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ESCRITOS SELECTOS
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(episodios autobiográficos)
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AÑOS IMBORRABLES (EPISODIOS AUTOBIOGRÁFICOS)
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Archivo General de la Nación
Volumen XLVI
Rafael Alburquerque Zayas-Bazán
Años imborrables
(episodios autobiográficos)
Presentación
Rafael F. Alburquerque
Santo Domingo
2008
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RAFAEL ALBURQUERQUE ZAYAS-BAZÁN
Título: Años imborrables (episodios autobiográficos)
Archivo General de la Nación, volumen XLVI
Departamento de Investigación y Divulgación
Director: Dantes Ortiz
Edición: Emilio Hernández Valdés
Diseño y diagramación: Modesto E. Cuesta
Ilustración de la portada: Vista de la cárcel de La 40 (Los
panfleteros de Santiago y su desafío a Trujillo, Santo Domingo, CPEP,
2007, p. 40).
© Herederos de Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, 2008
© De esta edición: Archivo General de la Nación, 2008
ISBN 978-9945-020-31-1
Archivo General de la Nación
Calle Modesto Díaz número 2,
Santo Domingo, Distrito Nacional
Tel. (809)362-1111, Ext. 243
www.agn.gov.do
Impresión: Editora Búho, C. por A.
Impreso en República Dominicana
Printed in Dominican Republic
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Licenciado Rafael Alburquerque Zayas-Bazán
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ESCRITOS SELECTOS
Contenido
Nota preliminar / 11
Presentación / 13
Preámbulo / 19
1930 / 23
1937 / 33
1946 (1) / 49
1946 (2) / 63
1947 / 69
1950 / 85
1952 / 93
1958 (?) / 109
1960 / 115
1961 / 153
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ESCRITOS SELECTOS
Nota preliminar
P
ara el Archivo General de la Nación constituye una honra digna
de la mayor satisfacción el deseo del vicepresidente de la República,
doctor Rafael Alburquerque, de que la institución se hiciese cargo de las
memorias dejadas por su padre, el licenciado Rafael Alburquerque ZayasBazán. Interpretamos el deseo del Vicepresidente como un reconocimiento a la labor colectiva que se ha llevado a cabo en la institución en los
pasados tres años, bien enterado él en los detalles de la misma por la
encomienda que le asignó el presidente Leonel Fernández de dar seguimiento y apoyo al programa de modernización del Archivo General de
la Nación. En estos años he encontrado en el Vicepresidente a un entusiasta pilar de las gestiones de dirección del Archivo.
La satisfacción es doble por la información histórica que encierra este
texto, amén de los valores morales y ciudadanos que trasluce la verticalidad del licenciado Alburquerque Zayas-Bazán. Él debe ser, ante todo,
ponderado como un ciudadano íntegro, que asumió todas las penalidades y todos los riesgos que entrañaba una oposición inconmovible a la
tiranía trujillista. Como se observa en este libro, el licenciado Alburquerque
Zayas-Bazán estuvo presto a participar en cualquier movimiento
conspirativo contra la dictadura y no tuvo temor en dejar traslucir su
postura adversa a aquel orden despótico.
En Años imborrables paralelamente se recrean claves de aquella época tenebrosa y se detalla la trayectoria de lucha de su autor. Es un tópico
que todo se ha dicho ya sobre el trujillato, pero el licenciado Alburquerque
Zayas-Bazán muestra que la exteriorización de la subjetividad de los
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contemporáneos abona muchos elementos para mejores intelecciones de
un pasado que, aunque felizmente superado, ha dejado no pocas herencias en la vida dominicana y cuyo conocimiento debe incorporarse a la
conciencia histórica de los dominicanos. Por lo que recomendamos su
atenta lectura.
ROBERTO CASSÁ
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ESCRITOS SELECTOS
Presentación
E
n cada visita que hago a la casa de mis padres encuentro a papá
sentado en su sillón reclinable con un libro o un periódico en sus
manos. Así mata el tiempo en su hogar, retirado de todas sus actividades profesionales, con sus casi noventa y cuatro años que cumplirá, Dios
mediante, el próximo mes de octubre.
A finales del pasado mes de diciembre lo hallé como siempre en su
habitual lectura, pero en vez de un libro o un periódico, cargaba un
amasijo de hojas amarillentas escritas en maquinilla.
—¿Qué lees? –pregunté extrañado.
—Unos apuntes que escribí hace ya un tiempo sobre sucesos que viví
en la Era de Trujillo –respondió.
La curiosidad por leerlos me asaltó de inmediato, pues nunca me
había dado a conocer la existencia de estos papeles.
—¿Me los prestas para leerlos?
—Después –fue su lacónica respuesta.
En enero de este año le recordé su promesa y me expresó que los había
guardado y no recordaba el lugar donde se encontraban.
Entendí que no se animaba a darme a conocer sus secretos de
militancia antitrujillista y no insistí más en el tema. Por eso fue grande
mi sorpresa cuando en los últimos días de marzo me dijo:
—Encontré los papeles que escribí. Guárdalos, no vaya a ser que se
me pierdan de nuevo. Los tomé en los precisos momentos en que comenzaba mi campaña electoral para Senador por la provincia de Santo
Domingo y el trajín de la contienda me impidió ocuparme en su lectura.
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Acabo de leerlos y confieso que me sobrecogieron, no obstante haber
conocido y vivido los horrores de la tiranía. Lo narrado por mi padre
son testimonios elocuentes de los sufrimientos y padecimientos que vivieron durante treinta y un largos años los contados hombres y mujeres que en el país se resistieron a dejar a un lado sus principios y a
doblegar su dignidad.
Mi padre lo hizo por sus arraigadas convicciones de moral y honestidad. Nunca fueron sus motivos ambiciones políticas. Circunstancialmente, perteneció a Unión Cívica Nacional con posterioridad al ajusticiamiento de Trujillo, y por decisión de ese grupo declinó cortésmente el
ofrecimiento que le hizo el profesor Juan Bosch para ocupar en su gobierno el Ministerio de Relaciones Exteriores. Producido el golpe de Estado,
el Triunvirato le nombró, sin consultarle, Regidor del Ayuntamiento del
Distrito Nacional, y tan pronto se enteró por la prensa, dio a conocer por
escrito su decisión de no aceptar la función, argumentando que los opositores al gobierno de Bosch debieron esperar la realización de elecciones
nacionales para desplazarlo del poder. A partir de entonces nunca ha
sido miembro de una organización política.
Si luchó contra el trujillato fue simplemente motivado por su amor a
la libertad y a la justicia. No hubo en su conducta vertical propósitos
ocultos ni mucho menos afanes de heroísmo. Entendía que no podía
apoyar y mucho menos servir a un gobierno que violentaba los más
elementales principios de la dignidad humana. Actuó con honradez
porque así se lo dictaba su conciencia, nunca en busca de ulteriores
reconocimientos. Todavía hoy cuando le hablamos orgullosos de su valor, y hasta de su osadía, no hay en su rostro una sola expresión de
satisfacción, lo que nos ha llevado a pensar en la familia que él juzga
sus actuaciones bajo la tiranía como simples actos de un ciudadano
común y corriente.
Nunca le hemos oído contar sus experiencias de perseguido político. Nunca
se ha referido a sus sufrimientos. En sus conversaciones siempre ha preferido
mostrar su optimismo en los más variados escenarios. Por eso he quedado
asombrado con estas cuartillas que, según lo afirmado en el preámbulo,
fueron escritas veinte años después de desaparecida la tiranía, esto es, en los
años ochenta. Como su nombre lo indica, Años imborrables es la narración de episodios que dejaron en su espíritu huellas indelebles.
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Otros sucesos han quedado en el tintero, como la visita que hizo a mi
hogar don Temístocles Messina para ofrecerle en nombre del tirano la
designación de embajador en el país que eligiera, a lo cual respondió
con esta frase: ‘‘Don Temo, dígale a Trujillo que aceptaré ser embajador
cuando usted sea presidente.’’ O la respuesta airada ‘‘En esta casa
mando yo’’, que dio a la persona que en 1955 le ofreció en venta la
placa de ‘‘En esta casa Trujillo es el Jefe’’. Dada su sencillez, éstos, y
muchos otros acontecimientos, como nunca visitar el edificio del Partido
Dominicano, abstenerse de ir a La Voz Dominicana, jamás pronunciar
un discurso laudatorio a favor del régimen despótico, negarse a asistir
a los mítines y marchas organizadas por la tiranía, posiblemente sean
considerados por él como nimiedades que no merecen ser mencionadas.
Los papeles que ha escrito sólo recogen los hechos más truculentos que
afectaron su existencia de hombre libre. Leerlos es suficiente para que
nunca permitamos que una tiranía se enseñoree sobre el país. Ahora
que surge cierta nostalgia por el pasado y que se escriben libros desde el
otro litoral, no está de más hacer público estos testimonios sobre la crueldad e ignominia que significó para la República Dominicana la ‘‘Era
de Trujillo’’. Los doy a conocer sin haberlo consultado con mi padre,
convencido de que su propósito de escribirlos fue ofrecer a las nuevas
generaciones la visión dantesca del infierno vivido, razón por la cual
sería imperdonable que se conservaran para consumo de sus familiares
en los anaqueles de mi biblioteca. Por lo demás, con su publicación,
tributo reconocido homenaje a la hombría y el coraje de quien luchó por
la libertad de su pueblo sin nunca claudicar durante treinta y un años
de terror y espanto.
RAFAEL F. ALBURQUERQUE
Santo Domingo, 25 de junio de 2002.
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ESCRITOS SELECTOS
[…] Todo esto lo recibe la memoria y lo guarda en un
receptáculo colosal y no sé en qué sombrías y profundas,
inextricables y tortuosas galerías, para reclamarlas y utilizarlas cuando fuere menester. Todas ellas entran por la
puerta que tienen asignada, y allí quedan depositadas
ordenadamente. Mas no son las realidades que entran,
sino solamente las imágenes de las realidades percibidas,
que permanecen allí a disposición del pensamiento que las
evoca [...]
San Agustín,
Confesiones
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ESCRITOS SELECTOS
Preámbulo
P
ara quienes les tocó vivir y padecer la nefanda e incalificable tiranía de Trujillo, desde su inicio hasta su trágico desenlace, todavía hoy, a veintitantos años de su dramática desaparición, no ha bastado ese tiempo transcurrido para borrar de la
mente los hechos en los que se vieron envueltos las generaciones que sufrieron en carne propia los aciagos y perturbadores
momentos característicos de esa terrible etapa de la historia
dominicana bautizada y conocida con el despreciable nombre
de ‘‘Era de Trujillo’’.
Diríamos que, con el correr de los años, se afianzan más en
el recuerdo, cual imagen fotográfica en el papel que la contiene, los sucesos que le tocara vivir y presenciar a todo un pueblo, testigo obligado de las actuaciones desorbitadas de un hombre cuyas desbordadas ambiciones lo convirtieron en poco
tiempo en dueño absoluto, sin el más mínimo escrúpulo, de
todo cuanto palpitaba dentro del ámbito de la nación dominicana, sin que su conciencia, de haberla tenido, le reprochara
sus desmedidas acciones, dirigidas en cambio, directamente,
contra las personas que no eran de su agrado, las llamadas desafectas, sino, también, contra aquellas a las cuales tenía como
amigas, al valerse de estas últimas como medios o instrumentos
especiales para llevar a cabo, antojadizamente y sin pensar en
las consecuencias, sus más osados planes y negros propósitos,
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importándosele un bledo el valor y el alcance que hace de la
amistad el más sagrado y más respetado de los vínculos de unión
entre los hombres.
Muchísimos dominicanos y no poco extranjeros padecieron
en carne propia los zarpazos inmisericordes del insaciable sátrapa. No escatimó medios ni recursos al alcance de su mano
para saquear antojadiza y descaradamente el erario, sin el más
mínimo recato, aunque para la realización y consecución de
esos fines disfrazara esas groseras operaciones con actos ostensiblemente encubiertos con aparente legalidad. No fueron una
ni dos las ocasiones en las cuales, valiéndose de sus complacientes mandatarios, obtendría a precio vil valiosos inmuebles para
luego venderlos al Estado dominicano a precios escandalosamente abultados.
De ese feudo personal en el que convirtió todo el territorio
nacional, hizo partícipes del mismo a varios de sus engreídos y
prepotentes hermanos, quienes a la sombra del déspota se convirtieron también en depredadores de la riqueza nacional para
beneficio propio y de sus familiares.
El autor de estos episodios sufrió en carne propia, como
tantísimos hombres de nuestra sufrida tierra, innúmeras persecuciones en el curso de los treinta y un años que duró la
repugnante y oprobiosa tiranía. Sólo aspiraba a expresar con
toda libertad sus ideas sin cortapisas ni temor alguno; a disponer del derecho de transitar libremente sin ser entorpecido
en ese propósito; a ejercer pacíficamente su profesión sin ser
perseguido ni molestado en sus actuaciones. Pero era una quimera pretender que tales derechos pudieran ejercerse sin el
riesgo de ser perseguidos, molestados, encarcelados y, en la
mayoría de los casos, torturados moral y físicamente. El no poder expresar con un mínimo de libertad las ideas o el adoptar
una actitud indiferente ante los actos realizados por el Gobierno
bastaba para endilgarle y echarle en cara a uno el mote de ‘‘Enemigo del Gobierno’’. Y desde ese momento la persona señalada
como enemigo del régimen era mirado y tenido por la gente
como un paria de la India, peor que un leproso de Abisinia suje-
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to a que le colgaran del cuello el cencerro anunciador para que
le hicieran el vacío y le abandonaran a su triste y desgraciada
suerte.
Las expresiones ‘‘ni Rosas en Argentina’’, ‘‘ni el doctor Francia en Paraguay’’, de nefanda memoria, resultan ya muy manoseadas para buscarle parangón a Trujillo. Más ajustado sería
comparársele a Juan Vicente Gómez, cuyos métodos de persecución y torturas durante el largo período que gobernó en
Venezuela lo convierten en uno de los déspotas más crueles y
desalmados del siglo XX. Sin embargo, de haber vivido Juan
Montalvo, el ilustre y vigoroso escritor ecuatoriano, durante los
años que conformaron la Era de Trujillo, no habría vacilado en
considerar a Rafael Leonidas Trujillo Molina como el tirano
por antonomasia de América. Los hechos de este hombre bastan de por sí para calificarlo como tal.
A las nuevas generaciones que hoy oyen hablar de Trujillo y
de su régimen como si se tratara de algo sobrenatural, soñado,
más propio de un cuento que de una etapa histórica en la vida
política y social de los dominicanos –como acontece en semejantes circunstancias a los que no nos tocó vivir en los tiempos
de Ulises Heureaux, cuyas anécdotas las escuchamos más bien
como producto de la invectiva y no como un acontecimiento
real y vivido por las generaciones de las dos últimas décadas del
siglo XIX–, a los jóvenes de hoy, cuya buena suerte les ha deparado vivir en un medio muy distinto, en donde pueden desarrollarse libremente, expresar sin temor sus ideas sin ser perseguidos ni molestados; transitar libremente por todo el territorio
nacional sin impedimento alguno; asociarse con la finalidad de
perseguir por medios lícitos el triunfo de sus afanes políticos o
profesionales, a ellos les exhorto a defender con valentía, entusiasmo y energía indoblegable esos atributos que hoy pueden disfrutar plenamente, los cuales necesita el ser humano
para vivir en un clima de paz que sólo se alcanza en un ambiente de entera libertad y mutuo respeto.
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rujillo, un producto de los marines yanquis, protegido del
presidente de la República, general Horacio Vásquez, a
quien traicionó el 23 de febrero de 1930, con la participación
activa del licenciado Rafael Estrella Ureña en tan nefasto acontecimiento, asume las elevadas funciones de Presidente de la
República el 16 de agosto de ese mismo año, como resultado
de unas elecciones amañadas precedidas por actos de inusitada violencia destinados ex profeso a esparcir la semilla del más
acendrado terror en la mayoría del electorado nacional.
Todavía resentida la ciudad de Santo Domingo de Guzmán
por los cuantiosos estragos causádoles por el violento huracán
de San Zenón, acaecido el 3 de septiembre del año premencionado, transcurrían los primeros días del mes de diciembre
sin que los habitantes de la capital dominicana, como los del
resto del país, sospecharan vagamente lo que al correr del tiempo llegara a conocerse con la execrable expresión ‘‘Era de Trujillo’’. Si el huracán de septiembre, poderoso y destructivo, dejó
por muchísimos años hondas e indelebles huellas en las mentes de los capitaleños, testigos obligados de tan devastador meteoro, los años subsiguientes que enmarcaron el nacimiento,
desarrollo y ocaso de tan reprochable y ominosa Era, con mayor razón se mantuvieron y todavía se mantienen tan vivos en el
recuerdo de a quienes les cupo la dolorosa suerte de vivirlos y
padecerlos que difícilmente, por no decir imposible, serán
desplazados y suplantados por otros no menos aciagos períodos
de desastres que al hombre reserva la Madre Naturaleza.
A comienzos de diciembre de 1930, el licenciado Víctor
Garrido, a la sazón juez de jurisdicción original del Tribunal de
Tierras, inquirió de nosotros si queríamos acompañarle a la ciudad de San Juan de la Maguana, para que en nuestra condición
de estenógrafo del indicado tribunal lo asistiéramos en calidad
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de secretario y a la vez tomáramos las notas de las audiencias
que habría de celebrar y presidir en dicha población. No vacilamos en contestarle afirmativamente. Las audiencias se prolongaron varios días. En esa ocasión el Estado dominicano estuvo representado por el licenciado Emilio de los Santos –antiguo
y eficiente empleado del Tribunal de Tierras, con apenas unos
cuantos meses en el ejercicio de la profesión de abogado–, quien
aceptó complacido y desinteresadamente la encomienda que
se le hacía por no desairar la solicitud que en tal sentido le
hiciera el Presidente del mencionado organismo judicial, toda
vez que el titular de las funciones a él encomendadas, licenciado Joaquín Balaguer, con escasos días de haber sido designado
abogado del Estado del referido tribunal, excusó su inasistencia
a dichas audiencias por razones que ignoramos. Las audiencias
se celebraron en el planta baja del Ayuntamiento de dicha
población y se prolongaron por unos seis o siete días. Terminadas éstas, regresamos a Santo Domingo con todo el material
utilizado en dichas actuaciones judiciales.
Al día siguiente de nuestro retorno, el licenciado Rafael
Rovira, secretario del Tribunal de Tierras en ese entonces y
quien sustituyera al recordado y honestísimo funcionario don
William Penson, de grata memoria, nos llamó a su despacho.
Una vez ante él, y después de saludarle, nos dijo:
—Alburquerque, aquí habrá cambios en el personal. Sin
embargo, usted, Eleuterio Sepúlveda y Nolasco (Toñín), el archivista, permanecerán en sus puestos siempre y cuando expresen de antemano su adhesión a Trujillo.
No esperábamos esa salida, la cual nos tomó desprevenidos,
y apenas sin sobreponernos de la sorpresa que nos causara, le
contestamos:
—Señor Secretario, desde que estamos aquí hemos cumplido lealmente con las funciones inherentes al cargo que desempeñamos. Lamentamos el no poder corresponder a la petición que nos acaba de hacer.
Claro, nuestra sustitución no tardó en producirse. De inmediato fuimos destituidos. A contar de ese momento iniciamos
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el vía crucis dentro del cual se desarrolló el quehacer diario de
nuestra existencia en el lapsus de treinta y un años que duró la
Era de Trujillo.
Nos faltaban siete meses para graduarnos de Licenciado en
Derecho y hacía pocos meses que habíamos cumplido veintidós años de edad.
Antes de retirarnos del Tribunal de Tierras, con asiento en los
altos de la casa que ocupó hasta hace pocos años el diario El Caribe,
en la calle El Conde esquina Colón, hoy Las Damas, no queríamos
dar ese paso sin despedirnos del presidente del Tribunal de Tierras, don Domingo Estrada, de cuya memoria guardamos grato y
respetuoso recuerdo, por ser de corazón bondadoso, rectitud de
carácter e indiscutible capacidad. Al imponerle de lo acontecido, nos miró fijamente diciéndonos:
—Continúe sus estudios y gradúese de abogado. Toda profesión puede proporcionarle los beneficios para vivir decorosamente. Nosotros –prosiguió– le seguiremos los pasos muy pronto.
Efectivamente, pocos meses después –si mal no recordamos–,
el Listín Diario daba la información en primera página que los licenciados don Domingo Estrada, Miguel A. Delgado Sosa, Aníbal
Salado, Julio Espaillat de la Mota y otros más cuyos nombres no
recordamos, Magistrado Presidente el primero y jueces el resto
de dichos funcionarios, habían sido sustituidos por otros abogados
que ocuparon sus elevadas funciones. El licenciado Delgado Sosa,
visiblemente enojado, como era de suponer, hizo reservas de derecho mediante acto de alguacil notificado en la persona del entonces Secretario de Estado de Justicia. ¡Vano empeño!
Una semana después de nuestra destitución, el Secretario
del Tribunal de Tierras nos invitó a verlo en su despacho. Fuimos al Tribunal, nos hicimos anunciar y muy pronto estuvimos
ante su presencia. Después de saludarlo, y sin más preámbulos,
nos requirió que transcribiéramos las notas estenográficas tomadas por nosotros y contenidas en unas siete libretas cuyas
hojas estaban escritas por ambas caras. No teníamos que transcribirlas porque ya no éramos empleado del Tribunal de Tierras
y así se lo hicimos saber. Sin embargo, aprovechando el mo-
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mento, le dijimos no tener inconveniente alguno en realizar el
trabajo, siempre y cuando se nos remunerara con una adecuada y justa suma de dinero la tarea de transcribir las mencionadas notas. Por el gesto que hizo nos dio a entender que nuestra
respuesta le había sorprendido. Quedó callado, por lo que aprovechamos ese momento para salir del despacho y retirarnos.
Oficiosamente nos enteramos de que el secretario del Tribunal de Tierras, licenciado Rovira, prefirió celebrar de nuevo las
audiencias, no obstante los gastos que las mismas generarían,
antes que retribuirnos el trabajo (mucho más económico) que
estábamos en la mejor disposición de hacer.
El 7 de julio de 1931 presentamos ante el jurado examinador el cuarto y último año de Derecho. ¡Cuán distinto a las
graduaciones de ahora! En la época en la que nos graduamos,
bastaba que un miembro de un jurado compuesto por tres profesores –quienes después del examen se retiraban a deliberar–
saliera al salón en donde se encontraba el examinando, se acercara a él y le comunicara el resultado del examen. Si resultaba
aceptado, le deseaba suerte y el mejor de los éxitos en el ejercicio de la profesión. En vez de salir contentos de la Universidad, experimentamos la sensación de estar desamparados, cual
si fuéramos un náufrago abandonado a su suerte. Mañana, sin
ninguna relación y con la remota esperanza de no contar con
recursos económicos para abrir un modesto estudio de abogado, ¿qué íbamos hacer con el título que nos acreditaba como
Licenciado en Derecho?
Un cuadro desalentador se abría ante los jóvenes recién graduados. La crisis económica que aún subsistía en el año 1931
mantenía estancados los sectores de producción con que contaba el país.
Abogados con varios años de ejercicio profesional cerraron
sus bufetes afectados por la mala situación imperante, a cambio
de agenciarse puestos en el nuevo Gobierno con el deliberado
propósito de allegar los recursos indispensables para enjugar sus
más perentorias necesidades, a pesar de la antipatía y aversión
que dicho régimen y su novel mandatario les causaban.
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Después de algunos meses, en un zaguán de la planta baja
de la casa ubicada en la calle Duarte esquina El Conde, propiedad de la familia Aybar, el licenciado Néstor Contín Aybar y
nosotros lo utilizamos como oficina por un tiempo corto. Una
alfombra vieja, dos escritorios con sus correspondientes butacas, unos cuantos libros de Derecho y una máquina de escribir
constituían todo el mobiliario de nuestra naciente oficina. Los
primeros trabajos que conseguimos fueron el divorcio por
mutuo consentimiento de unos amigos y una demanda en cobro de pesos y desalojo de una casa propiedad de un tío del
licenciado Contín Aybar. Cero ganancias. Sin embargo, el hecho de habernos iniciado como abogados nos produjo una gran
satisfacción. Finalmente, al venderse la casa tuvimos que desalojarla junto con los demás inquilinos. Por un tiempo bastante
largo trabajamos en nuestra casa de la calle Mercedes, hasta
que, invitados por el amigo y colega licenciado Gilberto Fiallo
Rodríguez, años después ocupamos un sitio en su bufete de
abogado, ubicado en la calle Hostos esquina General Luperón
de la ciudad capital.
A medida que corrían los años, el régimen implantado por
Trujillo se hacía cada vez más sofocante, más arbitrario y más
avasallador. El temor a ser injustamente acusados por la máquina opresiva del régimen obligaba a la gente a ampararse, como
medios de defensa, en dos actitudes extremas: evitando el ser
señalado como un opositor recalcitrante, resguardándose –en
caso de una denuncia– con la tarjeta de inscripción en el Partido Dominicano, única y soberana entidad política; o haciéndose visible en las concentraciones públicas organizadas por
dicho Partido. Porque mantenerse alejado de toda actividad
partidaria o, mejor dicho, ser consciente y asumir una actitud
indiferente, resolución voluntaria de quien procediera así, conllevaba el peligro, con el correr del tiempo, de que tal postura
se hiciera notar, llamara la atención en las esferas políticas y se
le fichara también como un opositor y enemigo del Gobierno.
Desde el principio adoptamos esta posición a sabiendas de los
riesgos a que nos exponíamos.
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La prudencia era norma obligada que las circunstancias nos
imponían cotidianamente. A menos que se tratara de amigos
íntimos, de entera confianza, con quienes conversábamos con
toda libertad acerca de los acontecimientos más resaltantes del
quehacer político dominicano, mantuvimos una actitud de
absoluta y disimulada indiferencia ante los hechos y comentarios que a diario nos ofrecían los periódicos de circulación nacional en relación con las actuaciones del Gobierno del mandamás dominicano, resaltadas dichas manifestaciones con una
gama de asqueantes metáforas destinadas a granjearse la atención y la gracia del Jefe Único o de algunos de sus influyentes y
no menos abyectos vasallos.
Desde su inicio, en el año 1930, los métodos utilizados por
el nuevo régimen que se le imponía al país se caracterizaron
por el acoso y la persecución empleados contra los que censuraron el golpe de Estado del que había sido víctima el gobierno del general Horacio Vásquez. Muchos de los simpatizantes
del régimen depuesto tuvieron que esconderse para evitar el
ser vejados o maltratados con una detención a todas luces arbitraria y, en casos extremos, atropellados por los sicarios a sueldo que desde un principio contribuyeron con sus desafueros y
desmanes al fortalecimiento de los planes desarrollados por el
brigadier Trujillo Molina para adueñarse del poder y consolidarse luego en el mismo. Todavía perduran en el recuerdo de
los dominicanos que fueron testigos de esos acontecimientos
los desmanes y atropellos cometidos por la célebre patrulla que
respondía al nombre de La Cuarentidós, comandada por el
militar Miguel Ángel Paulino, la cual actuaba en complicidad
con las sombras de la noche en persecución de los considerados desafectos o contrarios a dichos planes. Trujillo utilizó el
arma de la amedrentación para sojuzgar, como lo hizo desde el
inicio de su ambicioso plan de adueñarse del país, al pueblo
dominicano.
Puede decirse, y más aún asegurarse, que la década de 1930
se caracteriza como el período de la historia política dominicana en que un gobierno como el de Trujillo se vale de los crímenes
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más groseros para fortalecerse en el poder: el asesinato de
Virgilio Martínez Reyna y su esposa en San José de las Matas;
el del general Caldentey a prima noche en el parque Colón; el
del general Desiderio Arias, y otros más que no recordamos, valen
por sí solos como elocuentes ejemplos para retratar de cuerpo entero al espécimen de hombre que se valió de tan censurables como criminales medios para avasallar a todo un pueblo, someterlo a su veleidoso capricho como también a la
desmedida ambición de convertirse en dueño absoluto del
territorio nacional por un largo, negro y escabroso período
jamás imaginado por sus sometidos y avasallados habitantes.
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ESCRITOS SELECTOS
1937
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ESCRITOS SELECTOS
C
on el discurrir de los años posteriores al 1930, el poder de
mando de Trujillo cobraba más fuerza y se hacía más absorbente y dominante. Todas las actividades relacionadas con
lo económico, social y político estaban estrechamente ligadas y
sometidas a la férrea voluntad del tirano. Él dictaba, él disponía y a la vez trazaba las directrices que se debían tomar por los
funcionarios del tren administrativo de su omnímodo y egocéntrico Gobierno. La feliz circunstancia de encontrar el país
enteramente desarmado, herencia dejada por los interventores norteamericanos del período 1916-1924, y el hecho, además, de romper desde el principio la endeble resistencia de
los poquísimos dominicanos que en vano complotaron contra
su cada vez más fortalecido Gobierno, brindaron al incipiente
caudillo el clima apropiado para hacer y deshacer a su mejor
talante cuanto le dictase la ambición desmedida que lo caracterizaba, sin freno que la contuviera, con el único y determinante propósito de consolidar fuertemente en sus manos las
incidencias generadas por el poder absoluto: disponer, como
fuese de lugar, del rebaño de hombres que mantenía bajo sus
fuertes y ensangrentadas botas de militar engreído.
Y así como actuaba este espécimen de hombre, miembros
de su numerosa familia, especialmente algunos de sus hermanos, cobijados a su sombra, no se quedaron rezagados en sus
actuaciones directas o indirectas dentro del ámbito en donde
comúnmente realizaban sus actividades, sino que se dieron a la
reprochable tarea, valiéndose de medios ilícitos –no a costa del
propio esfuerzo, fruto del trabajo honesto y enaltecedor, dignificante para el hombre de bien–, de labrar una fortuna a
costa de innúmeros abusos y depredaciones cometidos en perjuicio de cientos de ciudadanos de esta sufrida nación. Se necesitarían centenares de páginas para dejar anotados los numerosos
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casos en los que nacionales y también extranjeros fueron víctimas de los desbordados apetitos de José Arismendy Trujillo,
alias Petán, Romeo Trujillo, alias Pipí, y Nieves Luisa Trujillo,
actores de primera línea del drama-tragedia que les tocó vivir y
padecer a las generaciones de dominicanos durante la execrable Era de Trujillo. Al actuar en sus rapaces y abusivas exacciones,
cuidábanse, eso sí, de no interferir ni colidir en lo más mínimo
con los intereses sacrosantos del tirano.
Asimismo, valiéndose de su poderosa, personal y descarada
influencia, para su propio provecho o recurriendo a diligentes
y complacientes mandatarios, obtenían –no importaban los
medios empleados– los beneficios de una sentencia emanada
de juez competente en perjuicio de la contraparte, víctima
indefensa e inerme ante el despojo de sus derechos. En más
de una ocasión interfirieron personalmente o por intermedio
de sus serviles paniaguados para adquirir la propiedad o el goce
de algún inmueble amparándose de la coacción o prevaliéndose de las más groseras artimañas destinadas a obtener el consentimiento del dueño de los bienes apetecidos, a cambio de
un precio vil y escandalosamente irrisorio. Casos hubo en que
utilizaron el teléfono para llamar a la esposa del dueño de un
inmueble deseado, para decirle:
—¡Oiga señora, si usted no quiere ser viuda, aconseje a su
marido que venda la casa en donde viven!
Fueron varios los casos de propietarios desaparecidos por
negarse a venderle sus fincas a Trujillo. ‘‘Para muestra, un botón vale’’. Aún pervive en el recuerdo el vil asesinato ejecutado
fríamente en la persona de Jesús Castillo, de distinguida y apreciada familia dominicana, por negarse a vender las tierras de
su propiedad después de haber resistido las amenazas y las presiones de toda índole a que fue sometido por los encargados
de doblegar su voluntad. Con el deliberado propósito de amedrentarlo y, por ende, sojuzgarlo, ya antes habían asesinado al
guardián de su finca.
Petán Trujillo, señor feudal de horca y cuchillo, con antecedentes penales de sobra conocidos y muy recordados y comentados
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por los que estaban al tanto de sus acostumbrados enredos con
la justicia dominicana, aprovechándose de su condición de
hermano del Presidente de la República, se adueñó –como si
se tratara de un hato de su propiedad– de la población de
Bonao, en donde plantó su domicilio y residencia, convertido
luego en campo de sus sonadas actividades. En una Guía de
Teléfonos impresa y puesta en vigor por la Corporación Dominicana años después, aparecía el nombre de J. Arismendy Trujillo
vinculado a una oficina de notaría. ¿Cuántas personas no habrían sido despojadas de lo único que tenían, sus tierras o sus
casas, al figurar sus nombres y sus firmas en actos de venta espurios instrumentados en la oficina de marras? Debieron ser
muchos los propietarios despojados de sus bienes. ¿Cuántos se
vieron envueltos en casos semejantes o de índole distinta en
los cuales Petán Trujillo tenía marcado interés personal en resolver para su propio provecho o el de algunos de sus allegados? ¡Quién sabe cuántos!...
El autor de estos episodios sufrió en carne propia los zarpazos
del energúmeno y prepotente Petán Trujillo. Las acciones
ilícitas que lo caracterizaban ponen de manifiesto y evidencian
la inseguridad de cómo se vivía en los aciagos días del trujillato,
aun cuando se actuase dentro del marco de la ley en el ejercicio de sus derechos civiles.
Una mañana, en momentos que transitábamos por la acera
este de la calle Hostos de esta ciudad entre El Conde y la General Luperón, nos detuvimos a conversar con el licenciado Froilán
Tavares, distinguido jurista, quien se encontraba parado sobre
el umbral de la puerta de entrada de su oficina de abogado.
Después de saludarlo, nos invitó a pasar y tomar asiento en un
sillón junto a su escritorio de trabajo. Conversamos brevemente sobre distintos temas de actualidad y luego nos preguntó si
habíamos trabajado en casos relacionados con el Tribunal de Tierras. Al responderle que sí, extrajo un folder de una de las gavetas
de su escritorio, a la vez que inquirió de nosotros si no teníamos
inconveniente en intentar una demanda en revisión por fraude
por ante el Tribunal Superior de Tierras. Le respondimos estar
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en la mejor disposición de hacerlo. A continuación nos solicitó
preparar la correspondiente instancia para casos similares al
que deseaba hacernos partícipes y que luego se la llevara para
firmarla conjuntamente, acompañando sus últimas palabras con
la entrega del expediente.
Se trataba de una demanda en revisión por fraude a nombre de los herederos del finado Oscar Blanco Fombona, súbdito venezolano, exiliado en nuestro país desde hacía tiempo,
dueño de una porción de terreno de una peonía (300 tareas),
ubicada dentro del ámbito de la Parcela No. 22 del Distrito
Catastral No.12 (antiguo 100), sitio de Árbol Gordo, municipio de San Cristóbal, perteneciente a la entonces provincia
Trujillo, adjudicada en propiedad a la señora Alejandrina
Pérez, amiga y protegida de Petán Trujillo, según fuimos informados.
Como es dable suponer, los herederos del finado Oscar Blanco Fombona fueron sorprendidos por esta adjudicación, al no
dárseles la oportunidad de reclamar sus legítimos derechos de
propiedad sobre la precitada cantidad de terreno mientras se
procedía al saneamiento catastral de la porción de terreno descrita anteriormente.
Días después nos apersonamos en la oficina del licenciado
Tavares, hijo, para mostrarle la instancia que se iba dirigir al
Tribunal Superior de Tierras, basada en el artículo 70 de la
Ley de Registro de Tierras, la cual leyó detenidamente, y acto
seguido estampó su firma al pie de la misma, lo que a continuación hicimos nosotros.
Ese mismo día depositamos en la Secretaría del Tribunal de
Tierras la precitada instancia junto con los documentos que
avalaban la acción que se intentaba a nombre de los expresados herederos.
Transcurrieron varios días. Una mañana, recibimos el auto
mediante el cual el Tribunal Superior de Tierras fijaba la audiencia para conocer de la demanda en revisión por fraude
contra la señora Alejandrina Pérez. Si mal no recordarnos, para
el primero de octubre de 1937.
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En vista de que en esos mismos días el licenciado Tavares
fue designado abogado del Estado del Tribunal de Tierras, tuvo
que desligarse de la demanda y nos confió el caso que motiva
este episodio.
Una mañana, con anterioridad a la audiencia, conversábamos en la sala de un apartamento de la planta baja de la casa
número uno de la calle General Luperón de esta ciudad, sede
de la revista Caribes, César L. Romero, Néstor Contín Aybar y el
autor de estos relatos, director, encargado de redacción y subdirector, respectivamente, de la publicación mencionada. En
dicho apartamento, además, y ocasionalmente, utilizábamos el
único escritorio existente en la habitación contigua a la sala de
espera para tratar los asuntos relacionados con nuestra profesión de abogado, en la cual nos habíamos recluido hacía apenas unos minutos, cuando, de pronto, sorpresivamente, irrumpió como una tromba, el mayor J. Arismendy Trujillo Molina,
acompañado de su amigo el agrimensor Rafael Dacosta Gómez,
Chichí. Momentos antes había preguntado por nosotros a los
colegas y amigos que se encontraban en la sala. Sin dirigirnos la
palabra, se adueñó, ocupándolo, del sillón giratorio que nos
servía de asiento. Al indicarle la butaca destinada para los clientes y visitantes, nos respondió encontrarse bien en donde estaba, al tiempo de abrir la gaveta del medio del escritorio y escudriñar su contenido. Ante esa prepotente actitud, no tuvimos
más remedio que sentarnos en la butaca reservada a las visitas.
Con cara de pocos amigos, desplegó unos papeles que extrajo de uno de los bolsillos de su chaqueta de militar, y tirándolos sobre el escritorio que nos separaba, nos miró fijamente
preguntándonos: ‘‘¿Usted me envió eso?’’ Recogimos las hojas
dobladas y al extenderlas con cuidado comprobamos, que las
mismas concernían a una copia certificada del auto de fijación
de audiencia semejante al que habíamos recibido hacía pocos
días. A su imperativa pregunta le respondimos que la copia de
marras debió habérsela remitido el Tribunal Superior de Tierras a la señora Alejandrina Pérez. ‘‘¡Carajo! –nos espetó–, ¿acaso
no sabe usted que esas tierras son mías?’’ Acabando de decir
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estas palabras se levantó del asiento en actitud agresiva esgrimiendo en su mano derecha la pistola que portaba. Como un
resorte nos levantamos de la butaca que nos servía de asiento
separándonos del escritorio, el cual utilizamos como el único
obstáculo que impedía al agresor acercarse a nosotros a menos
que hiciera uso de su arma de reglamento para dispararnos,
riesgo al que estábamos expuestos. Mientras tanto, no cesaba
de hacer gala de los más vulgares como rastreros epítetos. En
un momento en el que hubo de acercarse a nosotros, trató en
vano de darnos un maquinazo, golpe que recibimos en el brazo
izquierdo al tratar de evitar –como evitamos– que nos rajara la
cabeza. Al no lograr su propósito, le quitó el seguro a la pistola
en el preciso momento que el licenciado César Romero, arriesgando su vida, irrumpió en la habitación y se interpuso entre el
agresor y el agredido, con lo que impidió al primero, asiéndolo
por el cuello, la consumación –¡quién sabe!– de su criminal
intención de asesinarnos.
El agrimensor Dacosta Gómez, absorto durante todo el tiempo que duraron los acontecimientos narrados precedentemente, aprovechó la oportuna y decidida intervención del licenciado César Romero para aconsejar a su truculento amigo
trasladarse al Tribunal de Tierras, en donde tratarían el asunto
con el abogado del Estado, licenciado Froilán Tavares. De mala
gana reaccionó al consejo del amigo y salió apresuradamente
junto con éste y seguidos ambos por el chofer (guardaespaldas), quien momentos antes había hecho su aparición en la
oficina portando un revólver en su mano derecha.
No era la primera vez, ni la última, que este caballero usaba
la violencia para resolver los casos en los cuales tenía marcado
interés. Entre los muchos escenificados por él, recordamos uno
a comienzos de la Era, del cual fue víctima el ciudadano don
Armando De Pool, de conocida y muy apreciada familia de la
capital, a la sazón funcionario del Ayuntamiento de Santo Domingo, objeto de una brutal agresión de Petán Trujillo, sin darle
oportunidad al agredido de defenderse con el revólver que
guardaba en una de las gavetas de su escritorio.
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Nos mantuvimos tensos y ostensiblemente molestos el resto
de esa mañana inolvidable; no era para menos. Teníamos la
sensación de estarnos quemando por dentro, nos hervía la sangre. Antes de abandonar la oficina a eso del mediodía, tomamos la resolución de denunciar el atropello cometido hacía
apenas pocas horas. Pero, ¿a quién dirigirnos? ¿A la prensa diaria? Sería perder el tiempo. Amparar a la justicia dominicana
de lo ocurrido correría la misma suerte. Se nos hacía difícil
adoptar una actitud de obligada conformidad ante el ultraje recibido. Pero, ¿a quién recurrir sin encontrar una negativa a nuestro
reclamo? ¿Nos veíamos obligados a conformarnos y a resignarnos con el irrespeto a nuestra persona? No lo admitíamos. De
ninguna manera aceptábamos renunciar, aunque siquiera se
tratase de una formal protesta, contra el autor de la agresión
de que fuimos objeto, por lo que, no teníamos más remedio
que denunciar el atropello recibido a quien estaba por encima
del causante de los desmanes recibidos: a su propio hermano,
el presidente de la República, tomando en consideración su
condición de Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas. Sin perder más tiempo así lo resolvimos, pero, cuando nos dispusimos
a redactar la comunicación que íbamos a remitir, estuvimos varios
minutos indecisos. ¿Cómo encabezarla? ¿Qué apelativos deberíamos usar? El tener que apelar a los términos Generalísimo,
Honorable Señor, Benefactor de la Patria... nos causaba cierta
sensación de rechazo y rebeldía, por no decir repugnancia,
que por algunos minutos paralizó la decisión que habíamos tomado. Si queríamos, como deseábamos, que la protesta mereciera la mejor y justa atención, no teníamos otro camino que el
utilizar tales apelativos, tomando en consideración la idiosincrasia del destinatario de la comunicación, habituado ya a los
halagos que alimentaban su enfermiza y cada vez más creciente vanidad, su delirio de grandeza. Otro aspecto, además, nos
preocupaba: ¿de qué valdría la denuncia de los hechos si no
contábamos con el apoyo y las garantías indispensables para asistir
a nuestros representados sin peligro de correr el riesgo de ser nuevamente agredidos y maltratados físicamente por el energúmeno
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hermano del tirano? ¿Qué hacer? ¿Cómo resolver este problema? ¿Bastaba acaso con expresarle el que se nos diera garantías
o estábamos obligados a pedirle –conociendo la compleja idiosincrasia del prepotente recipiente– su garantía personal? Después de meditar detenidamente estas preocupantes
interrogantes que no dejaban de preocuparnos, resolvimos dirigirnos al Presidente y hermano del agresor en los siguientes
términos:
Septiembre 16, 1937. Generalísimo Rafael Leonidas
Trujillo, Presidente de la República y Benefactor de la
Patria. Honorable Señor Presidente: la presente tiene por
objeto poner en su conocimiento los siguientes hechos que
culminaron con el salvaje atentado de que fui víctima hoy
en la mañana, de parte del señor J. Arismendy Trujillo y
Molina, en mi bufete de abogado, sito en la calle General
Luperón, de esta ciudad.
Por Auto del Tribunal Superior de Tierras, acogiendo
los motivos de mi instancia de fecha 3 de julio del corriente, a nombre de los sucesores de don Oscar Blanco Fombona,
súbdito venezolano, fallecido trágicamente en el país hace
algunos años, se ha fijado la audiencia de fecha 1ro. de
octubre del año en curso, para conocer de nuestra demanda en revisión por fraude, en virtud del Artículo 70, de la
Ley de Registro de Tierras, en una porción de terreno (una
peonía - 300 tareas), en la parcela, número 22 del Distrito Catastral 12 (antiguo 100), sitio de Árbol Gordo, común de San Cristóbal, provincia Trujillo, en contra de la
señora Alejandrina Pérez, del paraje la U, carretera
Duarte, a quien se le adjudicó la totalidad de la parcela
22, por Decreto del Tribunal Superior de Tierras, de fecha
9 de Julio del 1937.
Hoy en la mañana, acompañado del señor Rafael
Dacosta Gómez (a) Chichí, irrumpió en el apartamiento
privado de mi oficina el señor J. Arismendy Trujillo Molina,
demandándome imperativamente si había meditado el
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asunto al enviar la citación para la audiencia, que recibió. Al decirle que dicho acto no emanaba de mí, sino del
Tribunal de Tierras, quise abundar en explicaciones, pero,
acto seguido se abalanzó sobre mí, en actitud agresiva,
mientras decía «que esa propiedad era de él». Viendo que
yo retrocedía, sacó la pistola que portaba y me lanzó un
maquinazo a la cabeza, golpe que recibí en el brazo izquierdo, al defenderme. Entonces, diciendo palabras groseras e insultantes para mi persona, sebó la pistola, me
apuntó, y a no ser por la pronta intervención del amigo,
Lic. César L. Romero, que se interpuso entre nosotros, agarrándolo por el cuello, no se habría evitado la consumación de sus propósitos.
Me es doloroso llevar a su conocimiento los hechos a
que me he referido. Siempre ha sido norma en mí, respetar,
para que se me respete. Cuantas veces he tenido necesidad
de dirimir una cuestión judicial recurro como es debido a
nuestros tribunales de justicia, cuyas justas y sabias decisiones he acatado respetuosamente.
Como dominicano que soy, amante de mi Patria, no
quiero que el señor don Horacio Blanco Fombona, actualmente Encargado de Negocios de los Estados Unidos de
Venezuela en este país, y por cierto, hermano del finado
don Oscar Blanco Fombona, intervenga en este asunto,
como podría suceder al enterarlo los Sucesores de dicho señor, de que su abogado constituido no puede obrar en el
asunto mencionado con la libertad y garantía necesarias.
Es por ello, Honorable Señor Presidente de la República,
por lo que me dirijo a Ud., no con la intención de que
sancione los hechos cometidos, sino con el propósito de que
con su garantía, pueda yo quedar a resguardo de posteriores ataques.
Con el mayor respeto y consideración, saluda al Honorable Señor Presidente de la República, su seguro servidor.
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En tales términos nos dirigimos al Presidente. Al día siguiente depositamos en las oficinas del correo de esta ciudad la
comunicación pretranscrita y certificamos el sobre que la contenía.
No abrigábamos esperanza alguna que nuestra denuncia
fuese tomada en consideración y contestada, además, por el
propio destinatario. Días después de haberla depositado en
el correo, recibimos por la misma vía un sobre de los llamados de oficio procedente de la Presidencia de la República,
según se leía en su cara frontal superior. Al abrirlo y sacar su
contenido nos sorprendió una comunicación marcada con el
número 22731, de fecha 28 de septiembre de 1937, que nos dirigía el secretario de Estado de la Presidencia, licenciado Hermán
Cruz Ayala, cuya transcripción ofrecemos a continuación:
Señor Lic. Rafael Alburquerque Zayas-Bazán.
Estimado Señor:
En respuesta a su atenta carta del 16 del corriente,
dirigida al Honorable Señor Presidente de la República,
en la cual usted se refiere a los procedimientos judiciales
que están en curso por ante el Tribunal de Tierras en relación con una porción de terreno del Distrito Catastral número 12 (antiguo 100) sitio de Árbol Gordo, común de
San Cristóbal, entre los sucesores de don Oscar Blanco
Fombona, a quienes usted representa como abogado, y el
señor J. Arismendy Trujillo Molina, me es grato dar a
usted la seguridad de que el mencionado asunto seguirá
su curso normal por ante el Tribunal apoderado del mismo, para que pueda ser imparcialmente decidido según
sus méritos. Para ese efecto, ha sido informado este Despacho que la audiencia previamente señalada para el día
primero de octubre próximo será debidamente celebrada, y
oídas en ellas las alegaciones respectivas de las partes interesadas.
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Se informa además que el señor J. Arismendi Trujillo
Molina ha designado como su abogado para representarle en estos procedimientos al doctor Moisés García Mella.
Le saluda atentamente.
Por lo transcrito anteriormente, fácil es comprobar que los
términos de dicha comunicación se limitaban, escuetamente,
a informarnos que la audiencia se celebraría en la fecha indicada en el auto emanado por el Tribunal Superior de Tierras,
y que el mayor J. Arismendy Trujillo Molina estaría representado por el doctor Moisés García Mella. Como es dable suponer,
no nos satisfizo su esperado contenido, sencillamente, porque,
la litis en revisión por fraude se incoaba contra la señora
Alejandrina Pérez, la que ni por asomo era nombrada en la
comentada comunicación. Por otra parte, el hecho de no
habérsenos dado una respuesta concreta a los términos expuestos en la nuestra, nos obligaba a desistir del caso que nos fuera
recomendado defender.
No podíamos abandonar los intereses del caso confiado a
nosotros; además, no conocíamos a nuestros representados, ni
tampoco, si residían en la Capital o en otra ciudad del país.
Forzosamente teníamos que recurrir a su pariente, don Horacio
Blanco Fombona, para enterarle de lo que nos había sucedido
y, más aún, por la aprensión angustiosa que nos causaba el sólo
pensar que se perdiera un caso fundado en derecho e iniciado
dentro del año de la expedición del Decreto de Registro a
favor de la demandada, señora Alejandrina Pérez.
Obligados, pues, por las circunstancias, visitamos en su hogar a don Horacio Blanco Fombona, respetado periodista, editor de la revista literaria Bahoruco, casado con dama dominicana, radicado desde hacía muchos años en Santo Domingo desde
que voluntariamente se ausentó de su patria por disentir de los
regímenes dictatoriales que la tenían sojuzgada y a la sazón,
encargado de Negocios de Venezuela en la República Dominicana, a quien expusimos al corriente de los hechos en los cuales fuimos la víctima. Nos escuchó con suma atención, y sin dejar
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de expresar en su rostro la indignación que le produjo la versión de lo ocurrido a nosotros, con voz fuerte y vivos ademanes
nos dijo: Alburquerque, su vida corre peligro. De ahora en adelante el abogado seré yo! Antes de concluir la conversación, nos
pidió le dirigiéramos una carta en la que le manifestáramos la
imposibilidad material que nos impedía hacernos cargo de la
defensa de sus sobrinos, lo que lamentábamos muchísimo.
Usando la misma fecha (28 de septiembre de 1937) de la
comunicación recibida de la Secretaría de Estado de la Presidencia, nos dirigimos a don Horacio Blanco Fombona, en su
condición de tío de nuestros representados:
Distinguido señor: Asuntos personales de bastante consideración me impiden en absoluto continuar prestando
mis servicios profesionales a los sucesores del finado Don
Oscar Blanco Fombona, en el Distrito Catastral número
12 (antiguo 100), parcela 22, sitio de Árbol Gordo, provincia Trujillo, y asistir, en la misma calidad, a la audiencia fijada por el Tribunal Superior de Tierras para el
día primero de octubre del corriente, para conocer de la
demanda que a nombre de mis representados sometí a dicho Alto Tribunal.
Como representante más allegado de dichos sucesores
en este país, me he apresurado a comunicarle la resolución
mía de abstenerme en este asunto, para que Ud. se entere y
tome seguido, las medidas que juzgue más convenientes.
Con todo respeto se suscribe de Ud., atentamente S.S. y
amigo.
Transcurrieron varios días sin tener contacto con Don
Horacio. Pero sus gestiones encaminadas a salvaguardar y defender los derechos de sus sobrinos, enérgicamente reclamados por los canales de la Cancillería dominicana, pronto dieron sus frutos. Una mañana nos sorprendió su honradora visita,
para informarnos el haber recibido la suma de dos mil pesos
m/n (RD$2,000.00), a cambio de las 300 peonías de terreno
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propiedad de los herederos de su finado hermano, sin cuya
enérgica intervención, muy oportuna por cierto, a dichos reclamantes les habría sido materialmente imposible obtener con
la demanda el reconocimiento de sus derechos y, consecuentemente, los beneficios de su reclamación, apropiada actuación que puso punto final al enojoso caso en el que nos vimos
envueltos, el cual pone de manifiesto cómo actuaban los
prepotentes hermanos del tirano.
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ESCRITOS SELECTOS
E
l régimen implantado por Trujillo solamente podía estar
concebido por un ser insensible al dolor humano, carente
de toda moral, más bien obcecado por el dominio absoluto de
todo cuanto le rodeaba, de tal manera que debió llegar un
momento durante el largo y absorbente período de su autoritario poder que él mismo –por que dudarlo–, creyó considerarse un ente todopoderoso, omnipotente y dotado de influencias sobrenaturales.
Mucha culpa de su endiosamiento recayó en un número
apreciable de los intelectuales de la época, quienes por no
perder sus cómodas posiciones dentro del marco de la sociedad dominicana en donde realizaban sus actividades cotidianas, y en no contados casos por miedo a la reacción enojosa del
tirano, prefirieron renunciar a la postura digna y enaltecedora
producto del sacrificio, a cambio de poner incondicionalmente al servicio del sátrapa sus plumas y sus intelectos.
Diariamente, los halagos desmesurados, las adulaciones descaradas, las rimbombantes lisonjas, saturaban las páginas de los
periódicos con asqueantes y babeantes exaltaciones adulatorias
destinadas a obtener el beneplácito y la anhelada complacencia del ‘‘Jefe’’. Claro, se embriagó con los frecuentes y cada vez
más altisonantes ditirambos a su persona y a cuanto estaba íntimamente relacionado con él y su encumbrada familia.
Confiado y seguro del poder absoluto que ejercía sobre un
pueblo atemorizado y sometido a sus veleidosos y acostumbrados caprichos, por mucho tiempo no les dio importancia ni le
preocupaban los ataques y las críticas que desde el extranjero
le hacían los exiliados políticos ubicados en varios países de la
cuenca del Caribe. Pero a medida que aumentaron los ataques
desde el exterior, los tentáculos de su poder en más de una
ocasión se extendieron fuera del territorio nacional para es51
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trangular a quienes osaban combatirlo desde playas extranjeras. De los alcanzados, fueron fáciles víctimas –entre otros–,
Mauricio Báez, prestigioso y valiente representante obrero dominicano, y Pipí Hernández, de distinguida y apreciada familia de esta capital, ambos asesinados en La Habana. Sergio
Bencosme y el periodista Andrés Requena, liquidados en la
ciudad de Nueva York. Y el más sonado de todos, el secuestro
en un lugar de los Estados Unidos de América del doctor Jesús
de Galíndez y su traslado a la República Dominicana, en donde fue fríamente asesinado. Se hace difícil olvidar que en las
postrimerías de la repugnante Era estuvo a punto de perder la
vida el presidente de Venezuela, Rómulo Betancourt, quien
resultó herido, así como varios funcionarios que le acompañaban, a causa del atentado criminal patrocinado y costeado por
Trujillo en una vía céntrica de Caracas. Él no se amilanaba por
las críticas que desde el exterior le hacían los dominicanos disidentes y contrarios a su régimen de Gobierno. Cuando le fallaban sus planes para destruirlos, entonces hacía objeto de su
venganza a los familiares de sus detractores oposicionistas. ¡Cuántos se vieron obligados a escribir artículos laudatorios en favor
del Amado Jefe por temor a perder el cargo que desempeñaban si callaban o denotaban indiferencia ante los ataques lanzados por algún familiar o pariente cercano, amparado con el
privilegio que le brindaba el ser un exiliado!
Muchas veces nos detuvimos a pensar que el hombre que
gobernó con mano férrea por cerca de treinta y un años a la
nación dominicana, inflado como un pavo real por las alabanzas desmedidas de sus espontáneos coterráneos –en su mayoría–, así como por aquellos que se veían obligados a quemar
incienso en su honor como medio inobjetable para preservar
la vida o los bienes de su patrimonio, debió recibir las melosas
manifestaciones de que era objeto diariamente como algo natural y acorde con su enfermiza personalidad megalómana.
Seguro y confiado del poder que ejercía sobre todo el ámbito del país, y ante la campaña sostenida en su contra por la
prensa y la radio extranjeras, en las que se condenaba enérgi-
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camente el estado de represión que padecía, inerme y sojuzgado, el pueblo dominicano, el tirano no dejaba de sentirse
irritado por el escozor que le producían dichos medios de comunicación, empeñados en poner de manifiesto la carencia
de libertad que impedía disentir políticamente del régimen
imperante sin exponerse a ser perseguido, encarcelado, vejado, y, en el peor de los casos, a perder la vida, como en más de
una ocasión ocurrió. Para contrarrestar esa molestosa campaña, Trujillo reiteró públicamente el deseo de que se formaran
partidos políticos, pues ‘‘dada la paz de que disfrutaban los dominicanos como resultado del régimen democrático creado por
su Gobierno, no era lógico y natural que existiera un solo partido político’’.1 Una vez más el mandamás dominicano hacía del
cinismo un instrumento habitual usado con el mayor descaro y
destreza para tratar de salir airoso de situaciones enojosas o
aparentando ante sus semejantes un estado de ánimo muy distante de la realidad.
En una de esas ostentosas declaraciones en las que propiciaba
la formación de partidos políticos, el diario La Opinión, en ese
entonces dirigido por el republicano español licenciado José
María Stella, casado con una hija del propietario del periódico,
don René de Lepervanche, aprovechando la brecha ofrecida
por el tirano, no desperdició esa oportunidad para tratar de levantar el ánimo de los impotentes oposicionistas del patio, decaído totalmente, como es dable y razonable suponer. En un
editorial medularmente concebido, políticamente meditado y,
sobre todo, finamente elaborado, celebró las declaraciones de
Trujillo, a la vez que invitaba a los opositores del régimen a fomentar partidos políticos para contender en las próximas elecciones. Finalmente, les brindaba las páginas del diario con entera libertad para expresar sus ideas y puntos de vista al respecto.
Coincidiendo con esa etapa de la historia política dominicana, en carta de fecha 21 de febrero de 1946, publicada en la
primera plana del diario La Opinión, el licenciado José Antonio
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Se refería al Partido Dominicano, el partido de su gobierno.
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Bonilla Atiles, decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Santo Domingo, si mal no recordamos, protestaba enérgicamente al Comité de Patrocinadores de la Asamblea de Profesionales por haber incluido su nombre –sin su consentimiento–,
en el documento que hicieron publicar, mediante el cual exhortaban al Partido Dominicano a pedir la repostulación de Trujillo como Presidente en las próximas elecciones. Entre otras
consideraciones, el licenciado Bonilla Atiles expresaba que Trujillo no era irremplazable y que no deseaba ‘‘comprometer su
voto con antelación’’. Declaración osada, insólita y ciertamente
increíble tratándose de un régimen de fuerza como el que regía desde el año 1930 los destinos del pueblo dominicano.
Dos o tres días después, el licenciado Gilberto Fiallo Rodríguez y quien relata estos episodios, con oficina de abogados
abierta en la planta baja de la esquina sureste de la calle Hostos
esquina General Luperón de la ciudad capital, aprovechando
el resquicio abierto por el diario La Opinión, sabedores conscientemente a lo que nos exponíamos para mover los estratos
mis significativos de la opinión pública con criterio semejante
al sustentado por nosotros, nos lanzamos a las calles seguros de
lo que haríamos, sin detenernos a pensar en los riesgos y consecuencias que nuestra acción pudiera reservarnos, en busca de
profesionales amigos a quienes les mostramos una declaración
a ser firmada junto con nosotros para publicarla al día siguiente en el mencionado diario de la tarde. Se trataba de una exposición redactada en términos muy moderados, en la que se
consideraba extemporáneo el que ya se estuviese hablando de
la reelección de Trujillo, cuando todavía faltaban muchos meses para las elecciones. En el transcurso del día, de los pocos
colegas y amigos que habían suscrito con nosotros la declaración consabida destinada a ser publicada, dos mantuvieron sus
firmas: Gilberto Fiallo y quien esto narra. El resto de los nombres y firmas tuvimos que radiarlos respetando los requerimientos amigables que en tal sentido nos hicieron los profesionales
arrepentidos. Ese mismo día llevamos el escrito a la redacción
del periódico y lo depositamos en manos de su Director.
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Siendo la una de la tarde del día siguiente, nos honró con
su visita en nuestro hogar de la calle de Las Mercedes la exquisita y nunca olvidada poetisa, amiga nuestra, Carmen Natalia
Martínez Bonilla, la cual tenía el encargo de disuadirnos y de
hacernos ver la imprudencia que cometíamos al publicar la
declaración únicamente con la firma de Gilberto y la nuestra.
‘‘Carmen –le contestamos–, el documento deben estarlo imprimiendo en estos momentos, es tarde para retirarlo. Si
Gilberto opta por radiar su nombre y su firma del mismo, él es
libre para hacerlo. De todas maneras, la declaración saldrá con
una sola firma: la mía.’’ Estábamos muy seguros de que el licenciado Gilberto Fiallo le hubiera respondido como lo hicimos
nosotros.
Todavía se mantenía en el ambiente el comentario de la
gente acerca del pronunciamiento del licenciado Bonilla Atiles.
No era para menos, tratándose de un caso inusitado que rompía la monotonía obligada del quehacer político dominicano.
En la tarde apareció nuestra declaración en la primera plana
del diario La Opinión, la cual causó honda conmoción y entusiastas comentarios, por ser sus autores conocidos oposicionistas del
régimen de fuerza implantado por Trujillo. A partir de la publicación, hubo personas que dudaron de la sinceridad de la protesta publicada por el licenciado Bonilla Atiles. Claro, como él
en distintas épocas había desempeñado elevadas funciones en
el tren gubernamental, no lo consideraban con autoridad suficiente para expresarse como lo hizo, y hasta llegaron a desconfiar de la aparente sinceridad de su valiente protesta. Nosotros,
en cambio, como lo conocíamos personalmente y lo habíamos
tratado en más de una ocasión, nunca dudamos de su sentir y su
vertical manera de pensar. Esa tarde hubo lectores que no vacilaron en pagar un peso para adquirir un ejemplar del periódico,
según nos dijeron algunos amigos íntimos.
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MANIFESTACIÓN PÚBLICA DE DOS PROFESIONALES DE ESTA CIUDAD
CIUDAD TRUJILLO, Feb. 25.- Dos abogados de esta ciudad, los licenciados Gilberto Fiallo R. y Rafael Alburquerque
Z.-B., nos han entregado esta mañana la siguiente declaración
pública:
Los que suscribimos el presente documento, deseamos
por este medio dejar expresa y pública constancia de su
manera de pensar con relación a la Asamblea de profesionales celebrada el sábado 23 del corriente, a las diez horas
de la mañana, en el Salón de Actos de la Universidad de
Santo Domingo.
Nuestro pueblo, adulto de conciencia política, tiene un
concepto claro de su carácter genuinamente democrático.
Ese conocimiento íntimo de su propio valer, le hace intuir,
en el momento oportuno, cuál es el camino que debe escoger
para alcanzar su propio bienestar. No necesita de conductores porque es su propio conductor. Si el pueblo dominicano tiene educada su conciencia cívica, no necesita que se le
señale con dilatada anticipación el hombre en quien ha
de entregar confiado, el destino de la nación. Llegado el
momento, la inmensa mayoría los dominicanos sabremos
a quienes elegir para que formen un ‘‘gobierno del pueblo,
por el pueblo y para el pueblo’’, expresión genuina de toda
auténtica democracia que afinca sus bases en el sufragio
universal, único medio honesto que tienen los ciudadanos
de exponer a sus anchas sus opiniones políticas.
Partidos políticos que sirvan de canales a las distintas
manifestaciones ideológicas que informan la ciencia política moderna; elecciones por todos y para todos; garantía
para que todo ciudadano exprese libremente su pensamiento
político donde quiera y cuando quiera, sin constreñimiento y sin mengua de ningún género. He ahí la verdadera
democracia.
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Son éstas las razones que nos obligan a declarar
extemporánea e improcedente la invitación que un grupo
de profesores de nuestro más alto centro docente hizo circular entre los profesionales del país, y que culminó con la
Asamblea celebrada el sábado próximo pasado, en la cual
se trataron asuntos políticos que sólo al pueblo dominicano incumbe resolver en el momento en que se le dé ocasión
de expresarse libremente.
Respetuosos de nuestra Constitución y honestos servidores de las formas democráticas, entendemos que esta expresión de pensamiento es un deber elemental de todo ciudadano celoso guardián del bienestar de su pueblo.
Si nos detenemos a comparar el contenido de la declaración in extenso pretranscrita, innegablemente moderado y respetuoso, con las manifestaciones y pronunciamientos verbales
y escritos que se hicieron con posterioridad a la caída de la
tiranía trujillista, y con los que en la actualidad se siguen pronunciando diariamente por los medios de comunicación avanzados con que contamos, críticas que, en la mayoría de los casos, trasponen los linderos de la moderación y la buena
educación por el uso abusivo del derecho a la libre expresión
del pensamiento que disfruta el pueblo dominicano, llegaríamos a la conclusión de que lo externado por los licenciados
Fiallo y Alburquerque, forzosamente habría que calificarlo como
cosa de niños. Pero, para los que padecieron la pesada carga
de la oprobiosa tiranía, la tal declaración es un ejemplo vivo y
muy elocuente de cómo se vivió durante la ominosa y nefasta
Era. ¿Cuál hubiese sido el destino de los que hoy gozan plenamente de libertad, sin cortapisa alguna, si el derecho de crítica
de que disfrutan plenamente lo hubieran ejercido durante esa
dolorosa y trágica etapa de la historia política dominicana? En
la época que corre, sus huesos estarían más que blanquecinos.
La opinión editorial que nos impulsó a salir a la luz pública,
movió también al Presidente de la Junta Central Directiva del
Partido Dominicano a valerse de las páginas del diario La Na-
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ción para responderle al Director de La Opinión su editorial ‘‘¿Se
le pide al presidente todo lo que el presidente puede dar?’’
Entre otros puntos, el Presidente del Partido, exponía:
[…] Ni La Opinión, ni persona alguna en el país,
por representativa que sea, puede arrogarse el privilegio de
hablar en nombre del pueblo dominicano, que no ha conferido a nadie tal mandato, para expresar audazmente aspiraciones populares […].
La circunstancia de estar inscrita en el Partido Dominicano la casi totalidad del electorado nacional –dice en
otra parte el comunicado aludido–, ha hecho frustratoria
la constitución de nuevos partidos, no obstante los grandes
y reiterados empeños que en ese sentido ha puesto el Presidente Trujillo y el ambiente de absoluta libertad en que se
desenvuelven en el país todo género de actividades públicas. Esa inhibición ha contrariado grandemente el espíritu liberal y profundamente democrático del ilustre Jefe del
Estado.
El Presidente de la Junta Directiva del Partido Dominicano
se valía y hacía acopio de falsas consideraciones en el obligado
enfoque de su réplica al director del diario La Opinión. De sobra conocía y sabía muy bien cómo sofisticar la verdad, cómo
distorsionarla en provecho de los intereses a defender encomendados a su elevada jerarquía política.
En su contrarréplica, el director de La Opinión, al referirse
al párrafo más arriba transcrito, expresaba: ‘‘[E]l párrafo anterior es lo más interesante del comunicado del incumbente del
Partido Dominicano […] que es el más importante y aquel que
hay que discutir con mayor amplitud.’’ Y agrega:
Tenemos la convicción ciega, absoluta y completa, de que
EL PRESIDENTE TRUJILLO QUISO QUE SE CONSTITUYERAN PARTIDOS POLÍTICOS LOS CUALES, EN
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EFECTO, SE CONSTITUYERON Y VIVEN TODAVÍA
PERO SOLAMENTE SOBRE EL PAPEL […].
A nuestro entender –continuaba– el intento más noble, más
sincero y más generoso que ha hecho el presidente Trujillo
para que aquí, en la República Dominicana, se practique la
democracia en su forma clásica fue el llamamiento que dirigió
a los jefes de los partidos políticos que existían en el año 1930
para que se reorganizaran y entraran de nuevo en la lucha política. ¿Por qué esos partidos que están constituidos, pero solamente sobre el papel y que por tal razón no son más que caricaturas de partidos políticos, no actúan ni al parecer actuarán
nunca porque están muertos, y bien muertos? Nosotros no conocemos la respuesta a esa pregunta. No sabemos cómo se frustró tan nobilísimo intento del Jefe del Estado. Se desperdició
una ocasión magnífica para que en nuestro país se practicara
la democracia. ¿Quién la desperdició, cómo y por qué? Sería
muy interesante saberlo. ¿Podría hacerse de nuevo el intento?
¿Se podría reparar el daño que a ese intento se causó cuando
se produjo? Nosotros creemos que sí.
Por ello, aplaudimos desde aquí, hoy, a los señores Gilberto
Fiallo y Rafael Alburquerque Z. B., abogados de esta ciudad,
los cuales se presentaron una mañana en la redacción de este
periódico para que les publicáramos una manifestación en la
cual expresaron su opinión de que era extemporánea e improcedente la invitación para la Asamblea de Profesionales que
tuvo lugar en la Universidad dos días antes. Los licenciados
Gilberto Fiallo y Rafael Alburquerque Z.-B. dieron una prueba
de civismo con su declaración.
El público –que es para quien nosotros escribimos y cuyos intereses tenemos siempre a la vista– sabe ya perfectamente que
nosotros gozamos de completa libertad de expresión. De tanta,
que podemos hoy decir que hace algún tiempo carecíamos de
ella. Y carecíamos de ella por culpa nuestra puesto que no quisimos utilizarla y por causa también de la presión de los funcionarios a los cuales no resulta conveniente en ciertas ocasiones que
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los periódicos ejerzan el derecho indiscutible que tienen a recibir y a publicar toda clase de noticias y comentarios.
[…] Estamos seguros de que todo ciudadano dominicano que quiera comportarse honrada y decentemente podrá hacerlo también, cualesquiera que sean sus convicciones políticas o credo religioso, su sexo o su edad, su raza o
su condición social. Días de gloria inaudita se acercan
para esta patria nuestra, tan maltratada por los siglos de
los siglos y la historia.
El editorialista del diario La Opinión, una vez más, supo echarle mano, con inteligente tacto y destreza, a las argumentaciones más adecuadas para responder, como lo hizo, a su oponente contendor.
En su fuero interno, tanto el Presidente de la Junta Central
Directiva del Partido Dominicano como el Director del diario
La Opinión, sabían a qué atenerse y estaban conscientes de cómo
se vivía en la República Dominicana bajo el despótico régimen
de Rafael Leonidas Trujillo Molina.
El derecho a disentir era un crimen imperdonable que no
se podía tolerar. El hostigamiento de que fue objeto el licenciado Bonilla Atiles lo obligó a refugiarse en una de las embajadas acreditadas en nuestro país. Días después, con la garantía
ofrecida por el embajador, abandonó la sede confiando en que
sería respetado. Aún no había transcurrido una semana, cuando una prima noche, en compañía de su esposa, y en el preciso
momento de adquirir dos billetes en la taquilla del vestíbulo
del teatro Rialto de esta capital, fue agredido brutalmente,
mientras se encontraba de espaldas, por uno de los agentes
pagados al servicio de la máquina represiva del Gobierno. Chorreando sangre abordó un coche junto con su compañera y
minutos más tarde logro ampararse asilándose en la misma
embajada.
La venganza contra el diario La Opinión no tardó en hacerse
sentir a medida que transcurrían los días. Le fueron retirados
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paulatinamente los espacios pagados, a la vez que languidecía
económicamente, a tal punto que tuvo y se vio precisado a suspender su tirada diaria.
En cuanto a los licenciados Gilberto Fiallo y Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, por mucho tiempo –a contar de la publicación de su declaración– estuvieron vigilados por los espías al
servicio del régimen, conocidos con el apelativo de caliés, y
pocos años más tarde condenados y encarcelados en la cárcel
de la Torre del Homenaje de la ciudad de Santo Domingo.
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ESCRITOS SELECTOS
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ara esa tarde del 24 de noviembre estaba señalada la celebración del mitin patrocinado y cuidadosamente organizado por la agrupación Juventud Democrática, integrada en su
conjunto por un numeroso grupo de valientes, no menos decididos y entusiastas jóvenes, en su mayoría, de esta capital, quienes de antemano sabían el riesgo que corrían en sus actividades políticas, sin que esa circunstancia les impidiera proseguir
en tales propósitos: realizar una manifestación pública, permitida tan sólo a los afiliados al único y prepotente partido del
Gobierno: el Partido Dominicano.
Desde las tres de la tarde de ese día, comenzó a afluir cautelosa y discretamente la gente desde varios puntos de la ciudad
en dirección al sitio escogido para la celebración del acto: el
espacio de terreno en donde hace algunos años estuvo ubicado el ‘‘Play’’ del Gimnasio Escolar –de grata recordación– en
Ciudad Nueva, junto al Placer de los Estudios. Desde esa misma hora avanzaban sobre la ciudad capital, como potros desbocados, densos nubarrones amenazando lluvia.
Bien temprano esa tarde, nos dirigimos al hogar del licenciado Gilberto Fiallo, con quien hicimos el compromiso de buscarle para juntos –incluyendo a su mujer– asistir a la manifestación
que tendría lugar en el sitio preseñalado. Tanto Gilberto como
nosotros nos amparamos con nuestros respectivos paraguas.
Cuando llegamos al lugar preindicado, nos situamos cerca
de la tribuna levantada al efecto. La concurrencia era ya bastante numerosa. Las esquinas de las calles contiguas al escenario de la manifestación estaban abarrotadas de público. Entre
los asistentes, a prudente distancia, se encontraban funcionarios de la Embajada de los Estados Unidos de América, así como
los de otros países amigos.
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La tensión del momento no era para menos. Las molestias,
con evidente intención de interrumpir el acto, comenzaron
con anterioridad a su inicio. Uno de los altoparlantes fue arrancado violentamente del poste en donde estaba apuntalado; dos
o tres botes se acercaron a los acantilados de la costa mientras
los ocupantes de los mismos, con la marcada intención de distraer a la concurrencia, se entretenían en prender fuegos de
artificio alternados con disparos de revólveres. Se tomaron varias fotos de los concurrentes. ¿Quiénes eran los perturbadores? Adivinarlo resultaba muy fácil: agentes a sueldo del régimen, capaces de ir más lejos en la encomienda recibida.
Los presentes pudimos percatarnos de que un cinturón de
los más conocidos y avezados esbirros de la maquinaria gubernamental, desde distintos puntos equidistantes, rodeaba al
numeroso público congregado.
Ante una gran expectación, abrió el acto la señorita Josefina
Padilla Deschamps, miembro destacada de la agrupación mencionada.
Desde la tribuna comenzó con la lectura de cables enviados
por agrupaciones afines de Venezuela y otros países, en los cuales
hacían patente sus simpatías y su solidaridad con la Juventud
Democrática Dominicana, prestándole, además, todo su apoyo
moral.
No bien había acabado de darle lectura a uno de dichos mensajes de aliento, empezó a llover de una manera alarmante. A los
pocos minutos, el aguacero era tan torrencial que las formas de
los objetos circundantes, así como las de las personas asistentes al
acto se desvanecían y desdibujaban arropados por una espesa
cortina gris causada por el agua al caer sobre toda la concurrencia, la cual se vio obligada a desbandarse, muy a su pesar, en
busca de alojamiento adecuado en donde guarecerse.
El intento de manifestación murió en su cuna. Siempre,
desde entonces, al evocar ese emocionante episodio, una sensación de temor invade nuestro ser sólo al pensar lo que hubiera ocurrido de haberse desarrollado la anhelada manifestación...
De ahí que el frustrado acontecimiento que hoy relatamos des-
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pués de tantos años, aún perviva diáfano en nuestro pensamiento como si en este preciso instante estuviera realizándose.
Sólo Dios y su divina y misericordiosa grandeza obraron ese
día, en el momento oportuno, el milagro de extender sobre
las cabezas de los concurrentes al acto la cortina salvadora convertida en copioso y nutrido aguacero que dio al traste con el
valiente intento de los entusiastas miembros de Juventud Democrática de expresar sin miedo sus ideas y sus aspiraciones
políticas, evitándoles a ellos y a sus simpatizantes allí congregados quién sabe cuántas vejaciones y cuántos atropellos por los
perros de presa al servicio del tirano y de su despótico régimen, inmersos y confundidos entre los asistentes a la fallida
concentración.
Desecho el acto, cada grupo, chorreando agua, abandonó
el lugar sin protestar, pero conscientes de que algo, muy poca
cosa por cierto, se había hecho.
Tuvimos la suerte de abordar un coche que pasaba, y junto
con Paquito Ureña, a quien invitamos a subir, nos alejamos del
sitio en busca de nuestros respectivos hogares.
Poco tiempo después, corrió como pólvora encendida el
rumor, convertido en realidad posteriormente, de la desaparición de Paquito Ureña. Fue un opositor al régimen objeto de
reiteradas persecuciones que culminaron –como tantas otras–
con el cobarde asesinato que cortó el hilo de su joven vida.
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ESCRITOS SELECTOS
C
orría el año 1947, sin que el cinturón oprobioso de la tiranía aflojara en lo más mínimo su opresivo y sofocante abrazo. Todo lo contrario, cada minuto, cada hora, cada día, se hacía sentir con más fuerza la poderosa influencia bajo la cual los
hijos de esta tierra estaban sometidos a las caprichosas veleidades del tirano, amo y señor de esta porción de isla como de
todos sus habitantes.
Cualquier comentario, por fútil que fuera, dada su simpleza, que orillase las acciones del Gobierno, se hacía en voz baja y
en un tono apenas audible cuando la conversación ocurría
dentro de los ámbitos del hogar, por el temor que suponía ser
oídos y tal vez delatados por el servicio, como en frecuentes
ocasiones había sucedido.
Con desbordada avidez y siempre temerosos de ser sorprendidos, aguardábamos impacientes las horas avanzadas de la noche
para rastrear la radio en busca de alguna estación del exterior
que nos endulzara los oídos siquiera con algunos comentarios
de censura contra Trujillo y su despótico régimen. Cuando la
suerte nos favorecía, entonces pegábamos la oreja a la bocina
del aparato sin que apenas pudiéramos entender las voces de
esperanza que nos llegaban por las ondas jerzianas, y siempre
con el temor de ser descubiertos desde la calle, no obstante las
precauciones tomadas previamente al mantener muy bajo el
volumen del aparato de radio. ¡Con cuánto deleite, noche por
noche, pasadas las once, sintonizábamos presurosos, movidos
por la avidez, las transmisiones de La Habana, las de Venezuela, o las de la vecina isla de Puerto Rico, ansiosos de escuchar
charlas, comentarios, alocuciones y encendidas críticas dirigidas a enjuiciar y condenar a la vez los atropellos cometidos por
la barbarie trujillista! Palabras lanzadas al aire para ser escuchadas por millares de personas de otros lares, libremente y con71
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fiadas, sin el temor de ser reprendidos o ser callados para siempre con alevosa muerte, encubierta ésta con el más sádico y
cínico procedimiento de montar el espectáculo de un desgraciado accidente, como acontecía y era muy corriente entre los
dominicanos sometidos al nefando y truculento régimen.
Treinta y un años hablando en voz baja bastaron para que, una
vez abatida la tiranía, se produjera la reacción contraria –sostenida hasta los días que corren–, manifestada por el tono elevado de
voz que caracteriza al hablante dominicano de estos últimos años.
Se utilizaron también otros recursos no menos censurables
para denostar, maltratar o tratar de destruir moralmente a personas sospechosas o fichadas de ser contrarias al Gobierno o de
no simpatizar con la situación imperante. El Foro Público,
de amarga e ingrata recordación, sirvió de bastión repudiable para poner en entredicho el honor de personas de moral
y conducta irreprochables; asimismo, se llevó ante los tribunales de justicia a individuos mal vistos por los agentes de represión –donde se les acusó de crímenes o delitos fabricados ex
profeso–, duchos y descarados en esa clase de sometimientos.
Varios volúmenes bien nutridos de páginas serían necesarios para relatar, sucintamente, los casos de crímenes y delitos
fabricados por los sicarios del régimen para perjudicar no sólo
a los opositores, sino también a los dueños de bienes o de negocios atrayentes renuentes a venderlos cuando la codicia del sátrapa le echaba el ojo a alguno de ellos y se valía de sus turiferarios para que éstos sirvieran de enlace con el propietario, a
quien coaccionaban reiteradamente obligándolo a consentir
de mala gana, a cambio –como se ha dicho– de un precio evidentemente vil.
También se valían de otros medios elaborados fríamente,
sin que en los mismos obrara la violencia o la coacción
intimidatoria.
Tanto el notario público de los del número del entonces
Distrito de Santo Domingo, don Francisco A. Vicioso como nosotros, fuimos objeto de enjuiciamiento por ante la Suprema
Corte de Justicia, nuestro más alto Tribunal de Justicia.
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Sin hacer más rodeos, ambos fuimos víctimas de los variados
y usuales recursos utilizados por la maquinaria represiva del
régimen cuando quería y necesitaba hacerle daño a alguien.
Una mañana se personó en nuestro estudio de abogado-notario, ubicado en un apartamento de la planta baja de la calle
Hostos esquina General Luperón, el Magistrado Procurador Fiscal de la Segunda Cámara Penal del Juzgado de Primera Instancia del entonces Distrito de Santo Domingo acompañado de un
inspector de Rentas Internas. Nos expresaron tener el especial
encargo de realizar la revisión de los protocolos de los actos públicos instrumentados por nosotros correspondientes a 1946 y
los concernientes a los meses del año vigente (1947).1
Las veces que fueron examinados los protocolos de nuestra
notaría, se concretaba la inspección al examen de los actos
públicos correspondientes al año anterior y a los meses del año
de la visita, para lo que el procurador fiscal partía del último
formulario de descargo dejado por el funcionario judicial encargado de la inspección del año anterior.
Por tanto, nos causó singular extrañeza la visita del Procurador Fiscal de la Segunda Cámara Penal, puesto que a comienzos
del año 1947 el Procurador Fiscal de la Primera Cámara Penal
había cumplido con la obligación de revisar las notarías ubicadas
en la ciudad de Santo Domingo, y en lo que respecta a nosotros
nos dejó el correspondiente formulario de descargo.
Esa mañana, pues, pusimos en manos de ambos funcionarios visitantes tanto el protocolo de los instrumentos notariales
ejecutados por nosotros como los anexos correspondientes.
Después de estar un buen rato hurgando en el primero, apenas hicieron dos o tres anotaciones y se retiraron del despacho
sin dejarnos el obligado formulario de descargo.
1
Anualmente, las notarías eran objeto de inspección por un procurador
fiscal y un inspector de Rentas Internas en cada una de las cabeceras de
provincia en donde tenían su asiento dichas notarías. Pero desde hace
algunos años en lo que al actual Distrito Nacional se refiere, la labor de
investigación e inspección de los protocolos notariales apenas se realiza,
por lo que se incumple así con un requisito tan importante establecido
por la ley.
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Desde un primer momento, la visita de ambos funcionarios
nos hizo sospechar que algo se estaba tramando contra nosotros.
Días después de la visita, la Suprema Corte de Justicia nos
citaba a comparecer por ante ese elevado Tribunal para ser
juzgados en Cámara Disciplinaria por haber violado varios artículos de la Ley del Notariado No. 770, del 8 de noviembre de
1927 y sus modificaciones.
A esa audiencia también fue citado –por algunos hechos
similares a los que se nos imputaban– el señor Francisco A. Vicioso, Panchito, reputado y prestigioso notario público con largos años en el ejercicio de su profesión.
El día fijado para la audiencia, tanto Vicioso como nosotros
comparecimos al despacho o lo que nos pareció ser el despacho del presidente de la Suprema Corte de Justicia, en ese
entonces el licenciado Pedro Troncoso Sánchez, quien estaba
acompañado de los demás magistrados integrantes de ese elevado tribunal: licenciados Moisés García Mella, José Ernesto
García Aybar, Froilán Tavares hijo, Leoncio Ramos, Rafael Castro Rivera, Gustavo Díaz y Juan Tomás Mejía.
La acusación la hacía el magistrado procurador general de
la República, licenciado Mario Abreu Penzo.
Se nos acusó de haber cometido faltas inexcusables en violación de los artículos 17, 22, 26, 44 y 57 de la Ley del Notariado
No. 770, del 8 de noviembre de 1927 y sus modificaciones, tales como palabras tachadas, borraduras, espacios en blanco, etcétera. Además, en lo que respecta a nosotros, el haber usado
la percalina para cubrir el lomo de los protocolos en vez del
material de cuero prescrito por la ley.
Quedamos mudos y sorprendidos ante los cargos que se nos
imputaban, puesto que siempre fuimos cuidadosos en la tarea
esencial de escriturar los actos con la mayor pulcritud y limpieza. Y si por cualquiera circunstancia se nos iba la pluma o el
bolígrafo con trazos inadecuados, rehacíamos la hoja afectada
antes de darle lectura al acto y hacerlo firmar al pie y al margen por las partes requerientes.
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Durante los tres años que ejercimos las funciones de notario, el Procurador Fiscal de la Primera Cámara Penal del Distrito de Santo Domingo, encargado de la inspección anual de los
Protocolos notariales dentro de los límites de su jurisdicción, al
verificar los correspondientes a nosotros, una vez terminada la
verificación, nos dejaba, debidamente firmado por él el formulario de descargo correspondiente, el cual anexábamos al
último acto objeto de verificación. Por eso nos sorprendió sobremanera que se nos endilgara el haber cometido las irregularidades preseñaladas.
Por otra parte, si había una o dos palabras tachadas, hacíamos
la consiguiente salvedad al margen de la foja para cumplir así
con lo dispuesto en la Ley del Notariado, citada anteriormente.
Por eso también nos sorprendió sobremanera la visita del Procurador Fiscal de la Segunda Cámara Penal, cuando ya antes,
durante el mismo año, nos había visitado el Procurador Fiscal de
la Primera Cámara Penal a los fines concernientes a la fiscalización de las notarias del entonces Distrito de Santo Domingo.
Esas peculiares circunstancias bastaban de por sí para determinar con absoluta precisión los móviles verdaderos que sirvieron de base al enjuiciamiento de que fuimos objeto: una persecución política. De nada valdría, pues, esforzarnos en tratar
de demostrarle al más alto Tribunal de Justicia que éramos víctimas de acusaciones injustas o, si se quiere, apartadas de la
verdad. En nuestro fuero interno sabíamos de antemano que
seríamos indefectiblemente condenados.
En cuanto a que utilizábamos la percalina, en vez del material de cuero para cubrir el lomo de los protocolos, es enteramente cierto.
La mayoría de los notarios utilizaban los servicios de competentes encuadernadores de libros experimentados en esa clase
de trabajo. Apenas teníamos tres años de ejercer la notaría y
cuando nos vimos precisados a encuadernar nuestros protocolos, notarios amigos nos recomendaron a un señor de apellido
Carrasquero que desde hacia varios años se encargaba de encuadernarles los suyos. Que sepamos, jamás esos colegas fue-
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ron sancionados por usar la percalina en sus libros, no obstante
ser anualmente fiscalizados por los funcionarios del tren judicial a quienes incumbía esa rutinaria tarea. Por otra parte, la
percalina era de un material adecuado y protector, con apariencia de piel, y en ese año (1947) y los anteriores inmediatos,
los encuadernadores la usaban normalmente en vez del material de cuero (piel), porque el precio de éste había aumentado mucho según fuimos informados.
Transcurrieron varios días y el fallo esperado de la Suprema
Corte de Justicia brillaba por su ausencia.
En el ínterin, nos sorprendió una segunda visita del Magistrado Procurador Fiscal de la Segunda Cámara Penal, esta vez
sin acompañante, quien nos solicitó le mostráramos el protocolo de los actos públicos correspondiente al año 1946. No vacilamos en hacerlo. Después de abrirlo y pasar su vista por algunos
de los folios que contenía, nos expresó su intención de llevárselo, con la promesa de devolvérnoslo a la mayor brevedad posible. Así lo hizo.
Una tarde, con posterioridad a la segunda visita del funcionario precitado, estando en nuestro despacho nos visitó una
señora que a primera vista se notaba preocupada y dominada
por la angustia reflejada en su rostro. Se trataba de la señora
de Rodríguez. Tan pronto como tomó asiento nos dijo:
Ayer comparecí al despacho del Procurador Fiscal de
la Segunda Cámara Penal, previa citación que me hiciera. ¡Imagínese el susto que tenía!, puesto que ignoraba el
motivo de mi comparecencia. Dicho funcionario –prosiguió–
me preguntó si en el acto instrumentado por usted y que
firmamos mi esposo y yo con el objeto de divorciarnos, estaban presentes los testigos que mencionaba el acto. Le contesté que con excepción del notario no había más nadie
presente.2
2
Se refería al acto de convenciones y estipulaciones para fines de divorcio
por mutuo consentimiento que hacía más de un año firmaron dicha señora y su esposo espontánea y voluntariamente ante nosotros.
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Dos días después nos encontramos en la calle El Conde con
el amigo y hermano masón doctor Carlino González Batista,
quien en el curso de la corta conversación que sostuvimos en
esa vía nos dijo que se había tropezado con el ex esposo de la
señora que nos visitara, de paso en la ciudad, a la sazón residente en Santiago de los Caballeros, y éste le manifestó que su
presencia en la capital obedecía al hecho de haber sido requerido por el Procurador Fiscal de la Segunda Cámara Penal, en
cuyo despacho estuvo siendo cuestionado en relación con el
acto que sirviera de fundamento a su divorcio por mutuo consentimiento. ‘‘Creo –le dijo al amigo– que al licenciado Alburquerque le están preparando algo para hacerle daño.’’ Fueron
sus palabras al hermano y amigo Carlino González Batista, según éste nos narró.
El día menos pensado se nos emplazó nuevamente a comparecer por ante la Cámara Disciplinaria de la Suprema Corte
de Justicia.
¿Que motivó pues, el que se nos citara por segunda vez ante la
citada Cámara? La circunstancia de que los artículos 17, 22, 26, 44
y 57 de la antigua y derogada Ley del Notariado, citada anteriormente, SANCIONABAN CON UNA SIMPLE MULTA las faltas
imputadas a los notarios Vicioso y Alburquerque enunciadas precedentemente. Si en verdad habían cometido tales irregularidades, ¿por qué no se les sancionó con esa pena, esto es, la multa?
Sencillamente, porque lo que se perseguía con los sometimientos
de que fueron objeto ambos notarios era inhabilitarlos en el ejercicio de su profesión, cerrarles esa fuente de trabajo.
Ante ese escollo, había que reiniciar la persecución con la
mira puesta en alguna falta, supuesta o real, que por su gravedad conllevara la destitución de ambos notarios.
Por eso en vez de notificarnos el fallo que desde hacía algunos días aguardábamos, generado por la primera audiencia,
nos sorprendió que se nos citara por segunda vez para ser enjuiciados nuevamente ante la Cámara Disciplinaria.
Como en el curso de la primera audiencia fue cuando nos
enteramos de las pretendidas irregularidades que se nos im-
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putaban, ya mencionadas, de antemano sospechábamos qué
cargo se nos haría el día fijado por la Suprema Corte de Justicia para ser juzgados por segunda vez en Cámara Disciplinaria.
Asistimos a esa segunda audiencia y nos causó mucha extrañeza la ausencia del notario Francisco A. Vicioso. ¿Acaso fue
condenado? Lo ignorábamos. Sí sabíamos que los hechos que
le imputaron, similares a los que sirvieron de base a la acusación que se nos hiciera, tales como palabras tachadas, borraduras,
etcétera, eran penados con una simple multa al tenor de los
artículos precitados.
Mientras tanto, tomamos asiento en el extremo de la mesa,
cuya cabecera la ocupaba el Magistrado Presidente de la Suprema Corte de Justicia, y a ambos lados y a todo lo largo de
aquélla los demás magistrados integrantes de ese alto Tribunal
de Justicia.
Como la vez primera, fuimos interrogados por el Magistrado Presidente, quien, como presumimos, basado en el hecho
que conformaba la acusación interpuesta por el magistrado
procurador general de la República, licenciado Mario Abreu
Penzo, de haber instrumentado el Acto de Convenciones y Estipulaciones para los fines del divorcio por mutuo consentimiento de los esposos Rodríguez sin la presencia de los testigos
instrumentales requeridos por la ley.
No lo negamos. Era cierto que en el momento de firmarse el
referido acto por las partes no estaban presentes los testigos,
aunque las firmas de éstos sí figuraban al pie de dicho acto. Nos
tomamos la libertad de preguntarles a los magistrados que nos
escuchaban cuántas veces ellos en su vida privada, al solicitar los
servicios de un notario público comprobaron la ausencia de los
testigos en el preciso momento de suscribir el acto. Recordamos
que uno de los magistrados que nos quedaba más cerca a media
voz le decía al doctor Moisés García Mella, sentado a su lado
derecho: ‘‘Lo que dice Alburquerque es cierto.’’ Esta expresión
se la oímos decir al magistrado Rafael Castro Rivera.
En la mayoría de los casos nos servíamos de un vecino como
testigo, el señor Plácido Acevedo, y también del licenciado
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Gilberto Fiallo Rodríguez, colega y compañero de trabajo. Pero
hubo ocasiones en las que ninguno de los dos estaba disponible, por lo que nos veíamos obligados a prescindir de sus servicios en el preciso momento en que dábamos lectura al acto en
presencia de las partes que lo otorgaban y firmaban. Cuando
esto ocurría, al tiempo de abandonar las partes requirentes el
estudio, nos situábamos en una de las puertas de salida a la calle
en acecho de alguna persona, amiga o conocida, que a nuestra
solicitud consintiera voluntariamente servirnos de testigo, asegurándonos siempre que dicha persona era hábil para llenar esa
función por no ser pariente ni asalariado de las partes.
Eso hacíamos y también lo hacía la mayoría de los notarios
autorizados como una costumbre a todas luces inveterada impuesta por las circunstancias. Era usual que una minoría de
notarios públicos usara como testigos a los corredores que habitualmente hacían de sus oficinas su campo de actividades. Estos corredores no dejaban de tener su relación de negocios
con el notario cuando éste necesitaba colocar dineros con garantía hipotecaria, vender o adquirir bienes inmuebles de sus
clientes, por cuya intervención, para facilitar la operación, el
corredor recibía comisiones o regalías del notario, a la vez que
le servía de testigo ordinariamente o en caso necesario. Nos
parece esta actuación mucho más censurable porque la misma
podría prestarse a complacientes liberalidades.
Ante la nueva acusación que se nos hacía, pudimos, si hubiéramos querido, defendernos legalmente amparándonos con
el alegato de estar investido con la fe pública que la ley otorga
al notario. Bastaba esa afirmación para que, en principio, se
aceptara como válido y enteramente cierto que las personas
utilizadas en calidad de testigos, señaladas en el acto, estaban
presentes en el momento en que las partes requirentes estamparon sus firmas al pie del mismo. Pero de haber utilizado este
medio en nuestra defensa, estaríamos brindándoles a los autores de la persecución de que éramos objeto el camino libre
para valerse de otros medios más enojosos e irritantes, ¡quién
sabe!, para sacarle provecho a la declaración de los esposos
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Rodríguez, a quienes utilizarían, coaccionándolos, para que se
inscribieran en falsedad contra el notario Alburquerque. No
queríamos crearles molestias ni zozobras a los señores Rodríguez.
Ambos confiaron en nosotros cuando determinaron romper el
lazo matrimonial que los unía. Por tanto, los responsables de lo
acontecido éramos nosotros, y por obligación debíamos –como
lo hicimos en la audiencia– decir la verdad, a sabiendas de que
seríamos condenados indefectiblemente.
Cedida la palabra al Magistrado Procurador General de la
República, este funcionario hizo galas de los términos más severos en su ampuloso dictamen, el cual concluyó solicitando
fuéramos destituidos como notario público de los del número
del Distrito de Santo Domingo.
A seguidas dicho funcionario hizo alusión al contenido de
su comunicación No. 8810, de fecha 17 de septiembre de 1947,
dirigida al Presidente de la Suprema Corte de Justicia, mediante la cual solicitaba el sobreseimiento de la causa incoada
contra el notario público Francisco A. Vicioso, tomando en consideración que
los mismos hechos cometidos por éste, y que dieron lugar a
la formación del expediente que sirvió de base al sometimiento a la acción disciplinaria de esta honorable Corte,
fueron agravados por maniobras fraudulentas del referido notario y ha dado lugar a una acción pública ante los
tribunales ordinarios, bajo la acusación del crimen de falsedad en escritura pública.
Panchito Vicioso fue encarcelado víctima de la más descarada y grosera patraña.
La sentencia no se hizo esperar. Al tiempo de sernos notificada fue publicada en la primera plana del diario La Nación
(periódico del Gobierno), precedida la información de un título compuesto con letras de molde de gran tamaño:
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DESTITUIDO POR FALTAS GRAVES EL LIC. RAFAEL
ALBURQUERQUE ZAYAS-BAZÁN.
La Suprema Corte de Justicia, actuando en Cámara Disciplinaria, ha rendido sentencia en fecha 29 de septiembre último, en
virtud de la cual se declara que el Notario Público del Distrito de
Santo Domingo, licenciado Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, ha
cometido falta grave en el ejercicio de sus funciones y pronuncia
en consecuencia la destitución de dicho Notario Público.
Dicha sanción le fue impuesta al licenciado Rafael Alburquerque Z.-B., de conformidad con el artículo 5 de la Ley del
Notariado, en virtud del sometimiento que se le formuló a causa de graves irregularidades cometidas en el ejercicio de sus
funciones de Notario, y que dieron lugar a la formación del
expediente correspondiente, irregularidades que fueron comprobadas en el curso de la inspección periódica que a las oficinas realiza el Magistrado Procurador Fiscal del Distrito Judicial
quien en la especie estuvo acompañado de autoridades del
servicio de inspección del Departamento de Rentas Internas.
El Hon. Presidente Trujillo deroga el Decreto No. 2515.
Queda cancelado el exequátur que se otorgó como Notario
Público al licenciado Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, a causa de la destitución pronunciada al respecto por la Suprema
Corte de Justicia.3
RAFAEL LEONIDAS TRUJILLO MOLINA,
Presidente de la República Dominicana.
Número: 4634
CONSIDERANDO: Que la Suprema Corte de Justicia por
sentencia del 29 de septiembre del año en curso ha pronunciado la destitución del Notario Público de los del número del
3
Título y subtítulo de la publicación insertada en el diario La Nación de
comienzos de octubre de 1947.
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Distrito de Santo Domingo, licenciado Rafael Alburquerque
Zayas-Bazán, por haber cometido faltas graves en el ejercicio
de sus funciones, y que en el dispositivo de la mencionada sentencia se recomienda al Poder Ejecutivo la privación del exequátur del Notario destituido;
CONSIDERANDO: Que el otorgamiento y la posesión del
exequátur para el ejercicio de la profesión de Notario Público
están condicionados a la efectividad del nombramiento de la
Suprema Corte de Justicia, según resulta del artículo 2, Párrafo único, de la Ley No. III, del 3 de noviembre de 1942, sobre
exequátur de profesionales;
DECRETO
ÚNICO. Queda derogado el Decreto No. 2515, del 12 de
Marzo de 1945, publicado en la Gaceta Oficial No. 6226, que
otorgó exequátur como Notario Público al licenciado Rafael
Alburquerque Zayas-Bazán.
DADO en Ciudad Trujillo, Distrito de Santo Domingo, Capital de la República Dominicana, a los cuatro días del mes de
octubre del año mil novecientos cuarenta y siete, años 104 de la
Independencia, 85 de la Restauración y 18 de la Era de Trujillo.
Que sepamos, Panchito Vicioso ni fue juzgado y menos condenado por el tribunal ordinario amparado con la querella interpuesta contra él. Sabíamos que como miles de dominicanos
no simpatizaba con el régimen de Gobierno imperante desde
hacía tantos años; se cuidaba de exteriorizar su manera de pensar y actuaba dentro de los límites impuéstosle por la más exigente prudencia. Oficiosamente se decía que la persecución en
su contra obedecía al hecho de tener un hijo en el extranjero
involucrado en actividades revolucionarias destinadas al derrocamiento del gobierno de Trujillo. A falta de perseguir y castigar
al hijo, lo hacían con el padre. Gracias a una familia influyente
dominicana, Panchito Vicioso fue excarcelado días después y
embarcado con rumbo a los Estados Unidos de América.
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Lo narrado aquí pone de manifiesto y deja muy en claro que
tanto Vicioso como Alburquerque, como se ha dicho antes, fueron objeto de una persecución política puesta en movimiento
por los medios de represión del oprobioso régimen cuando precisaba hacerle daño a alguien. Los propios magistrados del más
alto Tribunal de la República, amparados con los expedientes
acusatorios contra dichos profesionales, NO IGNORABAN, estamos seguros, que el sometimiento de éstos ante la Cámara Disciplinaria se fundaba, como causa prima y real, en una persecución de naturaleza intrínsecamente política.
En comunicación del 3 de junio de 1966, elevada al doctor
Héctor García Godoy, presidente provisional de la República,
le expusimos:
[…] Habiendo sido rehabilitados por la Suprema Corte de Justicia en las funciones de Notario Público de los del
número de este Distrito Nacional, en mérito y al amparo
de la Ley No. 5642, de fecha 27 de septiembre de 1961,
que declaró la amnistía respecto de los hechos que
entrañaron la suspensión en el ejercicio profesional o la
cancelación o suspensión del exequátur, solicita por este
medio del Poder Ejecutivo a vuestro elevado cargo, la expedición del EXEQUÁTUR DE LEY correspondiente para
poder ejercer dicha función. De conformidad con el artículo 4 de la mencionada Ley (G.O. No. 8609), los ‘‘Exequátur serán expedidos sin más formalidad ni requisito’’;
una instancia dirigida al Poder Ejecutivo, la cual, al igual
que el exequátur, estará libre de todo impuesto, derecho o
recargo. Con la presente me permito anexaros una copia
fotostática del nombramiento [...].
En comunicación No. 5300, del 20 de junio de 1966, el doctor Gustavo E. Gómez Ceara, procurador general de la República, nos contesta:
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Licenciado: para su conocimiento y fines que puedan
interesarle, pláceme comunicarle que el Poder Ejecutivo,
por Decreto No. 1409 del 14 de junio de 1966, le ha concedido el exequátur que lo autoriza para que usted pueda
ejercer la Notaría en el Distrito Nacional. Cúmpleme, asimismo, remitirle anexo una tarjeta para que tenga a bien
llenarla y devolverla a esta Procuraduría General.
Durante los amargos días experimentados por nosotros,
encontramos siempre el calor y el sincero afecto de los amigos
y no pocos conocidos quienes, unos de lejos, y otros, los más
íntimos y cercanos, exteriorizaban con una franca sonrisa o con
leves pero elocuentes ademanes su leal apoyo, su solidaridad y
su simpatía por nosotros.
Coincidiendo con el titular del periódico, en el cual se nos
enrostraba el haber sido destituidos por causas graves cometidas en el ejercicio de la notaría, la Respetable Logia Cuna de
América No. 2, nuestra Madre Logia, nos dio un voto de desagravio en boca de los miembros presentes en una de sus tenidas ordinarias celebradas en esos aciagos días, movida a ello
por el fraternal cariño a uno de sus hermanos perseguidos,
acción ésta que perdurará en nuestro recuerdo mientras el
Gran Arquitecto del Universo nos mantenga con vida.
Finalmente, no queremos cerrar este capítulo, sin dejar de
hacer patente nuestro reconocimiento imperecedero a Domingo Ben (Q.D.T.G.), quien al enterarse por la prensa diaria de
la destitución de que habíamos sido objeto, no vaciló en visitarnos en nuestra oficina y darnos un abrazo muy efusivo y sincero. Terminando éste, depositó en nuestras manos un fajo de
billetes que extrajo de uno de sus bolsillos, al tiempo de decirnos: ‘‘Toma Chichí, esto es para ti.’’ Emocionados, declinamos
el desinteresado ofrecimiento de un chino amigo, jovial, generoso y leal, dotado de inapreciables virtudes que lo hicieron
acreedor del aprecio y el respeto de todos cuantos se honraron
–como nosotros– de su sana e invariable amistad.
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ESCRITOS SELECTOS
A
belardo Acevedo era muy conocido por las personas que a
diario, transitaban por la concurrida calle de El Conde,
nervio comercial de la ciudad de Santo Domingo. Su figura se
hacia notar por sobresalir de entre los demás transeúntes habituales de la popular arteria dominicana por su forma de caminar: lenta y acompasada; por la impresión que causaba su presencia: pulcra y aseada; por arropar su cuerpo con trajes
habitualmente estirados por la plancha y a su entera medida.
No dejaba de usar el saco y la corbata, y cubría su cabeza con el
sombrero adecuado a la temporada: de pajilla, en el verano;
de fieltro, en la temporada de invierno. Era locuaz y simpático,
decente y educado en su trato con la gente; afectuoso con las
personas a quienes consideraba sus amigos o conocidos de
muchos años. No era un profesional ni se le conocía oficio alguno. Sin embargo, en los aciagos y tormentosos años del
trujillato resolvía sus problemas económicos y las perentorias
necesidades de su familia con el producto de las escasas comisiones derivadas de las distintas operaciones resultantes de la
venta o la adquisición de inmuebles, en las cuales él fungía de
experto corredor al concertar el negocio entre su cliente y el
notario público que habría de instrumentar el acto. Mantenía
buenas y provechosas relaciones de amistad, y en su trato afable, cordial y espontáneo era recompensado, en igual medida,
por todos aquéllos cuyo trato personal cultivaron gratamente y
se honraron con su sana y generosa amistad.
Abelardo Acevedo, como tantos otros dominicanos, no simpatizaba con el régimen despótico de Trujillo. Por su manera
de hablar, comedida y dentro del marco de lo prudente, dejaba entrever, en el limitado círculo de sus amigos, su modo de
pensar en relación con la etapa política que vivía el pueblo
dominicano, de sobra sometido a la férrea voluntad del tirano,
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pero cuidándose siempre de no incurrir en afirmaciones ostensiblemente tajantes que pusieran de manifiesto su vertical
posición de antitrujillista consumado.
Una de las virtudes que lo destacaban y hacían acreedor del
respeto de las demás personas con las cuales mantenía relaciones de amistad era la lealtad.
Él y el licenciado Ricardo Roques Martínez, prestigioso abogado de la capital, eran amigos íntimos, inseparables, además.
Siempre se les veía juntos por El Conde o en una de las cafeterías de esa arteria capitaleña.
Desde el inicio del nuevo Gobierno, ya el licenciado Roques
Martínez colaboraba en el mismo desempeñando una función
de escasa o ninguna relevancia. Posteriormente se desligó de
su condición de burócrata que había mantenido hasta entonces y se dedicaba en su faena diaria al ejercicio de su profesión
de abogado para lograr con ello independizarse.
Nunca supimos a qué actividades políticas se dedicaba el
licenciado Roques Martínez, ni oímos decir que había abrazado la corriente contraria elegida por los desafectos u oposicionistas del Gobierno. Lo cierto es que una mañana la prensa
diaria nos sorprendió, como debió sorprender a los lectores de
la capital, con la destacada noticia de que el licenciado Ricardo
Roques Martínez había sido sometido a la justicia por haber
abusado y violado a una joven clienta suya. Nadie creyó la mendaz acusación. Ricardo era objeto de una de las tantas patrañas, de las groseras calumnias utilizadas por los personeros del
despótico régimen cuando querían hundir a alguien en el
descrédito por el solo hecho de considerársele desafecto al
Gobierno. Se puso en movimiento la persecución para detenerle y encarcelarle sin resultado positivo alguno. Las pesquisas encaminadas al objetivo de su captura fracasaron rotundamente, no obstante el despliegue de los recursos puestos en
movimiento por los agentes encargados de esa misión.
Ricardo Roques Martínez anduvo a tiempo, al percatarse
desde el principio de la trama que se había hilado contra él
con la finalidad de hacerle daño. Le dio tiempo a resguardarse
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ocultándose en lugar seguro para evitar así el ser apresado por
sus perseguidores.
Días después corrió la noticia de que Roques Martínez había logrado salir del país con destino a los Estados Unidos de
América. ¿De qué medios se valió para burlar los estrictos y
confiables controles puestos en práctica por la maquinaria represiva del ominoso régimen? De saberse, sus más cercanos y
confiables familiares debieron guardar celosamente el secreto
de su arriesgada escapada…
¿Lo sabría acaso también Abelardo Acevedo, su bueno y leal
amigo? Si lo supo, sólo la tumba en donde yacen hoy sus venerables cenizas guarda el secreto de esa obligada aventura…
Pocos años después de lo narrado anteriormente, y cuando
ya se creía olvidado el caso concebido y madurado fríamente
por el autor o los autores de la repudiable trama, fue apresado
y encarcelado en la Fortaleza Ozama Abelardo Acevedo. Los
rumores que corrieron en relación con su detención la vinculaban a su amistad con el licenciado Roques Martínez. No dejaban de ser lógicos y, por ende, creíbles y fundados, si se toma
en consideración el hecho incontestable de que a ellos dos les
unía una estrecha y fraternal amistad, puesta de manifiesto,
además, por la circunstancia de estar siempre juntos en los sitios más frecuentados de la capital: calles o restaurantes.
Eso lo sabían sus perseguidores, todavía, quizás, dolidos por
habérseles escapado en sus propias narices una de sus víctimas.
Por eso se volvieron y ensañaron inmisericordemente contra
Abelardo Acevedo, a quien tratarían de torturar para arrancarle la confesión que tanto escozor y molestia les producía: el
haber fracasado en sus medios persecutorios dirigidos directamente a la detención y encarcelamiento de su amigo Ricardo
Roques Martínez.
Por muchos días se tenían y se daban por ciertos y razonables los rumores y los comentarios que corrían y se hacían en
torno al abuso que se cometía contra un ciudadano pacífico,
habituado a enmarcar sus actividades públicas y privadas dentro de los cánones legales.
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No contamos con información inobjetable del tiempo que
pasó encerrado en la Fortaleza Ozama, ni si había sido juzgado;
como tampoco del resultado de la causa motivada por la querella formulada contra él. ¿Fue juzgado por el Tribunal amparado de la querella? Lo dudamos. De haberlo sido, no habrían
faltado testigos que hubieran dado testimonio de lo ocurrido
en el proceso.
Obtuvimos noticias de Abelardo casualmente, cierto día en
el que nos unimos a un reducido grupo de hermanos de la
Benemérita y Respetable Logia La Fe No. 7 del Oriente de
Santo Domingo, entidad masónica a la cual él pertenecía, en
el preciso momento en que uno de dichos hermanos se refería
al hermano en desgracia en términos evidentemente desalentadores y preocupantes. Por el grupo supimos que de la Fortaleza Ozama al hermano Abelardo Acevedo lo habían trasladado al Hospital Padre Billini en un estado sumamente delicado,
aquejado de serios quebrantos de salud que lo afectaban y lo
ponían al borde de la muerte. Habían recolectado una apreciable suma de dinero para contribuir a cualquiera urgencia
inesperada que se presentara, como cabría suponer ante la triste
situación en la que se hallaba el hermano. Pero el problema
consistía en cómo hacérselo llegar… Nos brindamos gustosos
para ser portadores del producto recolectado y de hacerlo llegar a manos del hermano Abelardo Acevedo. Al día siguiente,
en la tarde, nos encaminamos en dirección al Hospital Padre
Billini. Una vez allí, subimos por su amplia escalera a la segunda planta de dicho centro médico. Anduvimos y recorrimos
unos metros de su ancho y cómodo pasillo, hacia el norte, y,
súbitamente, fijamos la vista en una de las habitaciones destinadas a los pacientes, la cual estaba custodiada por un agente de
la Policía Nacional. Sin pensarlo dos veces, dirigimos nuestros
pasos en esa dirección y, resueltamente, sin detenernos y sin
mirar al custodio, atravesamos el espacio de la puerta. Muy pronto estuvimos dentro de la habitación. Cerca de la puerta de
entrada estaba acostado en una cama un hombre con ambas
piernas enyesadas, y junto a los ventanales que dan a la calle
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Santomé, yacía en otra cama Abelardo Acevedo. La expresión
de su rostro nos produjo honda tristeza; aparentaba haber sufrido mucho. Al encorvarnos para saludarle no pudo contener
el llanto, al tiempo que, con voz apenas audible, nos dijo: Mira
cómo me han puesto!, levantándose la sábana que cubría su
cuerpo, enteramente desnudo. La impresión que nos causó,
todavía hoy, al recordar esa triste e inolvidable experiencia, nos
produce honda pena: el vientre de Abelardo, en grado sumo
abultado; sus testículos, amoratados y visiblemente inflamados.
No pudimos articular palabra alguna, trabada la lengua e impedidos de vocear con todas nuestras fuerzas en qué forma los
esbirros a sueldo de Trujillo se habían ensañado contra un hombre pacífico e indefenso, digno de respeto, utilizando contra
él las más reprobables e inhumanas torturas.
Al tiempo de cubrir su estropeada anatomía, Abelardo
Acevedo, haciendo un esfuerzo, nos dijo: Fulano es peor que
Mengano!1
Aprovechamos un momento en el cual dejó de hablar para
transmitirle el sentir de sus hermanos de logia, interesados por
conocer su estado de salud, al tiempo que depositamos en
manos de su señora, presente junto a nosotros, el donativo que
con tanto sentimiento y fraternal cariño le enviaban aquellos
hermanos por nuestro intermedio.
No transcurrió una semana cuando se autorizó a la compañera de Abelardo retirarlo del hospital y llevárselo a su hogar,
ubicado éste, en un apartamento de la planta baja de la casa
que fuera propiedad de un señor apellidado Quezada, en la
calle Espaillat esquina El Conde de la ciudad capital.
Abelardo Acevedo en vez de mejorar empeoró de tal manera
que si un día amanecía precariamente con vida, no abrigaban
esperanzas de que rebasara la tarde. Sus días estaban contados.
Un domingo en horas de la tarde, los fanáticos de los equipos de pelota Licey y Escogido abarrotaban las graderías del
Play de la Normal de varones, en donde se jugaba el último
1
Se refería a dos altos generales ya muertos, por eso preferimos callar sus
verdaderos nombres.
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encuentro de la serie para determinar cuál de esos populares
conjuntos se coronara campeón del año. Esa tarde, las últimas
palabras de Abelardo Acevedo (fanático liceísta) fueron para
preguntar cómo iba el juego, en el preciso momento que el
poderoso y encendido bate de Alonzo Perry, con un tremendo
estacazo, enviaba la bola sobre la cerca del terreno para darle
el triunfo al Licey, y convertirlo en indiscutible campeón de la
justa, y contribuir, además, a proporcionarle un fugaz momento de satisfacción y alegría a un seguidor de la enseña azul que
minutos después entregaba agradecido su alma a Dios.
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ESCRITOS SELECTOS
D
iscurría el mes de febrero y ostentaba la primera magistratura de la nación el general Héctor Bienvenido Trujillo
Molina, hermano menor del tirano. Elección dispuesta por voluntad expresa y autoritaria del Jefe Único, e impuesta al electorado nacional por el único y todopoderoso Partido Dominicano, en una de las tantas farsas comiciales a que estaba
acostumbrado, desde hacía muchos años, el pueblo dominicano.
El lunes 25 del mes precitado, como los demás días laborables de la semana, desde muy temprano asistimos a nuestra
oficina de abogado, situada en ese entonces en un apartamento de la calle General Luperón, ubicada, para ser más exactos,
en la planta baja de la casa marcada con el número 1, propiedad de la familia Nadal,1 donde también laboraba el licenciado
Gilberto Fiallo Rodríguez, quien en su condición de inquilino
principal se vio precisado –junto con nosotros– a desalojar el
antiguo bufete que por años mantuvimos en un apartamento
de la planta baja de la calle Hostos esquina General Luperón
de la ciudad de Santo Domingo, a causa de una demanda verbal de desalojo arbitraria y abusiva del prepotente funcionario
Anselmo Paulino, y desde hacía tres meses aproximadamente
permanecía encarcelado en la Fortaleza Ozama, conjuntamente
con su hermano, el licenciado Antinoe Fiallo, acusados y sentenciados injustamente por delitos expresamente fabricados para
causarles daño por su condición de opositores del régimen.
Lejos estábamos de pensar que esa misma mañana del lunes
25, recién llegados al bufete seríamos detenidos por un capitán de la policía de apellido Castain, quien nos comunicó la
orden recibida de conducirnos al Palacio de la Policía Nacional.
Antes de abandonar la oficina entregamos las llaves al mensajero
1
Precisamente donde anteriormente, en 1936, tuvimos el incidente con el
mayor J. Arismendy Trujillo.
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con instrucciones de entregárselas a nuestra señora y darle
cuenta de lo sucedido. Abordamos el jeep del capitán ajenos a
lo que nos esperaba y minutos después llegamos al recinto policial ubicado en la calle Leopoldo Navarro de la ciudad de
Santo Domingo. Sin ser interrogados se nos encerró en una
celda maloliente y subterránea situada junto al lindero oeste
del patio central del prenombrado Palacio. La celda en cuestión, muy oscura por cierto, con apenas un ventanillo estrecho,
rectangular y justamente al nivel superior del área del patio
central, nos permitía observar el trajín de los numerosos agentes policiales que en todas direcciones cruzaban de un lado a
otro el espacio cuadrado de dicho recinto.
Después de estar por más de cuatro horas sentados sobre un
piso que se mantenía frío por la humedad provocada por el
agua escapada de un inodoro situado a unos pasos de donde
nos hallábamos, de pronto, y a eso de la una de la tarde según
nuestra apreciación, dos agentes de la Institución abrieron la
puerta de barrotes de hierro de la celda, y sin mediar palabra
alguna uno de ellos nos hizo señas para que saliéramos de ella.
Recorrimos un pasillo estrecho hasta llegar a una habitación
en donde había una mesa y sobre ésta un libro. Otro agente
sentado junto a la mesa abrió el libro, nos preguntó el nombre,
y seguido nos dio lo que nos pareció una pluma para que estampáramos nuestra firma sobre una raya que cubría parte de
la hoja. Terminada la operación, subimos por la misma escalera
que cinco horas antes abordamos para descender hasta la celda en la cual pasamos toda la mañana. Al salir a la superficie,
una guagua celular nos esperaba. Ya en ella y custodiados por
varios agentes, el vehículo arrancó, se puso en movimiento y
salió segundos después por el portón norte que da a la avenida
Francia. ¿Adónde nos llevaban? Lo ignorábamos. Nada sabíamos. Ni siquiera se nos dijo el porqué de nuestra detención.
Minutos después de recorrer varias calles y de adentrarse en la
zona hoy conocida como colonial, la guagua traspuso la puerta
de entrada a la Fortaleza Ozama. Se detuvo, y junto a ella, en
un lado de la misma, alcanzamos a ver a Marcelo, nuestro her-
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mano, quien al enterarse de la detención de que éramos objeto comenzó, sin ninguna esperanza, a averiguar la causa de la
misma. Se acercó a nosotros junto con el oficial con quien conversaba. Aprovechamos el limitado momento de que disponíamos para informarle que ignorábamos los motivos de nuestra
prisión, a la vez que le pedimos les comunicará tanto a nuestra
madre como a nuestra esposa que no se preocuparan. Al retirarse Marcelo, el vehículo se puso en movimiento en dirección
a la base de la torre, junto a la cual se encontraba la oficina del
alcaide de la cárcel, de apellido García, teniente del ejército.
Desde las dos hasta las seis de la tarde de ese día estuvimos sentados en una silla de la citada oficina. Tampoco allí pudimos conocer la causa de nuestro encierro, a todas luces arbitrario.
Comenzaba la tarde a caer, cuando fuimos entregados a un
sargento de apellido Borques, quien con gesto adusto y cara de
pocos amigos nos señalaba los sitios por donde teníamos que
pasar, hasta alcanzar una escalera estrecha que nos condujo a
una segunda planta y a una galería amplia que recorrimos
longitudinalmente hasta que el sargento nos dijo: ‘‘Usted se
queda ahí’’, al tiempo que nos señalaba una puerta que atravesamos en el acto. Se trataba de un salón largo (cuadrilongo),
ocupado por unos veinte o veinticinco reclusos, cada uno usuario del espacio vital integrado por una camita de las que el
vulgo ha dado en llamar ‘‘colombina’’. Todas tenían sus dueños temporales. Por dos noches consecutivas tuvimos que conformarnos con dormir sobre las frías losas del piso ubicadas al
pie y entre dos de las mencionadas camitas.
El 27 de febrero, aniversario de nuestra Independencia,
fueron muy pocos los presos que se beneficiaron con el indulto
de sus penas. El 28 en la mañana, el encargado de la celda, un
preso común, nos asignó una de las colombinas dejadas vacantes por uno de los presos indultados la víspera. En la noche,
pudimos dormir mejor en la Enfermería, nombre con el que
se designaba al salón rectangular en donde nos hallábamos, el
que también se usaba para atender a los reclusos enfermos o
accidentados.
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El domingo siguiente, día fijado para visita de los familiares y
amigos de los presos comunes, tuvimos la grata sorpresa –emoción
que apenas podíamos contener– de recibir a nuestra esposa, la
cual pudo colarse al recinto carcelario sin ser cuestionada por
los militares encargados de la custodia y vigilancia de la puerta
de entrada a la Fortaleza con frente a la calle Colón, hoy Las
Damas.
Era norma habitual que a los presos denominados políticos
no se les permitiera recibir visitas antes de ser juzgados y condenados. Por Merceditas supimos que al día siguiente, lunes,
seríamos juzgados en la Primera Cámara Penal del Juzgado de
Primera Instancia del Distrito Judicial de Santo Domingo, presidida por el magistrado doctor Manuel Bergés Chupani.
Efectivamente, el lunes bien temprano, en un jeep ocupado también por cuatro presos comunes, fuimos trasladados al
Palacio de Justicia de Ciudad Nueva. Apenas eran las ocho de
la mañana cuando entramos a la Sala de Audiencia y ocupamos
el banquillo de los acusados. La Sala estaba desierta, con excepción de una persona: nuestra mujer. Diez minutos después
hicieron su entrada y ocuparon sus respectivos asientos en los
estrados el magistrado presidente y el magistrado procurador
fiscal de dicha Cámara, doctor Juan Tomás Mejía Feliz.2
La acusación, llevada al cabo por el Magistrado Procurador
Fiscal, se basó en el testimonio ruin y mendaz de un testigo (sin
cédula), visiblemente asustado y ojerizo, con palabras apenas
audibles, que nos acusó de habernos oído decirle a una persona en una esquina de la calle El Conde con Hostos que la sentencia mediante la cual se condenó a los hermanos Fiallo
Rodríguez fue dictada por un ‘‘juez muñeco’’. Se trataba de
un testimonio prefabricado para hacernos daños. Protestamos
de la vil y deleznable acusación que se nos hacía, pues nunca,
que recordáramos, nos habíamos detenido a conversar en la
esquina mencionada por el testigo de marras. En vez de aborrecerlo y sentir asco por este retazo de hombre, al correr del
2
Hora inusual, puesto que las audiencias penales siempre han comenzado
mucho después de las nueve de la mañana.
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tiempo y evocar su figura: baja estatura, blanco, delgado, endeble, enjuto de hombros, mirada temerosa y huidiza, que daba
la impresión de irse pronto después de darle cumplimiento a
la orden impuéstale por sus amos, nos produjo su imagen un
sentimiento de sincera conmiseración y honda pena.
Minutos después se nos condenó a seis meses de cárcel y
$RD50.00 pesos de multa, por haber cometido el delito de difamación e injurias contra el Magistrado Presidente que meses
antes había condenado a dos años de prisión a los hermanos
Fiallo Rodríguez. Magistrado que no era otro que el mismo
que nos había condenado.
Terminada la audiencia, a todo vapor, le expresamos a nuestra acongojada esposa el deseo de pagar la multa para no tener
nada pendiente el día que se cumpliera la pena impuesta por
la sentencia, pues no valía la pena apelar el fallo aludido, ya
que, por la forma como se montó el espectáculo, no se necesitaba hacer esfuerzo alguno para convencer al más incrédulo
de que se trataba de una persecución política.
***
Pedro Arias, un preso común, condenado por haber estropeado inintencionalmente con su vehículo de motor a un
menor que imprudentemente se interpuso en su camino, tenía a su cargo la misión de velar por el mantenimiento del
orden en el salón-enfermería, a la vez que fungía de practicante para atender a los reclusos enfermos que acudían a él en
busca de la medicina apropiada para curar las dolencias que
padecían: aspirina, para dolores de cabeza; catarros, aceite de
tiburón; trastornos intestinales, con fármacos prescriptos para
tales enfermedades. Además, si había necesidad de poner inyecciones, él se encargaba de esa tarea. Hombre bondadoso,
cortés y servicial, se hacía respetar de los demás presos, entre
los cuales habían algunos con caracteres irritables y propensos
a la violencia por ‘‘quítame una pajita’’. A medida que pasaban
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los días, entablamos una sincera amistad, de tal manera que
luego de haber cumplido su condena meses después de nuestra excarcelación, nos pidió que apadrináramos sus bodas, lo
que de buena gana y gustosamente hicimos.
***
Diariamente, al atardecer, ordenaban a los reclusos formar
filas en el patiecillo interior del recinto carcelario. Mientras
sonaba el clarín, militares, custodios y presos, firmes y en atención, formaban parte del espectáculo diario de presenciar y
estar presentes en el preciso momento en que la enseña tricolor,
símbolo de la Patria, era arriada y recogida lentamente. Terminada la ceremonia, todavía en rigurosa formación, todo exclamaban en voz alta: ‘‘¡Viva Trujillo!’’ ‘‘¡Viva Mamá Julia!’’ Menos, los hermanos Fiallo Rodríguez y el autor de estos episodios,
que permaneciamos con la boca cerrada, expuestos en más de
una ocasión a ser denunciados por algún desalmado chivato,
tan comunes en esta clase de establecimientos, pronto al acecho del momento propicio para allegar méritos con su cobarde delación ante sus superiores.
***
Al día siguiente de un domingo en el que fuimos visitados
por familiares y amigos, comenzando la mañana se acercó a
nosotros el sargento Borques con la orden de recoger las
escasísimas prendas de vestir que nos permitían y le siguiéramos. Así lo hicimos, sin salir aún de la sorpresa que sus palabras, dichas en un tono muy seco y terminante, nos habían causado. Salimos de la enfermería, y dentro ya del área de la maciza
estructura que configura la Torre del Homenaje, el sargento
Borques, que nos precedía, se detuvo, al tiempo de señalarnos
la amplia abertura de una puerta diciéndonos: ‘‘Entre ahí y no
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salga de ese cuarto’’, y se retiró al terminar de transmitirnos sus
instrucciones. Se trataba de una habitación de muros muy gruesos con un ventanal abierto en el extremo sur y enrejado con
sólidos barrotes de hierro. A ambos lados de la habitación y
junto a las paredes orientadas de Norte a Sur, sendos camastros
de madera se repetían hasta llegar cerca de la bóveda. Dicha
celda la ocupaban dos presos: los hermanos Fiallo Rodríguez.
Al preguntarnos uno de ellos la causa por la cual nos hablan
llevado allí, le contestamos no conocerla. Desde ese momento
compartimos con ellos la celda desde la cual se contemplaba el
famoso ‘‘Aguacatito’’, árbol al pie del cual en años y gobiernos
anteriores se fusilaba a los presos políticos.
El cambio nos convino. Éramos los únicos ocupantes del espacio que nos servía de celda. Con excepción de sus usuarios,
ninguno de los presos comunes se atrevía a entrar en ella. El
hecho de considerársenos presos políticos era suficiente y bastaba para mantenerlos lejos de nosotros. Además, tenían órdenes de ponerse de espaldas cuando se cruzaban con nosotros.
Ocupamos un camastro a ras del piso cercano al ventanal y
disfrutamos muchas veces de las frescas brisas que en la prima
noche se colaban por el mismo al través de su fuerte enrejado.
Los días se sucedían monótonamente, sin cambio alguno. La
angustia que en muchas ocasiones nos causaba el estar separados de nuestra familia la atenuábamos, cuando era posible, con
la lectura de libros y revistas que a los hermanos Fiallo les llevaban sus esposas –debidamente autorizadas– los jueves de cada
semana. En el camastro que nos servía de lecho pasamos varios
días entretenidos con la lectura de la biografía de esa gran
mujer, fuerte de espíritu, con una enorme vocación de sacrificio que adornaban a Marie Sklodowska (Madame Curie), magistralmente descrita por su hija Eva. Muchas veces se nos aguaron los ojos al adentrarnos en el conocimiento de los
pormenores de su heroica y productiva actividad científica,
abonada con una gran dosis de paciencia y humildad.
En no pocas ocasiones fijábamos la vista en una especie de
hoja de calendario con los números de los días (del 1 al 31)
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burdamente dibujados con tiza debajo de la tabla del camastro
que nos servía de lecho. Del 1 al 17 estaban rayados. Eso nos hizo
pensar que el preso ocupante del camastro, ahora usado por
nosotros, dominado por la ansiedad de recuperar su libertad,
encontraba cierta conformidad al tachar los días que iba dejando atrás restándolos de los que aún le faltaban por cumplir. Nosotros, en cambio, adoptamos el sistema de contar por semanas
el tiempo que nos faltaba para salir de la cárcel. En ocasiones,
ansiosos y torturados por hacer correr las semanas, éstas nos producían la sensación de ser muy largas, lo que no dejaba de causarnos, como es dable suponer, inquietante angustia.
***
Una tarde entraron en la celda a un señor mayor, blanco, de
estatura mediana, en los linderos de la ancianidad. Todo su físico, inconfundible, denunciaba estar en presencia de un extranjero. Tan pronto como el sargento Borques salió y trancó la puerta
que nos separaba de los presos comunes, el hombre recién llegado, visiblemente excitado, nos interrogó: ‘‘¿Por qué estoy aquí?’’
‘‘¿Qué he hecho yo?…’’ Al preguntarle cómo se llamaba, seguido nos respondió: ‘‘Vitali Leví.’’ Se trataba de un judío de origen alemán. Después de varios días la conversación con Leví se
hizo más fluida y confianzuda. Por él supimos se encontraba en
el país desde hacía algunos meses dedicado al negocio de la
compra de tabaco y otros productos del agro dominicano. Como
contrapartida vendía automóviles de una marca mundialmente
reconocida. Varios oficiales del Ejército dominicano se habían
hecho de algunos de esos vehículos. Por lo último que nos había
contado, era muy fácil colegir lo que le estaba sucediendo y el
porqué de su detención: se había enfrentado, haciéndole competencia, a la entidad comercial Caribbean Motors Company,
vendedora de varias marcas de vehículos de prestigio, representadas por dicha entidad, cuyo presidente lo era el señor Paquito
Martínez, cuñado del Generalísimo Trujillo.
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Después de varios días de estar encerrado y apartado de sus
negocios, de pasarse las noches enteras sin dormir y sin quitarse el cigarrillo de la boca, una mañana bien temprano abrió la
puerta de la celda el mismo militar que lo encerrara. Sin abrir
la boca, tomó a Leví por un brazo y se lo llevó sabe Dios adónde.
Nos alegramos mucho al pensar que lo pondrían en libertad.
Sin embargo, cuál no sería nuestra sorpresa, ese mismo día, a
eso de las seis de la tarde, al verlo de nuevo en el preciso momento de ser retornado a la celda. Por él supimos que un inspector de la Dirección General de Migración tenía la orden de
buscarle todos los días para que en el menor tiempo posible
realizara la liquidación de sus negocios en la República Dominicana. Era evidente que el Presidente de la Caribbean Company no podía ni debía consentir que un extranjero le hiciera
la competencia con los vehículos que importaba de Alemania.
Algo tenían que inventar para sacarlo del territorio dominicano con la finalidad de torpedearle las ventas de sus automóviles. Se le acusó de estar residiendo ilegalmente en el país, no
obstante tener en regla sus documentos de viaje. Varios días
estuvo saliendo con el inspector de Migración y su guardián,
en las gestiones ya dichas, hasta que la última vez que pasó junto a nosotros, visiblemente alegre, nos dijo: Me voy mañana por
KLM para Curaçao. Al día siguiente, sin dejar rastros de su
persona, pero sí mucho dinero que materialmente no pudo
cobrar o que no quisieron pagarle sus numerosos deudores
enterados de su desgracia, abandonó Leví la Fortaleza Ozama.
***
Vitali Leví nos narró una interesante anécdota vivida y experimentada por él durante la Segunda Guerra Mundial. Estando en el norte de Grecia, ocupada en ese entonces por los
soldados alemanes, fue hecho prisionero de éstos por su condición de judío y conducido a un campo de concentración ocupado por centenares de griegos y judíos. Diariamente, un
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joven teniente alemán visitaba la barraca en donde se hallaba
Leví desde su apresamiento por las tropas alemanas. Dicho
militar tenía instrucciones de escoger a un grupo de prisioneros, sacarlos del recinto y conducirlos a una amplia explanada de terreno en la que a esos infelices se les ordenaba
colocarse en una sola fila uno al lado del otro. Luego, un oficial de igual o mayor rango que el teniente entresacaba indistintamente de la fila a unos diez o doce prisioneros, los cuales
posteriormente eran pasados por las armas. Una mañana, nos
contó Leví, el joven teniente, cuando hacía su ronda habitual
dentro de la barraca, al pasar por entre el grupo de sus demás compañeros de desgracia, por un instante –era la segunda vez que lo hacía–, se quedó mirándole fijamente sin que él
notara en su mirada animadversión alguna, sino, por el contrario, más bien cierta terneza y compasión. En otra ocasión
se detuvo ante él y le ofreció un cigarrillo. Un día, sin embargo, entró a la barraca otro oficial nunca visto por los prisioneros con el encargo de escoger y separar a los prisioneros que
ese día serían fusilados. Entre los elegidos se encontraba Vitali
Leví. Éste y sus compañeros de desgracia formaron una larga
y apretada fila uno junto al otro y en completo silencio. No
era para menos. Y cuál no sería su sorpresa cuando aún sin
haberse repuesto de la angustia que lo embargaba contempló
frente a la fila de prisioneros al joven teniente que en ese
preciso día tenía el encargo de entresacar del grupo a los
que más tarde serían fusilados. El teniente, acompañado de
varios militares de rango inferior al suyo, parado frente a la
fila del grupo elegido esa mañana fue señalando a los que
correrían la triste suerte de ser ejecutados posteriormente.
Los prisioneros a ambos lados de Leví fueron de los señalados, dieron un paso adelante y se juntaron con los demás compañeros escogidos. Leví, junto con el resto que no fue elegido, regresó a la barraca.
Terminada la guerra con la derrota de las tropas alemanas,
Vitali Leví y sus demás compañeros liberados retornaron a sus
países de origen. Finalmente, nos contó él que una tarde en
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que se hallaba en una plaza de la ciudad en la cual vivía, el
ajetreo de la gente con la que se cruzaba era muy grande. El
afán de organizar sus vidas y de reabastecerse de alimentos era,
para los que salvaron sus vidas después de tan tremenda hecatombe, la actividad más perentoria y manifiesta, cuando, de
súbito, vio acercarse a él sonriente a un hombre joven que
efusivamente le tendió los brazos para saludarle. Al mirarle
detenidamente el rostro, reconoció en el acto, no obstante estar vestido de civil, al joven teniente alemán que había sido
generoso y compasivo con él y le había salvado la vida.
***
En el curso del mes de junio, los hermanos Fiallo, Gilberto y
Antinoe, fueron sorprendidos con sendas comunicaciones que
les fueron entregadas por el Alcaide de la prisión, las que debían firmar y retornarlas seguido para ser enviadas al Generalísimo Trujillo, según fueron informados. Dichas piezas estaban
escritas en maquinilla y redactadas expresamente con un conjunto de expresiones y altisonantes adjetivos hechos a la medida con el preconcebido propósito de lisonjear al mandamás
dominicano. Se trataba de dos solicitudes de indulto que los
hermanos Fiallo debían suscribir. Sin embargo, Gilberto y Antinoe Fiallo, condenados a dos años de prisión, no obstante las
penalidades e incomodidades que se pasan en una cárcel, restándoles quince meses para cumplir la pena que los privaba de
libertad, y apenas con unos nueve meses de estar encarcelados, se negaron a suscribirlas en la forma cómo estaban redactadas. Ante su negativa fueron autorizados a escribirlas. Así lo
hicieron, mesurados y respetuosos en su petición. Días después
fueron liberados.
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Los dos meses anteriores al cumplimiento de la pena que
nos impusieron fueron angustiosos y desesperantes. Nos que-
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damos solos sin tener con quién conversar y cambiar impresiones. Nos daba la sensación de que los días transcurrían más
despacio; teníamos la impresión que tanto la mañana como la
tarde se desplazaban lentamente. Los Fiallo, a quienes les permitían la lectura de libros y revistas que les llevaban sus respectivas esposas, tuvieron la suerte de entretenerse en el transcurso del ocio obligado que reserva la cárcel a los políticos
condenados. Mientras ellos se hallaban en prisión, nosotros también disfrutamos del placer que proporciona la lectura, por lo
que los días no se hacían tan lentos y fatigosos. Pero al quedarnos solos, sin nada a la mano que nos entretuviera y nos hiciera
olvidar la triste situación en que nos encontrábamos, el tiempo
parecía detenerse y esa alucinante sensación por momentos
nos aguijoneaba de tal modo que hicimos esfuerzos y nos sobrepusimos a la idea fija que nos atormentaba tanto. Renunciamos, pues, a pensar en los días que todavía nos restaban por
cumplir y aceptamos resignadamente el paso del tiempo como
algo natural y corriente.
El 25 de agosto de 1952 cumplimos seis meses de estar presos. En la mañana de ese día, un recluso de confianza que realizaba trabajos de oficina junto al despacho del Alcaide se acercó a nosotros para preguntarnos cuándo salíamos en libertad.
Precisamente, le contestamos, hoy se cumple la pena que nos
impusieron. Nos miró con disimulada sonrisa y a continuación
nos dijo: ‘‘Yo creo que no, porque la orden de prisión suya llegó ocho días después de estar usted detenido.’’ Sus palabras
no dejaron de disgustarnos, pero en el acto le contestamos:
‘‘Bueno, el que espera lo más espera lo menos.’’ Se rió y nos
dijo: ‘‘Sí, usted se va dentro de una hora.’’
Efectivamente, cerca de las diez de la mañana fuimos llamados a la oficina, en donde se nos entregó la orden de libertad
que nos permitió dejar atrás los gruesos y fuertes muros coloniales de la Torre del Homenaje, cuyo centenario recinto, destinado por muchos años a cárcel, cumplió con esa ingrata función cuando meses más tarde fue inaugurado el moderno penal
llamado de La Victoria.
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Recobramos, por tanto, el preciado don de movernos libremente, de juntarnos con nuestra atribulada familia y gozar desde ese momento de sus cálidas manifestaciones de alegría. Nos
urgía conversar con los amigos íntimos y conocer de sus propios labios los hechos más destacados y recientes concernientes
a la política dominicana.
Por otra parte, nos veíamos precisados a rehacer nuestra
vida profesional para cubrir perentoriamente los gastos de la
familia, aunque fuera con poca cosa. Nos faltaban los recursos
necesarios para buscar un sitio adecuado para montar la oficina. Meses después de haber salido de la cárcel visitamos la oficina del licenciado Arquímedes Guerrero, distinguido abogado-notario de la capital, quien al conocer la situación en la cual
nos hallábamos nos abrió sus generosos brazos ofreciéndonos
su valiosa ayuda y entera libertad para trabajar junto a él. Este
gesto del bueno de Arquímedes jamás lo hemos olvidado.
¿Acaso el destino nos reservaba alguna otra pesadilla? No
podíamos predecirlo. Pero, en más de una ocasión soñamos
estar encarcelados dentro del ámbito de un terreno circundado por una cerca de alambres de púa…
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ESCRITOS SELECTOS
A
fines del año 1958 fuimos sorprendidos una mañana con
un problema que muy bien debía considerársele como
algo común y corriente en nuestro atribulado país: el teléfono
que por años nos servía de medio de comunicación, y que año
tras año figuraba asentado en las páginas de las guías telefónicas, a nuestro nombre, instalado en la casa número 58 de la
calle Las Mercedes, en la ciudad de Santo Domingo, entonces
profanada con el nombre de Ciudad Trujillo, amaneció presentando lo que vulgarmente se tildaba con la palabra muerto,
o lo que es lo mismo, no se podía llamar con él ni tampoco
recibía llamadas; para ser más exactos, carecía de corriente.
Por espacio de algunos días atribuimos el desperfecto a deficiencias técnicas de la planta telefónica. De ninguna manera
podía imputarse el corte a la falta de pago del servicio, toda vez
que mes por mes cumplíamos con la obligación de hacerlo.
Tres o cuatro veces, desde un teléfono del vecindario, reportamos la avería a la compañía de teléfonos sin resultado positivo
alguno. En vista de que pasaban los días y nuestro teléfono continuaba mudo, se nos ocurrió indagar en las casas vecinas a la
nuestra y los inquilinos de las mismas nos aseguraron que sus
aparatos funcionaban normalmente.
Un día, a eso de las nueve de la mañana, nos dirigimos a la
oficina principal de la Compañía Dominicana de Teléfonos,
ubicada en la calle 30 de Marzo de la ciudad capital, en donde
hoy todavía se encuentra, con el urgente y preocupante propósito de llevar al conocimiento del funcionario encargado de
recibir las quejas y solicitudes de reparación concernientes a dichos aparatos, lo que acontecía con el nuestro desde hacía varios
días. Este funcionario se levantó de su asiento, encaminó sus pasos
en dirección a un teléfono distante de su escritorio cuatro o
cinco metros y, después de llamar y conversar –supusimos– con
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otro funcionario, colgó el aparato, se acercó a nosotros y nos
dijo que conversáramos con la secretaria del director de la Compañía, junto al despacho de este funcionario, ubicado en la
planta alta del edificio que sirve de sede a la entidad telefónica. ¡Nos quedamos perplejos! Si se trataba de un desperfecto
mecánico, ¿por qué teníamos que conversar con la secretaria
del Director? Esta salida no dejó de preocuparnos.
En presencia de la secretaria, ésta nos preguntó: ‘‘¿Usted es
el licenciado Alburquerque?’’ Al contestarle afirmativamente,
nos invitó a sentarnos un momento para luego darnos acceso al
despacho del director tan pronto como un visitante anterior
abandonara la oficina.
Ya solos, se levantó de su sillón invitándonos a pasar al despacho del director, a quien momentos antes le comunicó por teléfono nuestra presencia y el interés que teníamos de conversar con él para exponerle nuestro problema.
No recordamos el nombre del jefe de la Compañía Telefónica.
Sí sabíamos que se trataba de un extranjero que hacía tiempo
desempeñaba tan elevadas funciones. Ocupamos el sillón que nos
señalara y de inmediato nos preguntó el objeto de nuestra visita.
A continuación pusimos en su conocimiento el problema
que desde hacía muchos días afectaba el funcionamiento de
nuestro teléfono, no obstante estar al día en el pago del servicio, conforme evidenciaba el recibo que le presentamos.
Sin hacernos ninguna pregunta, parsimoniosamente haló
la gaveta inferior izquierda de su escritorio y extrajo de ella un
folder que colocó sobre el escritorio. No tardó en abrirlo y tras
fijar sus ojos en unos papeles que contenía, alzó la vista hacia
nosotros y nos dijo: ‘‘Licenciado, le suplico entrevistarse con el
señor Rafael Paíno Pichardo, secretario de Estado de lo Interior y Policía. Preséntele a él el caso que lo afecta.’’
‘‘Al buen entendedor, pocas palabras bastan.’’ Su recomendación era más que elocuente. No hicimos ningún comentario
y muy pronto estuvimos en la calle. Una vez más se nos hacía
daño por nuestra condición de no ser simpatizantes del régimen
de Gobierno imperante en el país, sin importar que estuviera
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representado por uno de los tantos gobernantes de turno impuestos por el mandamás y jefe único del clan trujillista, como
nos tenían acostumbrados desde años anteriores. Era muy bien
sabido que el timón de la Nave del Estado sólo él, únicamente
él, Trujillo, lo tenía fuertemente aferrado al considerarlo un
bien de su absoluta y ególatra omnipotencia.
¿Para qué dirigirnos al Secretario de Estado? De nada valdrían las gestiones que realizáramos por su intermedio, por lo
que abandonamos la recomendación que se nos hacía, aceptando al regañadientes el nuevo golpe que se nos daba.
En el ínterin, supimos que lo hecho contra nosotros lo sufrían también otras personas que, por una u otra razón, estaban señaladas como enemigas o indiferentes al Gobierno. Entre los últimos, un amigo entrañable nuestro, don Enrique
Apolinar Henríquez. De sus propios labios supimos que le habían desconectado el teléfono de su casa.
A pesar de lo acontecido, nuestro ánimo se rebelaba contra
el hecho consumado. Nos sentíamos impotentes para resolver el
problema. A medida que transcurrían los días, la necesidad de
contar con un teléfono se hacía más perentoria. La falta de comunicación se nos fijaba en la mente, con el agravante de convertirse en una idea fija, martirizante, perturbadora, a menos que no
hiciéramos un esfuerzo supremo para desterrarla y sustraernos
para siempre de sus perniciosas consecuencias.
Nos preocupaba la situación que pudiera presentarse en
horas avanzadas de la noche con nuestra anciana madre, propensa a ser asistida de urgencia a causa de un imprevisto quebranto, al carecer en ese angustioso momento del teléfono
como el medio más adecuado y más rápido para conseguir un
médico que la socorriera a la mayor brevedad posible. ¡Cuántas
veces nos llamaba un cliente o un amigo interesado en conversar con nosotros para exponernos el problema que les urgía
consultar con nosotros! Con Merceditas, mi mujer, analizamos
el problema en más de una ocasión. Tanto ella como nosotros
rogábamos a Dios que las noches transcurrieran tranquilas, sin
sobresaltos, más por nuestros hijos que por nosotros mismos.
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Después de cavilar mucho, se nos ocurrió algo. Una mañana
nos dirigimos a la oficina central de la Compañía de Teléfonos
con la mira puesta en un funcionario amigo de nuestra entera
y leal confianza. Le expusimos el problema que nos afectaba y
el interés que teníamos en obtener un teléfono que tanta falta
nos hacía. Después que terminamos de hablar se quedó un
rato pensativo y a continuación nos dijo: ‘‘Dime una cosa, ¿no
tienes alguna persona de tu confianza que te sirva para conseguir un aparato?’’ ‘‘Sí –le contestamos–, una tía de mi mujer.’’
‘‘Pues tráeme la solicitud firmada por ella, el número de tu
casa y el nombre de la calle’’, nos respondió.
Dos días después le entregamos la carta-solicitud firmada
por la señorita Estela de Castro de Castro, quien no vaciló en
brindarnos su gentil y valiosa cooperación después que la impusimos de nuestro inquietante problema, urgidos por resolverlo.
Nos instalaron el teléfono, el cual usamos con las mayores
reservas durante el resto del período conocido en la historia
política dominicana como Era de Trujillo, y así resolvimos el
inquietante y enojoso problema que tanto nos afectaba.
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ESCRITOS SELECTOS
T
res fuertes toques contra la puerta de entrada de nuestra
casa, marcada con el número 58 de la calle Las Mercedes
de la ciudad de Santo Domingo a eso de las siete de la mañana
del día 18 de enero del año 1960, nos causaron profunda y
desusada impresión. Teníamos la costumbre de levantarnos bien
temprano, más o menos a las cinco, para recoger el periódico
que a esa hora deslizaban por debajo de una de las puertas de
la casa, contigua a la calle. Llello (Rogelio Zayas-Bazán), tío por
parte materna, no tardaba en llegar para beber el café y repartirnos el diario que a un tiempo leíamos los dos.
Al oír los toques, Llello se dirigió a la puerta de entrada y
segundos después nos dijo: ‘‘¡Chichí, unos hombres te buscan!’’
La tarde anterior, de regreso al hogar nos tropezamos con
el amigo y hermano masón Gustavo Paradas Sánchez, quien
nos detuvo un momento para decirnos que habían sacado de
su casa y aprehendido a Pipe Faxas (Rafael Faxas Canto), también hermano masón y amigo como Gustavo.
La información que se nos daba produjo en nosotros honda
y martilleante preocupación: el movimiento revolucionario que
se estaba gestando comenzaba a resquebrajarse y diluirse. Era
una lástima, después de haber tomado bastante cuerpo tras
extenderse por todo el territorio nacional. Como iban sucediéndose los acontecimientos, el intento revolucionario había
sido develado, sus principales dirigentes encarcelados, según
fuimos informados una semana antes por el malogrado amigo
Vinicio Francheschini, por quien supimos que Manuel Tavares
Justo y varios de sus compañeros comprometidos habían sido
encarcelados. Las esperanzas de encausar la acción revolucionaria que se gestaba para llevar a cabo y hacer realidad el empeño patriótico de abatir el régimen tiránico que por treinta
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años sojuzgaba inmisericordemente y mantenía pisoteado y
amordazado al pueblo dominicano se vinieron abajo.
Por eso, cuando el tío nos dijo: ‘‘Te buscan unos hombres’’,
sus palabras nos impresionaron sensiblemente, porque ya sabíamos a qué venían. Efectivamente, al acercarnos a la puerta
de entrada de nuestra casa, dos hombres que miraban hacia
adentro parados sobre la acera junto al escalón contiguo a dicha puerta, no bien nos detuvimos, clavaron sus ojos en nosotros, al tiempo que uno de ellos nos preguntó:
—¿Es usted el licenciado Rafael Alburquerque Zayas-Bazán?
—Sí, –le contestamos. A continuación nos espetó:
—El coronel Abbes quiere verlo.
Esa sola expresión, ‘‘El coronel Abbes quiere verlo’’, bastaba
de por sí para darle cumplimiento a la orden sin ripostar, sin el
menor asomo de rebeldía, entregándose y dejándose uno conducir por unos desconocidos armados, con caras de asesinos,
¡sabe Dios a dónde!, ¡sabe Dios para qué! Ambos ocuparon
asientos en la sala mientras nos cambiábamos de ropa tras obtener su permiso, lo que aprovechamos para apurar una taza de
café con leche, y despedirnos de nuestra madre y de nuestra
mujer, a quienes tratamos de consolar dándoles esperanzas de
que a lo mejor no sería nada de importancia, el requerimiento
que se nos hacía, y que a eso del mediodía estaríamos de regreso. Al bajar a la acera seguidos de los hombres que nos custodiaban, alcanzamos a ver un vehículo de los llamados por el
vulgo cepillo, los que comúnmente utilizaba la policía secreta
del régimen en sus correrías diarias. Abordamos dicho vehículo y ocupamos el asiento trasero entre los dos mencionados
agentes. Un tercero era el chofer. Arrancamos en dirección
oeste por la calle Las Mercedes, dejamos esa vía al doblar por la
30 de Marzo, en dirección Norte, hasta empalmar con la avenida San Martín, en cuyo trayecto, uno de los hombres junto a
nosotros sacó unas esposas con las cuales aprisionó nuestras
muñecas. Al hacerlo no pudimos menos que decirle: ‘‘¡Caramba, ni que fuéramos delincuentes peligrosos!’’ Mientras tanto,
el cepillo dejó la San Martín al doblar a la derecha en la esqui-
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na que forma con la avenida Tiradentes, hoy Máximo Gómez,
siguió esta avenida hacia el Norte, la que dejó más adelante,
pasado el Cementerio y dobló hacia la izquierda a una calle
conocida actualmente con el nombre de Los Mártires. Finalmente, adentróse por un ancho portón ubicado a la derecha
de dicha calle y se detuvo poco después ante la escalinata de
una casa con aspecto residencial. A todo esto, nos decíamos:
‘‘¿Qué es esto? ¿Adónde nos traen?’’
Con posterioridad a nuestra excarcelación, supimos que
Rafaelito, nuestro hijo, al percatarse de lo que estaba ocurriendo en ese preciso momento, sin calibrar el riesgo a que lo exponía su incipiente juventud, presurosamente salió de la casa
en busca de la doctora Josefina Garrido, vinculada a la familia,
a quien impuso de lo que nos estaba aconteciendo. Juntos, sin
perder tiempo, estacionaron el vehículo de la doctora a prudente distancia del carro ocupado por los agentes del SIM. Tan
pronto como éste partió, lo siguieron sin dejar su rastro, y ya,
en su recorrido por la entonces avenida Tiradentes, lo perdieron de vista cuando el cepillo alcanzó la esquina de la calle en
donde estaba ubicada la cárcel de La Cuarenta. Después de
cruzar por varias calles del sector –completamente desorientados–, regresaron a su punto de partida descorazonados, sin
conocer nuestro destino.
Días antes de estos acontecimientos, Francheschini, en conversación sostenida en el patio español de la Respetable Logia
Cuna de América No. 2, nos había enterado de un lugar de la
parte alta de la ciudad destinado exclusivamente para torturar
a los presos políticos. De tal manera que los vecinos circundantes del tenebroso sitio en donde se hallaba ubicada la casa de
tortura, tuvieron que abandonar sus viviendas al no poder soportar los gritos y ayes de dolor que por las noches torturaban
sus oídos al trasponer la elevada cerca de blocks de cemento
que circundaba el mencionado recinto carcelario.
Se trataba, pues, de La Cuarenta, famosa casa de tortura,
mantenida y administrada por los sicarios del régimen, mentes
enloquecidas y embriagadas por el sádico placer de hacer su-
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frir al ser humano valiéndose de las más crueles y refinadas
torturas.
De la escalinata pasamos a una galería bastante amplia y de
ahí a un salón del interior de la casa amueblado con escasamente tres sillas y una especie de escritorio en el centro. Ante
el escritorio estaba sentado un hombre que nos pareció, de 30
a 35 años. A él fuimos entregados por los agentes secretos adscritos al SIM (Servicio de Inteligencia Militar). De inmediato,
el hombre del escritorio, que nos produjo la impresión de estar dotado de buenos sentimientos, abrió un cuaderno, nos miró
fijamente y a continuación preguntó cómo nos llamábamos; en
donde trabajábamos; los parientes que teníamos, cómo se llamaban y en qué se ocupaban. Finalmente, nos pidió los espejuelos, la cartera y un lápiz que portábamos.1 Terminado el interrogatorio llamó a un subalterno y le ordenó trancarnos. Se
trataba de uno de los perros de presa de la casa-prisión. Éste
nos condujo a la parte posterior del edificio. Bajamos por una
escalerilla a un patio muy amplio, el cual atravesamos para entrar por una puerta a una edificación (de dos que había) de
una planta, plato de concreto, estrecha de fondo pero larga en
su frente, la que formaba un ángulo recto con la otra, pero
separadas por el vértice. Caminamos a lo largo de un pasillo y
como a dos o tres metros de recorrerlo por completo, se nos
ordenó que nos desnudáramos. Primero las esposas, de las que
fuimos liberados en la oficina cuando fuimos interrogados. Pero,
enseguida e inesperadamente pasamos por la indescriptible
humillación de mostrar nuestras desnudeces en un lugar extraño y sobre todo ante un desconocido que ordenaba hacerlo.
Nos quitamos el saco, la corbata y la camisa. Al deshacernos de
esta última prenda, nos volvimos al hosco y petulante agente
para demostrarle haber cumplido con la orden que nos había
dado, porque, todavía nos resistíamos a creer que el mandato
consistía en desnudarnos completamente. ‘‘¡Carajo! –fue la
1
Antes de abandonar el hogar, entregamos a nuestra esposa el anillo de oro
de compromiso que perteneció a nuestro padre, el cual usábamos desde
hacía muchos años.
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expresión que salió de su boca. ¡Póngase en cueros y rápido!’’
Le dimos la espalda y terminamos por quitarnos las últimas prendas que nos cubrían: la camisilla, los pantalones, los calzoncillos, zapatos y medias. No veíamos bien. El hecho de carecer de
los espejuelos no nos impidió percatarnos de la montaña de ropa
amontonada en el extremo del pasillo, lo que nos hizo comprender que otros antes que nosotros ya habían pasado por esta inesperada y ultrajante prueba.
Terminada la irritante y humillante tarea de desnudarnos,
desandamos el estrecho pasillo hasta detenernos ante una gruesa puerta de madera que al ser abierta por nuestro conductor,
permitía ver otra de barrotes de hierro que impedía la entrada
a una celda ocupada por varios hombres desnudos como lo estábamos nosotros. Abierta también esta última puerta, el hombre que nos conducía nos dio un empujón y pronto nos convertimos en un prisionero más compartiendo con ocho
compañeros de infortunio el limitado espacio de la celda.
Se quedaron mirándonos con no disimulada sorpresa marcada en sus macilentos rostros. Como es natural en semejantes
circunstancias, ellos desconfiaban de nosotros y nosotros de ellos.
Con los días desapareció la mutua desconfianza que nos teníamos: nos dimos a conocer, y muy pronto ellos se enteraron de
los motivos que sirvieron de base para hacerles compañía. Tanto ellos como nosotros, formábamos parte del movimiento
conspirativo develado por la maquinaria opresiva gobernante.
Sabíamos y estábamos conscientes de estar en las manos de un
grupo de asesinos sin conciencia y sin moral alguna, con órdenes
terminantes de hacer uso de los medios más crueles y refinados
para arrancarles a los presos las informaciones relacionadas con
el abortado movimiento, como también las confesiones que en
sus mentes calenturientas se esforzaban ellos por obtener.
***
Desde muy temprano, al atardecer, se escuchaban gritos aterradores arrancados a las gargantas de los presos sometidos a la
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brutal insania de sus torturadores. Tales actos de frenético salvajismo se prolongaban hasta pasada la media noche.
A cada rato se oía el chirriar de los goznes de las puertas al
ser abiertas éstas para darles salida a los candidatos elegidos
para ser inmisericordemente golpeados, o darle entrada a la
celda a los que regresaban semiinconscientes después de ser
severamente castigados. ¡Cuántos no dejaron el aliento en
manos de sus insensibles verdugos!
Una noche introdujeron en nuestra celda a un joven aprehendido por la mañana de ese día. Tan pronto como confirmamos que se trataba de uno de los encartados en la conspiración, se le aconsejó que se raspara la espalda hasta sacarse
sangre con el canto de la pared que separaba el reducido
espacio ocupado por los presos, del otro en donde se hallaban el inodoro y la ducha, con el único y deliberado propósito de evitarle en lo posible la consiguiente golpiza cuando lo
sacaran de la celda para ser interrogado. Se le aconsejó, además, que en el caso de ser golpeado, no obstante las magulladuras que presentaba, tratara de gritar lo más fuerte que pudiera, al objeto de provocar en su torturador la sensación de
haber saciado su brutal y endiablada acción, acortara el castigo y lo reintegrara a su celda. En muchas ocasiones, ¡cuántos
no regresaron desvanecidos con las espaldas desgarradas y
cubiertas de sangre!
***
La comida suministrada a los presos era muy simple, nada
nutritiva. El desayuno consistía en agua de chocolate y un mendrugo de pan durísimo. El almuerzo diario, dos trozos de plátanos, tan duros, que nos veíamos obligados a meternos debajo
de la ducha, abrir ésta para que el chorro de agua aparada en
la boca empujara los pedacitos de plátano por nuestra garganta. Otras veces alternaban el plátano con un pedazo de batata.
La cena, escasísima, apenas un mendrugo de pan. La mayoría
de las veces, nada.
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Mientras tanto, la conversación sostenida por los presos entre sí se circunscribía a la relación de los hechos que motivaron
sus detenciones: revólveres ocultos, reuniones clandestinas,
propaganda subversiva, etcétera.
***
Una noche, fría por cierto, abrieron las puertas de la celda
en donde nos tenían recluidos. De inmediato fuimos esposados, nos sacaron al pasillo y por una de sus puertas, la única
que tenía la edificación, salimos al patio del recinto carcelario. El frío calaba nuestra desnudez. Recorrimos el patio por
un costado y entramos por una puerta a un salón cuadrilongo, bastante amplio, el cual se encontraba atestado de militares y policías de diferentes rangos, así de como numerosos
individuos vestidos de civil, seguramente agentes al servicio
del régimen.
El salón de marras servía y lo tenían destinado para el interrogatorio de los presos políticos. En el momento de llegar allí, estaban interrogando al doctor Manuel Tejada Florentino, función ésta a cargo de un abogado al servicio de la maquinaria
represiva del régimen. Después de un prolongado intercambio
de preguntas comprometedoras por parte de dicho abogado y
de habilidosas y adecuadas respuestas del interrogado–diálogo
interesante entre el acusador y el acusado–, éste último concluyó diciendo que en su condición de médico cardiólogo de la
madre del Generalísimo Trujillo, expresamente se trasladó a
Ciudad de México, a los fines de especializarse en cardiología;
que también Petán Trujillo le ‘‘había prestado un toro de raza
que utilizó en una finquita de su propiedad para fines de encaste
y refinamiento de su ganado vacuno’’. Finalmente, que la revolución que estaban gestando no era contra Trujillo y su familia,
sino contra los hombres que lo acompañaban y rodeaban, los
cuales estorbaban su obra de Gobierno’’. No bien hubo de expresar esas últimas palabras, un murmullo sostenido y cada vez
más creciente de airada protesta surgió de las gargantas de los
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numerosos espectadores allí congregados. Consideráronse aludidos con las últimas expresiones del doctor Tejada Florentino.
Ahí terminó su interrogatorio y sin más contemplaciones fue
sacado del salón mencionado. Nunca más volvimos a ver al doctor Tejada Florentino, inteligente y capacitado galeno, víctima,
como otros tantos, de los bárbaros métodos utilizados por la
maquinaria trujillista.
Al salir de la cárcel de La Victoria, meses después, nos enteramos de la triste y trágica muerte del doctor Tejada: fue ejecutado en la silla eléctrica, según los comentarios que en torno
a su caso se esparcieron como el humo por todo el ámbito del
país. Su joven corazón no pudo resistir la descarga de apenas
un segundo, como debió ocurrirles, ¡quién sabe!, a otras desgraciadas víctimas.
***
Nos tocó el turno a nosotros. De antemano habíamos repasado varias veces los medios que habrían de servirnos de defensa en el momento de ser interrogados. No negamos que estuvimos en una reunión celebrada en el curso del mes de diciembre
de 1959 en el hogar de los esposos Guzmán-Mirabal; que en
dicha reunión se nos preguntó si era factible la formación de
un partido político de oposición, a cuya pregunta asentimos;
que nuestra Constitución bastaba por sí sola, basada en sus elevados principios y postulados, para que esa idea o propósito
pudiera hacerse realidad; que, por otra parte –continuamos–,
el propio Generalísimo Trujillo Molina en más de una ocasión
había manifestado por la prensa (haciendo uso una vez más
del cinismo que le caracterizaba), ‘‘que la democracia imperaba en la nación y que mal podía oponerse el Gobierno dominicano a los intentos de que se constituyeran otros partidos políticos’’. Y de formarse un partido –recomendamos nosotros–, el
paso inmediato consistía en hacerlo del dominio público por
los medios de comunicación, al objeto de evitar en lo posible
hacer las cosas clandestinamente, lo que dio lugar a que fuéra-
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mos denunciados y perseguidos y se nos tachara, además, de
estar conspirando contra el Gobierno y sus instituciones. Esas
fueron nuestras declaraciones al ser interrogados. Oímos una
voz que salía de un extremo del salón: ‘‘¡Enséñenle las cajas
que están sobre la mesa!’’ Nos mostraron dos cajas llenas de
varios objetos con apariencia de ser bombas y cocteles Molotov
ocupados a los revolucionarios. Al mostrárnolas dejamos escapar un gesto de asombro, al tiempo que le dijimos al abogado
interrogador:
Nosotros nunca hemos sido ni somos gente de violencia, siempre fuimos y somos admiradores y veneramos con
el más acendrado respeto la figura de ese personaje que se
llamó y vive todavía en la mente y en el corazón de los
pacifistas: el Mahatma Gandhi. Somos más dables a la
política de la desobediencia civil que él practicaba que a
la violencia que destruye.
A prudente distancia de nosotros, mantenían a Pipe Faxas,
desnudo y esposado, junto a dos compañeros en semejantes
condiciones a quienes no pudimos reconocer –con excepción
de Faxas– por la ausencia de los espejuelos y, sobre todo, porque el contacto con estos dos jóvenes debió ocurrir una sola
vez, esto es, el día que concurrimos al hogar de los esposos
Guzmán-Mirabal, ya que no volvimos a encontrarnos después
de dicha reunión.
La pregunta obligada no tardó en llegar: ‘‘¿Quién es su contacto?’’ ‘‘Ninguno’’ –respondimos. ‘‘Pero usted estuvo en una
reunión en la casa del ingeniero Guzmán.’’ Esta afirmación confirmó y aclaró nuestra sospecha, fundada por cierto, de haber
sido denunciados por Pipe Faxas, el único con quien hicimos
contacto directo. De nada valdría el callarnos, pues de asumir
esa actitud nos confrontarían con Faxas y sus otros compañeros. De ahí el que los mantuvieran cerca de nosotros. Nuestra
respuesta fue afirmativa e hicimos una relación sucinta de los
hechos imputados:
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A esa reunión fuimos invitados por el amigo y hermano masón, Rafael Faxas Canto, quien, días antes había
estado dos veces en nuestra oficina de abogado situada en
un apartamento de la planta alta de la casa ocupada por
el periódico La Palabra, en la calle Arzobispo Meriño de
esta ciudad, interesado como estaba en que le aclaráramos unos datos relacionados con la tenida masónica en el
curso de la cual aspiraría a un elevado grado. Invitados
por él, asistimos a la reunión en la casa del ingeniero
Guzmán, en donde nos presentaron a unas tres o cuatro
personas que ya se encontraban allí al tiempo de incorporarnos nosotros, por lo que nos fue materialmente imposible retener los nombres de estas últimas, en razón de no
haber* concurrido a otra reunión posterior fijada ese día,
por impedírnoslo asuntos pertinentes a nuestra profesión
de abogado, y en la que, cabe suponerlo, nuestras relaciones se harían más íntimas.
Luego de unas cuantas préguntas respondidas por nosotros,
uno de los oficiales delanteros, exclamó: ‘‘¡Llevénselo, es un
reincidente!’’ ‘‘¡Reincidente, no! –respondimos nosotros–, fue
por otra causa’’ –agregamos.2
Terminado el interrogatorio se nos condujo a nuestra celda. Todo el resto de la noche lo pasamos repasando cuanto
habíamos declarado ante nuestro pesquisidor, y muy avanzada
la madrugada logramos conciliar el sueño sobre el duro y frío
piso que nos servía de lecho.
Después de ser condenados a treinta años de trabajos públicos, pena máxima aplicada a todos los encartados en la fallida
conspiración revolucionaria, ya en la cárcel de La Victoria, un
domingo, el primero que se les brindó a los familiares para
ponerse en contacto con sus seres queridos, Pipe Faxas se acercó a nosotros, y abrazándonos, nos dijo: ‘‘¡Perdóname Chichí.
Para salvar nuestras vidas, consideré lo mejor revelar los nom2
El oficial, supusimos, se refería a los seis meses que estuvimos en prisión en
la cárcel de la Fortaleza Ozama entre febrero y agosto de 1952.
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bres de un gran número de compañeros con los cuales habíamos hecho contacto.’’ Lo abrazamos fuertemente y le dijimos
que no se preocupara, que éramos de la misma opinión, puesto
que la noticia de los centenares de detenidos había trascendido
los límites de nuestra isla y voces de prestigio del exterior se
prestarían a defendernos y venir en nuestra ayuda.
***
Los vejámenes y las golpeaduras se sucedían a todas horas
del día. Por las noches, cuando las actividades de una ciudad
como la nuestra se aminoran grandemente, gracias al silencio
se hacían más audibles y perceptibles los ayes de dolor arrancados a los encartados a golpes de bastonazos, foetes de alambre
eléctrico, así como con otros instrumentos no menos contundentes y brutales manejados por mentes enfermizas caracterizadas por un efervescente sadismo espoleado por el embriagante goce de provocar el mayor sufrimiento a un ser humano
indefenso. Fueron muchas las heridas causadas, como también
fueron muchas las infecciones producidas sin nada que las detuviera, en donde el preso no tiene derecho a recibir la medicina apropiada para prevenir la infección o curarse la herida
causada por los esbirros de turno.
***
Aún resuena en nuestros oídos el ruido provocado por los
motores desbocados de varios vehículos de motor. Noche inolvidable, por cierto. Pasarían de las nueve de la noche cuando
comenzaron a roncar los motores de lo que suponíamos eran
automóviles. El ruido que provocaban los motores era sostenido y ensordecedor. Todos nos mirábamos sorprendidos, a la
vez que, sin hablar, nos interrogábamos con los ojos, acerca del
porqué de ese ruido que nos aturdía desde el preciso momento en que comenzó. Uno de los compañeros, muy osado por
cierto, expuesto a ser descubierto y sufrir posteriormente las
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consecuencias de su imprudente curiosidad, se encaramó sobre el canto del muro que dividía la celda en dos espacios.
Sigilosamente alcanzó –apoyándose en ella–, la pared que separaba la celda del exterior y por un ventanillo alargado de
ésta, de seis a ocho pulgadas de ancho, pudo comprobar, sin
ser visto (la celda estaba completamente oscura), lo que estaba
ocurriendo a pocos pasos de él. Al bajar del sitio de observación, con voz apenas audible, nos contó lo que sus ojos vieron
horrorizados: el ruido atronador de los motores lo producían
tres automóviles aparcados uno al lado del otro, muy cercanos
a nuestra celda. Le llamó la atención el ver que los baúles de
los vehículos estaban abiertos. Cuando, de pronto vio acercarse
unos hombres que en sus brazos traían los cuerpos inanimados
de tres jóvenes, los cuales echaron en el fondo de cada uno de
los baúles de dichos vehículos. Claro, el ruido producido por
los motores se hacía ex profeso para evitar que trascendiera la
macabra operación que se realizaba en esos momentos de trasladar los cadáveres hasta los baúles de los carros. La información nos dejó anonadados. Durante todo el curso de esa noche
nos torturamos la mente al pensar cómo había sido la muerte
de tantos jóvenes valiosos que sacrificaron sus vidas por el intento fallido de liberar al pueblo dominicano, a su pueblo, de
las garras homicidas y ensangrentadas de la más cruel tiranía
en toda la América Latina.
Transcurrieron muchísimos días de este trágico suceso. Finalmente supimos que los hombres inmolados en esa inolvidable noche fueron los jóvenes de Santiago, conocidos con el
apelativo de Los Panfleteros, los que clandestinamente utilizaban las paredes de las casas para escribir sobre ellas, con pintura y otros materiales apropiados, las expresiones de protesta
más vehementes contra el déspota y el régimen creado por él,
mediante el cual mantenía esclavizado a todo un pueblo digno
de mejor suerte.
A uno de estos jóvenes, de unos 18 o 20 años, endeble y
delgado, le arrancaron una confesión a fuerza de brutales golpes y del uso de la famosa picana que le aplicaron en las partes
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más sensibles de su descarnada figura. Ya sin fuerzas, casi sin
aliento, este muchacho no tuvo más remedio que declarar,
enteramente rendido, que el letrero escrito por él, decía:
‘‘¡Trujillo, asesino!’’ ¿Sobrevivió a su martirio? Lo dudamos.
***
Cuando salimos de ese infierno llamado La Cuarenta, supimos por uno de los conjurados del frustrado movimiento revolucionario, cómo él se habla enterado por un compañero amigo, de la forma empleada por los sicarios al servicio del régimen
para eliminar al grupo de jóvenes conocido por Los Panfleteros.
La versión la obtuvo de Moncho Imbert.
Un día, según éste le contó, lo sacaron de su celda y lo dejaron solo en una habitación de las varias que había en el recinto
carcelario. Por una puerta semiabierta que comunicaba a un
cuarto contiguo, pudo entrever a uno de los esbirros de la prisión en el momento que le decía a uno de los jóvenes que tenía
delante, el haber sido perdonado por el Jefe, pero que, antes de
ser libertado debía escribir una carta dándole las gracias al
Generalísimo Trujillo. ‘‘Mientras ustedes quieren asesinar al Jefe
–le dijo– él apela a su generosidad y los perdona.’’ Le ordenó
sentarse en una silla, delante de la cual había un pequeño escritorio y sobre éste papel y lápiz. Cuando el joven comenzaba a
escribir, visiblemente contento según la expresión de su rostro,
se le acercaba por detrás otro hombre y de un garrotazo le abría
la cabeza al infeliz. Luego lo remató anudándole al cuello un
alambre resistente hasta dejarlo sin vida.
¡Imagínense cuál sería el estado de ánimo del testigo presencial de tan horrendo y salvaje asesinato! Se preguntaría por
qué lo dejarían solo en la habitación, a unos pasos del sitio que
sirvió de escenario al asesinato? ¿Sería él la próxima víctima?
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Habíamos perdido toda noción del tiempo y nos habría dado
igual si lo hubiéramos sabido. Los días daban la sensación de
ser muy largos, como si el tiempo estuviera paralizado. La idea
de buscar una salida de la trampa en la cual estábamos aprisionados nos atormentaba sensiblemente. Nuestro destino era
negro como una noche sin estrellas. Apartábamos todo pensamiento que nos causara angustia y que rozara, sobre todo, con
el destino de nuestra familia: ‘‘¿Estará bien o, en estos momentos, está asediada por los inescrupulosos y malvados agentes del
régimen?’’, nos preguntamos más de una vez. Todos vivíamos
tensos y proclives a sobresaltarnos cuando los escasos minutos
de tranquilidad que disfrutábamos eran a cada rato interrumpidos por el chirriar de los goznes de las puertas al ser abiertas.
Entonces, como el animal que husmea el peligro que lo acecha, endereza el cuerpo y para las orejas para ponerse en guardia y prevenir el ataque de su posible depredador, así nosotros,
como un resorte, tensos y al unísono, nos poníamos de pie con
la mirada fija en las puertas que se abrían para darle paso a los
agentes encargados de llevarse a alguno de nosotros. El temor
a ser sacado de la celda, se reflejaba en los rostros de los
enclaustrados.
***
Una mañana abrieron las puertas de la celda. Como en otras
ocasiones, el ruido de las cerraduras nos dio el alerta y todos
nos pusimos de pie. Una comisión presidida por un oficial de
rango superior, grueso y barrigón, cubrió con su presencia y la
de cuatro agentes más que lo acompañaban el espacio que ocupaban las puertas. El militar de vientre pronunciado se dirigió
a cada uno de los presos preguntándoles sus nombres. Cada
uno de los presos respondió a la pregunta. Sin embargo, hubo
entre los compañeros uno que al darse a conocer fue objeto de
virulentos improperios por el militar de marras. ‘‘¡Carajo! –le
gritó. ¡Tanto que le debe su padre a Trujillo y es así como usted
se lo agradece! ¡Primero se salva el licenciado Alburquerque
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antes que usted!’’ Visiblemente airado dio la espalda y se retiró
con sus demás acompañantes.
Durante buena parte de la noche nos resonaban en los oídos sus palabras: ‘‘¡Primero se salva el licenciado Alburquerque
antes que usted!’’ ¿Por qué se expresó así? No atinábamos a
comprender los motivos que le movieron a manifestarse de esa
manera. Hasta que, ya avanzada la madrugada, torturado todavía por tales expresiones, hicimos un esfuerzo por tranquilizarnos y conseguimos despejar la mente para comprender al fin
el alcance y el sentido exacto de lo que quiso decir el jefe de la
comisión: ‘‘¡Primero se salva el licenciado Alburquerque…!’’
Sencillamente porque nosotros nunca fuimos favorecidos ni
recibimos nada de Trujillo durante su prolongado mandato
gubernamental. Ni tampoco accedimos a servir en la administración pública las contadas ocasiones en las que parientes muy
cercanos y aun amigos influyentes trataron en vano, de ayudarnos. Lo que decimos lo confirma, además, una cantidad bastante apreciable de presos políticos que sufrieron fuertes castigos por ser hijos de padres que habían servido o servían en
elevadas funciones en el Gobierno. La maquinaria represiva
del régimen nunca perdonó lo que consideraba una ingratitud a su jefe máximo y benefactor.
***
En una ocasión, ya entrada la noche, oímos un tropel de
pisadas en el pasillo acompañado del murmullo de gente
que hablaba al mismo tiempo. Unos a otros nos preguntábamos qué pasaría. De pronto se oyó con toda claridad la voz de
alguien que exclamaba: ‘‘¡En dondequiera que haya un profesional que toque en la puerta de su celda!’’ La comitiva avanzaba de un extremo del pasillo al otro. Muy pronto oímos toques en
las puertas de las celdas más alejadas de la nuestra y hasta nosotros
llegaba el conocido sonido ocasionado por la apertura de candados y goznes de las puertas. Los pasos se dejaban sentir cada vez
más fuertes, y en nuestra condición de ser el único profesional
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de la celda que compartíamos con los demás compañeros, nos
acercamos a la puerta con el puño levantado para golpearla,
animados esta vez con una ráfaga de optimismo al pensar que a
lo mejor todos los profesionales íbamos a ser liberados. Pero,
en el preciso momento que el grupo pasaba ante nuestra celda, algo nos previno diciéndonos: ‘‘¡No toques!’’, al tiempo que
una voz detrás de nosotros repetía lo mismo. Bajamos el brazo,
presurosos, y muy pronto percibimos que la comitiva se había
detenido ante la puerta de la celda contigua a la nuestra, en
donde alguien, algún profesional, como presumimos, había
denotado su presencia dando unos toques, correspondiendo
así a las instrucciones impartidas.
Transcurrieron los días y siempre nos aguijoneaba la curiosidad por saber para qué sacaron a los profesionales esa noche.
Estando ya en la cárcel de La Victoria, un día nos vino a la
memoria el recuerdo de ese episodio. Y al encontrarnos con el
doctor Julio Escoto Santana, condenado como nosotros a treinta años de trabajos públicos, inquirimos de él nos dijera qué
había, sucedido la noche que sacaron de sus celdas a los profesionales. ‘‘¡Ay! –nos contestó. ¡No me recuerde eso. Esa noche
nos dieron una paliza del demonio!’’ Nos salvamos de la golpeadura. Teníamos un santo que nos protegía.
***
La tortura mental es a veces peor que la tortura corporal.
Los propios padecimientos sumados a los sufrimientos de sus
semejantes, producen en un momento determinado, si no se
es fuerte de espíritu, que la mente del hombre, sometida continua y largamente a penosas angustias, se desarticule completamente de la realidad para darle paso a elucubraciones alucinantes capaces de distorsionar los hechos más simples y
corrientes. No fue una, ni dos ni tres veces, que alguno de los
compañeros, con el terror retratado en su rostro, acercándose
al que más cerca tenía, le preguntaba azorado: ‘‘¿No oíste que
pronunciaron mi nombre?’’ O: ‘‘¡Me están llamando!’’ Las vo-
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ces que le llegaban del patio lo aturdían de tal manera que
juraba y perjuraba que era a él a quien mencionaban o llamaban. Esas alucinaciones mentales afectaron temporalmente a
muchos de los detenidos, sin mayores consecuencias. Otros, en
cambio, no pudieron soportar ni resistir la presión mental que
los afectaba y perdieron la razón.
***
Aún nos esperaban otras pruebas. Serían las diez o las once
de la noche cuando las puertas de nuestra celda fueron abiertas. Un joven agente, con buenos modales, nos comunicó que
le habían dado la orden de conducirnos a la presencia de sus
superiores. Al salir de la celda fuimos esposados por él. Recorrimos el pasillo y salimos al exterior. Hicimos el mismo recorrido que la vez anterior y pronto nos hallamos en el salón destinado a los interrogatorios. El lugar estaba congestionado de
numerosos militares, agentes del servicio secreto y hasta amigos de esos grupos. Nos pararon en el centro del salón, frente
a ellos. Una voz, que no supimos de quién era ni dónde venía,
exclamó: ‘‘¡Licenciado, siéntese en ese sillón!’’. Volvimos la cabeza hacia atrás y ante nosotros estaba un sillón amplio, con
brazos y espaldar bastante sólidos. Al sentarnos sobre él fuimos
liberados de las esposas y enseguida nos sujetaron cada antebrazo con fuertes amarras a los brazos correspondientes del sillón. Lo mismo, hicieron con nuestras piernas, atándolas a cada
pata del mueble mencionado. La silla eléctrica, la famosa silla,
nos servía de asiento. Al vernos en tan terrible situación, conscientes de lo que podría sucedernos, nos aferramos al santo de
nuestra devoción y en silencio lo invocamos: ‘‘¡San Antonio,
danos fuerza y valor para resistir esta prueba!’’. No bien acabábamos de terminar la invocación, cuando de pronto, en el centro de la concurrencia, avistamos borrosamente una cabeza que
se movía de un lado a otro en ademán negativo, al tiempo que
escuchamos en un tono alto y claro: ‘‘¡Quítenle las amarras y
llévenselo!’’ Al corresponder a nuestra invocación, los prodigios
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del santo de nuestra devoción tomaron como instrumento para
obrar el milagro a la persona que con autoridad para hacerlo,
como lo hizo, nos salvara de una muerte segura y nos permitiera, ahora, narrar lo sucedido. En el acto nos dejaron libres
los brazos y las piernas, nos sacaron del salón y fuimos encerrados, una vez más, en la celda que nos servía de provisional
morada.
Las veces que entre amigos hemos narrado el episodio de la
silla eléctrica, hacemos siempre hincapié en que sólo un milagro del santo de nuestra devoción nos salvó en esa inolvidable y
tétrica noche de una muerte segura.
***
Con anterioridad al episodio narrado precedentemente,
se nos condujo una mañana a una enramada con piso de cemento, la cual presentaba en su frente un letrero pintado
con letras cursivas que, si mal no recordamos, decía: ‘‘Villa
Jacqueline’’. Antes de ser convertido en cárcel de tortura,
todo el inmueble era una residencia familiar de un alto militar al servicio del régimen.
Se nos dio papel y lápiz para que redactáramos por escrito
la declaración que hiciéramos la primera noche que nos sacaron de la celda para ser interrogados.
Al manifestar que no podíamos escribir sin los espejuelos
que nos quitaron a nuestra llegada, uno de los agentes encargados del recinto hizo la diligencia de lugar y al poco rato, ya
en posesión de nuestros lentes, dejamos escrita in extenso la versión de nuestra participación en la frustrada asonada, la cual
tuvo y corrió la misma suerte de otros intentos anteriores, a
contar del año 1930, coronados con el más rotundo fracaso.
Varios compañeros esperaban su turno para ocupar nuestro
lugar y hacer lo mismo que nosotros. Terminada la confesión
escrita que se nos pidió, abrigamos la esperanza de poder quedarnos con los espejuelos. Pero esa esperanza se desvaneció
cuando se nos requirió la entrega de dicho adminículo.
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Un episodio que mantenemos calcado en el recuerdo acaeció una mañana soleada del mes de febrero. Ese día, ese preciso día, abrieron todas las celdas de La Cuarenta y su contenido
fue conducido al patio del recinto. Se dieron órdenes de formar filas varios hombres de frente por tantos más de fondo.
Unos a otros nos mirábamos y en voz muy baja nos esforzábamos por conocer la causa de tal situación. Según nuestra apreciación, el número de hombres allí reunidos, todos desnudos,
bordeaba la cantidad de trescientos. Frente a ese cuadro de
hombres organizados en hileras y en completa atención, varios
soldados armados de ametralladoras, ubicados tanto en el centro como en los extremos de la fila, mantenían la custodia y
vigilancia de los prisioneros. El pensamiento de la mayoría de
éstos era uno solo: ‘‘¡Qué se propone esta gente! ¿Nos ametrallarán?’’ Cuando más tensa era la situación, alguien habló con
voz audible y firme: ‘‘¡No olviden que somos hombres!’’ Quien
pronunció esas palabras no era otro que el propio Manolo Tavares Justo, jefe de la abortada revolución, quien, desde la primera fila en donde se encontraba se volvió para mirar a los
demás compañeros que estaban a sus espaldas para darles ánimo con su valiente y serena expresión.
Pasado un corto tiempo, bajó al terreno un individuo con
una cámara fotográfica. Trató en vano de obtener una fotografía de conjunto de todo el grupo, y al no contar con un lente
apropiado, optó por formar grupos de 20 o 25 hombres, a quienes alineaba de dos en fondo, buscando así lograr su objetivo,
esto es, fotografiarlos.
Más tarde, con el transcurrir de los días, supimos que el fotógrafo de La Cuarenta fue asesinado a garrotazo limpio, al
descubrir el servicio secreto que el fotógrafo a su servicio se
daba a la tarea de entregar las fotografías que obtenía con su
cámara a un funcionario de una de las embajadas acreditadas
en nuestro país, quien a su vez las hizo publicar en periódicos
del exterior. El fotógrafo contribuyó, con la acción que le costó
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la vida, a exponer ante los ojos del mundo una faceta de cómo
se violaban los derechos humanos en la República Dominicana;
a qué grado de humillación y degradación, cual si se tratase de
un campo de concentración de la Alemania de Hitler, estaban
sometidos los dominicanos disidentes del oprobioso régimen
que por largos años y sometidos al poder absoluto de un hombre endiosado por un enjambre de sus paniaguados aduladores, gobernaba a su antojo a todo un pueblo inmisericordemente esclavizado.
***
Llegó la noche de la partida. Se abrieron las celdas completamente, y salió de su interior, cual abejas de un panal, la carga
humana que contenían. Promediaba la medianoche. El frío se
dejaba sentir, más estando desnudos. Las esposas no eran suficientes para utilizarlas en cada prisionero. Un juego de esposas
se empleaba para sujetar a dos hombres: el brazo derecho de
uno con el brazo izquierdo del otro. Esta operación daba la
impresión de que estábamos mancornados como los bueyes.
Nos tocó de compañero esa noche el joven doctor Ciro Amaury
Dargam, hijo del recordado amigo y compañero de aulas doctor César Dargam. En el patio y cerca de los conjurados se encontraban cuatro guaguas vacías. Se dio la orden de ocuparlas
y en un santiamén los cuatro vehículos fueron abarrotados por
aquéllos. Pronto encendieron sus motores y comenzaron a
moverse en dirección a la salida del recinto carcelario. Así lo
hicieron, con excepción de la última, precisamente en la que
íbamos esposados con el doctor Dargam junto a los demás compañeros que la ocupaban.
Mientras las otras avanzaban alejándose de La Cuarenta, la
nuestra se detuvo sobre el espacio enmarcado por el portón de
salida, sin que sus ocupantes, con excepción del chofer y los
custodios, supieran la causa de la detención, inesperada por
cierto. La ansiedad se apoderó del ánimo de todos, asidos a la
esperanza, como estuvieron momentos antes, de ganar la sali-
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da al igual que sus otros compañeros dejando atrás la pesadilla
perturbadora de sus mentes, provocada por los crueles maltratos que a sus forzados inquilinos les reservó La Cuarenta. Al fin,
minutos después de resolverse el problema –al menos nosotros
nunca supimos de que se trataba–, reanudamos la marcha alejándonos del siniestro recinto carcelario, escenario de las más
tremendas, crueles e impiadosas torturas concebidas y llevadas
a cabo por un grupo de hombres insensibles al dolor ajeno y
carentes de todo sentimiento humano.
***
Ya en la avenida Tiradentes, en dirección al Norte, el doctor
Ciro Amaury Dargam nos dijo: ‘‘Si me dicen ahora que estoy libre,
¡júrelo licenciado!, no tendría inconveniente alguno en desandar este recorrido hasta llegar a mi casa desnudo como estoy.’’
El frío apretaba esa noche y se hacía sentir en los cuerpos
desnudos de los presos. Por la dirección que llevaba el vehículo, no cabía la menor duda de que nuestro destino era el penal
de La Victoria, distante unos cuantos kilómetros más adelante.
Cerca de la una llegamos a nuestro nuevo destino. Al bajar
de la guagua entramos al edificio de la cárcel, en donde varios
rasos del ejército hacían de centinelas. Sin ninguna clase de
trámites que llenar ni más dilatorias, los funcionarios del penal
allí presentes encargados de recibirnos nos condujeron por un
largo pasillo semioscuro, al cual daban sendas puertas
indicadoras de ser celdas destinadas para los presos. Efectivamente, de ocho a diez de los numerosos prisioneros trasladados esa madrugada a La Victoria ocuparon cada una de las celdas mencionadas.
La que nos tocó –las demás debieron ser semejantes–, de
unos dos metros y medio de ancho por tres de largo, según
nuestra apreciación herméticamente cerrada, con apenas un
ventanillo estrecho y alargado en lo más alto de la pared opuesta a la puerta de entrada, cubierta una gran parte de su estrecha
abertura por lo que nos pareció un pedazo de latón que entor-
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pecía, o mejor dicho, que impedía la entrada del aire. Como
llegamos muertos de frío, la noche de nuestra llegada la sentimos bastante acogedora. Sobre todo un calorcillo agradable
atemperó el frío que en ese momento calaba todo nuestro cuerpo. Carecíamos de ducha y de inodoro. Se trataba de una verdadera solitaria. Las molestias comenzaron cuando el cuerpo
necesitó cumplir con las embarazosas necesidades fisiológicas.
¿Con qué suplirlas? Una lata circular, enmohecida por el tiempo, era lo único disponible para sacar de apuros a los recién
llegados, a falta de las relativas comodidades encontradas en
las celdas de La Cuarenta. Forzosamente, pues, teníamos que
apelar al famoso ‘‘baché’’.
En la tarde del día siguiente a nuestra llegada, todos nos percatamos de la incómoda y penosa situación a la cual nos enfrentábamos: el calor era agotador, sudábamos como potros de carrera y la sed nos martirizaba. Por otra parte, lo reducido del espacio
nos mantenía casi apiñados en la celda-solitaria. El ventanillo, al
no dejar entrar suficiente luz, mantenía el estrecho lugar en
una semioscuridad, lo que contribuía a estar siempre afectados
por una temperatura calurosa durante todo el día, a causa de la
carencia de un ambiente más adecuado y fresco.
***
La segunda noche de nuestra llegada, cuando el silencio
contribuía a ser más pesado el ambiente que nos servía de
marco, nuestros oídos se aguzaron al escuchar la voz distante y
apagada de un hombre interesado en saber si en el grupo recién llegado la noche anterior se hallaba alguien conocido suyo.
A continuación se dio a conocer: Rafael Augusto Sánchez
Sanlley, Papito. Impartió instrucciones de cómo debíamos contestarle para poder oírnos: acostarse boca abajo junto a la puerta contigua al pasillo, hablar alto por el estrechísimo espacio
entre el piso de la celda y el borde inferior de la puerta. Por
segunda vez repitió sus instrucciones. Al saber que entre los
llegados la noche anterior nos encontrábamos nosotros, presu-
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roso quiso conocer el estado de salud de su padre y demás familiares. Nos tendimos boca abajo sobre el piso de concreto y
alzando la voz para que nos oyera lo mejor posible a través de la
estrecha abertura de la puerta, le informamos que tanto su
padre como sus hermanos gozaban de buena salud. Dejó oír su
contentamiento con una frase que nos causó honda emoción:
‘‘¡Mirad cuán bueno y cuán gustoso es habitar los hermanos en
unión!’’ El doctor Rafael Augusto Sánchez Sanlley guardaba
prisión en solitaria desde hacía aproximadamente un año por
negarse a cumplir –como lo hizo– los requerimientos hécholes
por el sátrapa por intermedio de sus acólitos, para que, públicamente se pronunciara contra su padre, quien, al enterarse por la
radio y la prensa diaria que uno de los expedicionarios asesinados
durante la fracasada expedición de Constanza, Maimón y Estero
Hondo, era su hijo, el doctor Guillermo Augusto Sánchez Sanlley,
trágico acontecimiento que lo movió a escribirle una carta pública
al tirano, en la cual le expresaba su disgusto y disconformidad por
el nefando hecho que le costó la vida a su hijo, no obstante haber
sido capturado vivo, si mal no recordamos.
***
Diariamente, desde muy temprano abrían la puerta de la
solitaria para dejarnos dos latas de mediano tamaño, una de las
cuales contenía el desayuno y la otra el agua de beber. Nos
percatamos de que hedíamos porque los militares portadores
de los improvisados recipientes se cubrían, tanto la boca como
la nariz, con sendos pañuelos. Todavía a una semana de estar
en la nueva e inhóspita morada nos manteníamos sin bañarnos, de ahí que apestáramos a los encargados de suministrarnos los mal llamados alimentos y el agua para beber. Tanto el
desayuno como la cena, servida esta última a prima noche, consistían en un menjurje de harina de maíz disuelta en agua: se
trataba de una sopa bien espesa y muy caliente. Por su color
amarillo la bautizamos con el nombre de ‘‘La Rubia’’. Durante
los primeros días la tolerábamos sin quejarnos. La lata la recibía
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el preso más cercano a la puerta. De inmediato apuraba dos o
tres sorbos y seguido la pasaba al compañero de al lado, quien a
su vez la entregaba al que le seguía, pasando de mano en mano
hasta el último recipiente. Durante los primeros días la toleramos bastante bien, sin quejarnos. Pero llegó un momento en
que nos produjo gran repugnancia, y a partir de ahí renunciamos a beberla en el turno de la prima noche; nuestro organismo la rechazaba, nos resultaba intolerante. Al cabo de tres noches, los ácidos del estómago nos quemaban la garganta, lo que
nos hizo pensar que dicho órgano triplicaba su capacidad de
generar ácido clorhídrico a falta de encontrar el alimento necesario para ejercer cabalmente sus funciones. Resolvimos, pues,
tragarnos rápidamente la sopa de harina de maíz con sorbos
que contábamos en voz alta del uno al tres y le pasábamos la
lata apresuradamente al compañero de al lado. De esa forma
logramos tranquilizar nuestro estómago.
***
Recién llegados a La Victoria, el doctor Ciro Amaury Dargam
pescó una fortísima gripe con fiebre muy alta. Su estado nos alarmó a todos. Llegada la noche de ese día, uno de los compañeros,
cuya voz era fuerte y clara, cuidándose de no ser descubierto por
el centinela de turno, logró hacerse oír de Papito Sánchez, quien
por su experiencia –estaba a punto de cumplir un año en prisión– podría seguramente aconsejarnos al respecto y sernos de
gran utilidad. Enterado Papito de la preocupación que a todos
embargaba, nos echó un balde de agua fría al exclamar con voz,
apenas audible: ‘‘¡Señores, en prisión, las enfermedades se curan
solas!’’ A pesar de sus palabras nada optimistas, nos prometió que
si al día siguiente –como era muy frecuente en su caso– lo sacaban
a barrer el pasillo que daba a las solitarias, en un descuido de su
custodio trataría de pasarnos por la rendija de la puerta unas pastillas de antibiótico y algunas otras cosas.
Cumplió su palabra expuesto a ser descubierto y delatado
por el militar que lo custodiaba. Al día siguiente y en horas
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tempranas de la mañana, los compañeros más cercanos a la
puerta quedaron sorprendidos al notar que por la rendija de
la puerta introducían cuatro pastillas redondas de color crema
pálido, tres galletas de soda y dos cigarrillos con sus correspondientes cerillas. Un manojo de manos se abalanzó al mismo tiempo para recogerlos. Perros hambrientos en aptitud de despedazar a su víctima: las galletitas, distribuidas en pequeños
trocitos, desaparecieron en un santiamén. Al tercer día de usar
los antibióticos, el doctor Dargam mejoró notablemente, hasta
recuperar completamente la salud.
***
El calor, al llegar las últimas horas de la tarde, era sofocante
en extremo. Contribuía a ello la escasa ventilación de la solitaria.
El sudor de los cuerpos en contacto con el polvo del piso le
ocasionó a varios compañeros la formación de dolorosos
forúnculos en sus espaldas. Nosotros fuimos afectados por una
hilera de naciditos que se extendía desde uno de los omóplatos hasta cerca de la rabadilla, infección que nos mortificó por
varios días.
***
Una mañana abrieron las puertas de la celda y nuestra sorpresa fue grande al contemplar nuestros ojos a un grupo de
militares presidido por un alto oficial. Aprovechamos la
sorpresiva visita para informarle al oficial –para todos nosotros
el jefe del grupo– que desde nuestra llegada a la cárcel, y de
eso hacía más de una semana, estábamos sin bañarnos. El oficial, después de oír nuestra queja, prometió a todos que a partir del día siguiente se daría la orden para que se nos permitiera asearnos diariamente.
Efectivamente, muy temprano, a la mañana siguiente, los
carceleros abrieron la celda y nos dividieron en dos grupos,
uno de los cuales tomaría el baño a esa hora, y el otro, en las
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tardes. Fuimos incluidos en el primer grupo. En el lugar destinado a las duchas, nos encontramos con varios compañeros conocidos por nosotros, por lo que nos produjo inusitada alegría
la ocasión de volver a vernos. Mientras tanto, éramos vigilados
por militares armados que a cada rato nos demandaban darnos
prisa. Pero su presencia no fue óbice para aprovechar ese momento para conversar a la carrera, cambiar impresiones y enterarnos de cosas interesantes. Allí, por boca de un compañero
amigo, supimos de la valiente y oportuna pastoral publicada
por los obispos y de su lectura el último domingo en todas las
iglesias del país; del impacto que la misma había ocasionado no
solamente en el seno del pueblo dominicano, sino también en
la esfera oficial. Apartados de nuestras familias, ya no nos sentíamos tan solos. La oportuna intervención de la Iglesia, por
primera vez dejaba oír su evangélica voz de protesta contra la
acción opresiva del régimen y de sus paniaguados colaboradores. La transformación de la Iglesia católica dominicana, entidad
religiosa por largos años sometida a los veleidosos caprichos del
‘‘Jefe Amado’’, de pronto sacudida por los acontecimientos que
afectaban dolorosamente al país en todos sus estratos sociales,
sacó del marasmo y de la inercia habitual a sus más encumbrados
sacerdotes, cabezas visibles de sus correspondientes obispados, al
dejar estampada en su elevada, valiente y célebre Pastoral su
más enérgica protesta por las persecuciones de que eran víctimas numerosos compatriotas.
***
Transcurría el mes de febrero sin cambio aparente alguno:
lo mismo de lo que pudiera llamarse alimento, el mismo calor
sofocante al atardecer de cada día, ningún nuevo acontecimiento que hiciera pensar positivamente en la situación en que nos
encontrábamos. Ya los huesos de cada uno de nosotros se habían acostumbrado al duro pavimento que les servía de asiento
y de cama. En lo que a nosotros respecta, sabíamos que cada
día que pasábamos en tan enojosa situación perdíamos libras y
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que la delgadez iría acentuando más los huesos de nuestro esqueleto. Sin embargo, el organismo se va acostumbrando a las
situaciones que ha de enfrentar. El hambre dejó de martirizarnos a medida que los días se sucedían. Teníamos ya diecisiete
días que no evacuábamos y esta situación no nos provocaba ningún malestar. En cambio, por momentos nos poníamos a divagar y casi siempre nos venía a la mente la idea de que cuando
volviéramos a nuestro hogar lo primero que pediríamos al llegar sería un jarro bien grande lleno de jugo de naranja con
mucho hielo adentro. Este pensamiento nos causaba cierta satisfacción que apenas duraba unos segundos cuando encarábamos de nuevo la realidad de nuestra situación.
***
Llegó el día en que dejaríamos la celda-solitaria que nos servía de morada temporal. Efectivamente, una mañana, bastante
temprano, abrieron la celda y se le ordenó abandonarla al grupo
de compañeros. Todos salimos, recorrimos el pasillo hasta irrumpir en una sala amplia, cuadrada, en donde nos dieron la orden
de detenernos. En dicho espacio había varias sillas rústicas y un
hombre vestido de civil detrás de cada una de ellas.
Nos invitaron a sentarnos, pues tenían órdenes de afeitarnos. Se trataban de presos comunes improvisados como barberos. El que fue asignado a nosotros nos mojó la cara con agua,
sin más jabón, lo que nos causaba bastante molestia al pasarnos
la navaja, de por sí embotada, al momento de rasurarnos. Al
finalizar su labor, hizo acto de presencia un militar de rango
superior, quien, después de observar a los presos, detuvo su
mirada en nosotros con cara de pocos amigos. Como si lo hubiera picado un alacrán, nos descargó una andanada de improperios, a la vez que le urgía al improvisado barbero que terminara de afeitarnos. El militarote, visiblemente exaltado, nos dijo:
‘‘¡Coja por ahí!’’, y nos señaló en el acto una puerta que alcanzamos seguido, para adentrarnos en otro pasillo que empezamos a recorrer, asediados por el oficial que nos seguía con un
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garrote en su mano derecha, según pudimos percatarnos. No
bien habíamos dado unos pasos por el corredor nos sobresaltó
sobremanera, al aflojarnos una pescozada que nos hizo vacilar
al tiempo que nos decía: ‘‘¡Entre por ahí y vístase pronto!’’ La
habitación a la que entramos era cuadrada, bastante espaciosa, y estaba congestionada con una montaña de ropa y zapatos, de todas las tallas y colores, según pudimos malamente
apreciar. Algunas piezas de ropa (sacos y pantalones) estaban
en condiciones presentables; otras, en cambio, tenían el aspecto de haber sido usadas desde hacía mucho tiempo. A falta de los espejuelos y por la poca luz del lugar, nos era muy
problemático y dificultoso encontrar un pantalón y una camisa o saco que ajustaran a nuestra talla. A todo esto, el energúmeno del militarote, con gestos amenazantes, nos urgía a que
nos diéramos prisa en vestirnos. Temerosos de ser atropellados nuevamente, entresacamos de la pila de piezas que teníamos delante un pantalón y un saco que a nuestro juicio correspondían a nuestra talla. Al ponernos el pantalón, éste nos
quedaba sumamente holgado en la cintura, por lo que nos agenciamos una soga que encontramos muy cerca de nosotros, la
cual amarramos alrededor de la cintura para evitar así que dicha prenda se nos cayera. El saco, a su vez, debió pertenecer a
un hombre grueso, pues nos quedaba sumamente grande, lo
que nos obligó a convertirlo en uno cruzado al tener que sobreponer una de sus tapas sobre la otra. Los primeros zapatos
que nos probamos no nos servían: pequeños unos, otros, en
cambio, muy grandes. Finalmente, resolvimos el problema
acomodando los pies en dos zapatos –uno de color negro, el
otro, por lo desvaído que estaba, debió ser marrón– que pugnaban por dejarnos descalzos. Salimos del improvisado cuarto-ropero al amplio pasillo, del cual recorrimos un trecho hasta
que el oficial de marras nos detuvo frente a una celda bastante amplia, separada del pasillo por unos barrotes de hierro.
Detrás de éstos, un grupo numeroso de compañeros. Abrió la
puerta de entrada de la celda y nos dejó en compañía de sus
ocupantes.
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Nos sentimos aliviados y muy pronto fuimos informados de
que en el curso del día todo el grupo sería conducido al Palacio de Justicia de Ciudad Nueva para ser juzgados por ante la
Primera Cámara Penal del Juzgado de Primera Instancia del
Distrito de Santo Domingo, tribunal encargado de conocer de
los hechos que se nos imputaban.
A eso de las nueve de la mañana, abordamos, con inusitada
alegría varios vehículos de la policía, dispuestos desde muy temprano para trasladarnos al sitio en donde seríamos juzgados.
El respirar aire fresco y compartir un ambiente resplandeciente, que en los primeros momentos afectó nuestra visión después
de tantos días de encierro y privados de luz adecuada, nos produjo una sensación agradable de contentura y espontánea alegría.
Nos sentíamos felices, pero impacientes por llegar al Tribunal que nos juzgaría, con la esperanza de volver a ver a nuestros
seres queridos, quienes, como nosotros, estarían ansiosos por
tener noticias nuestras, comprobar que estábamos vivos y conformarse con vernos de lejos. Así fue. Todos tuvimos la grata
satisfacción de recrearnos con la presencia de madres, esposas,
hijos, hermanos y amigos que ese día se dieron cita en el tribunal con la misma finalidad que a todos incumbía.
El militar que nos conducía por la amplia galería interior
del Palacio de Justicia de Ciudad Nueva, nos dio un empujón
para que camináramos más aprisa. En ese momento, en dirección contraria a la nuestra se acercaba el magistrado procurador fiscal, doctor Víctor Garrido hijo, quien al ver en su abusiva
actitud al agente que nos conducía, airadamente le llamó la
atención y le reprochó el acto de violencia que había cometido
con nosotros. Nunca olvidaremos el valeroso gesto de protesta
del doctor Víctor Garrido hijo, expuesto, no obstante sus delicadas y elevadas funciones, a caer en desgracia con la satrapía
que nos gobernaba, como en varias y muy contadas excepciones le había acontecido a otros funcionarios no menos valientes y cumplidores de su deber.
La Sala de Audiencia estaba abarrotada de un público silencioso y expectante. La tribuna de la acusación formuló los
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cargos. Uno a uno los encausados fuimos interrogados por el
Magistrado Presidente del Tribunal y por el Magistrado Procurador Fiscal. En cambio, el abogado de oficio de los inculpados sólo se limitó a pedir, en el turno de las conclusiones,
que se acogieran en nuestro favor circunstancias atenuantes.
La parte civil constituida, en representación del Estado dominicano, concluyó pidiendo que se condenara a los inculpados
a una indemnización millonaria en favor de su representado.
Las declaraciones de los presos en La Cuarenta sirvieron de
base al tribunal para fundamentar su sentencia. Jamás fuimos
conducidos a la presencia del Juez de Instrucción que haría,
como es su misión, la instrucción del proceso, ni éste tampoco, en lo que a nosotros respecta, estuvo en el penal de La
Victoria a los fines indicados. Todo el proceso lo convirtieron
de un drama hilvanado en una burda e hilarante comedia
que hizo reír a todo el mundo.
La sentencia no se hizo esperar. Todos fuimos condenados a
treinta años de trabajos públicos (pena máxima consignada en
el Código Penal Dominicano), y a una indemnización millonaria en favor del Estado dominicano, parte civil constituida, cuyo
representante, al igual que el abogado constituido de los acusados, se limitó, pura y simplemente, a leer conclusiones sin
tomarse el trabajo de interrogar a los encausados. ¡Para qué!
Una sentencia tan mostrenca, mereció el repudio, en silencio, del pueblo dominicano. Su contenido trascendió los límites
de nuestras fronteras y estremeció la conciencia internacional.
***
De regreso al penal de La Victoria, nos llevaron al lugar destinado a barbería, en donde todos fuimos rapados ‘‘al coco’’.
Luego, el grupo de condenados fue conducido y encerrado
en una celda rectangular, bastante amplia, clara y ventilada, en
la que se nos dejó en compañía de otro grupo de compañeros,
como el nuestro condenado anteriormente a igual pena que la
impuesta al grupo nuestro: ¡treinta años de trabajos públicos!
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Un racimo de guineos con que nos tropezamos al entrar a la
nueva y amplia celda, nos despertó el apetito de mala manera.
Los compañeros que nos recibieron se desvivieron por atender
a cada uno de los recién llegados. Ellos, antes de ser condenados, vivieron las mismas angustias, sufrieron en carne propia
los mismos tormentos y penurias. Al ingerir uno de los guineos,
el frescor que nos produjo en la garganta fue indescriptible.
Enseguida engullimos un emparedado de jamón y queso que
nos prepararon, así como bebimos con avidez un vaso de leche
mezclado con avena y azúcar. Por último, comimos dulce.
El hambre acumulada de muchos días nos hizo olvidar, ante
tanta comida, que después de una hambruna tan prolongada es
preciso acostumbrar el estómago con alimentos muy ligeros: sopas, leche, etcétera. Y más, como en nuestro caso, con tantos días
sin evacuar. Las consecuencias no se hicieron esperar. Los retortijones comenzaron a torturarnos por tres noches consecutivas, hasta que por fin logramos normalizar nuestras funciones digestivas.
***
Dos días después de ser condenados, junto con los demás
compañeros, nos dieron la orden de salir al patio interior del
penal, y en formación de dos en fila, nos encaminamos a la
salida del recinto carcelario custodiados por numerosos guardias armados de rifles.
Antes de traspasar la puerta principal de salida, a cada uno
de los compañeros encarcelados se le entregó un machete (conocido con el nombre vulgar de ‘‘mocha’’). La que nos correspondió carecía de mango y su hoja a simple vista se apreciaba
embotada.
Nos condujeron a unos terrenos cercanos al penal cubiertos
enteramente de malezas. La orden impartida era terminante:
en posición agachada desyerbar toda el área sin dejar una sola
raíz. Desde las ocho de la mañana, sin nada que nos protegiera
para resguardar nuestras cabezas rapadas de los rayos del sol,
comenzamos tan penosa como inhabitual tarea. Era la primera
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vez que tomábamos un machete para desyerbar. El terreno estaba duro, reseco en su mayor parte, con la agravante de manejar
un instrumento sin mango y carente de filo para realizar una
labor a todas luces fatigosa y pesada, dura faena a la cual la gran
mayoría de los compañeros no estaban acostumbrados. A todo
esto se sumaba la incómoda posición de estar agachados, puesto
que en lo que a nosotros respecta nos resultaba un suplicio permanecer en cuclillas por más de diez minutos, a causa de un
batazo recibido en la rodilla izquierda hacía ya muchos años.
Pronto se nos ampollaron los dedos de las manos, con las
consiguientes molestias. Hubo un momento que creíamos que
se nos iba el aliento, y sin detenernos a pensar en las consecuencias, le pedimos al compañero más cercano a nosotros, el
doctor Fernández Caminero, nos tomara el pulso. A eso del
mediodía, cuando los rayos del sol eran más impiadosos, cuando el cansancio nos agobiaba después de cuatro horas de mantener tan incomoda y torturante posición, no aguantamos más
y nos dejamos caer sentados sobre el terreno, sin importarnos
ya lo que pudiera acontecernos por quebrantar la orden.
En ese preciso momento dieron la contraorden de regresar
al penal. ‘‘¡Viejo, levántese! ¿Usted no oye?’’ No podíamos enderezar la pierna izquierda, la teníamos acalambrada desde la
mitad del muslo hasta el pie. Intentamos levantarnos sin lograrlo. Un compañero vino en nuestro auxilio echándonos un
brazo y ayudándonos a ponernos de pies. A pesar de todo, nos
sirvió de muleta para recorrer el camino de regreso al penal.
Después de lo acontecido nos alegramos del percance. No volvieron a sacarnos durante la semana en la que los demás compañeros fueron utilizados en las tareas de desyerbo.
***
Muchos de los compañeros de infortunio manifestaron su
intención de recurrir en apelación contra la sentencia de
marras. Se acercaron a nosotros para consultarnos y conocer,
por ende, nuestra opinión al respecto. La respuesta que le di-
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mos fue tajante: ¿de qué valdría apelar si en apelación confirmarían la sentencia? Les recomendamos no apelar. ¡Para qué
darles ese gusto! Estuvieron de acuerdo con nuestro consejo y
aceptaron con serena conformidad el hecho cumplido de haber sido condenados a treinta años de trabajos públicos.
La actitud adoptada por todos los compañeros trascendió
por el ámbito del extenso recinto carcelario. Al enterarse el
Coronel-Jefe de la actitud que los presos políticos habían adoptado, provocó una reunión con éstos, interesado como estaba
por conocer los motivos que los movían a desistir de recurrir
en apelación. Actuaba así no por propia voluntad, sino por las
instrucciones impartidas por sus superiores a causa del revuelo
y justificada repulsa que tanto aquí como en el exterior causó
el premencionado fallo. Al contestarle que no nos interesaba
apelar, con no disimulada insistencia aconsejó a todos que lo
hiciéramos porque a lo mejor seríamos beneficiados. Tal actitud
nos hizo pensar que algo, algún interés especial tendrían las
autoridades del Gobierno para que recurriéramos en apelación contra dicha sentencia. El panorama cambiaba favorablemente. De ahí que después de dos días de estar estudiando el
problema decidimos apelar.
En conocimiento de la resolución adoptada por nosotros,
fuimos conducidos a la Primera Cámara Penal del Juzgado de
Primera Instancia del Distrito, a los fines de interponer, mediante los trámites de lugar, el correspondiente recurso contra
la sentencia objeto de tan fuertes y enconadas críticas. ‘‘Les
conviene apelar la sentencia’’ –nos susurró al pasar junto a nosotros el Magistrado Presidente que nos juzgara y condenara
en primera instancia. Pocos días después, una comisión de funcionarios de la Corte de Apelación de Santo Domingo se trasladó al penal de La Victoria para tomar las declaraciones que a
su juicio debían obtener de los recurrentes.
Comenzaba el mes de marzo. Conjuntamente con los demás
compañeros, fuimos trasladados a la Corte de Apelación ubicada en el Palacio de Justicia de la Feria. Al igual que el juicio de
primer grado, la Sala de Audiencia estaba atestada de público.
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Los encausados, desde muy temprano, congestionamos los
bancos que nos tenían reservados. El magistrado, licenciado
Luis Henríquez Castillo, presidente de la Corte de Apelación,
declaró abierta la audiencia. El Magistrado Procurador de la
Corte dio lectura a la relación de los hechos que se nos imputaban. Luego, el Magistrado Presidente procedió al interrogatorio de cada uno de los encausados. Cuando nos tocó el turno a
nosotros, le solicitamos al Presidente de la Corte nos permitiera dirigirnos al abogado de oficio designado para asumir la defensa de los encausados, con el objeto de pedirle a nuestro
defensor que en lo que a nosotros incumbía concluyera pidiendo nuestro descargo en vez de circunstancias atenuantes. De
nada valió nuestra petición a nuestro defensor. Éste se limitó
única y exclusivamente en sus conclusiones a que se acogiera
en favor de todos los inculpados circunstancias atenuantes. En
cuanto a desarrollar medios de defensa, nada, absolutamente
nada. La impresión que nos dio era el estar influenciado por
una fuerte presión intimidatoria. ¡No era para menos!
El dictamen del magistrado procurador, doctor Pereyra
Goico, fue terminante: que se confirmara en todas sus partes la
sentencia apelada, no sin antes desarrollar una pieza acusatoria en la que sólo le faltó decir que el castigo que debiera aplicársenos fuera la pena de muerte, según se infería de la rudeza empleada en los términos de su dictamen. La parte civil
constituida, en representación del Estado dominicano, como
en la audiencia de primer grado, se limitó a la lectura de conclusiones.
Terminada la audiencia, más que un proceso rigurosamente dirigido por los canales normales que rigen y regulan todo
procedimiento de naturaleza puramente penal, fue convertido en una hilarante y mal hilvanada comedia.
En el ínterin, el Magistrado Procurador de la Corte, desde
su estrado, inclinando el cuerpo y la cabeza hacia abajo, nos
dijo en tono muy bajo, casi susurrante (estábamos sentados en
el extremo de uno de los bancos muy cerca de dicho funcionario): ‘‘Alburquerque, no se preocupen, habrá varios descargos.’’
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El resultado de la deliberación no tardó en conocerse. Los
magistrados de la Corte apenas se tomaron unos diez minutos
desde que se retiraron a deliberar y regresaron a la Sala de Audiencia a ocupar sus respectivos asientos en los estrados, lo que
nos hizo pensar, relacionándolo con lo que nos acababa de decir
el Magistrado Procurador, que el dispositivo de la sentencia fue
redactado con antelación a la celebración de la audiencia.
En efecto, el Secretario dio lectura al dispositivo de la sentencia ante la silenciosa y manifiesta expectación del público
que ansiaba oír el resultado del proceso. Fuimos descargados
junto a otros diez compañeros. El resto, los más comprometidos del grupo, obtuvieron penas de cinco, tres y dos años
de prisión, lo que contrastaba notablemente con la sentencia de primer grado la cual, al condenarnos a treinta años de
trabajos públicos, consideraba con el mismo grado de culpabilidad a todos los inculpados.
Media hora después, se entregaba al capitán que comandaba el grupo de militares que nos custodiaban la orden de libertad en provecho de los que fuimos descargados.
***
A eso de las cuatro de la tarde de ese mismo día, los once
descargados fuimos trasladados a la oficina del penal, a los fines de llenar los trámites pertinentes para ponernos en libertad. Antes, sentimos profunda tristeza al despedirnos del resto
de los compañeros de infortunio, quienes, no obstante continuar en prisión, nos demostraron su sincera alegría con motivo
de haber recobrado la libertad.
Ansiosos cada uno de los liberados por encontrarse con sus
seres queridos a la salida del penal, hicimos un aparte para
intercambiar opiniones, relacionado con el descargo que nos
había favorecido. En un momento de la conversación, un compañero del grupo propuso a éste dirigirle un telegrama al
Generalísimo Trujillo para darle las gracias y expresarle nuestra gratitud por habernos liberado de toda culpa. En tamaño
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aprieto nos metía el compañero. Sin demostrar el disgusto que
su propuesta nos causaba, le dijimos y le hicimos ver que si
mandábamos ese telegrama como él insinuaba, estábamos confesando y admitiendo a la vez que la justicia la impartía el Benefactor de la Patria y no los tribunales de justicia dominicanos. Los demás compañeros hicieron un signo de afirmación a
nuestra respuesta, lo que movió al proponente a aceptar, convencido, la salida que se nos había ocurrido en tan difícil y comprometedor momento.
Minutos después, que nos parecieron sumamente largos,
recobramos la libertad y dejamos atrás las emociones, los sobresaltos y los atormentadores días que nos tocara experimentar,
al no avenirnos y menos contemporizar con el régimen de Gobierno de un hombre que, como Trujillo, lo usaba a su antojo
como el más cruel y sanguinario espécimen, émulo de los grandes
y prepotentes señores feudales, para retener antojadizamente
el poder absoluto, como venía haciéndolo desde hacía treinta
años, en desmedro de la nación y de sus sufridos connacionales.
No existen palabras para describir el emocionante momento del reencuentro con nuestras madres, esposas, hijos, hermanos y demás parientes y amigos. Dejamos a la benevolente imaginación de los lectores vivir por nosotros ese inolvidable final
del episodio narrado precedentemente.
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ESCRITOS SELECTOS
E
stábamos a punto de conciliar el sueño esa noche del 30
de mayo, cuando Lily, nuestra hermana, con voz apenas
audible y angustiada lo interrumpió con estas palabras: ‘‘Chichí,
baja, para decirte una cosa.’’
Apresurándonos, hicimos luz y vimos la hora: las once de la
noche. ¡Qué pasará! –comentamos con nuestra mujer. Y envolviéndonos con una bata descendimos por la escalera a la planta
baja de nuestra casa. La información que obtuvimos de nuestra
hermana no nos aclaró nada, pero tanto ella como nosotros
fuimos presa desde ese momento de la más inquietante curiosidad y, sin duda alguna, quedamos enteramente confundidos.
Se concretó a decirnos que una parienta, muy apreciada y querida por nosotros, acababa de llamarla por teléfono para informarle que su marido, militar, de servicio esa noche en el Hospital Marion, la había despertado hacía un momento para darle
instrucciones de asegurar bien la puerta principal de la residencia en donde vivían; que después, sería más explícito; que
se sentía muy nerviosa al no saber nada en concreto que le
sirviera de base a su esposo para aconsejarle en esa forma.
Nos quedamos cavilando sin llegar a ninguna conclusión.
Separándonos en el acto, nos encaminamos a nuestros respectivos dormitorios.
A eso de las seis de la mañana del 31 de mayo, con un comienzo de día muy claro, nuestro tío materno, Rogelio ZayasBazán (Llello), como tenía por costumbre –y después de abrirle la puerta de la calle la muchacha de servicio–, se nos acercó
con pasos muy rápidos y visiblemente excitado. Sin darnos los
buenos días, nos espetó: ‘‘¡La invasión! Un amigo que vive en la
segunda planta –él vivía en la tercera– subió en pijama, tocóme
la puerta para decirme que estaban invadiendo el país para
tumbar a Trujillo.’’ ‘‘Tanto él como yo –prosiguió– hemos visto
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camiones llenos de guardias bien armados transitando por la
calle de El Conde, en dirección Este-Oeste!’’ Quedamos más
aturdidos con la información suministrada por nuestro tío. ¡De
qué invasión estaría hablando! ¿Estaría volviéndose loco?
Comentamos la información con nuestra madre y luego,
segundos después, con nuestra mujer, mientras nos aseábamos
y cambiábamos de ropa, con el objeto de más tarde, a eso de las
ocho de la mañana, encaminarnos a nuestra oficina de abogado. Ya desayunados, abrimos media hoja de una de las puertas
de la casa que da a la calle de Las Mercedes, y mirando a través
de la reja de hierro que la cubre, nos entretuvimos un buen
rato observando a todo el que cruzaba de un lado para otro de
la acera, tratando de captar algún indicio que nos ayudara a
descifrar el estado de ánimo de los habituales transeúntes con
el deliberado propósito de relacionar sus gestos y manera de
conducirse esa mañana con las informaciones obtenidas en la
noche anterior y en la mañana que comenzaba. Sin embarro,
la gente se notaba tranquila, sin nada que la preocupara. El día
era como otro cualquiera, la rutina de siempre: caras conocidas de tanto verlas pasar, los mismos pregoneros con sus diversos matices de voces. Todo lo que nos circundaba lo veíamos
igual y sereno como algo natural y corriente.
A punto de retirarnos de la puerta, notamos a una joven
amiga, vecina a tres casas de la nuestra, cuyas hermanas nos
visitaban con frecuencia, escasamente ella. Venía, caminando
por la acera en dirección a nosotros, acusando al caminar cierto nerviosismo delatado por su mirar de un lado para otro, como
si se sintiera vigilada, y acortó el paso, además, en el preciso
momento de cruzar frente a nosotros, temerosa de ser sorprendida, momento que aprovechó para alzar la cabeza, mirarnos, y
pasarse uno de los cantos de su mano derecha por el cuello
para darnos a entender con ese signo muy corriente y elocuente, que habían liquidado a alguien de singular importancia.
Nos quedamos perplejos, estáticos. La vimos desaparecer calle
más adelante. Impusimos a la familia de lo que acabábamos de ver
y eslabonando la información de la noche anterior suministrada
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por nuestra hermana con la versión de la invasión en boca de
nuestro tío, y más tarde, esa misma mañana lo que nos quiso
dar a entender la vecina amiga de la casa, llegamos a la conclusión de que algo de envergadura estaba aconteciendo que afectaba sensiblemente a la clase gobernante. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? ¿Qué misterio había en todo esto?
Cada vez más confundidos, abordamos la calle en dirección a
nuestra oficina. Al detenernos en la esquina suroeste de la calle Arzobispo Meriño con General Luperón, nos llamaron la
atención dos guardias rasos del ejército con sendas carabinas
con las bayonetas caladas junto a la puerta de entrada de la
oficina principal de la All American Cables, situada en la primera de dichas calles, lo que para nosotros era inusual, al no
haber visto antes algo parecido a eso.
Ya en el estudio, llegó un joven abogado, recién graduado
hacía pocos meses, el doctor José Andrés Aybar Sánchez, a quien
le brindamos un espacio en nuestro bufete. Tan pronto como
hizo contacto con nosotros, nos dejó estupefactos, al decirnos:
‘‘¡Mataron a Trujillo!’’ Fue más explícito al agregar que a su
Padre lo despertaron a eso de las cuatro de la madrugada para
darle la noticia. Al fin pudimos esclarecer las distintas versiones
que hasta ese preciso momento conociamos, sin el menor punto de contacto que las hiciera comprensibles al entendimiento
humano.
No bien habían transcurrido unos veinte minutos, nuestro
hijo Rafaelito irrumpió en el bufete para informarnos que había pasado por la acera de enfrente de la Fortaleza Ozama y
comprobó que tanto la bandera dominicana de la torre, como
la que se encontraba sobre la puerta de entrada al recinto militar, junto a la calle hoy Las Damas, estaban a media asta. Esta
información era un dato fehaciente, más revelador, que algún
alto personaje del Gobierno o algún miembro prominente de
la familia Trujillo había fallecido, porque todavía nos resistíamos a creer que el muerto fuera el tirano.
A medida que ascendía la mañana, los rumores arroparon
todo el ámbito de la ciudad capital y hubo momentos –debió
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ocurrirle a la mayoría de la gente– que llegó a sentirse el silencio. Se trataba de un hecho inusitado, increíble, inimaginable.
Si todas las intentonas que se fraguaron con posterioridad al
1930 para eliminar al chacal de San Cristóbal terminaron en el
más rotundo fracaso. Si sus opositores no contaban con los medios
necesarios para luchar contra ese espécimen de hombre y su
despótico y no menos bárbaro régimen, ¿quién o quiénes tramaron la conjura para llevar a cabo la muerte del tirano?
Todo el mundo estaba pegado a la radio, ansioso de obtener
datos más precisos y aclaratorios. A eso de las cuatro de la tarde
del 31 de mayo se despejó la incógnita, la radio-televisión estatal esparció por sus ondas radiales y televisuales la sensacional
noticia de la muerte de Trujillo; la forma como había sido eliminado; el sitio escogido por los conjurados para ejecutarlo, y
cómo fue localizado el automóvil en cuyo baúl se encontraba el
cadáver del sátrapa, a la vez que mencionaba los nombres de
algunos de los autores del tiranicidio.
Parafraseando un dicho muy socorrido, extraído de la popular zarzuela El Rey que rabió, dijimos en tan memorable ocasión: ‘‘¡Muerto el perro, se acabó la rabia!’’
Los acontecimientos posteriores al tiranicidio son muy recientes. Están muy frescos en la memoria de los dominicanos
de estos últimos años. Rememorarlos y comentarlos ahora no
despertaría en las actuales generaciones, conocedoras de esos
hechos por ser muy nuevos y a cada momento puestos de relieve por los medios de publicidad conque contamos, el mismo
interés y la no menos justificada curiosidad que en ellas despertaría el adentrarse por los intrincados laberintos de nuestra
historia política a contar de 1930, año que da inicio a la tiranía
con el golpe traicionero que derriba el gobierno del presidente Horacio Vásquez y su estrepitoso derrumbe el 30 de mayo
de 1961, período bautizado con el execrable nombre de ‘‘Era
de Trujillo’’.
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ESCRITOS SELECTOS
Índice onomástico
A
Abbes García, Johnny 118
Abreu Penzo, Mario 74, 78
Acevedo, Abelardo 87, 8992
Acevedo, Plácido 78
Alburquerque Zayas-Bazán,
Rafael 26, 44, 46, 56, 57,
59, 61, 77, 80-83, 111, 112,
117, 118, 130, 131, 150
Alburquerque, Lily 155
Alburquerque, Marcelo 96,
97
Alburquerque, Rafael F. 15,
157
Arias, Desiderio 31
Arias, Pedro 99
Aybar Sánchez, José Andrés
157
B
Bergés Chupani, Manuel 98
Betancourt, Rómulo 52
Blanco Fombona, Horacio
38, 43, 45, 46
Blanco Fombona, Oscar 38,
42-44, 46
Bonilla Artiles, José Antonio
53-55, 60
Borques (Sargento) 97, 100,
102
Bosch, Juan 14
C
Caldentey (General) 31
Castain (oficial de la Policía
Nacional) 95
Castillo, Jesús 36
Castro de Alburquerque,
Mercedes de 113
Castro Rivera, Rafael 74, 78
Contín Aybar, Néstor 29, 39
Cruz Ayala, Hernán 44
Báez, Mauricio 52
Balaguer, Joaquín 26
Ben, Domingo 84
Bencosme, Sergio 52
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159
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160
RAFAEL ALBURQUERQUE ZAYAS BAZÁN
D
G
Dacosta Gómez, Rafael
(Chichí) 39, 40, 42, 84,
117, 126, 155
Dargam, César 136, 141
Dargam, Ciro Amaury 136,
137, 140
De Castro, Estela de Castro
114
Delgado, Miguel A. 27
Díaz, Gustavo 74
E
Escoto Santana, Julio 132
Espaillat de la Mota, Julio 27
Estrada, Domingo 27
Estrella Ureña, Rafael 25
F
Faxas Canto, Rafael Miguel
(Pipe) 116, 117
Fernández Caminero, José
Antonio 148
Fernández Reyna, Leonel 11
Fiallo Rodríguez, Gilberto
29, 54, 56, 57, 59, 65, 79,
95, 98, 99, 103
Fiallo, Antinoe 95, 105, 106
Fiallo, Gilberto 55, 61, 105,
106
Francheschini, Vinicio 117,
119
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160
Galíndez, Jesús de 52
Gandhi, Mahatma 125
García (Teniente) 97
García Aybar, José Ernesto 74
García Godoy, Héctor 83
García Mella, Moisés 45, 74,
78
Garrido hijo, Víctor 145
Garrido, Josefina 119
Garrido, Víctor 25
Gómez Ceara, Gustavo E. 83
Gómez, Juan Vicente 21
González Batista, Carolino
77
Guerrero, Arquímedes 107
H
Henríquez Castillo, Luis 150
Henríquez, Enrique
Apolinar 113
Hernández, Manuel de Jesús
(Pipí) 52
Heureaux, Ulises 21
Hitler, Adolfo 136
I
Imbert Rainieri, Ramón
(Moncho) 129
L
Lepervanche, René de 53
Leví, Vitali 102-104
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AÑOS IMBORRABLES (EPISODIOS AUTOBIOGRÁFICOS)
M
R
Martínez Bonilla, Carmen
Natalia 55
Martínez Reyna, Virgilio 31
Martínez, Francisco
(Paquito) 102
Mejía Féliz, Juan Tomás 74,
98
Messina, Temístocles 15
Molina, Julia (madre de
Trujillo) 100
Montalvo, Juan 21
N
Nolasco (Toñín) 26
P
Padilla Deschamps, Josefina
66
Paíno Pichardo, Rafael 112
Paradas Sánchez, Gustavo
117
Paulino, Anselmo 95
Paulino, Miguel Ángel 30
Penson, William 26
Pereyra Goico, Dr. 150
Pérez, Alejandrina 38, 39,
42, 45
Perry, Alonso 92
Pool, Armando de 40
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161
161
Ramos, Eleoncio 74
Requena, Andrés 52
Rodríguez de Francia,
Gaspar 21
Romero, César L. 39, 40, 43
Roques Martínez, Ricardo
88, 89
Rosas, Juan Manuel de 21
Rovira, Rafael 26, 28
S
Salado, Aníbal 27
San Agustín 17
Sánchez Sanlley, Guillermo
Augusto 139
Sánchez Sanlley, Rafael
Augusto (Papito) 138-140
Santos, Emilio de los 26
Sepúlveda, Eleuterio 26
Sklodowska, Marie (Madame
Curie) 101
Stella, José María 53
T
Tavares hijo, Froilán 74
Tavares Justo, Manuel
(Manolo) 117, 135
Tavares, Froilán 37, 39, 40
Tejada Florentino, Manuel
123, 124
Troncoso Sánchez, Francisco
74
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RAFAEL ALBURQUERQUE ZAYAS BAZÁN
Trujillo Molina, Héctor
Bienvenido 95
Trujillo Molina, José
Arismendy (Petán) 36-40,
42, 44, 45, 123
Trujillo Molina, Rafael
Leonidas 14, 15, 21, 2527, 29, 30, 35, 36, 42, 51,
53-55, 58-60, 71, 81, 87,
91, 100, 102, 113, 123,
124, 129-131, 151, 152,
155, 157, 158
Trujillo, Nieves Luisa 36
Trujillo, Romeo (Pipí) 36
U
Ureña, Francisco (Paquito)
67
V
Vásquez, Horacio 25, 30, 158
Vicioso, Francisco A.
(Panchito) 72, 74, 80, 82,
83
Z
Zayas-Bazán, Rogelio (Llello)
117, 155
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AÑOS IMBORRABLES (EPISODIOS AUTOBIOGRÁFICOS)
163
Publicaciones del Archivo General de la Nación
Vol. I
Vol. II
Vol. III
Vol. IV
Vol. V
Vol. VI
Vol. VII
Vol. VIII
Vol. IX
Vol. X
Vol. XI
Vol. XII
Vol. XIII
Vol. XIV
Años imborrables.pmd
Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 18441846. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1944.
Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. I, C. T., 1944.
Samaná, pasado y porvenir, por E. Rodríguez Demorizi, C. T.,
1945
Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E.
Rodríguez Demorizi, Vol. II, C. T., 1945.
Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago, 1947.
San Cristóbal de antaño, por E. Rodríguez Demorizi, Vol. II,
Santiago, 1946.
Manuel Rodríguez Objío (poeta, restaurador, historiador, mártir), por R. Lugo Lovatón, C. T., 1951.
Relaciones, por Manuel Rodríguez Objío. Introducción, títulos y notas por R. Lugo Lovatón, C. T., 1951.
Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 18461850, Vol. II. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C.
T., 1947.
Índice general del “Boletín” del 1938 al 1944, C. T., 1949.
Historia de los aventureros, filibusteros y bucaneros de América.
Escrita en holandés por Alexander Oliver O. Exquemelin.
Traducida de una famosa edición francesa de La Sirene-París,
1920, por C. A. Rodríguez. Introducción y bosquejo biográfico del traductor por R. Lugo Lovatón, C. T., 1953.
Obras de Trujillo. Introducción de R. Lugo Lovatón, C. T.,
1956.
Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E.
Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1957.
Cesión de Santo Domingo a Francia. Correspondencia de Godoy,
García Roume, Hedouville, Louverture Rigaud y otros. 1795-1802.
Edición de E. Rodríguez Demorizi. Vol. III, C. T., 1959.
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RAFAEL ALBURQUERQUE ZAYAS-BAZÁN
Vol. XV
Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959.
Vol. XVI
Escritos dispersos (Tomo I: 1896-1908), por José Ramón
López. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo,
D. N., 2005.
Vol. XVII
Escritos dispersos (Tomo II: 1909-1916), por José Ramón
López. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo,
D. N., 2005.
Vol. XVIII Escritos dispersos (Tomo III: 1917-1922), por José Ramón
López. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo,
D. N., 2005.
Vol. XIX
Máximo Gómez a cien años de su fallecimiento, 1905-2005. Edición de E. Cordero Michel, Santo Domingo, D. N., 2005.
Vol. XX
Lilí, el sanguinario machetero dominicano, por Juan Vicente
Flores. Edición de Dantes Ortiz, Santo Domingo, D. N.,
2006.
Vol. XXI
Escritos selectos, por Manuel de Jesús de Peña y Reynoso.
Edición de A Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXII
Obras escogidas 1. Artículos, por Alejandro Angulo Guridi.
Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXIII Obras escogidas 2. Ensayos, por Alejandro Angulo Guridi.
Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXIV Obras escogidas 3. Epistolario, por Alejandro Angulo Guridi.
Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXV
La colonización de la frontera dominicana 1680-1796, por Manuel Vicente Hernández González. Edición de Dantes
Ortiz, Santo Domingo, D. N., 2006.
Vol. XXVI Fabio Fiallo en La Bandera Libre, compilación de Rafael Darío
Herrera. Edición de Dantes Ortiz, Santo Domingo, D. N.,
2006.
Vol. XXVII Expansión fundacional y crecimiento en el norte dominicano
(1680-1795). El Cibao y la bahía de Samaná, por Manuel
Hernández González. Edición de Dantes Ortiz, Santo
Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXVIII Documentos inéditos de Fernando A. de Meriño, compilación
de José Luis Sáez. S. J. Edición de Dantes Ortiz, Santo
Domingo, D. N. 2007.
Vol. XXIX Pedro Francisco Bonó / Textos selectos. Edición de Dantes
Ortiz. Santo Domingo, D. N. 2007.
Vol. XXX
Iglesia, espacio y poder: Santo Domingo (1498-1521), por Miguel D. Mena. Edición de Dantes Ortiz, Santo Domingo,
D. N., 2007.
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AÑOS IMBORRABLES (EPISODIOS AUTOBIOGRÁFICOS)
165
Vol. XXXI
Cedulario de la isla de Santo Domingo, Vol. I: 1492-1501,
por fray Vicente Rubio, O. P. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Español. Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXII
La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo I: Hechos
sobresalientes en la provincia), por Alfredo Rafael
Hernández Figueroa (Comp.) Edición de Dantes Ortiz,
Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXIII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo II: Reorganización de la provincia post Restauración), por Alfredo Rafael Hernández Figueroa (Comp.) Edición de Dantes Ortiz,
Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXIV Cartas del Cabildo de Santo Domingo en el siglo XVII. (Vol.
LXXX de la Academia Dominicana de la Historia). Por
Genaro Rodríguez Morel (Comp.) Edición de Dantes
Ortiz, Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXV
Memorias del Primer Encuentro Nacional de Archivos. Edición de Dantes Ortiz, Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXVI Actas de los primeros congresos obreros dominicanos, 1920 y
1922. Edición de Dantes Ortiz, Santo Domingo, D. N.,
2007.
Vol. XXXVII Documentos para la historia de la educación moderna en la
República Dominicana (1879-1894), tomo I (Vol. LXXXII
de la Academia Dominicana de la Historia), por
Raymundo González. Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXVIII Documentos para la historia de la educación moderna en la
República Dominicana (1879-1894), tomo II (Vol. LXXXIII
de la Academia Dominicana de la Historia), por
Raymundo González. Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XXXIX Una carta a Maritain (traducción al castellano del P. Jesús Hernández). Edición de Dantes Ortiz, Santo Domingo, D. N., 2007. Primera edición: Editora Montalvo, Ciudad Trujillo, 1944.
Vol. XL
Manual de indización para archivos, en coedición con el
Archivo Nacional de la República de Cuba, por Marisol
Mesa, Elvira Corbelle Sanjurjo, Alba Gilda Dreke de Alfonso, Miriam Ruiz Meriño, Jorge Macle Cruz. Santo
Domingo, D. N., 2007.
Vol. XLI
Apuntes históricos sobre Santo Domingo, por el Dr. Alejandro Llenas. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007.
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RAFAEL ALBURQUERQUE ZAYAS-BAZÁN
Vol. XLII
Ensayos y apuntes diversos, por el Dr. Alejandro Llenas. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007.
Vol. XLIII La educación científica de la mujer, por Eugenio María de
Hostos. Edición de Dantes Ortiz, Santo Domingo, D. N.,
2007. (en prensa)
Vol. XLIV Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1530-1546)
(Vol. LXXXI de la Academia Dominicana de la Historia).
Por Genaro Rodríguez Morel (Comp.) Edición de Dantes
Ortiz, Santo Domingo, D. N., 2008.
Vol. XLV Américo Lugo en Patria, por Rafael Darío Herrera (Comp.).
Edición de Dantesa Ortíz, Santo Domingo, D. N., 2008
Colección Juvenil
Vol. I
Vol. II
Vol. III
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Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Edición de Dantes Ortiz,
Santo Domingo, D. N., 2007
Heroínas nacionales, por Roberto Cassá. Edición de Dantes
Ortiz, Santo Domingo, 2007. E. Rodríguez Demorizi, Vol.
I, C. T., 1944.
Vida y obra de Ercilia Pepín, por Alejandro Paulino Ramos.
Segunda edición de Dantes Ortiz, Santo Domingo, D. N.,
2007. Primera edición: Editoria Universitaria, Santo Domingo, D. N., 1987.
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AÑOS IMBORRABLES (EPISODIOS AUTOBIOGRÁFICOS)
167
Colofón
Este libro se terminó de imprimir en el
mes de marzo de 2008 en los talleres
gráficos de Editora Búho, C. por A., con
una tirada de 1,000 (un mil) ejemplares.
Está compuesto en caracteres New
Bakersville tamaño 11.5 e impreso en
papel cáscara de huevo de baja densidad.
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RAFAEL ALBURQUERQUE ZAYAS-BAZÁN
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