DAVID FERNÁNDEZ RIVERA, VIGO, ESPAÑA

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DAVID FERNÁNDEZ RIVERA, VIGO, ESPAÑA POESÍA
Lejos del mar
A los emigrantes
Sepultados con nudillos de miradas
lloran en las encías
de un camino de suspiros
y paños,
donde estamparán
los lienzos de sus celdas
con pasiones y recuerdos
lejos del mar…
Clavados en los hilos ardientes
de una corona de lágrimas
despertarán sus ojos
en las espumas
de candados y deseos
que muerden los párpados
de aquel horizonte
lejos del mar…
Sus frentes
cabalgarán en una amalgama de piedras
y bordados de cadenas,
donde
huracanes de balaustradas
despertarán las barandas de la noche
con una herida de adioses
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lejos del mar, lejos del mar…
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Sucedáneo de fuga.
El nervio irritado de la tierra
araña en su impotencia
las burbujas del antídoto
para desenclavar las perchas
del rascacielos
donde ya no pueden ocultar
la vergënza perdida
en las ceñidas hombreras de la noche.
Hace unas horas,
paseaban en la única médula
que conocen
para señalar,
en un horfanato de besos,
el interior de la tibia
que forra sus cabezas
con el tiempo cerrado
en la jeringa
que inocula la complacencia
del recreo
en la corbata
que cuelga el carisma
sobre la promesa diaria
en la cubierta
MOJADA
de un tratamiento
hipnótico.
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Anteriormente,
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atravesaban con sus cabezas
las entrañas acústicas
en el vientre vacío de una campana.
Allí,
es muy sencillo confundir
las serigrafías de los tímpanos perforados,
con la voluntad de caminar
a través de las uñas que tensan el intestino
sobre un holograma de peces rotos
en la tiza peligrosa del alcohol.
Ya en casa,
…sollozan a través del anzuelo empañado
con la sangre expandida]
en las horquillas que sumergen sus arterias
hacia la hoquedad
del cerrojo
oculto
en el ventrículo de sus camas…
***
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Esta noche
se creyeron fugitivos
del shoftware de un trabajo
que también programa
el acordeón de la fuga.
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¿Adónde van cuando escapan?
¿Adónde van…?
Un potro a Singapur…
Sin pretenderlo,
la escarcha
encerró aquellos golpes de mi cuerpo
en la infinidad nocturna
de este enjuto armario acristalado.
No obstante,
quizás la premonición era más fuerte
y prefiere vestirme entre trajes desaliñados,
mientras occidente viste a su marinería con botellas de gin…
Al otro lado del panel,
veo caer sus lágrimas traslúcidas,
me veo caer…
Los cordones
aprietan fuertemente el sedal rojo de los canales…
Ensucian su cara
con dossieres de menta
y retales corroídos en las páginas del boulevar.
Se cierra la puerta
y vuelvo a ese lugar
donde las gotas de sangre
parecen recordarme el perfil de sus ojos antiguos.
Ya no está,
lo siento,
la quise y la quiero
ahora que derrocho mis últimos besos
sobre las espuelas de mis rodillas:
sobre el látigo donde nunca volverá a sentarse.
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Con los ojos cerrados
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veo tras el cristal:
la luna se disuelve sobre las aguas,
y un trasatlántico despierta las últimas estelas
de la noche en el cabello de un potro a Singapur.
I love you…
Al alba
Llueve, llueve sobre la plaza.
En sus lágrimas,
tu corazón abrigado de mariposas
se desploma en el cáliz sangrante
de tus cerraduras de laureles.
Caes…
Caes y lloras angustiosamente
sobre las tripas mordidas
por el aliento de un caballo desbocado.
Tu nuevo respirar
enjaeza con besos metálicos
el corsé de tu locura,
locura de dos ninfas doradas
que acomodan sus costados
en los dientes homicidas
de una pareja de lanzas desnudas.
Y,
ahogadas por su propia sangre,
pronuncian tu nombre.
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Entonces,
perfumado del hedor de su muerte,
escuchas
como los labios sin luz de un olmo incandescente
escupen el espectro sin vida
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de unas manos descarnadas,
escuchando sus moribundos ecos al alba.
Es al alba
cuando estallan dos besos de plata.
Es al alba
cuando la lluvia se viste de acero
y el acero se viste de sangre.
Y al alba ves dos vaporosas muchachas
en el sol
en los pétalos enlutados del mañana.
Sin embargo,
llueven, llueven lanzas sobre la plaza.
Etiología del dolor.
Todavía resuena en el elástico
de nuestra garganta de leña,
el portazo en los bastones
oxidados
de una espalda
que ya no puede volver atrás…
Hay un avispero de botones en el suelo,
y sus uñas se grapan
al tinte que recorre
el parabrisas geométrico
de un automóvil
bajo el recorrido circular
de la puerta.
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Para ella,
todos los días
aprietan del mismo modo
la irritación incrustada
en el timbre
que responde bajo el hueco inflamado
en los escombros
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de quien ya no quiere recordar.
Es entonces,
cuando los azadones metálicos del lacrimal
aprietan con fuerza
los surcos
de las cartas que ya no abre
en el miedo de impregnarse
de aquello que algún día descubrió
bajo el motor
que nos edifica
sobre los piñones engrasados
del rascacielos.
Sin embargo,
prefiere alejarse,
a través del cigarro
que filtra
la deformidad escolar
con la certeza inconclusa
en la muerte del poeta.
Es así como la astenia
sepulta el raspador
de quien sólo ve su crecimiento
en el trasatlántico
que navega sobre una cremallera
que hilvana con tornillos de azufre
el marco que retrata
la savia
en el insulto
donde los marineros atajan su indiferencia
con un troquel
plastificado en un residuo de monedas.
A ella le debemos tantos cementerios de asfalto,
donde se esfuerza en arrugar el neón de su sonrisa
sobre la agonía de unos bosques,
que sin saberlo,
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todavía echa de menos…
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La cordura del suicida.
Las ballestas de los camiones
deslizaban en el pasador
de sus entrañas
la bombona rojiza
de una niña vestida de comunión.
En ella pude adivinar
la rejilla neumática
sobre el gancho que sostiene la vitrina quemada
en su tabique nasal.
Allí puedo verme cuando era niño,
y dibujaba en los folios en blanco de la escuela,
una estantería con las mismas hélices de juguete
que ahora pisotea la plomada del auxilio
bajo los pistones
ensangrentados del autobús.
Esta visión,
quiso alejarme de la persiana
para incrustar en cada paso
una granada de azufre
en el continente que seguía perforando
la tristeza
con la colmena
que enmascara mi lecho
en los vendajes
que cubren la grava del revólver
sobre la herida abierta
en el silencio del micrófono.
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Mientras tanto,
la astenia colectiva
desplegaba una ovación
en los tacones
que esconden los pliegues de la savia,
a través de un zumbido que sumerje
bajo los calambres del metro,
la ilusión que ahora anestesia
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el útero perdido
en el sudario blanquecino
de un caballito infantil…
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Se detuvo el pulsómetro
y quise volver a verla,
sin embargo,
ya sólo quedaba un encaje blanco
en la misma niebla que atraganté
por entregarle mi mano
lejos del neón que discutía
más allá de la ventana.
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Dominó
No sé si puedo
o debo comprenderlo,
pero esos recuerdos que tus ojos
describen
sobre el estigma de una lágrima de cal,
quizás no sean el mayor y fiel reflejo
de una tarde a las orillas
de una imprecisa vitrina de malla.
Es más,
me atrevería a decir
que esta noche
has dormido sobre una jauría de pistones,
y alguno de ellos,
todavía desprendía el escuálido tintineo
de la caña mojada.
Puede ser que me meta donde no me llaman,
pero esta mañana quise desnucar
el precio de tus sábanas,
y antes de llegar a ellas,
el habitáculo me respondía que habías llorado por ella.
Es curioso que los cadáveres
de aquellos llantos,
gravasen un apresto de adioses sobre la almohada.
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No pretendo ruborizarte,
sin embargo,
considero que me compete recordar
que no es la primera vez
que lloras bajo el esparto de un cilindro
de caña.
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Amigo mío,
no puede dejar de resultarme tan curioso
como aquel instante
en el que me dibujaste con la cruz de tus cabellos
un “te quiero”.
Estaba firmado con el sello inquietante
de sus manos.
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Aunque lo peor no es que lo hagas,
sino que la condensación del lago
conozca la cresta de la gravedad
para doblar una boca
imantada con las iniciales de goma y oxígeno.
Quizás no lo sepas,
pero estas se desprenden
sobre el triángulo de tu propio reflejo.
Hermano,
necesitas respirar,
no confundirlo
con amueblar tus pulmones
con una celosía de neumáticos.
Es cierto,
tienes la “suerte” de haber nacido muy lejos
de la contaminación lumínica,
también de aquellas hileras de adoquines
sobre las que camisas
y el dominó.
Es por ello
por lo que comprendo mejor que nadie tu sufrimiento,
y por lo que ya no me sobresalto,
aunque sí me apeno,
cuando me remites todos estos orgasmos
cincelados en caballos suicidios.
Este juego no es trivial,
como tampoco lo es que respires
a través del fuego que desprenden las llantas
de todas estas caravanas
cosidas entre peñascos
acero.
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Sin embargo,
y como te decía,
no sé si puedo o debo comprenderlo
pero, con todos mis respetos,
tú sabes mejor que nadie
que al regazo de tu mujer,
todos los listones de besos
se engarzan en el anillo
de la despedida.
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No dudo,
y creo que tú tampoco,
sobre la verdad
de la dulce arista de sus ojos,
ni siquiera de todas
y cada una de sus promesas.
Son todas tan ciertas
como las heridas que discurren por la tibias de tus manos
con cada uno de sus recuerdos.
Ella no lo sabe,
y sus semillas de amor verdadero,
germinan en los tangos de tu costado
como sangrantes esculturas
de escarcha e hinchazón.
Ella no lo sabe,
pero sin quererlo,
colecciones misivas con otros perfiles mujer.
¿La quieres?
Por favor,
voltea el látigo de tus muñecas
y recuerda el contraluz
de aquella argolla de sotanas
que ensombreció con tu sangre
lo que nunca hiciste por ti:
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un dominó...
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Mili
A las víctimas del maltrato.
Aunque las espinas turbien la sangre de tus sueños, el ave blanca no permitirá que tu voz eclosione en las
ciénagas. Tu horizonte es el mío, el suyo. Es azul, créeme, es azul…
No, no llores mi amor.
Los ardientes témpanos de la noche
tejieron junto al galope de tu sonrisa
una marea de yunques
en el cáliz de tu melancolía.
Entre los turbiones de lienzos rasgados
escuchas,
un vuelo de nieve,
prisionera.
No, no llores mi amor.
En los lagos de tu pesadilla
danzan balaustradas de navajas y cerraduras
golpeándote
con gritos y campanadas
en el invierno de tu frente;
y te dejas caer…
Las hojas,
adornadas con tu sangre,
atenazan con fuerza
los botones primaverales
que cubren el ocaso de tus vientres.
El barbecho
se enjaeza y nutre con tus lágrimas…
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Mili,
el ave albina
al fuego de tus recuerdos
unirá el lazo de nuestras voces
en su alfaguara de luz.
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No, no llores mi amor.
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Así,
vestida del clamor de tus tormentos,
recogerá una rosa
en el llanto de los caídos,
y posándola en tu boca
te dirá:
No, no llores mi amor.
¿Es el duende?
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Sobre las rodillas lluviosas de la tristeza, cabalgan dos bocanadas en los escuálidos jinetes,
donde se manejan los epitafios de las armaduras forjadas sobre la sangre de los esqueletos.
La plegaria me devuelve a las almenas de la tierra. Al otro lado del glaciar menor, se divisa
la frontera con la muerte. Desconfía de los prófugos. En el opaco del gris, se cruzan las
sirenas de mi propia sepultura, buen viaje, a mi lado seguiré escarbando sobre las espadas
de los olvidados. ¿Es el duende? Silencio…
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Una mariposa al fondo gris…
Por veces,
creí verla entre la solapa traslúcida
de una mariposa negra.
Los ángulos de la ventana
eran espuma,
ahora que el alfeizar se tornaba
en el escaparate
donde los molinos juguetean con la sangre suspendida
en el recuerdo
de la lluvia.
Los sepulcros se abrían en cada suspiro de la avenida,
gimoteando estallidos
sobre la moqueta gris...
Sobre la lámpara,
el agua se diluía
hacia el cono de luz.
Allí se perdía una infancia.
Estabas tú…
Tras el jadeo de mis párpados,
el rojo se entumeció
con el color de un beso.
Al otro lado estabas tú...
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Por el momento,
alguien sigue vagando sólo
a las tres de la madrugada,
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Tras los cristales
seguirían desapareciendo lingotes de savia.
Fueron siete pasos
y tan sólo volví el perfil
para recordar cómo las cadenas del viento
suspiraban mi melancolía
sobre la soledad de aquellos soportales.
Era noche y no estabas tú.
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se estremece de frio,
cuando en la escalera del fondo
se entrecruzan los aullidos
con la quietud de los labios.
Bonjour, madamme…
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El tiempo se va…
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