíos son nuestra desgracia”. Aún otro
(por no convertir la lista en interminable), Ernst Henrici, impelía
a sus compatriotas a finales del año 1880 con una admonición
que viviría su momento de esplendor con la propaganda nazi:
“No compres en tiendas judías”. A rebufo de planteamientos de
este tenor surgieron varios partidos políticos que colocaron en el
frontispicio de sus programas el odio y la envidia a los judíos, sin
menoscabo de que otras formaciones políticas incorporasen el
credo antisemita a sus programas como un ingrediente más. Más
allá del ancestral resentimiento cristiano, el nuevo antisemitismo
hizo responsable a los judíos de la decadencia moral, económica,
política y cultural del país. Los partidos antisemitas no pasaron
nunca del 3,5%, pero ahí estaban, sembrando su semilla incivil
y esperando su momento de gloria.
Así pues, ni Hitler se sacó de la chistera el antisemitismo organizado, ni tampoco Mein Kampf presentó nada que, en esencia,
no hubiese repetido antes en su etapa de agitador de cervecera,
cuando el NSDAP todavía balbuceaba en Múnich. Allí, en 1920,
Hitler intervino en un mitin dedicado a agitar el odio a los judíos
bajo el título de “¿Por qué somos antisemitas?”. Las más de
2.000 personas que llenaban la sala le escucharon atentamente,
interrumpiéndole con gritos de “¡Bravo!” o “¡Muy bien!”, con
aplausos o con murmullos de aprobación. Así hasta en 58 ocasiones. Su discurso del odio no resultaba original, pero sí efectivo
en cargar las pilas del antisemitismo de la audiencia, reforzada
en sus prejuicios. Sus argumentos se alimentaban del pesebre
del antisemitismo engordado en las décadas precedentes: los
judíos no habrían efectuado ninguna aportación sustancial a la
cultura; serían conspiradores (los “Protocolos de los sabios de
Sión”, difusores de esta imagen, habían aparecido publicados
un año antes), apátridas, “nómadas” y parásitos que se estarían
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aprovechando del cuerpo ario alemán; el trabajo para ellos no
sería “un deber moral, sino en el mejor de los casos solo un
medio en provecho propio”; serían además unos manipuladores
que “colocan la así llamada autoridad de la mayoría de la masa
en lugar de la autoridad de la razón porque saben que dicha
mayoría baila a su son”, pues para eso editan “más del 95% de
los periódicos que se publican”. La propuesta terapéutica era
inmediata: “La expulsión de los judíos de nuestra nación” (en
Phelps, 1968: 404, 414, 413 y 417, resp.).
La propaganda fue el mecanismo para insuflar el odio a los
judíos entre la población alemana. De sus claves de funcionamiento se ocupó por extenso Hitler en Mein Kampf. La concisión e insistencia en pocos puntos, pero claros, debía venir
acompasada con una movilización de los sentimientos de esa
misma masa destinataria de las apelaciones propagandísticas.
No la razón como fruto de un proceso de diálogo (en un implícito alejamiento desdeñoso de la tradición ilustrada), sino las
emociones (en un deliberado abrazo al populismo) conformaban
el eje motriz de la propaganda en la visión de Hitler: “Cuanto
más limitada sea su carga científica y más tenga en consideración el sentimiento de la masa, tanto mayor será su éxito. Este
sentimiento, sin embargo, es la mejor prueba de lo acertado o
erróneo de la propaganda, y no la satisfacción de las exigencias
de algunos sabios o jóvenes estetas” (Hitler, 1943 [1925-1927]:
198; asimismo págs. 376-377). Lo que estaba en juego, pues, era
conquistar los corazones de la gente, no estimular su intelecto.
La posesión de las claves de la meteorología emocional de las
masas era fundamental para que una estrategia de propaganda
viniese coronada por el éxito. No cabe duda de que, si soslayamos cualquier consideración moral y nos atenemos únicamente
a la consecución de los objetivos fijados, los nacionalsocialistas
vieron colmados sus esfuerzos con el éxito.
La propaganda es una máquina de fabricar mentiras, y Hitler lo
sabía. Quien insiste en unos pocos puntos programáticos apelan-
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do a la fibra emocional de la audiencia no considera una prioridad
la verdad: “No compete a la propaganda, por ejemplo, contrastar
los distintos argumentos, sino subrayar exclusivamente el propio.
[…] No tiene que buscar de forma objetiva la verdad cuando
esta es favorable a los otros, ni anteponerla ante la masa con
sinceridad doctrinaria. De lo que se trata es de servir ininterrumpidamente a la verdad propia” (Ibíd.: 200). Si el fin es hacer
valer la versión propia aún a sabiendas de su parcialidad o, más
grave aún, de su mentira, es obvio que en el camino se sacrifica
el intercambio argumentativo en un marco plural donde reina la
libertad de expresión. Verdad, concebida como reflejo de la realidad, y propaganda serían, pues, términos antónimos.
La idea de una “verdad” en política merece, desde luego,
muchas prevenciones. Pero la mejor forma de socavar y combatir la propaganda del odio es justamente confrontarla con la
pluralidad intersubjetiva, impedirle desplegar impunemente su
monólogo. Frente al que de forma programática rehúye contrastar
sus planteamientos, es nuestra obligación civil desenmascararlos como falacias: un argumento no susceptible de crítica no
constituye un argumento, sino una petición de principio o una
declaración de fe. No disponemos de vacuna contra esos emplazamientos emocionales a la adhesión, pero la superioridad de la
razón la certifica su disposición a fundamentarse (y su capacidad
para desvelar la falta de fundamento del discurso demagógico).
Hemos de ser conscientes de que no son discursos simétricos, ni conciliables. En el plano puramente existencial, puede
ser incluso más prudente no discutir con un nazi, salvo que la
situación ofrezca garantías de que no va a emplear la violencia
física contra nosotros. Pero en el plano discursivo, relegar la
propaganda incivil al purgatorio de lo indiscutible equivale a
rendir la vocación universal de la razón. Ciertamente, un Estado
democrático tiene no ya la facultad, sino la obligación de prohibir discursos que establecen jerarquías en el derecho a la vida
de diferentes grupos humanos o inciten al odio contra colectivos.
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Pero la prohibición de sembrar cizaña resulta no solo insuficiente, sino hasta contraproducente si no va aparejada con el empeño perpetuo y activo por mantener la prevalencia del discurso
civil. No hay que dejarse intimidar por la falta de escrúpulos del
adversario: equivaldría a sancionar una superioridad que solo
depende de la violencia, o de la capacidad de silenciar al disidente. Semejantes actitudes prepolíticas anteceden con mucho al
matonismo nazi: baste recordar la bravuconada del ultramontano
Alejandro Pidal y Mon a Gumersindo de Azcárate: “Está usted
perdido, amigo mío. Porque yo, con mis ideas, puedo quemarle a
usted. Usted en cambio, con las suyas, no puede hacerme nada”
(en Morán, 1998: 234). Frente a bravatas como esta, conviene
recordar que la superioridad del proyecto democrático reside
justamente en su inquebrantable determinación de no quemar
a nadie, ni por sus ideas, ni por su raza, ni por su confesión
o preferencias sexuales, ni por nada que no amenace al libre
desenvolvimiento de la pluralidad humana. Pero también en su
disposición indesmayable a la confrontación contrastable, con
reglas reconocibles para cualquier ciudadano que
ejerza su derecho a participar en el debate público.
BIBLIOGRAFÍA
Hitler, Adolf: 1943
Constituye una obligación civil de todo gobierno
[1925/27]. Mein Kampf (2
democrático garantizar que no se propalan impunevols). Múnich: Eher.
Morán, Gregorio: 1998.
mente discursos que incitan al odio. Pero también
El maestro en el erial.
garantizar que un discurso histórico como el de
Barcelona: Tusquets.
Phelps, Reginald H.:
Hitler, quizá el que más abiertamente postuló su
1968. ‘Dokumentation.
propósito genocida antes de llegar al poder y estar
Hitlers‚ grundlegende’ Rede
über den Antisemitismus”,
en condiciones de llevarlo a la práctica, sea someVierteljahrshefte für
Zeitgeschichte 1968 (4):
tido a una crítica implacable y pública que desvele
390-420.
sus riesgos y prevenga su repetición. Por eso la
Sarasin, Philipp; BERGER,
Silvia; Hänseler, Marianne,
edición científica de su libro más emblemático
y Spörri, Myriam: 2007.
‘Bakteriologie und Moderne.
constituye un arma pedagógica impagable, urgenteEine Einleitung’, en: Philipp
mente necesaria en el combate contra el resurgir de
Sarasin et al., Bakteriologie und
Moderne. Fráncfort del Meno:
ideologías excluyentes y suprematistas; del mismo
Suhrkamp.
modo, una sociedad democrática debe alentar todo
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lo posible el estudio y disección pública de cualquier ideología
totalitaria, como mejor recurso preventivo contra su contagio.
Atrincherarse en la mera prohibición podría resultar no solo
inefectivo, sino una peligrosa claudicación en la batalla discursiva contra la barbarie.
Jesús Casquete es profesor de Historia del Pensamiento Político en la
Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y fellow del Centro de Estudios sobre
Antisemitismo (Berlín).
Ibon Zubiaur
es doctor en
Filosofía,
ensayista y traductor especializado en
literatura alemana contemporánea.
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