E Prólogo

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Prólogo
El automóvil Impala modelo 1971 circula raudamente por la
ruta Panamericana que lleva de San Fernando a Santiago de
Chile. Pretende llegar a las siete de la tarde al hotel Sheraton San
Cristóbal, donde se celebrará una misa con los otros sobrevivientes
del accidente aéreo ocurrido hace setenta y tres días, en medio
de la cordillera de los Andes. Hay que apurarse, pero empieza a
lloviznar.
A lo lejos se distingue un corte en la ruta. El Impala aminora
la marcha. El conductor, José Pedro Algorta, mira de reojo a su
mujer, Gloria, sentada en el lugar del copiloto. En el asiento trasero
viaja su hijo Pedro, uno de los dieciséis sobrevivientes del accidente
del Fairchild 571.
Su padre le advierte lo que ya adivinó: el corte se debe a un
accidente de tránsito grave. A pesar de la lluvia consigue divisar
un coche despedazado y otro dado vuelta, a cien metros de distancia.
Pero lo que más le inquieta es el bulto que distingue a la
vera de la ruta, a doscientos, cien, cincuenta metros.
José Pedro toca disimuladamente el brazo de Gloria. Ésta se
vuelve en el asiento e improvisa una conversación con su hijo con
el objetivo de distraerlo, mientras el coche avanza a paso de hombre,
aproximándose a lo que ya se ve claramente que es el cadáver
de una mujer joven, tirado junto a la pista y cubierto a medias con
un nailon verde que amenaza con volarse.
Pero Pedro no mira a su madre, que lo convoca con los ojos, sino al cadáver.
No hay espanto en sus ojos, como creen sus padres. Su mirada es serena. Su
madre no soporta más la tensión.
—No mires, Pedro, por Dios.
Por primera vez su hijo se asusta de verdad. No entiende qué
es lo que no debe mirar. ¿Acaso el cuerpo de esa mujer mutilada?
José Pedro intenta avanzar más rápido pero los guardias de
tránsito, los paramédicos y los carabineros le obligan a continuar
a esa marcha pausada, como ensañándose para que no pierdan
detalle de la escena que transcurre a dos metros del Impala.
—Hace setenta y tres días que vivimos rodeados de cadáveres
y alimentándonos de cuerpos muertos —susurra Pedro, como
para sí mismo.
Sus padres se alteran. Incluso José Pedro balbucea, entre sollozos,
que lo perdone, porque lo había dado por muerto y en verdad
estaba vivo.
Pedro Algorta, de veintiún años, muy delgado, con el rostro
huesudo, disimulado por el cabello y la barba larga y oscura, venía
de muy lejos, del mundo de los muertos, o de la “sociedad de
la nieve”, como le llaman los propios sobrevivientes. Era muy difícil
que esta sociedad lo entendiera.
El propio Pedro sentía que arriba, en la montaña desolada, a
casi cuatro mil metros de altura, habían sufrido una mutación.
Había una desconexión con el mundo exterior que tardaría muchos
años en restablecerse. Y en ese atardecer neblinoso, el personaje
que le resultaba más cercano era la mujer que acababa de morir,
que hizo la transición prácticamente acunada bajo su mirada.
Hacía setenta y tres días, el 13 de octubre de 1972, el Fairchild
571, (F571) un turborreactor F-227 de dos motores arrendado a la
Fuerza Aérea Uruguaya, se había estrellado en el centro de la cordillera
de los Andes.
Abordo viajaban cuarenta y cinco personas, entre pasajeros y
tripulantes, mayoritariamente integrantes de la primera división
del equipo de rugby amateur del Old Christians Rugby Club, ex
alumnos de un colegio irlandés de los Hermanos Cristianos en Montevideo,
Uruguay, junto con familiares y amigos. Tras diez
días de búsqueda, el Servicio Aéreo de Rescate chileno los dio por
muertos: al fin y al cabo, de los cuarenta y cinco accidentes aéreos
ocurridos en la cordillera hasta entonces, y de los treinta y cuatro
en los Andes chilenos, jamás hubo sobrevivientes. Setenta y dos
días después, dos jóvenes harapientos y esqueléticos surgieron de
repente en las proximidades del valle de Los Maitenes, en las estribaciones
de la cordillera chilena, al sur de Santiago, tras una caminata
inverosímil de diez días, atravesando la cordillera de Este
a Oeste. El grito que escuchó el arriero de las colinas que rescató a
esos dos zombis recorrió el mundo, que recibió con asombro, e incredulidad,
a esas dieciséis figuras espectrales que venían de la nada.
Poco después el relato se complejizó. Los propios sobrevivientes
narraron que se habían alimentado con los cuerpos de sus
amigos muertos. Parecía que, salvo ellos, que conocían el contexto,
nadie estaba preparado para enfrentar y comprender semejante peripecia.
Los sobrevivientes, veintinueve tras el accidente, veintisiete
al día siguiente, diecinueve después del alud y dieciséis definitivos,
tuvieron que formar una comunidad regida por la incertidumbre
y el espanto. Una experiencia extrema donde en una disputa
contra la adversidad, que de continuo les tendía emboscadas
y los ponía a prueba en su capacidad de sufrir dolor, frustración y
humillaciones, regresaron al fondo de los tiempos, a estadios anteriores
a toda civilización conocida, para comenzar del principio
y aprender todo de nuevo, dejando por el camino, a veintinueve
compañeros, familiares y tripulantes.
¿Qué ocurrió, verdaderamente, en esa montaña?
En 1973, cuando comenzaron a trascender versiones infundadas
de la tragedia, se les llegó a acusar de matarse entre ellos para
comer, o se puso en duda que hubiera existido una avalancha el 29
de octubre, que dejó un saldo de ocho muertos.
Los dieciséis sobrevivientes resolvieron contar, en forma mancomunada,
la historia de los hechos. El libro ¡Viven!, de Piers Paul Read, fue el fruto de
cinco horas de grabación con cada uno, muy poco tiempo después
de la tragedia. Escuchadas hoy, según ellos mismos confiesan,
las grabaciones sorprenden por lo ingenuas, como si pertenecieran
a jovencitos inexpertos, que debieron narrar una historia
demasiado compleja cuando no habían terminado de comprender
ni de procesar lo que había sucedido. Luego hubo dos relatos personales:
Después del día diez, de Carlitos Páez, del año 2003, y El milagro
de los Andes, de Nando Parrado, de 2006.
Treinta y seis años después, en el momento en que sus propios
hijos tienen la misma edad que ellos tenían en la cordillera, y
ellos la edad que entonces tenían sus padres, con las heridas cicatrizadas
y los duelos más procesados, los mismos dieciséis sobrevivientes
desean contarle lo que ocurrió a sus hijos. Un relato que
abarque todas las miradas, que es la única forma, creen, de llegar
al fondo de la historia. Además de la cronología de los hechos les
interesa contar, por primera vez, lo que sucedía en sus mentes y
corazones, lo que ocurría más allá de los sentidos, lo que sucedió
después con cada uno de ellos y lo que hicieron con lo acaecido,
con aquellos setenta y tres días enterrados en las entrañas de los
Andes. Para ello nos invitan a subir a bordo del F571 y dejarnos
llevar en un vuelo a ciegas, sin destino prefijado, donde lo único
seguro es que una de las escalas pasará por el infierno, y la travesía
nos llevará, a cada uno, a una cordillera diferente.
Todos provenían de Uruguay, un país que a principios del siglo
XX estableció el primer Estado Benefactor de América Latina,
al que se calificó como el “país modelo”. A partir del año 1955, el
país dejó de crecer, iniciando un período de estancamiento económico
que duró treinta años. La decadencia trajo tensiones e inestabilidad
política. Vino la guerrilla tupamara —alentada por el
desencanto en un país que había perdido de vista un pasado ejemplar
e idealizado— y de su mano llegó la dictadura militar, en
1973, ocho meses después del accidente de los Andes. El golpe de
Estado, que duró once años, se desató en la misma época que todos
los países del Cono Sur de América, como expresión violenta
de la Guerra Fría, que, paradojalmente, en los continentes donde
verdaderamente se dirimía el conflicto no producía convulsiones
tan sangrientas.
En 1955 los Hermanos Cristianos de la congregación Christian
Brothers de Irlanda decidieron fundar un colegio católico y
de habla inglesa en Uruguay. Resultaba una experiencia temeraria,
que debería imponerse contra viento y marea, mediante normas
rígidas y austeras, donde lo que más se valorizaba era la lealtad
y la disciplina moral. Por eso se apuntaló la práctica del rugby,
un deporte que los Hermanos imaginaban que cristalizaría su propuesta
pedagógica, en un país eminentemente futbolero, que a la
fecha era el único que había obtenido dos copas mundiales, en los
años 1930 y 1950.
En esa época y en ese marco, en un país conformado esencialmente
por una vasta clase media, ese grupo de rugbiers y sus amigos,
pertenecientes a la clase media alta, provenientes en su mayoría
del barrio-jardín más exclusivo de Montevideo, Carrasco,
arrendaron un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya, que participaría
pocos meses después en el golpe de Estado que derrumbó las
instituciones democráticas.
Como lo revela uno de los sobrevivientes, Pancho Delgado,
quien en aquel entonces con sus veinticinco años pertenecía al
grupo de los mayores, regresaron a la vida con los afectos y las
emociones congeladas, como habían estado sus cuerpos a lo largo
de más de dos meses. Cuando logró descongelarlos, descubrió
que era muy diferente al muchacho que se había estrellado en los
Andes en octubre de 1972.
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