Augusto Pérez Lindo

Anuncio
Augusto Pérez Lindo
DERRUMBE Y DESTINO DEL ESTADO-NACION EN ARGENTINA
La Patria no ha de ser para nosotros
nada más que una hija y un miedo inevitable,
y un dolor que se lleva en el costado
sin palabras ni gritos.
Leopoldo Marechal, Heptámeron, 1966
I.
El enigma del fracaso argentino luego de la segunda
mitad del siglo XX se puede comprender en parte por la
incapacidad de la clase dirigente para administrar el Estado
en función de los intereses públicos. El costo que el pueblo
argentino ha tenido que pagar por las prácticas prebendistas,
corporativistas, clientelísticas y mafiosas durante las
últimas décadas es tan importante como el monto de la deuda
externa cifrada en más de 140 mil millones de dólares. Los
subsidios a las ficticias radicaciones industriales tuvieron
un costo fiscal superior a los 30 mil millones de dólares,
muchos de los cuales sirvieron para subsidiar a las
automotrices extranjeras. La estatización de las deudas
privadas en l982, por obra de Domingo Cavallo, fue del orden
de los 20.000 millones de dólares. La Guerra de Malvinas
insumió unos 10 mil millones de dólares. Las evasiones
impositivas y aduaneras en las últimas décadas superan los
30.000 millones de dólares. Los enriquecimientos ilícitos a
través de obras públicas con sobreprecios, licitaciones y
transacciones fraudulentas (maffia del oro, tráfico de armas
a Ecuador y Croacia, entre otras) también se cifran en
varios miles de millones de dólares. Si a esto agregamos la
baja productividad del Estado y el sobreempleo clientelístico
tendríamos una cifra superior al PBI de todos los países de
América Central y Caribe.
Los gobernantes y dirigentes de turno engrosaron las
plantas de la administración pública con parientes, amigos y
seguidores que asumieron sus cargos como una renta. Así como
la oligarquía tradicional había usufructuado de la renta
diferencial de la tierra, surgió también una “renta
diferencial del poder político”. La clase dirigente endeudó
al Estado y al pueblo argentino para afrontar los déficits de
las finanzas públicas. Sería un milagro
que un país pudiera
ser exitoso en tales condiciones. El milagro del Estado
rentístico llegó a su fin con la quiebra de las finanzas
públicas, el default , la pérdida del sistema de créditos y
la parálisis de todos el sistema público.
Sin duda para hablar del Estado y la Nación en el
contexto del derrumbe de la Argentina en este comienzo del
siglo XXI hay que adoptar una perspectiva reconstruccionista.
Tanto entre los actores que protestan y resisten frente a la
catástrofe que padecemos como entre los dirigentes políticos y
gubernamentales aparece claro que no se puede encarar el
futuro sin replantear las estructuras del poder estatal y sus
relaciones con la sociedad y la economía. La reconstrucción de
la economía, de la sociedad y del Estado son ineludibles para
afrontar los dramáticos problemas que hoy enfrenta el pueblo
argentino. Este simple enunciado encierra la magnitud del
desafío histórico que tenemos por delante. No se trata de una
simple crisis económica o financiera, como algunos quieren
seguir creyendo. Aunque los aspectos económicos tienen un
alcance decisivo en la vida cotidiana, en la supervivencia de
los argentinos, lo que esta en juego es la reelaboración de un
nuevo modelo social y de un nuevo proyecto de país.
Aquí solo trataremos de la cuestión del Estado-Nación.
Si bien este aspecto nos parece fundamental no podemos
afirmar con certeza que como referentes políticos y
simbólicos el Estado y la Nación han de conservar la
centralidad que han tenido en la formación de la Argentina
moderna. No es sólo el efecto de la globalización lo que
amenaza la entidad del Estado-Nación. Por un lado cabe la
posibilidad de que algunos
actores busquen defender sus
intereses afirmando exclusivamente la primacía de los
factores económico-financieros. Por otro lado, es posible que
otros actores sociales continuen luchando para imponer una
dinámica centrada en las reivindicaciones sociales y en el
cambio del poder político. Neo-liberales y ahorristas pujan
por recuperar los beneficios de una economía dolarizada
mientras los piqueteros reclaman empleos y
los asambleístas
barriales buscan cambios en el sistema político. Detrás de
estas tendencias podemos discernir distintas orientaciones de
carácter económico, social o político. En cualquiera de ellos
el concepto de “Estado-Nación” tiende a relativisarze, a
“deconstruirse”.
Colocar al Estado-Nación en el centro de la escena sin
subestimar las estrategias económicas, las reivindicaciones
igualitaristas y las demandas de democracia directa implica
adoptar una perspectiva neo-estatista. Podemos suponer que
sin la consolidación del Estado resultará problemático
mantener el Estado de Derecho, recrear el Estado de
Bienestar y llevar adelante un proyecto de desarrollo
autosustentable. Tampoco sería viable siquiera la vigencia
del contrato social: la lucha de todos contra todos ya
amenaza de mil maneras la sociedad argentina. El mismo
proceso de globalización, contra lo que dicen muchos
analistas, exige la vigencia del Estado-Nación como sujeto
capaz de defender los intereses del país sometido a un
endeudamiento externo insoportable y a la
internacionalización de su economía.
II.
En la década del 90 la Argentina ensayó con el respaldo de
las ideas neo-liberales y de los organismos de crédito
internacional un proceso de privatización y de
internacionalización a ultranza de la economía nacional. Lo
cual llevó a eliminar primero los resortes básicos del Estado
y luego a la marginación de una parte importante de la
sociedad. Después de un largo período de más cincuenta años en
que el Estado controlaba la economía y la sociedad nos
encontramos con una doble disociación: una economía sin
sociedad y una sociedad sin Estado. Se asumió que el Estado
no debía tener políticas de desarrollo económico-social y se
produjo un abandono progresivo de las responsabilidades
sociales del Estado. Es en el marco de esta disociación, a su
vez epifenómeno de la desintegración social, que podemos
comprender el hecho de que aparezcan fuertes tendencias
sectoriales: los que piensan que todo se puede arreglar desde
el mercado y las variables macro-económicas, los que piensan
que todo se resuelve con políticas sociales y los que creen
que el cambio de las representaciones políticas puede resolver
la crisis.
El Estado sigue siendo de hecho una realidad innegable:
dispone de un presupuesto de gastos cercano a los 60 mil
millones de dólares entre todas sus jurisdicciones , tiene un
sistema educativo complejo que atiende a cerca de 12 millones
de personas, posee fuerzas armadas y de seguridad
profesionalizadas y modernas, atiende sistemas de salud, de
justicia y de seguridad social que aún en crisis representan
un capital social muy significativo. El Estado existe de
hecho no sólo como expresión del gasto público, que se ubica
en el tercer rango de América Latina, sino también como
estructura social y política. Sin embargo, nunca como ahora
se ha deslegitimado y minimizado tanto el poder público y el
Estado. Este hecho por sí mismo genera un alto grado de
inoperancia y de ineficiencia. La gestión pública ha perdido
sus valores, ha perdido autoridad y responsabilidad, ha
perdido los criterios de racionalidad y de equidad en sus
decisiones. O sea, marcha a la deriva.
De la figura del “Estado Benefactor” que instaló el
peronismo entre 1946-55 se fue deslizando hacia el Estado
Burocrático Autoritario bajo el poder militar, con interregnos
breves de gobiernos civiles, llegando al Estado Terrorista
entre 1976-1983. A partir de la restauración democrática
iniciada en 1983 se acentúa la figura del Estado
Clientelístico para llegar al Estado Ausente de los 90 con el
gobierno de Menem. En la etapa actual pareciera que todos los
actores (piqueteros, ahorristas, comerciantes, empresas,
bancos, profesionales o trabajadores públicos) consideran al
Estado, por distintas razones, un enemigo. En este contexto
parece imposible reivindicar el rol del Estado. Sin embargo,
desde la razón histórica, sabemos que sin Estado la sociedad
argentina no tiene futuro.
Una de las razones de la disociación entre la sociedad y
el Estado tiene que ver con el debilitamiento del referente
utópico, ético, imaginario y simbólico que desde mediados del
siglo XIX dió sustancia a la formación del Estado moderno
argentino: la idea de Nación. Esta idea se reelaboró luego de
la batalla de Caseros (1852) con elementos federalistasunitaristas, democrático-liberales, cosmopolistas,
progresistas y elitistas, que pese a la hegemonía de una
oligarquía liberal permitieron construir la idea de una Nación
compartida por todos. Sabemos que este proceso llevó por lo
menos 30 años de consolidación hasta 1880. También sabemos que
con la aparición del radicalismo a principios del siglo XX y
del peronismo a partir de 1949 la idea de Nación incorporó
valores democráticos, nacionalistas, populistas y
latinoamericanistas. La conciencia nacional pudo ser
interpretada desde las versiones liberales, nacionalistas,
democráticas, socialistas o
populistas pero sirvió como
referente básico para definir el funcionamiento del Estado y
la cohesión social.
¿En qué momento se produce una ruptura entre la idea de
Nación y la legitimidad del Estado?. Un primer hito es sin
duda la experiencia del Estado terrorista en el período 19761983. Esta experiencia fue mucho más allá del modelo de
“dictadura militar” o “gobierno militar” que los argentinos
de diversos sectores habían aceptado como recurso político
desde 1930. Las versiones anteriores del poder militar
conservaron, pese al autoritarismo, límites de legitimidad y
de representación de intereses colectivos. El “terrorismo de
Estado” convirtió al poder estatal, militar, judicial o
policial en sinónimo de arbitrariedad total, en amenazas
reales y potenciales para la seguridad de los ciudadanos. El
poder militar no solo generó una antinomia entre el poder
militar y la sociedad civil sino que también creó una amalgama
funesta entre el ejercicio de la autoridad pública y el
totalitarismo.
Esto explica en parte que a partir de la restauración
democrática que comienza con el presidente Alfonsin en 1983 se
asumiera como paradigma que había que liberar y autonomizar a
la sociedad civil frente al estado autoritario. Ideólogos
democráticos y progresistas como J.C. Portantiero, Eduardo
Rabossi, Carlos S. Nino y otros, expresaron esta antinomia a
través de discursos que justificaron las nuevas políticas
tendientes a desmantelar el estado autoritario en todas sus
formas. La democratización parecía exigir esto. Pero se
subestimó la importancia del Estado y de la función pública a
tal punto que se llegaron a suprimir los organismos de
planificación, de estadísticas, de control de gestión pública.
El principio de autoridad fue cuestionado tanto en las
escuelas como en las empresas públicas. Las provincias y las
universidades fueron adquiriendo poderes feudales en nombre
del federalismo o de la autonomía. Hacia 1989, cuando el
proceso hiperinflacionario llevó a la renuncia del Alfonsín,
los organismos y las empresas del Estado resultaban
inmanejables. Ya no existían políticas públicas ni gestión
estatal.
El tercer paso se produjo durante el gobierno de Menem
(1989-1999). Ante la quiebra de la gestión pública los
argumentos de los neo-liberales encontraron terreno fértil
para lograr consenso en torno a la privatización de las
empresas del Estado. Ya no existía autoridad ni capacidad
suficiente para hacer funcionar correctamente el Correo, los
Teléfonos, la provisión de agua y electricidad, los
ferrocarriles, las empresas marítimas, aéreas o petroleras del
Estado. La opinión pública mayoritaria ratificó esta política
al votar la reelección de Menem. Así culmina un proceso de
desligitimación del Estado que socava al mismo tiempo las
funciones del poder público y la idea de Nación. Fenómenos
como el alquiler de una escuela municipal de Buenos Aires para
convertirla en Shopping, la privatización del cobro de
impuestos, la liquidación del sistema de seguridad social
público, la transformación de propiedades de las fuerzas
armadas en centros comerciales o el abandono de las políticas
sociales, son algunos de los síntomas de la nueva política. La
adopción del dólar como moneda de cambio (ley de
“convertibilidad”) significó renunciar a la soberanía
monetaria, un atributo que los Estados modernos conquistaron a
fines de la Edad Media europea.
Entretanto, los funcionarios públicos en todos sus
escalones fueron desjerarquizados, en términos salariales y
funcionales. Los dirigentes políticos al frente del Estado se
convirtieron en operadores de intereses económicos propios y
ajenos. Los más “populares” hicieron de la función pública
una herramienta para favorecer sus propias clientelas
partidarias. La corrupción se generalizó en todos los niveles
y en todas las instituciones públicas: desde las comisarías
hasta los órganos municipales, desde la justicia hasta el
gobierno nacional o provincial. El fiscal italiano Di Pietro,
cuya política de mani puliti” llevó al procesamiento de 3.000
funcionarios y dirigentes políicos en Italia, afirma que en
Argentina la corrupción es diez veces mayor.
Al final de este proceso lo que encontramos es una
sociedad que vive al márgen de la ley, un Estado que es
incapaz de garantizar el cumplimiento de los principios
constitucionales que aseguran el contrato social, un sistema
judicial y policial incapaz de asegurar el cumplimiento de la
ley, una población ampliamente desamparada y despojada por el
mismo Estado, una estructura política supernumeraria,
clientelística y disfuncional, un sistema financiero fuera de
control, un espacio económico altamente extranjerizado, una
cultura dominante ajena a un proyecto de Nación.
III.
Los pueblos pueden apelar a distintas ideas-fuerzas o
valores para construir una proyecto común. Unos evocan la
tierra de sus ancestros (la identidad telúrica y ancestral),
otros sus creencias religiosas comunes (fundamentalismo
religioso), otros reivindican su tradición y su historia,
algunos se apoyan en los valores comunitarios. Argentina tiene
una historia que con sus contradicciones ha producido una
conciencia colectiva. También tiene un patrimonio cultural,
popular o elitista, cuyos personajes y creaciones identifican
a un pueblo: Gardel, Borges, el tango, el folklore, la
educación pública, la danza clásica o el cine son algunos
exponentes. No ha sido ni la tierra, ni la sangre ni la
religión lo que forjó una identidad colectiva: fue un proyecto
de Nación, fue la obra de políticas públicas durante más de un
siglo.
En el caso argentino la idea de Nación ha sido
determinante para definir la configuración del Estado y la
sociedad. El problema es que ya no sabemos que contenidos
tiene esa idea en nuestros días. Tampoco sabemos en qué medida
puede ser todavía el referente de un proyecto de desarrollo en
común o de un nuevo contrato social. Los países europeos, en
tránsito hacia un Estado transnacional, encontraron un soporte
en el proceso de deconstrucción del Estado-Nación en sus
identidades étnicas y sus tradiciones locales. Aún Francia, el
menos localista y étnico de los países europeos, reforzó sus
valores nacionales para integrarse en la Unión Europea. De
allí sus resistencia a los reclamos de la Organización Mundial
de Comercio (OMC) para que se reconozca a los bienes
culturales como bienes transables, sujetos a normas del
mercado. El Estado francés afirma que los bienes culturales
hacen a la identidad, a la socialidad, a los valores del
pueblo francés o de cualquier pueblo.
Desde un punto de vista neo-estatista la idea de Nación
sigue siendo para los argentinos un referente fundamental. No
porque exista una “esencia del ser nacional” o porque pueda
mantenerse del mismo modo que en el pasado la idea de
“soberanía nacional”. No hay que olvidar que muchos de los
“proceres nacionales” fueron personajes “transnacionales”:
Liniers, héroe de la guerra contra los ingleses era francés,
San Martín, padre de la Patria vivió y murió en Europa luego
de luchar por la Independencia de Chile y Perú , Guillermo
Brown, fundador de la Armada era de orígen irlandés, el
criollo nacionalista Juan Manuel de Rozas se refugió en Gran
Bretaña cuando lo derrocaron, Sarmiento vivió muchos años
exiliado en el extranjero y reivindicó abiertamente la
inmigración europea, Saénz Peña peleó como coronel peruano en
la Guerra del Pacífico antes de ser Presidente. Artigas,
Gardel, Cortázar, Borges, los misioneros italianos salesianos
de la Patagonia, los colonos galeses del Chubut, los gauchos
judíos de Entre Ríos, los sirio-libaneses (los “turcos”),
los “gallegos”, los “vascos”, son personajes que nos
revelan la complejidad cosmopolita de la identidad nacional
argentina. Ese es uno de los rasgos más interesantes y
fundamentales del “ser nacional argentino”: su
multiculturalismo, su cosmopolitismo. Los argentinos están
redescubriendo su diversidad, están revalorizando sus
“diferencias”. Lejos de ser una desventaja esta diversidad
es lo que estaba implícito en el Preámbulo de la Constitución
Nacional de 1853 cuando apelaba a todos los hombres del mundo
que quieran habitar el suelo argentino. El cosmopolismo ya era
entonces un proyecto. Pero ahora el problema es cómo reafirmar
una identidad en medio de un proceso de globalización que en
Argentina fue presentado como un proceso de recolonización
económica y cultural cuyos resultados nos llevaron a la
catástrofe que estamos experimentando.
Estado y Nación son entidades de distinto orden. En América
Latina el Estado nació durante la Conquista antes que la
sociedad y la Nación. Las formas del Estado autoritario,
prebendista, clientelístico, patrimonialista, mafioso, que se
instituyeron desde la Colonia atravesaron todos los tipos de
gobierno. El despotismo, la economía de rapiña y de notrabajo, la ausencia de una cultura cívica, fueron los
aspectos que Hegel destacó como distintivos de América del
Sur en su Filosofía de la Historia.
Las guerras de la Independencia desde 18l0 dieron lugar a
tres revoluciones inconclusas: 1) la lucha por la
Independencia; 2) la lucha por las libertades civiles; 3) las
luchas por la justicia social. Estos objetivos históricos
tomaron muy diversas formas en movimientos políticos del
continente. En Argentina el peronismo asumió como banderas la
independencia económica, la soberanía política y la justicia
social. En toda América Latina los grandes objetivos
históricos siguen pendientes: desarrollo auto sustentable,
democracia y justicia social son ideasfuerzas que animan a
muchos movimientos actuales de la región.
En Estados Unidos la sociedad nació antes que el Estado
bajo la forma de las 13 colonias que se dieron la
Independencia. A su vez, allí la clase dominante se identificó
con un proyecto de Nación que se consolidó recién despues de
la Guerra Civil 1861-64. En América Latina, en cambio, las
clases dominantes rara vez se asumieron como clase dirigente,
no se identificaron con la Nación o no se identificaron con el
pueblo. Esta clase dominante, calificada también como
oligarquía, se asoció a menudo con los intereses extranjeros.
América Latina careció casi siempre de una burguesía nacional
y de una clase dirigente. Los movimientos populares,
reformistas y revolucionarios de distinto signo, apelaron a
una idea del Estado y de la Nación para crear un liderazgo en
torno a la defensa de los intereses colectivos. Esto explica
el retorno recurrente de los movimientos populistas.
Los movimientos nacionales y populares de América Latina
afirmaron a través de alianzas de clases la identidad nacional
y la vigencia del Estado pero a menudo dieron muy poca
autonomía a la sociedad civil y recurrieron a formas
autoritarias para mantener la cohesión social y nacional. En
gran medida adoptaron el paradigma moderno del estatismo
centralista e integrador. Aunque en sus discursos figuraba la
idea de la “comunidad” (la “comunidad organizada” decía
Perón) las políticas adoptadas tendieron a reafirmar la
cohesión nacional a través del Estado y de organizaciones
centrales (como los sindicatos y el partido oficial).
El resurgimiento de la democracia en 1983 coincidió con
un debilitamiento de las formas del Estado de Bienestar y del
Estado Autoritario en todas partes. El gobierno de Alfonsín
asumió como tarea el desmantelamiento de todas las formas de
planificación y de conducción estratégica a través del Estado.
En los gobiernos de Alfonsín, Menem y De la Rúa, se produjo
un progresivo desmantelamiento y privatización del Estado. Se
destruyó también la capacidad burocrático-técnica acumulada
desjerarquizando a los mandos medios y creando una
superestructura de funcionarios políticos y técnicos ad-hoc.
La capacidad operativa y la inteligencia estratégica del
Estado quedó reducida a casi nada. Se produjo una atomización
y descerebración del Estado.
En Chile la apertura democrática (1989) con la concertación
democristiana-socialista en lugar de desmantelar el Estado
prusiano de Pinochet utilizó esta misma plataforma para tratar
de reconstruir el Estado de Bienestar. En Brasil, asimismo, la
democratización no debilitó la estructura del Estado sino que
se orientó hacia un sistema federal y descentralizado. Pero el
Estado central conservó todos los instrumentos para la gestión
estratégica del país.
A partir de la primera presidencia de Menem (1989-1995) se
asumió como un paradigma que la globalización significaba para
Argentina establecer una apertura completa de la economía y
una renuncia a principios que habían guiado la construcción de
una idea de Nación. Ni políticas tecnológicas, ni políticas de
Defensa Nacional, ni políticas culturales, ni políticas
industriales, ni políticas científicas que tuvieran como
objetivo el fortalecimiento de un proyecto nacional. La teoría
de las “relaciones carnales” con EE.UU. fue la metáfora
consagrada para ilustrar un proceso de “recolonización
capitalista” que llegó a los sectores más diversos: se
extranjerizaron la producción vitivinícola, las compañías
telefónicas, los sistemas de apuestas, la banca, el comercio,
los supermercados, el petróleo, etc. Además, se inundó al país
con productos importados destruyendo miles de fábricas y de
puestos de trabajo. Argentina sufrió un proceso de
recolonización capitalista que la había convertido
prácticamente en un enclave trasnacional para proveer
commodities y para facilitar operaciones financieras
especulativas. Esta experiencia, respaldada por el neoliberalismo y las agencias financieras internacionales,
fracasó. La quiebra estrepitosa del Estado y de la economía
fue una de sus consecuencias.
Descargar