Documento 632267

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Lo que la diosa susurra
Por Stan Lieber
Lo que la diosa susurra
Siempre me he preguntado cómo mi maestro, siendo ciego, soportaba impertérrito sensaciones como
el repentino choque de nuestra embarcación justo antes de ser amarrada. Ni una sola arruga de su
rostro se inquietó con el sobresalto del impacto que marcó nuestra llegada al puerto de Amniso, tras
navegar por largo tiempo sus calmadas aguas.
―¿Está bien, maestro? ―le pregunté.
―¿Hemos llegado ya a la vasta Creta? ―inquirió por toda contestación.
―Así es. ¿Está muy lejos el punto de encuentro?
―Aganote, si me sirves es por tu buena voz y disposición para recitar mis poemas, pero
evidentemente no por tu inteligencia y mesura. Nuestro anfitrión es discreto, y sabremos el punto de
encuentro cuando lo tengamos que saber. Mientras nos llevan hasta allí puedes describirme aquello
que contemples, a ver si despierta a la diosa, y así ésta me susurra.
He de decir que mi maestro no se caracterizaba por su amabilidad, así que no di mayor
importancia a sus palabras y cumplí su deseo. En el camino, que se hizo largo y caluroso, le hablé de
los fértiles y verdes campos que se desplegaban ante mis ojos. Un velo lechoso cubría los del gran
aedo, así que intenté darle cada detalle sobre el majestuoso palacio que apareció ante nosotros al
llegar a Cnosos. Le manifesté mi sorpresa ante la ausencia de murallas o fortificaciones rodeando el
palacio. ―¿No estaban muy expuestos, maestro?
―Quizás no necesitaban murallas si creían que no tenían enemigos, Aganote. Obviamente, se
equivocaron ―dijo con aire misterioso.
La estructura engañosa de los pasillos por donde fuimos conducidos no pareció perturbar tampoco
a mi maestro, que se me antojó más ausente aun de lo habitual. Finalmente llegamos a una suntuosa
dependencia, iluminada y llena de frescas viandas. El gran aedo palpó con sus manos las bandejas,
hasta casi aplastar unos apetecibles higos maduros que se llevó a la boca sin reparos en los modales.
Un ligero carraspeo llamó entonces nuestra atención, y mi visión se dirigió al imponente hombre alto
detrás de una mesa de mármol, justo delante de nosotros.
―Celebro que te plazca mi hospitalidad, Melesígenes. El maestro se limpió con el antebrazo el
jugo que chorreaba desde la comisura de sus labios hasta su barbilla antes de contestar.
―Ese no es el nombre con el que quiero ser tratado. Mi nombre, de hecho, es lo de menos.
―Cierto, pero me siento incómodo con el que has elegido. Tratarte por ese nombre es aceptar que te
tengo cautivo, y no lo considero así.
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―Si soy cautivo no es de ti, Damianos. Así que dime para qué querías verme.
Yo estaba impresionado. Sabía que mi maestro era impetuoso y lo demostraba cada día que
compartía con él, pero la calidad del broche que cerraba la túnica de Damianos, me hacía sospechar
que nos encontrábamos ante un auténtico Aristoi, acaso un hombre cuyo linaje podría ser posible
gracias a algún Dios o héroe de los que hablaba el gran aedo en las hermosas palabras que yo me
apreciaba en recitar en selectas reuniones. Un hombre de gran riqueza, influencia y poder.
―De acuerdo ―aceptó el Aristoi con una sumisión que casi me hizo sentir miedo―. Hablemos
ya de lo que nos ocupa aquí hoy. He oído que tienes intención de componer otro poema que
continuaría los hechos de la Guerra de Troya. ¿Es eso cierto... Homero?
―Es cierto. Aunque aún el camino no está trazado del todo, seguramente este nuevo viaje nos
llevará por otras sendas. La diosa me pide que hable del interior del hombre más que de los hechos
de la guerra.
―¿Sólo la diosa te pide? ¿No vamos a volver a nuestros acuerdos habituales?
Homero, mi maestro, llenó la estancia con una sonora carcajada.
―¿Y qué conviene a los tuyos esta vez, Damianos? ¿Queréis una mujer pérfida y voluble, una
Helena de Troya que provoque una guerra con su belleza pero no precisamente con su destacada
inteligencia? ¿Deseáis más bien otra Pandora que desate los males de este mundo por no saber
contenerse? ¿Qué os apetece, decidme, para que los de vuestra clase sigan aprovechándose del
predominio del varón sobre la hembra, que las mujeres sean vistas como meras esclavas o consortes,
como objetos sexuales sin mente solo aptos para fecundar? ¿Qué os conviene que se transmita a
través de mis palabras, de oreja a boca y de boca a oreja a través de lugares y tiempos? El Aristoi
Damianos sonrió con una sombra de perfidia.
―Me gustas, poiètès, porque contigo no hay subterfugios ni disimulos que valgan. Sí, queremos
eso, y que la mujer de tu héroe, pues supongo que habrá un héroe, sea una arpía adúltera poco
confiable. Que aproveche la ausencia de su marido para fornicar en su propia casa con cuanto
pretendiente se le acerque, en ocasiones a la vista de su propia descendencia. Algo así, Homero.
También hablaremos de ciertas costumbres que queremos imponer como naturales y lógicas, y lo
trataremos en un momento, pero necesitamos algo así. Y que perdure, que perdure por mucho tiempo
tal y como parece que lo hará tu trabajo anterior, recitado día tras día por jóvenes como el que te
acompaña aquí hoy.
―Pues estaréis muy satisfecho ―contestó mi maestro―, pues planeo fijar ambas obras, la pasada
y la futura, de forma indeleble en el tiempo. A través de un sistema más duradero que el que permite
la memoria y combate el olvido.
Acaso creí vislumbrar un brillo de anticipación en el velo blanco de la mirada del poeta mientras
pronunciaba estas palabras proyectadas en la eternidad. El propio Aristoi se frotó las manos con el
placer de la anticipación.
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―Y que el poder masculino se perpetúe. Igual que lo harás tú, aedo.
―Yo no soy importante ―replicó mi maestro encogiendo los hombros.
―Y respecto a las costumbres, Homero...
―¿Qué costumbre molesta a tu grupo, Damianos? ¿El vino diluido en agua en las celebraciones?
―No, aedo, no es eso... nos molestan algunas costumbres funerarias que se niegan a desaparecer del
todo. Guardar los cuerpos caídos bajo tierra genera fuertes olores y molestias. Aun así todavía se
prefiere por tradición familiar en ciertas zonas, lo que obliga a una gran cantidad de esfuerzos,
especialmente cuando azota Ares con su lanza, y las pezuñas de sus caballos dejan un rastro de
enfermedad y lenta agonía.
―Fíjate Aganote, al Aristoi también le susurra la diosa. Ya me lo pedisteis, y así representé el
viaje de Patroclo con sumo detalle, devorado por las llamas hasta quedar en los huesos, según era su
deseo... y el vuestro.
―Pues tan conmovedoras palabras no parecen haber sido suficiente ―contestó el Aristoi casi en
un rugido, acaso cansado ya de las repetidas e irrespetuosas burlas de mi maestro. Yo me sentía
indefenso en medio de ambos poderes, entre los que yo no era nada―. Queremos que la gente sienta
miedo, miedo de verdad a las consecuencias de no quemar el cuerpo que yace. Y algo mucho peor
que un rayo de Zeus.
―«Y cuando en la Mansión de Hades no quedaron más habitaciones, los difuntos de blancas
carnes, enfurecidos porque su cuerpo aún los ataba a la existencia, caminaron sobre los campos y
ciudades enfrentándose a los vivos. Y Hades lo permitió, divertido.»
Recuerdo con viveza el rostro de Damianos, complacido y con los ojos muy abiertos mientras,
quizás poseído por algo divino, el gran Homero recitaba estas palabras.
―Exacto... ―dijo el Aristoi con la voz de un chiquillo excitado―. En uno de los cantos de tu
poema contarás que los cuerpos, si permanecen sin ser purificados por la cremación, se levantarán
para cobrarse venganza sobre los que impidieron su entrada en la mansión de vastas puertas. Que
devoren a los vivos para que todos ellos habiten por siempre en el Tártaro, incompletos de carne y
lamentándose de su desdicha.
Homero permaneció en silencio, esperando que el Aristoi se calmara. Damianos lo tomó como
una aceptación por parte de mi ciego maestro.
―De acuerdo, aedo ―concluyó por fin Damianos. Eso será todo, por el momento. Ruego me
tengas informado de tus progresos. Por primera vez Homero mostró un ligero gesto de cortesía,
reflejado en un leve asentimiento. Gesto que estropeó cogiendo un puñado de higos que rebosaban
de su mano.
―Así lo haré. Es grande y variada tierra la de Creta. Mi héroe, sin haberla pisado, también
caminará sobre ella.
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Tras despedirnos con este acertijo, que complacían a mi maestro tanto como los caballos mansos,
volví a acompañar al gran aedo, aunque poca guía parecía necesitar. De nuevo nos encontrábamos en
el carro, y mi maestro ordenó que le condujeran a través de los caminos de la inmensa Creta, al
menos durante un par de horas antes de retirarse a descansar. Estábamos solos y lejos de oídos
indiscretos, y por fin me atreví a plantearle las preguntas que explotaban en mi pecho.
―Maestro, ¿Es eso cierto? ¿Le dicta el poder de los Aristoi las palabras magníficas que yo y
otros como yo recitamos? Homero sonrió de forma juguetona antes de responder.
―¿Y si así fuera, joven?
―Debemos ser fieles a los hechos que nos han contado, es lo que se espera de nosotros.
―No te preocupes por lo que se espera de nosotros, o de mí, joven Aganote, pues de la vergüenza
de caer en desgracia ante los ojos de los dioses es de lo que te tienes que preocupar. No soy un
cronista, solo soy poiètès. Ellos piensan que me compran con sus regalos, pero solo acepto sus
sugerencias si conviene a lo que cuento y también es aceptado por la diosa. Es de ella de la que soy
de verdad cautivo, y tal es la razón y el significado del nombre por el que elegí ser llamado. En
realidad, en la Helena de Troya que recitas ante honrosos auditorios, ellos encuentran lo que quieren
encontrar, como todo oyente que escucha una historia.
―Entonces ―pregunté confuso, aprovechando el buen humor de mi maestro―, todo lo que ha
dicho Damianos sobre la mujer del héroe del nuevo poema...
―Me encantaría ver su cara, al igual que me gustaría poder contemplar cualquier otra, cuando
Damianos escuche los versos que ya parecen estar puestos por mano divina en mi cabeza. Mi héroe,
te puedo ya adelantar joven Aganote, será el Odiseo cuyos hechos en la Guerra de Troya ya te sabes
de memoria, aunque me complaceré transformarle durante sus viajes de regreso a su patria Ítaca, de
yermos campos. Y te garantizo, Aganote de melodiosa voz, que su esposa Penélope será ejemplo de
fidelidad e inteligencia. No sé si eso servirá para que las mujeres sean una amenaza para la ambición
de aquellos como Damianos, pero los pretendientes de los que hablaba nuestro anfitrión quizás no
tengan una Moira tan benevolente como ellos querrían.
―¿Y los difuntos que caminan?
―¿Difuntos que caminan devorando a los vivos? La cremación complace mucho más a los dioses
y facilita el camino a la mansión de férreas puertas, pero el día que los hombres estén satisfechos con
un relato así, créeme Aganote, que sentiré pena por ellos.
El silencio volvió a posarse sobre el carro, y durante mucho rato Homero pareció complacido con
los sonidos que le llegaban sin necesidad de mis palabras. Salvo el ligero temblor que le recorría ante
los ladridos de perros, ante los que mi maestro sentía pavor.
―Aganote, como sigamos así, aún nos sorprenderá Eos, de rosados dedos, y todavía andaremos
por estos caminos. El carro dorado ya baja al inframundo, y el nuestro deberá retirarnos a nuestro
descanso.
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―Claro... pero, ¿Puedo preguntar una cosa más?
―Adelante, Aganote de hermosa voz.
―¿Es necesario que siempre hablemos como si estuviéramos recitando?
―Me doy cuenta de que aprendes de mí más de lo necesario, muchacho.
Por primera vez en mucho tiempo, su risa fue fresca, y nos acompañó en nuestro regreso. Aún me
acompaña ahora.
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