021 El aroma de un Ducados negro

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El aroma de un Ducados negro
El jueves pasado, bajando las escaleras del metro, una mujer con falda roja le exhaló en
la cara el humo del cigarrillo; el aroma inconfundible de un Ducados negro: el olor a
Nieves. Y le dieron ganas de parar a la chica y pedirle una calada. Y le entró nostalgia
de Nieves. Ocho años sin noticias de ella y ahora retornaba sin pedir permiso, envuelta
violentamente en la vaharada de la desconocida con falda roja, haciéndole desear uno de
aquellos cigarros compartidos en pelotas, después del sexo salvaje y furibundo con el
que Nieves lo obsequiaba (y lo sometía) un día sí y otro también, a cualquier hora, sin
importar el lugar.
Conoció a Nieves una noche de desfase absoluto en una de aquellas discos “bacalaeras”
en las que todo valía. Se le acercó, le arrancó el cigarro de la boca, le dio una profunda
calada, se lo volvió a poner entre los labios y, sin mediar palabra, se lo llevó al asiento
de atrás del coche.
Cinco años estuvieron navegando entre el amor y la bronca. Nieves podía alternar
ambos estados con suma facilidad, pero no mezclarlos. Cuando amaba… ¡amaba!, vaya
si amaba, hasta la asfixia. Pero aún asfixiaba más cuando no amaba. Y es que a Nieves
había que quererla como ella esperaba ser querida. Y no concebía ni toleraba otra
manera. Nieves podía ser dulce hasta el empalago, pero también grosera hasta el
aborrecimiento. Y también divertida hasta la carcajada. Y aburrida hasta el hastío.
Activa hasta la extenuación y gandula hasta la dejadez. Nieves era todas esas Nieves y a
todas ellas adoró con un amor incondicional, ciego y, por lo tanto, estúpido.
Soportó los celos obsesivos, morbosos, destructivos (y autodestructivos) de Nieves.
Celos que, por otra parte, eran infundados. Nunca, ni cuando ella desaparecía semanas
enteras para regresar arrepentida, mimosa y sumisa se le pasó por la cabeza pensar en
otra mujer. Hasta que en una de esas, Nieves no volvió.
El plantón lo dejó desnortado. Y herido. Pero enseguida comprendió ––y agradeció–– el
gran favor que Nieves le había hecho abandonándolo. Él nunca hubiera dado el paso. Y
no lo hubiera dado por que, ahora lo entendía, él no estaba enamorado; estaba
embobado por el sexo y dominado por el miedo. Miedo de los celos, de la ira, del
cariño, de los silencios, de los besos, de las ausencias, de la presencia, de la
personalidad arrolladora de esa mujer que lo fascinaba y, a la vez, lo hacía su rehén. I no
supo cómo escaparse sin hacerle daño; sin hacerse más daño. Así que, cuando decidió
que todo se había acabado, apagó la colilla, tiró el resto del paquete de Ducados y se
juró a sí mismo dos cosas: no volver nunca jamás ni a enamorarse ni a fumar.
Y hasta ayer posiblemente lo había conseguido. Pero el aroma de aquel Ducados lo
confundió de tal manera que sintió una acuciante necesidad de saber qué había sido de
Nieves. Contactó con antiguas amistades para ver si podía sonsacar algo; nadie sabía
nada de ella. O no se lo querían contar.
Se levanta temprano, agobiado por las pesadillas. La busca en redes sociales; la foto de
Facebook muestra a una Nieves a la que la cuarentena le sienta muy, pero que muy bien,
pero no da más pistas. Está un buen rato dudando si apretar o no el botón “agregar
amistad”. Decide no apretar. Y esa decisión lo libera. Siente que acaba de superar una
prueba dura, pero definitiva. Y decide celebrar su éxito con un cigarrito. Baja a la calle
silbando, alegre y optimista. Se compra un paquete de Ducados. Enciende uno. Lo
saborea con renovada sensualidad mientras camina, sin apenas darse cuenta, hacia la
boca del metro. Se demora, paladeando un cigarro tras otro.
La chica de la falda roja y olor a Nieves sube las escaleras insinuando cada peldaño, se
le acerca, le arranca el cigarrillo de los labios, le da una profunda calada y, mientras le
pasa el otro brazo por la cintura, se lo vuelve a poner entre los labios.
Malila (l’Horta), siete de septiembre de dos mil quince
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