Manuel Peyrou - El agua del infierno

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Manuel Peyrou
El agua del infierno
De Cuentos policiales argentinos, Editorial Alfaguara, Buenos Aires, 1997.
Sobre el rumor interminable de las cataratas se escuchó un rumor que terminaba. Un gran avión gris, que a la luz de la luna era plateado, bajaba con sus hélices detenidas en busca de la pista de aterrizaje. El pueblo estaba a mil metros de
las cascadas; más adentro, cruzando la frontera, estaba el aeródromo. Cuando el
avión se detuvo en el fondo de la pista, un hombre salió gritando en portugués
algo así como que hicieran marchar de nuevo los motores, quizá no había elementos para remolcarlo. Cerca de diez minutos después aparecieron, en marcha
hacia los hangares, los tripulantes y un hombre de impermeable claro. Este expresó, en castellano, que era Jorge Vane, del Ministerio Británico de Informaciones, y que la tormenta los había alejado de su ruta.
—Eso no es nada —corrigió el piloto, que era casi un niño, con el pelo del color
del trigo y nariz roma—; hay una avería y necesito veinticuatro horas para estar
listo.
El hombre que hablaba en portugués indicó el camino. Cuando llegaron al bar del
aeródromo, Vane pidió un whisky y los tripulantes lo imitaron.
—¿Dónde pasaremos la noche? —preguntó Vane.
—A diez minutos de marcha está el hotel de Magalhaes —le contestaron.
—¿No hay ninguna casa de ingleses? —continuó Vane.
—Sí, hay —dijo el hombre que hablaba en portugués—; pero...
—¿Pero qué?
—Es el caso... este... que es un poco molesto, porque allí se ha cometido un... un
crimen; es decir, más que un crimen, como que se trata de un doble asesinato.
—¿Lo han aclarado?
—Todavía no, pero hay un sospechoso que anda prófugo.
—Dormiremos en el hotel y mañana iremos a la casa de ese inglés —terminó Vane, con los ojos que le brillaban, no se sabe si por el whisky o por el escalofrío de
aventura que siempre le producían los crímenes.
***
Desde el alto dique natural que formaban las rocas el agua se precipitaba con
fragor, rompiéndose en infinitas partículas brillantes; abajo, sobre el fondo confuso de ese caos de espuma, flotaba una líquida niebla, llena de reflejos iridiscentes. Era como si en las rocas grises y verdes que cortaban el torrente y en las pocas zarzas de la orilla, se enredaran los fragmentos luminosos de un arco desprendido del cielo. Jorge Vane se quedó largo rato inmóvil, ensordecido por el isócrono rumor del agua. Era un espíritu propenso a las divagaciones, pero éstas
rondaban siempre las cosas más próximas, fueran del alma o del mundo. Pensaba raramente en la eternidad —verbigracia— y declinaba con modestia toda esperanza de favorecerse con ella después de muerto; en ese instante, sin embargo, se
le ocurrió que un reflejo de la eternidad hablaba con la voz interminable de las
cataratas. Después comprendió —sin ningún prurito de humorismo ni simetría
verbal— que pensar en la eternidad era perder el tiempo, el único tiempo de que
disponemos los hombres y que en ese momento necesitaba para indagar un doble
asesinato. Alejó de su cabeza todo pensamiento inútil y marchó hacia el automóvil. Diez minutos después, llegaba a la casa de Cristóbal Hume y era recibido
por el comisario Teixeira.
La casa estaba en el margen de un camino en pendiente, frente a un estrecho
sendero que llevaba al río; por la parte de atrás el terreno era abrupto y la selva
se espesaba hacia el Norte y el Este. El comisario Teixeira era un hombre moreno,
adiposo, de gestos pausados, vestido de blanco y calzado con fuertes botas negras. Recibió a Vane con afabilidad.
—Me dijeron en el hotel que usted quería visitar el lugar del hecho y me adelanté
—dijo—; lamento no poder ofrecerle honores oficiales. Nuestros dos países...
—Sí; nuestros dos países todavía no son aliados pero nosotros podemos colaborar.
—¿Colaborar?
—Sí; me han hablado de este doble crimen y me parece muy extraño; si usted no
tiene aún la solución podemos conversar. Reláteme los hechos.
En ese momento se abrió con estrépito una ventana de la casa y apareció el rostro de un hombre sonrosado, casi calvo, con un bigote rubio caído.
—Es Cristóbal Hume —dijo Teixeira—: el dueño del obraje; ya tendremos tiempo
de hablar con él, una vez que yo le haya relatado los hechos. El caso es que en la
noche del sábado, los inspectores de la policía federal Bruno Sampaio y Silvestre
Pinheiro fueron muertos a balazos frente a esta casa.
—Ya pensaba yo que no iba a llegar a tiempo...
—¿Qué dice usted?
—Nada importante; continúe...
—Nunca se sabrá el objeto de su visita, pues fueron muy discretos. Yo supongo
que andaban en una investigación sobre contrabando. En el lugar del hecho se
encontró una pistola del ejército inglés, con las iniciales B. H. Corresponden a
Basilio Hume, hermano gemelo de Cristóbal, que había llegado aquí el mes pasado.
—¿Conocían ustedes la existencia de ese hermano?
—No; recién nos enteramos cuando Cristóbal la anunció en el hotel, tres días antes de que su hermano llegara. Después, el quince de febrero, llegó Basilio Hume
por el río. Creo que no se llevaban bien porque Cristóbal no lo fue a esperar.
Tampoco se los vio nunca juntos.
—¿Cristóbal acusa a su hermano? —insistió Vane.
—Ni lo acusa ni lo defiende —repuso el comisario.
Vane y Teixeira caminaron hasta el río. Éste se habría paso en un cauce estrecho,
oprimido por una vegetación enmarañada y pujante; luego, a unos cien pasos de
Vane y Teixeira, el cauce se ensanchaba y el agua se detenía en un remanso; más
adelante, ya casi fuera de la vista de los dos hombres, entraba en un remolino de
bordes estáticos y centro dinámico, vertiginoso.
—En estos remansos grandes se puede pescar —dijo Teixeira—: hay nueve remansos de aquí a las cataratas.
—¿Está cerca de aquí la frontera?
—A un kilómetro más o menos.
—¿Cómo se descubrió el crimen?
—El propio Cristóbal mandó un muchacho a caballo con un mensaje. Al llegar, lo
primero que encontré fue la pistola del ejército, con las iniciales de Basilio.
—Es curioso que Basilio no se la llevara —dijo Vane—; si hay alguna regla en el
arte del asesinato es la de que el criminal huya con el arma, cuando ésta puede
servirle para ulterior defensa.
—¿Y si no pudiera llevársela? —propuso Teixeira, con agudeza—. Yo también he
pensado en eso —continuó— y he construido una hipótesis que voy a referirle.
Permítame confesarle que he leído la serie completa de Ellery Queen...Yo creo que
Basilio no pudo llevarse el arma porque, como persona física, nunca existió. Es
una creación de Cristóbal. Éste necesitaba matar a los inspectores que lo vigilaban o habían descubierto alguna actividad de contrabando. Inventó un hermano
gemelo y anunció su llegada. Se fue, por la selva, hasta el puerto próximo y allí
tomó el barco. Llegó vestido de diferente manera y todo el mundo lo tomó por el
hermano que venía del Sur. Recuerde que nadie vio a los dos hermanos juntos.
Cuando mató a los inspectores, marcó las iniciales B. H. en el arma y me mandó
llamar.
—Es una buena hipótesis... muy bien inspirada... —dijo Vane, mientras se acercaba al parapeto. Luego miró la hora y agregó—: Son más de las once y tengo
apetito.
Volvieron al sendero que zigzagueaba y retomaron el camino grande: el sol voraz
del mediodía estaba sobre la planicie y el bosque. Vane y Teixeira caminaron
hacia la casa.
—Parece que allí hubiera llamas —dijo Vane.
—No; son los rosales de Cristóbal agitados por el viento —rectificó Teixeira.
Entraron en un jardín, lleno de rosas, amapolas y margaritas. Vane, al pasar,
cortó un pimpollo sangriento y se lo colocó en la solapa. En un sillón de mimbre,
con un abanico de colores en la mano, estaba Cristóbal Hume. Al verlos se enderezó con lentitud, se enjugó la frente y saludó con trabajosa cortesía. Después de
las presentaciones, Hume se adelantó a las preguntas:
—Ustedes vienen por el asunto del sábado. ¿No es así? Mi situación es un poco
complicada, y no puedo ofrecer otra cosa que mi palabra.
—Sin embargo, usted tiene una buena defensa —dijo Teixeira—; la pistola tiene
las iniciales de su hermano.
—¿Iniciales? —cortó Hume, con sorpresa—. ¿Las iniciales de mi hermano?
Habían entrado en una habitación grande, rectangular, que hacía de comedor y
biblioteca. Vane, como olvidado del objeto de su visita, se puso a revisar los libros, alineados en dos amplios estantes. Transcurrieron unos minutos antes de
que hablara:
—Treatise... Enquiry... —dijo el joven, de pronto—. No son malos libros para la biblioteca de un hombre que se llama Hume. ¿Su antepasado, quizá?
—No sé. En todo caso, esta biblioteca es lo único que me queda.
—¿Y de los libros, le ha quedado algo? —inquirió Vane, con jovialidad.
—Sí. Me ha quedado una vaga idea acerca de la naturaleza sentimental de algunos conceptos... de algunos prejuicios, si usted prefiere —replicó Cristóbal, con
una sonrisa.
—Veo que usted rechaza toda posibilidad de fundamento crítico —comentó Vane—; se expone usted a los peores desórdenes del alma.
Desde el extremo opuesto de la habitación, Teixeira los miraba con cierta perplejidad.
Cristóbal ofreció bebidas y desapareció en busca de botellas y vasos. Vane continuó el examen de la biblioteca; casi la mitad de los libros eran chinos, de todas
las épocas y géneros.
—¿Usted ha vivido en la China? —interrogó Vane a Cristóbal, que volvía con una
botella de ginebra y tres vasos.
—Estuve allí veinte años, en la Escuela Preparatoria de Nankín —contestó
Cristóbal, mientras llenaba los vasos—. A propósito: ¿conoce usted la leyenda de
la Flor de Muselina y el Jardín Prohibido?
—No. Nunca he oído hablar de tales cosas —repuso Vane.
—¿Y de la hija de Chang, cuyo pestañear provocaba el estornudo?
—Tampoco. Siempre he tenido que recurrir a una auténtica corriente de aire para
lograr un estornudo.
—Es lamentable. La hija de Chang se llamaba Redecilla para cazar miradas... Pero ¿le
interesan a usted los temas chinos?
—Me interesan. Yo tuve un bisabuelo holandés que...
—Usted dice que tuvo un bisabuelo holandés —cortó Hume, versátil—. A esa lejana porción de sangre holandesa le voy a ofrecer un estímulo que le agradará: un
curry preparado al estilo de Batavia.
La invitación a comer anuló todo otro interés momentáneo y, como siempre sucede, recordó bruscamente a Vane el apetito que sentía antes de entrar en la casa.
Se sentaron sin preámbulos y eran las tres de la tarde cuando el cocinero de
Hume —un hombre oscuro, de origen indescifrable— retiró el servicio.
Vane se levantó, caminó por la habitación mientras encendía un cigarrillo y, de
pronto, abordó a Cristóbal.
—¿Puede usted decirme dónde está Basilio Hume?
—¡Sólo Dios sabe dónde está! —contestó Cristóbal, que se había levantado y miraba un retrato de mujer en la pared contraria a la biblioteca. Una vez más cambió de tema y dijo:
—Era mi mujer. Murió joven; tuvo el tiempo justo para alegrar mi vida.
—Nunca sabremos si nuestros bienes son una concesión o una conquista...
—Es verdad: quizá sea yo quien tuvo el tiempo justo. Pero no sé por qué le hablo
a usted de estas cosas...
Desde el principio del almuerzo Teixeira había escuchado con vivo asombro las
conversaciones de Vane y Cristóbal. Como hombre práctico, no concebía las divagaciones en instantes que parecían más aptos para la acción y el razonamiento.
De pronto, su confusa ansiedad se encontró satisfecha por un suceso perfectamente práctico: el opaco —inconfundible— resonar de los cascos de un caballo en
la selva. Un instante después, como un ser caído del cielo, bajó de un caballo
blanco, sudoroso, un individuo pequeño, moreno, que saludó a Teixeira con entrecortado respeto.
—Lo encontramos... —dijo—, lo encontramos...
—¿Qué han encontrado? —apuró Teixeira.
—¡El tercer asesinado! ¡Es idéntico al señor Cristóbal!
—¿Dónde encontraron a Basilio? —preguntó Vane, con suavidad.
—En el río, en el último remanso. Flotaba y tiene un balazo en el pecho.
—¿En el último remanso? —interrogó Cristóbal. Después, como si del asombro
pasara de inmediato a la comprobación de un hecho inevitable, dijo, con calma—:
Es el sitio apropiado...
En ese preciso instante Vane descubrió el misterio o, por lo menos, la mitad del
misterio. Su conmoción fue tan grande que casi trastabilló. Para disimular, encendió un cigarrillo. Pero Teixeira, que estaba por lo práctico, se adelantó y dijo:
—Lo siento, pero debo detener al único sospechoso, al señor Cristóbal Hume.
—Puedo asegurarle que el señor Cristóbal no es culpable —cortó Vane, mientras
apartaba a Teixeira y lo conducía cerca de la ventana.
—¡Pero, señor Vane! Si Cristóbal no es el culpable el asunto se pone cada vez más
confuso...
—No creo. Yo lo veo cada vez más claro. Déjeme hablar a solas con Cristóbal
Hume y luego le daré mis impresiones.
Cristóbal también parecía tener interés en hablar a solas con Vane, porque le
hizo una seña y luego lo esperó en la puerta, con un gran sombrero de paja. Encendió su pipa, fumó unos segundos con aplicación, y luego dijo:
—He descubierto algo sobre usted, señor Vane.
—Es curioso; yo creía haber descubierto algo sobre usted —repuso Vane, con una
sonrisa.
—Quizá los dos estemos equivocados.
Sin agregar palabra, Cristóbal Hume tomó por un camino que a duras penas se
abría paso entre la maleza; no se distinguía la forma del terreno, pero Vane notó,
por el cansancio, que subían una cuesta ligera. Después el ascenso fue más franco y tuvo que ayudarse con las manos. Cerca de media hora caminaron por el
flanco vertiginoso de una colina y, finalmente, Hume lo condujo a una pequeña
planicie arbolada; en el centro de un calvero tapizado de hojas secas se alzaba
una pirámide, hecha con piedras desiguales. Habi a una inscripción: Rosamunda
Hume, y una fecha.
—Soy un viejo pagano —dijo Hume—. Me gusta practicar ciertos actos en el lugar
propicio. Éste es mi culto: usted ve que prescindo de intermediarios. El recinto es
este árbol, el cielo, esta tierra; el objeto, unos huesos que hay allí abajo. Aquí le
confieso a usted que yo maté a mi hermano, pero le juro que no soy culpable…
Una explosión, cuyos ecos resonaron en la colina y murieron en el río, ahogó las
palabras de Cristóbal. Cuando se hizo el silencio, el hombre hablaba aún.
—El resto debe reconstruirlo usted. Creo, que lo hará, porque parece hábil. Yo no
hablaré más.
Giró la cabeza como para volver, pero se detuvo un instante; Vane comprendió
que lo hacía para ocultar una horrible mueca de dolor; el joven entonces miró
hacia la pirámide y después al suelo, lleno de hojas amarillentas; luego de un
tiempo que se le ocurrió muy largo, pero que a Hume debió parecerle corto,
habló:
—Volvamos. Debemos averiguar el origen de la explosión...
En silencio, Cristóbal Hume inició el regreso y Vane lo siguió. Una teoría completa sobre el misterio culminaba en su mente el proceso de fijación. Cuando llegaron a la casa vieron a Teixeira que los esperaba con inusitada nerviosidad.
Cristóbal entró sin decir palabra y Vane se dirigió al inspector.
—Hace un rato escuchamos una explosión. ¿Puede usted decirme de qué se trata?
—Una cosa sin importancia; una estación de radio, del otro lado del monte. Como
había sido instalada sin permiso, mis hombres la han hecho volar. Ésas son las
órdenes.
—Perfecto —repuso Vane—; las puntas se han unido.
—¿Qué quiere usted decir? —interrogó Teixeira.
—Es preciso que parta de inmediato. El avión ya debe estar listo.
—Pero ¿y estos crímenes? Ayer recibí una seria reprimenda del gobierno. Si no
informo satisfactoriamente me irá mal...
—Usted puede estar tranquilo. El misterio está descubierto —contestó Vane, caminando hacia el automóvil.
—Entonces llevaré preso al culpable.
—El culpable ha muerto. Volvamos; en el camino le contaré todo.
La tarde caía; soplaba una brisa ligera y en la tácita oquedad brillaba la luna. El
automóvil marchaba con lentitud por el camino abierto en la selva; arriba, en largos trechos los árboles se unían para formar un túnel. Un rayo de luna se coló
entre las ramas oscuras y pintó de plata melancólica el camino desierto.
—Usted vive en un continente despreocupado y feliz —dijo Vane—. Usted vive
casi en un planeta lejano. Para entender este caso hay que comprender que ha
llegado la hora de matar a nuestros hermanos.
—¿Matar a nuestros hermanos?
—Sí; porque si no nuestros hermanos nos matarán a nosotros. En este drama
hay un traidor que apareció muerto en el sitio preciso en el último remanso: el
noveno círculo; hay un hombre aferrado al viejo sentimentalismo del honor, capaz
de matar por el buen nombre de su familia; hay, finalmente, dos pesquisantes
que descubren una gran organización de espionaje. Basilio Hume era un hombre
de Mosley, el jefe del fascismo inglés. Cuando éste fue encerrado en la Torre de
Londres, Hume logró escapar y se embarcó hacia América. Este hombre era,
además, uno de esos ortodoxos de nuevo cuño que están más lejos del cristianismo de lo que yo puedo estar de los Elohim o del budismo. Sus almas están llenas de rencor y de intolerancia; creo que ven el fascismo como un castigo para los
que olvidaron a Dios, aunque su misma doctrina sea una de las mejores maneras
de olvidarse de Él. En estos tiempos, amigo Teixeira, se reproduce lo ocurrido
hace siglos...
—¿Qué quiere usted decir?
—Digo que ya una vez hace mucho tiempo fueron acogidos los bárbaros como un
castigo del cielo; esta vez, sin embargo, la recepción fue organizada por los que
esperan alguna ventaja en la tierra. Ya ve usted que Hume estaba en la situación
mental más propicia a la traición; su teoría misma era ya una traición. El caso es
que Sampaio y Pinheiro llegaron enviados por su gobierno y a mi pedido, para
investigar las actividades de espionaje. Nuestra pérdida de la ruta no fue totalmente casual. Yo tenía deseos de seguir de cerca la investigación, pero no llegamos a tiempo. Basilio llegó para instalar una estación de radio; contaba con despistar por el hecho de hacerlo en la selva; desde el Sur llegaban los mensajes sobre movimientos de barcos, los que eran retransmitidos a los submarinos del
Reich. Pero Sampaio y Pinheiro descubrieron la estación y se dispusieron a detener a Basilio. Éste se defendió a balazos y los mató. Después ya no tuvo más remedio que contar a Cristóbal la verdad, pero eso fue su perdición: olvidó que para
Cristóbal el tiempo del honor no ha pasado. Cristóbal lo mató en el acto y luego lo
arrojó al río. Esto era muy importante: Cristóbal no podía confesar la muerte de
Basilio sin certificar la vergüenza de su familia. Por eso prefirió para su hermano
la acusación de asesinato; eso era mejor que el estigma de la traición.
—Tiene usted razón —repuso Teixeira—. Le agradezco que me haya sacado de
este apuro.
—No me lo agradezca y piense en esto: nuestros fines han sido logrados. Yo no
diré una palabra; usted podría informar que luego de una disputa por motivos
que se ignoran, Basilio Hume mató a los inspectores y luego se suicidó.
—Estoy de acuerdo —contestó Teixeira.
Media hora después, un gran avión gris describía hacia el Sur una curva a poca
altura. Arriba estaba la luna decorativa y exangüe; abajo estaban las cataratas,
con su eterno rumor y su infierno de espuma. En el jardín lleno de rosas, amapolas y margaritas, Cristóbal Hume siguió con la vista el avión, y luego agitó con
melancolía un pañuelo blanco.
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