CPÍTULO III

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CAPÍTULO III
BASES TEÓRICAS DE LA AGROECOLOGÍA
LOS ORÍGENES DE LA AGROECOLOGÍA.
La Agroecología surgió a finales de los años setenta como respuesta a las primeras
manifestaciones de la crisis ecológica en el campo. No obstante, si hemos de ser rigurosos,
hemos de hablar con propiedad de “redescubrimiento” de la Agroecología o de
formulación letrada (con el lenguaje científico convencional) de muchos de los
conocimientos que atesoraban las culturas campesinas, de transmisión y conservación oral,
sobre las interacciones que se producían en la práctica agrícola. De hecho, la historia de la
Agronomía está salpicada, de manera más intensa en los últimos años, de
“descubrimientos” de saberes y técnicas que habían sido ensayadas y practicadas con éxito
por muchas culturas tradicionales. Pero el carácter positivista, parcelario y excluyente del
conocimiento científico moderno marginó las formas en que tales experiencias se habían
formulado y codificado para su conservación. Por tanto, el conocimiento de que en el
pasado de la humanidad, e incluso en las culturas marginadas por la civilización industrial,
podían encontrarse muchas experiencias útiles para hacer frente a los retos del presente,
constituyó una de las bases profundas de la emergencia, dentro de las ciencia establecida,
de un enfoque más integral de los procesos agrarios que llamamos Agroecología.
El término en sí nació en los años setenta para analizar fenómenos como la relación entre
las malezas y las plagas con las plantas cultivadas y, poco a poco, se ha ido ampliando para
aludir a una concepción de la actividad agraria más imbricada en el medio ambiente, más
equilibrada socialmente, más preocupada en definitiva por la perdurabilidad o
sostenibilidad a largo plazo. Constituye más un enfoque que afecta y agrupa a varios
campos de conocimiento que una disciplina específica. Reflexiones teóricas y avances
científicos desde disciplinas diferentes han contribuido a conformar el actual corpus
teórico y metodológico de la Agroecología. Aunque ya Klages desde la Agronomía
planteó en 1928 la necesidad de tomar en cuenta los factores físicos y agronómicos que
influían en la adaptación de determinadas especies de cultivos (Hecht, 1991), hasta los
años setenta no se planteó una relación estrecha entre Agronomía y Ecología de cultivos
(Dalton, 1975; Netting, 1974; Van Dyne, 1969; Speeding, 1975; Cox y Atkins, 1979;
Richards, 1985; Vandermeer, 1981; Edens y Koening, 1981; Altieri y Letourneau, 1982;
Gliessmann et al., 1981; Conway, 1985; Hart,1979; Lowrence et al., 1984; Bayliss-Smith,
1982). Aunque esta tradición tiene más tiempo, bien es verdad que centrada en relaciones
muy concretas entre uno o varios factores de carácter climático, edáfico, fitotécnico o
entomológico, la verdad es que hasta comienzos de la década de los ochenta no comenzó a
introducir en el análisis los aspectos sociales como variables explicativas muy relevantes,
especialmente cuando se trataba de analizar y diseñar programas de desarrollo rural
(Buttel, 1980; Altieri y Anderson, 1986; Richards, 1986; Kurin, 1983; Barlett, 1984;
Hecht, 1985; Blaikie, 1984).
Paralelamente, los movimientos ambientalistas influyeron en la Agroecología dotándola de
una perspectiva crítica hacia la racionalidad científico-técnica y más concretamente hacia
la agronomía convencional. El desarrollo del pensamiento ecologista y la nueva ética
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ambiental que surgió en su seno proporcionaron los fundamentos éticos y filosóficos a la
Agroecología, que surgió desde el principio con una vocación transformadora muy
evidente, como una herramienta para analizar y organizar un futuro agrícola más
sustentable. Esta dimensión fuertemente aplicada de la Agroecología, pese a su origen
puramente científico, ha tenido su materialización en los dos significados posibles del
término, a los que nos referiremos dentro de un momento. Así surgieron llamadas de
atención sobre los efectos secundarios de los insecticidas sobre el medio ambiente (Carson,
1964) o sobre el carácter ineficiente desde el punto de vista energético de la agricultura
más industrializada (Pimentel y Pimentel, 1979); o sobre los efectos no deseados de este
modelo de agricultura para los países subdesarrollados (Crouch y De Janvry, 1980;
Grahan, 1984; Dewey, 1981), poniendo de manifiesto los impactos negativos de los
proyectos de desarrollo y transferencia de tecnologías, propias de las zonas templadas,
sobre los ecosistemas de los países pobres.
Pero la influencia decisiva para la conformación de los supuestos teóricos y metodológicos
de la Agroecología ha venido de manos de la Ecología como ciencia, prestándole su
utillaje conceptual y teórico. En efecto, los conceptos y las relaciones entre ellos provienen
de la Ecología, pero los estudios realizados sobre el impacto en los ecosistemas tropicales
de los monocultivos comerciales (Janzen, 1973; Uhl, 1983; Uhl y Jordan, 1984, Hecht,
1985) y sobre la dinámica ecológica de los sistemas agrícolas tradicionales (Gliessmann,
1982a y 1982b; Altieri y Farrel, 1984; Anderson et al., 1985; Marten, 1986; Richards,
1985 y 1986) han constituido un magnífico banco de pruebas donde comprobar la utilidad
de los conceptos ecológicos aplicados al análisis del funcionamiento de los sistemas
agrarios. En este sentido, la mayoría de los estudios se han centrado en los ciclos de
nutrientes, en las interacciones de las plagas con las plantas y en la propia sucesión
ecológica.
De gran importancia han sido también las investigaciones en el terreno de la Geografía y
de la Antropología dedicadas a explicar la lógica particular, la racionalidad ecológica de
los sistemas agrarios en las culturas tradicionales. Desde que Audrey Richards (1939)
realizara su famoso estudio sobre la roza, tumba y quema en Africa, muchos han sido los
trabajos que, especialmente en los últimos tiempos, han rehabilitado para la ciencia el
conocimiento tradicional y muchas de las técnicas utilizadas por dichas culturas. En ellas
se ha podido analizar mejor que en otros campos las interacciones entre sociedad y
naturaleza, cuestión esta que a la larga ha dado lugar a una especie de ecología humana
aplicada al funcionamiento de los sistemas agrarios que ha entrado a formar parte de la
Agroecología.
Finalmente, la génesis del pensamiento agroecológico ha tenido bastante que ver con los
estudios dedicados al desarrollo rural. El análisis de los efectos, muchas veces negativos,
de la creciente integración de las comunidades locales en las economías nacionales e
internacionales, han servido para evaluar sus impactos sociales y ambientales de manera
integrada, punto de vista este fundamental para la Agroecología. Al mismo tiempo,
aspectos de la investigación sobre el desarrollo como las tecnologías adecuadas, el cambio
de cultivos en la distribución de la tierra, etc... e incluso la propia crítica formulada al
crecimiento económico como forma de desarrollo han sido de especial importancia a la
hora de reivindicar el carácter sostenible del desarrollo rural, no sólo desde el punto de
vista ambiental, sino también y de manera indisoluble desde el punto de vista social y
económico. La crítica efectuada a los métodos de difusión tecnológica y extensionismo
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agrario que acompañaron a la “revolución verde” han permitido esclarecer muchos de los
defectos del pensamiento económico y agrario convencionales desde perspectivas
ecológicas, tecnológicas y sociales al mismo tiempo. Este tipo de enfoque totalizador ha
mostrado el camino –según veremos en el capítulo V— en cuanto a la clase de estudios
que se suele abordar desde la Agroecología (Scott, 1978 y 1986; Rhoades y Booth, 1982;
Chambers, 1983; Gow y Van Sant, 1983; Midgley, 1986). Una conclusión ha quedado
clara de todos estos trabajos: los campesinos (o agricultores en su caso) tienen que ser el
principio y el fin de toda labor extensionista y los técnicos no deben ser más que meros
dinamizadores de un proceso de desarrollo que debe surgir desde dentro de las propias
comunidades rurales. Este cambio radical de enfoque ha permitido reconocer los amplios y
diversos conocimientos que sobre botánica, entomología, suelos, etc. tenían y tienen los
campesinos y su utilidad para el diseño de planes de desarrollo rural sostenible.
Tales conocimientos, que comprenden aspectos lingüísticos, botánicos, zoológicos,
artesanales y agrícolas, fueron producto de la interacción de los agricultores tradicionales y
el medio ambiente y trasmitidos por medios orales de una generación a la siguiente. Estos
conocimientos resultan de gran interés: el conocimiento sobre el medio físico, las
taxonomías biológicas, el conocimiento acumulado en la implementación de prácticas
agrícolas y su carácter experimental. Algunas culturas desarrollaron sistemas de
clasificación de suelos en función de su origen, color, textura, olor, consistencia y
contenido orgánico, por su potencial agrícola y el tipo de cultivo que resultaba más
adecuado. Ejemplos muy interesantes se puede encontrar entre los aztecas (Willians,
1980), en las culturas andinas del Perú (McCamant, 1986) y otros lugares de
Latinoamérica (Chambers, 1983). Algo parecido ocurre con las taxonomías campesinas de
animales y plantas que no tienen nada que envidiar a las científicas. Se sabe que los Mayas
de Tzeltal y de Yucatán y los Purépechas podían conocer más de 1200, 900 y 500 especies
de plantas respectivamente (Toledo, 1985); o los agricultores de Hanunoo en Filipinas que
distinguían más de 1600 (Conklin, 1979). Estos sistemas de clasificación, de una gran
complejidad, explican que el nivel de diversidad biológica en forma de policultivos y
sistemas agroforestales de muchas comunidades campesinas no fuera resultado de la
casualidad sino de un conocimiento muy aproximado del funcionamiento de los sistemas
agrarios. La diversidad genética de tales sistemas les hacía menos vulnerables a las
enfermedades específicas de tipos concretos de cultivos y provocaba usos múltiples de las
plantas en el terreno de la medicina, los pesticidas naturales o la alimentación, mejorando
las seguridad de las cosechas. Todos estos trabajos de investigación han conseguido
acabar, al menos en el terreno científico, con la idea preconcebida de que las prácticas y
conocimientos campesinos eran primitivas e ineficientes. Han demostrado que muchos de
estos conocimientos, prácticas y técnicas eran tan sofisticadas y adaptadas al medio que
han tenido que ser adoptadas por la agronomía convencional.
En definitiva, la Agroecología surgió de la positiva interacción entre las disciplinas citadas
y las propias comunidades rurales, principalmente de Latinoamérica. Es por ello, quizá,
por lo este enfoque llegara más tarde a Europa. La experiencia y el número de trabajos de
campo en comunidades campesinas era menor, en unos centros de investigación más
volcados sobre los grandes contrastes que aún ofrecía y ofrece la Europa actual, o más
preocupados por el reto que significaba la Política Agraria Común. No debe extrañar
tampoco que la Agroecología penetrara en Europa por aquellas zonas semiperiféricas
donde aún existían vestigios del conocimiento tradicional o donde la “modernización”
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agraria había sido más reciente. Una de las primeras zonas fue Andalucía. Contaba a
finales de los años ochenta con una realidad en la que se conjugaban situaciones propias de
una modernización agraria reciente y territorialmente incompleta, e incluso aún en curso,
con los problemas característicos de las sociedades postindustriales. Esa coincidencia
favoreció la emergencia de los primeros estudios agroecológicos entorno a las
universidades de Córdoba y Granada, y más concretamente en torno al ISEC. Ya hemos
explicado en la introducción el recorrido intelectual y práctico del Instituto. No obstante,
nos gustaría señalar aquí algunas notas del contexto que explican dicha emergencia.
Andalucía vivía por entonces la etapa final de un movimiento campesino, protagonizado
por campesinos sin tierra, de inusitada potencia y capacidad de lucha. Era el resultado del
descontento que la mecanización casi completa de las faenas estaba provocando entre unos
trabajadores del campo que, al coincidir con una fuerte crisis industrial, no tenían apenas
oportunidades de empleo alternativo. En su afán por buscar nuevas alternativas que
superaran las tradicionales reivindicaciones de la tierra, insuficientes para afrontar el reto
de una agricultura industrializada y fuertemente mercantilizada, la parte más radical de
dicho movimiento (el Sindicato de Obreros del Campo) se acercó a los postulados del
movimiento ecologista y, más en concreto, a los planteamientos de la agricultura
ecológica. El ISEC, que estuvo implicado en la búsqueda de soluciones técnicas para el
movimiento, se orientó hacia la búsqueda de teorías, métodos y técnicas que dieran
solución a tales demandas. Los estudios agroecológicos surgieron, pues, en España con un
marcado carácter alternativo y emancipatorio. Por otro lado, el contexto intelectual en que
se habían movido sus componentes era bastante favorable a un enfoque pro-campesino
como la Agroecología; no en vano el campo de estudio preferente tanto en el campo
puramente agronómico como histórico y sociológico había sido el de los “estudios
campesinos”. La caracterización agroecológica del campesinado venía a cubrir un
importante hueco que esta tradición, que salvo en el caso de Eric Wolf, Ángel Palerm y
otros pocos autores, nunca se había preocupado por llenar. El surgimiento de la
Agroecología en España fue, pues, el producto de la confluencia del ascenso del
movimiento ecologista, del empuje que aún tenía el movimiento campesino y del
desarrollo de la corriente de los estudios campesinos.
DEFINICIÓN Y OBJETO DE ESTUDIO DE LA AGROECOLOGÍA.
Frente al discurso científico convencional aplicado a la agricultura, que ha propiciado el
aislamiento de la explotación agraria de los demás factores circundantes, la Agroecología
reivindica la necesaria unidad entre las distintas ciencias naturales entre sí y con las
ciencias sociales para comprender las interacciones existentes entre procesos agronómicos,
económicos y sociales; reivindica, en fin, la vinculación esencial que existe entre el suelo,
la planta, el animal y el ser humano. En este sentido, la Agroecología podría definirse
como aquel enfoque teórico y metodológico que, utilizando varias disciplinas científicas,
pretende estudiar la actividad agraria desde una perspectiva ecológica (Altieri, 1987). Su
vocación es el análisis de todo tipo de procesos agrarios en su sentido amplio, donde los
ciclos minerales, las transformaciones de la energía, los procesos biológicos y las
relaciones socioeconómicas son investigados y analizados como un todo (Altieri, 1993).
La Agroecología puede entenderse de manera amplia o restringida, según la amplitud que
se le otorgue a sus fundamentos teóricos. Podría considerarse como una técnica o como un
instrumento metodológico para mejor comprender el funcionamiento y la dinámica de los
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sistemas agrarios y resolver la gran cantidad de problemas técnico-agronómicos que las
ciencias agrarias convencionales no han logrado solventar. Esta dimensión restringida está
consiguiendo bastante predicamento en el mundo de la investigación y la docencia como
un saber esencialmente académico, desligado de compromisos socioambientales. En esta
manera de entender la Agroecología, las variables sociales lo son en la medida en que
pueden perturbar el funcionamiento de los sistemas agrarios; se asume su importancia pero
no se entra en la búsqueda de soluciones globales que excedan el ámbito de la finca o de la
técnica concreta que se pone a punto. En realidad esta Agroecología débil no se diferencia
en mucho de la agronomía convencional y no supone una ruptura más que parcial de las
visiones tradicionales.
En un sentido amplio, la Agroecología tiene una dimensión integral en la que las variables
sociales ocupan un papel muy relevante dado que, como veremos más adelante, las
relaciones establecidas entre lo seres humanos y las instituciones que las regulan
constituyen la pieza clave de los sistemas agrarios, que dependen del hombre para su
mantenimiento; son ecosistemas fuertemente antropizados. Ello tiene implicaciones
imponentes: el lugar destacado que el análisis de los agroecosistemas otorga a las variables
sociales acaba por implicar al investigador en la realidad que estudia. Ello desemboca
normalmente en un fuerte compromiso ético con la solución de los problemas ambientales
pero también de los sociales como forma perdurable de solventarlos. Ni que decir tiene que
ese compromiso social de los agroecólogos es con quienes sufren más directamente los
costes sociales y ambientales del modelo de agricultura capital-intensiva que predomina en
el mundo. No es de extrañar, pues, que la Agroecología haya surgido precisamente entre
los investigadores y docentes más comprometidos con el desarrollo de los países pobres ni
que los que adoptan este enfoque multidisciplinar acaben adquiriendo también el
compromiso con ellos, especialmente con los campesinos.
La Agroecología establece como espacio de observación aquel trozo de naturaleza que
puede ser reducido a una última unidad con arquitectura, composición y funcionamiento
propios y que posee un límite teóricamente reconocible, desde una perspectiva
agronómica, para su adecuada apropiación por parte de los seres humanos. La
Agroecología se sirve, pues, del concepto de Agroecosistema como unidad de análisis.
Con él se quiere aludir a la específica articulación que en cada uno de ellos presentan los
seres humanos con los recursos naturales: agua, suelo, energía solar, especies vegetales y
el resto de las especies animales. Dicha articulación se explicita en una estructura interna
de autorregulación continua, en otras palabras, de automantenimiento, autorregulación o
autorrenovación. Desde esta perspectiva, la estructura interna de los agroecosistemas
resulta ser una construcción social, producto de la coevolución de los seres humanos con la
naturaleza (Redclift y Woodgate, 1998). Efectivamente, como señala Victor Toledo
(1985), todo ecosistema es un conjunto en el que los organismos, los flujos energéticos, los
flujos biogeoquímicos se hallan en equilibrio inestable, es decir, son entidades capaces de
automantenerse, autorregularse y autorrepararse independientemente de los hombres y de
las sociedades y bajo principios naturales. Pero los seres humanos, al artificializar dichos
ecosistemas para obtener alimentos, respetan o no los mecanismos por los que la
Naturaleza se renueva continuamente. Ello depende de la orientación concreta que los
seres humanos impriman a los flujos de energía y materiales que caracterizan cada
agroecosistema.
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Las bases epistemológicas de la Agroecología se configuran precisamente a partir de esta
afirmación. Las sociedades humanas producen y reproducen sus condiciones de existencia
a partir de su relación con la naturaleza. Como mantiene Victor Toledo (1994), esta
relación podría descomponerse en el conjunto de acciones a través de las cuales lo seres
humanos se apropian, producen, circulan, transforman, consumen y excretan materiales
y/o energía provenientes del mundo natural (Wolf, 1982; Sevilla Guzmán y González de
Molina, 1990). Esa intervención en el mundo natural se hace posible mediante la
apropiación de los ecosistemas, concepto que alude a las unidades básicas en que
consideramos organizada la naturaleza. Normalmente la intervención, o si se prefiere el
proceso metabólico, pretende canalizar recursos materiales y energéticos desde el
ecosistema a la sociedad (Moran, 1990). No obstante podríamos distinguir dos formas
principales de intervención humana en los ecosistemas desde un punto de vista agrario. La
primera se refiere a la forma de intervención típica de las sociedades de cazadoresrecolectores (o las actividades de caza, pesca, extracción de productos forestales y ciertos
tipos de pastoreo), donde los recursos naturales son obtenidos y transformados sin
provocar cambios sustanciales en la estructura, dinámica y arquitectura de los ecosistemas
naturales (Guha y Gadgil, 1993).
La segunda forma de intervención, la más frecuente desde luego, se refiere a cuando los
ecosistemas naturales son parcial o totalmente reemplazados por conjuntos de especies
animales o vegetales en proceso de domesticación. La agricultura, la ganadería, la
selvicultura, etc. serían los ejemplos más claros de esta segunda forma de intervención.
Pero quizá lo más importante sea la diferencia existente entre ambas formas de
intervención según plantea Victor Toledo (1993): los ecosistema naturales tienen
capacidad de automantenimiento, autorreparación y autorreproducción; en tanto los
sistemas manipulados por los seres humanos son inestables, requieren de energía y
también materiales del exterior para su mantenimiento y reproducción. Pues bien, a estos
ambientes transformados o ecosistemas artificiales llamamos Agroecosistemas.
Richard Norgaard (1987 y 1995) ha sistematizado las demás bases epistemológicas de la
Agroecología, poniendo énfasis en que el potencial agrario de los ecosistemas ha sido
captado por los agricultores tradicionales a través de un proceso de ensayo, error, selección
y aprendizaje cultural que ha durado siglos. A partir de la crítica de la agronomía y de las
demás ciencias agrarias convencionales, la Agroecología reivindica que el conocimiento
más ajustado del potencial de los agroecosistemas se puede conseguir mediante el estudio
de cómo la agricultura tradicional ha manipulado los ecosistemas agrarios. Ello significa el
reconocimiento de que, en contraste con los modernos sistemas de producción agrícola, las
culturas campesinas desarrollaron a lo largo de la historia sistemas ecológicamente más
correctos de apropiación de los recursos naturales. En este sentido, el conocimiento formal,
social y biológico obtenido de los sistemas agrarios tradicionales y el conocimiento y
algunos de los inputs desarrollados por las ciencias agrarias convencionales, junto con la
experiencia acumulada por las tecnologías e instituciones agrarias occidentales pueden
combinarse para mejorar tanto los agroecosistemas tradicionales como los modernos y
hacerlo ecológicamente sostenibles (Gliessmann,1990b).
BASES EPISTEMOLÓGICAS DE LA AGROECOLOGÍA.
La Agroecología pretende insertase en un nuevo paradigma en formación, producto de la
crisis de los paradigmas tradicionales y de la racionalidad científico-técnica que los ha
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sustentado. Sus raíces son bastante diferentes a las de las ciencias agrarias convencionales,
que aún siguen las premisas dominantes de dicha racionalidad. Podríamos sintetizar en
cinco dichas premisas epistemológicas, frente a las cuales la Agroecología se ofrece como
alternativa: atomismo, mecanicismo, universalismo, objetivismo y monismo. La creencia
en que la ciencia explica el funcionamiento del mundo natural por medio de leyes, que
describen comportamientos regulares, ha sido y es aún compartido por buena parte de la
comunidad científica. Muchos agrónomos, economistas, biólogos, etc.. reivindican un
estatus elevado para su quehacer, creyendo que su misión consiste en describir y formular
las leyes que gobiernan el devenir histórico. Creen en la unidad del método científico: si la
ciencia se muestra eficaz explicativamente es porque aplica a la realidad un método propio,
el método científico; basta con aplicarlo a la realidad que se quiere conocer para obtener el
correspondiente conocimiento, formulando así las correspondientes leyes. Ello es producto
del arraigo que en la racionalidad científico-técnica ha tenido siempre la idea de que los
hechos y fenómenos de cualquier tipo pueden analizarse en función de sus regularidades,
extrayendo de ellos pautas fijas que pueden predicarse en todo tiempo y lugar. Pero las
leyes o regularidades son tan dependientes de las condiciones sociales, ambientales o
políticas como las propias normas jurídicas; de hecho, podemos decir que el quehacer
científico no tiene como misión el “descubrimiento” de leyes, sino la “invención” y
“construcción” de leyes.
El descubrimiento de las leyes está asociado a su vez con otro gran mito de la racionalidad
científico-técnica, la idea del carácter objetivo y acumulativo del conocimiento científico
(Bachelard, 1987). Una de las críticas más contundentes a la teodicea cientifista ha sido la
de Thomas Kuhn (1975) contra la autonomía y racionalidad del progreso científico. Su
teoría de los paradigmas científicos ha mostrado que están vinculados a épocas históricas
concretas, que son construcciones radicalmente históricas. El criterio de elección entre
paradigmas rivales no siempre es un criterio científico, responde a múltiples creencias,
casualidades y demás deseos extracientíficos (Roberts, 1991). Por tanto, el tiempo, la
sociedad, las creencias, los deseos, los intereses están en la base de la lógica interna que
gobierna el “progreso científico”.
Desde esa perspectiva, la permanencia de la racionalidad científico-técnica se asienta
sobre una serie de creencias cenitales constitutivas de la ideología cientifista: por ejemplo,
la primacía de la sustancia, la naturaleza objetiva y material de los fenómenos. Para la
ciencia, la realidad es un conjunto de hechos que no son producto de nuestro conocimiento
a través del uso de reglas racionales y empíricas de aprensión de la realidad; el hecho es,
pues, algo objetivo que abarca todo aquello que sucede fuera. Pero los desarrollos recientes
de la filosofía de la ciencia (Echevarría, 1995; Garrido Peña, 1996) han demostrado que la
ciencia produce sus propios hechos: eso que la ciencia reconoce, el estatus de objeto
constituye, es ya un objeto elaborado. La racionalidad científico-técnica sigue también
aferrada a la necesidad de encontrar una “última instancia” indivisible con la que poder
establecer el fundamento de todo lo real (Moulines, 1982). Sabemos que este propósito es
sencillamente imposible, incluso dentro de los presupuestos y de las investigaciones de las
ciencias experimentales: la descomposición del átomo y toda la teoría de las partículas
elementales, destroza cualquier pretensión atomista-individualista (Yndurain, 1988). En las
ciencias sociales se insiste en la divisibilidad y asociabilidad del ser humano y la Ecología
destruye por completo la creencia en individuos autosuficientes desde el punto de vista
epistemológico.
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La racionalidad científico-técnica se basa también en el principio de causalidad, a pesar de
que desde Hume recibiera un sinfín de críticas que introdujeron dudas razonables sobre su
pertinencia. El propio desarrollo científico ha demostrado que en todo acontecimiento
intervienen en proporciones y tiempos distintos una pluralidad de causas. Los cálculos
probabilísticos, la incompletud de los sistemas axiomático-deductivos de cálculo
aritmético a partir del teorema de K. Gödel (Nagel y Newman, 1979) y el teorema de la
indecibilidad de Lowenhein-Skolen, de la lógica y de la teoría de conjuntos borrosos de
Zadeh, han puesto de manifiesto que el prisma metodológico, desde los parámetros del
cálculo, la necesidad y universalidad del principio de causalidad no son pertinentes.
La aparición de sistemas probabilísticos, de la física cuántica y de la teorización de los
sistemas caóticos han dado un fuerte golpe a la idea de orden, de regularidad perfecta y
constante, que ocupa un lugar primordial en la ideología cientifista (Fernández Rañada,
1990). Pero ha sido la Segunda Ley de la Termodinámica, formulada en 1868 por el físico
alemán Rudolf Clausius (Atkins, 1982), la que ha dado al traste definitivamente con esta
idea predeterminada. Esta viene a decir que cada vez que la energía –y probablemente
también los materiales, los dos elementos básicos a los que puede ser reducida la actividad
humana- se transforman de un estado a otro (de una materia prima a un producto acabado,
por ejemplo) hay que pagar un cierto precio, una disminución de la energía disponible para
realizar en el futuro un nuevo proceso de transformación. La energía gastada no
desaparece, como es sabido, sino que se disipa; esto es, pasa a un estado en el que resulta
imposible su reutilización; parte de ella, además, se convierte en contaminación o residuos
acumulados en el medio ambiente. A este proceso de disipación de determinadas
cantidades de energía y materiales lo llamamos entropía.
La entropía supone la coexistencia de orden y desorden en lo real y la imposibilidad de la
reversibilidad de la dinámica mecanicista. En el discurso ideológico cientifista no existe
lugar para el desorden y el azar sino es bajo la forma de catástrofe y desviación. En este
sentido, la teoría de las Catástrofes de René Thom ha representado un vigoroso intento de
integrar el desorden del cambio y la ruptura en el orden (Thom, 1989; Balandier, 1989). En
el mismo sentido deberíamos situar la teoría de los objetos fractales de Benoît Mandelbrot
(1987), que pretende construir una geometría de la discontinuidad y de las turbulencias,
una morfología del caos. Entender el quehacer científico a partir de estos nuevos
desarrollos del propio pensamiento científico implica reconocer por ejemplo: la
perversidad de la idea ilustrada del progreso ilimitado, la centralidad del tiempo, la
irreversibilidad del mismo, la inevitable tendencia a la degradación, los ciclos, el desorden
y el caos como tendencias inevitables, aunque sí controlables, etc... Implica comprender la
sociedad y su medio ambiente no desde la perspectiva del equilibrio perfecto de la
“economía natural” que nos proponía Linneo, sino desde la perspectiva del cambio, la
dinamicidad, la apertura, la degradación y reciclaje. La metáfora utilizada para definir la
sociedad ya no puede ser la balanza de equilibrios, ni el cierre del engranaje de ruedas del
reloj, sino la función neguentrópica de la fotosíntesis.
Finalmente, el lenguaje preferido por la racionalidad científico-técnica, de la ideología
cientifista, ha sido la matemática. La idea de que la matemática se corresponde a un orden
suprarreal y perfecto, ha sido tan fuerte que ha constituido prácticamente el único saber al
margen de la crítica. En este sentido, la matemática ha sido una máquina de creencias al
servicio de la transformación de la realidad y, por tanto, el lenguaje idóneo de la
racionalidad científico-tecnológica (Kline, 1985). La demostración constituye uno de los
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pilares en que se fundamentan esas creencias. Por medio de los métodos matemáticos
podemos demostrar la verdad sobre algo o alguien, sobre un enunciado, etc... Pero la
naturaleza relativa de la demostración ha quedado clara a partir de lo que mostró K. Gödel
en su archiconocido teorema de la incompletud. La demostración no es ningún acceso
privilegiado y directo a la verdad o a la realidad sino un procedimiento más dentro de un
determinado lenguaje, sometido además a la indeterminación y a la incompletud (Garrido
Peña, 1996).
Todas estas creencias propias de la ideología cientifista ha conformado la mayor parte de
los desarrollos de la agronomía y de las ciencias agrarias convencionales. En ellas se
piensa que la agricultura puede ser entendida en forma atomística, es decir en cada una de
sus partes de manera independiente del todo. Esta es la razón por la que los sistemas
agrarios han sido analizados de manera fragmentaria, estanca, parcelaria. Se estudian
separadamente las características físicas del suelo, las biológicas de las plantas y las
características de la fauna que mantiene; se actúa como si los procesos sociales -la
oscilación de los precios agrarios por ejemplo, o el desigual acceso a la tierra- no
influyeran en absoluto en la estabilidad o cambio de las propiedades físico-biológicas de la
explotación agraria. De ahí que, normalmente, se desarrollen tecnologías de manera aislada
para un fin concreto (control de plagas, aplicación de nutrientes, etc...) sin tomar en cuenta
los efectos “externos” que tales tecnologías producen en los distintos componentes que
actúan en finca y en el conjunto del sistema agrario. Se piensa, igualmente, que tales
tecnologías y los experimentos desarrollados en laboratorios pueden replicarse en
cualquier tiempo y lugar, independientemente de las específicas condiciones
edafoclimáticas de cada agroecosistema.
Frente a todo ello, la Agroecología pretende erigirse en un enfoque alternativo. Un enfoque
que se reconoce y reivindica dentro de un nuevo paradigma emergente al que podríamos
adjetivar como “paradigma ecológico”. Frente a las concepciones cerradas y codificadas
del concepto de paradigma que no admiten la paradoja, la contradicción, que condenan
toda idea o pretensión de conocimiento que escape a sus propios desarrollos teóricos,
entendemos aquí por paradigma una “vasta y compleja red de relaciones conceptuales y
creencias que guardan entre sí lo que podemos llamar, por hablar con palabras de
Wittgenstein, un ‘cierto aire de familia’. Esta red conforma una determinada estructura
apriorística de construcción social de la experiencia” (Garrido Peña, 1996, 228). Es, por
tanto, un paradigma “per se” antitotalitario, que no tiene ambición de ser el único ni el más
verdadero. En ese sentido no es monista y sí pluralista, siendo su función la de mantener
un diálogo constante con otros paradigmas en los que, se reconoce, puede existir y existen
construcciones teóricas y conceptuales igualmente útiles.
El centro de este nuevo paradigma lo ocupan los enfoques propios de la Ecología como
una disciplina que rompe radicalmente con el mecanicismo de buena parte de las otras
ciencias. No podemos, sin embargo, definirlo de forma cerrada; no sólo por cuanto
significa una contradicción “in terminis”, habida cuenta de su vocación antitotalitaria, sino
por ser un paradigma en construcción del que sólo podemos intuir de manera cierta hacia
donde dirige sus pasos. En cambio sí que podemos anotar sus diferencias con los otros
paradigmas convencionales. Frente a la concepción infinitista del tiempo, que nos sitúa
únicamente trascurriendo dentro de él, el nuevo paradigma ecológico tiene una concepción
del tiempo claramente ontológica: somos tiempo en el tiempo. Hace, pues, del
evolucionismo la mejor forma de entenderlo: “el paradigma [ecológico] es, pues,
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evolucionista, y en esto rompe también con la tendencia mecanicista-analítica, que
mantiene una consideración atómica de la realidad. El evolucionismo considera la realidad
desde una perspectiva procesual, temporal y, por tanto, desde el cambio y la continuidad
de las formas preexistentes. El modelo evolucionista encuentra vías de salida a los dilemas
ontológicos entre lo continuo y lo discontinuo, entre renovación y conservación” (Garrido
Peña, 1996, 249).
Frente a la lógica atomista y a las concepciones analítico-parcelarias que han dado lugar a
diferentes disciplinas científicas artificialmente separadas, el nuevo paradigma se
fundamenta en la idea de que los sistemas no son nunca una mera suma de las partes, sino
la interrelación de sus elementos, que a su vez son también conjunto de relaciones. En este
sentido, un sistema contiene propiedades que no pueden ser observadas separadamente en
cada una de sus partes. Es por ello que dentro de este nuevo paradigma no se busca la
substancia sino la tupida red de relaciones que compone y articula lo real; red que está en
continua evolución, en continua mutación y cambio. Es lógico, pues, que la realidad que se
analiza o estudia -en nuestro caso la realidad agraria- nunca pueda definirse de manera
acabada, pretensión que constituye uno de los principios básicos de la epistemología
cientifista, propia de los viejos paradigmas. En consecuencia con ello, el nuevo paradigma
no puede admitir el principio de causalidad ni renunciar al pluralismo. La “realidad”, el
conocimiento científico, tiene que ser múltiple, tiene grados de acercamiento y exactitud,
admite la incertidumbre y el error, contiene desorden, en definitiva no es en el fondo sino
una posibilidad en la lógica del sistema que analiza. Como demostró Gödel, ningún
sistema está absolutamente cerrado en el procedimiento de su fundación racional. “La
admisión de la pluralidad de lógicas y de las lógicas plurivalentes rompe con el
imperialismo epistemológico de la lógica bivalente-identitaria y admite otras formas de
pensar y representar la realidad, dentro de un marco pluralista donde no hay ningún
tribunal supremo que siente jurisprudencia sobre la verdad o falsedad de los distintos tipos
de racionalidad y de pensamiento” (Garrido Peña, 1996, 252).
Todo ello conduce al nuevo paradigma emergente a una representación compleja de lo
real. La complejidad es, pues, una de sus notas constituyentes. Para Edgar Morin (1984,
342-343) ello se concreta en : “La necesidad de asociar el objeto a su entorno...La
necesidad de unir el objeto a su observador...El objeto ya no es principalmente objeto si
está organizado y sobre todo si es organizante (viviente social): es un sistema, es una
máquina...El elemento simple se ha desintegrado...La confrontación con la contradicción”.
Finalmente, debe añadirse otra nota constituyente del nuevo paradigma: su rechazo del
antropocentrismo y la asunción de una perspectiva biocéntrica que pone en el centro del
análisis la relación entre el ser humano con la naturaleza, tanto biótica como abiótica. De
ahí surge la base sobre la que se sustenta la Agroecología, el principio de coevolución, del
que hablaremos dentro de un momento.
EL PRINCIPIO DE COEVOLUCIÓN SOCIAL Y ECOLÓGICA.
Georgescu-Roegen (1971, 236) decía que la función de producción, que utilizan los
economistas agrarios convencionales, se parecía a una lista de ingredientes que componían
un determinado producto sin tener en cuenta el tiempo de cocción. Es decir, esta visión
mecánica de la función de producción estaba ausente la dimensión “tiempo”. De ahí que
no se contemplase el carácter agotable, de stock limitado y no de flujo ininterrumpido, de
muchos de los recursos naturales utilizados ni la generación, junto con el producto final, de
10
residuos. Como dice José Manuel Naredo (1987, 283), la noción de producción establecida
por los economistas clásicos y neoclásicos, se asienta sobre un enfoque mecanicista de los
procesos físicos en el que buscó originariamente su coherencia. Enfoque que toma en
consideración la primera ley de la termodinámica, que vino a completar el principio de
conservación y conversión de la materia con aquel de la energía, pero no la segunda, que
llama la atención sobre su inevitable degradación cualitativa sin la cual podría evitarse el
problema de la escasez objetiva de los recursos”.
La implementación tecnológica de esta función convencional ha descansado y descansa
aún en un desarrollo particular de la Agronomía, basado como hemos dicho, en un enfoque
analítico-parcelario de raíz cartesiana, donde la tierra es considerada como un recipiente en
que se vierten los ingredientes necesarios para la producción de alimentos o piensos. Tanto
en la economía agraria como en la agronomía convencional dos elementos básicos quedan,
pues, fuera de su perspectiva: las interrelaciones entre los diversos “ingredientes” entre sí y
con el recipiente y el tiempo de cocción, la dimensión tiempo. Ambas dimensiones se
aúnan en el principio básico sobre el que se fundamenta la Agroecología: el principio de
coevolución social y ecológica. Tal principio implica que cualquier sistema agrario e
incluso cualquier finca que analicemos es producto de la coevolución entre los seres
humanos y la naturaleza. Ello tiene implicaciones muy relevantes que están en la base del
enfoque agroecológico: la idea de interacción y mutua determinación de los componentes
de cada sistema, la idea de que los sistemas agrarios son en realidad ecosistemas
artificiales y la idea de que los términos de dicha interacción no se han mantenido idénticos
o estáticos en el tiempo, sino que han ido mutando de acuerdo con la dinámica que tal
interrelación ha ido generando en todas y cada una de las partes que componen el sistema.
Como puede apreciarse, el núcleo central de las bases epistemológicas de la Agroecología
lo constituye el concepto de coevolución entre los sistemas sociales y ecológicos. El hecho
de que la agricultura consista en la manipulación por parte de la sociedad de los
ecosistemas naturales con el objeto de convertirlos en agroecosistemas supone la alteración
del equilibrio y la elasticidad original de aquellos a través de una combinación de factores
ecológicos y socioeconómicos. Desde esta perspectiva, la producción agraria es ante todo
el resultado de las presiones socioeconómicas que realiza la sociedad sobre los ecosistemas
naturales en el tiempo. En este sentido, la artificialización de los ecosistemas es el
resultado de una coevolución, en el sentido de evolución integrada, entre cultura y medio
ambiente (Sevilla Guzmán y González de Molina, 1990). La Agroecología pretende
analizar los distintos sistemas agrarios y las experiencias que dentro de ellos ha ido
desarrollando el hombre, valorando si los distintos formas de manejo se han traducido en
formas correctas de reproducción social y ecológica de los agroecosistemas. La estrategia
de la Agroecología en esta tarea posee al menos una triple dimensión: ecológica, social y
económica.
La estrategia agroecológica es ecológica, ya que pretende el análisis de los
agroecosistemas considerando la sociedad como un subsistema coextensivo con el
ecosistema explotado, cuya madurez se ve reducida y su sucesión frenada en mayor o
menor medida. Cada sociedad en la historia ha favorecido o retrasado este proceso de
artificialización y ello debe analizarse ante todo desde la óptica que plantea Margalef
(1979, 46-47). Para él, "la explotación de los cultivos comporta una simplificación del
ecosistema, en comparación con su estado preagrícola. Ese ecosistema explotado se
compone de un número menor de especies y también de un número menor de tipos
11
biológicos (hierbas, malezas, árboles, etc.). La estructura del suelo se simplifica y la
diversidad de las poblaciones de los microorganismos y de los animales del suelo
disminuye. La circulación de los nutrientes por fuera de los organismos adquiere más
importancia. Los ritmos anuales se acentúan, no sólo en las especies cultivadas, sino
también en las especies asociadas a los cultivos, como malas hierbas o plagas”. En
definitiva la artificialización de los ecosistemas para obtener alimentos supone la reducción
de su madurez y la simplificación de su estructura, proceso este que debe ser analizado en
sus características “macroscópicas” para alcanzar un diagnóstico correcto del "estado
actual" de cada agroecosistema. En este sentido, el diagnóstico no puede llevarse a cabo
sin recurrir al pasado, al proceso histórico del que el agroecosistema es resultado (Toledo,
1994).
La estrategia agroecológica es también social ya que en el análisis de los agroecosistemas
desempeña un papel central la percepción y la interpretación que los seres humanos (ya sea
en lenguajes populares o científicos) han hecho de su relación con el medio; en otros
términos, las ideas sobre la naturaleza resultan esenciales desde el enfoque agroecológico
(Worster, 1989). Cada grupo humano ha utilizado su conocimiento de los recursos
naturales en los procesos de artificialización ecosistémica. Por ello el conocimiento del
manejo de los recursos naturales sólo es posible mediante el conocimiento de la historia de
los agricultores, de la ciencia, de la tecnología aplicada al uso y también al abuso de la
naturaleza, y de las representaciones sociales de la misma (Worster, 1990; González de
Molina, 1993).
Finalmente, la estrategia agroecológica es económica; pero en el sentido que Aristóteles
quería dar a la palabra economía, frente a la expansión del comercio y al cambio en las
relaciones sociales que éste implicaba. Es decir, la Agroecología pretende analizar cada
agroecosistema, su manejo social despojándolo de su dimensión crematística para
reconciliarla con sus características físico-biológicas; es decir, desde su dimensión de
economía de la naturaleza (Martínez Alier, 1987, 41-60; Martínez Alier y Schlüpman,
1991). Ello implica saber, por un lado, si las tasas de recolección, extracción o explotación
de recursos son iguales a las tasas de regeneración y, por otro, si las tasas de emisión de
residuos son iguales a las capacidades naturales de asimilación del mencionado
agroecosistema (Daly, 1990). Dicho con otras palabras, conviene saber en qué medida,
cuando el hombre manipula los ecosistemas naturales y los convierte en agroecosistemas
para acceder a sus medios de vida, repone los deterioros causados manteniendo intactas sus
capacidades naturales de reposición. Ahora bien, cuando consideramos la capacidad
reproductiva de un determinado agroecosistema no nos referimos sólo a su dimensión
biótica, sino también a su dimensión sociocultural. Y ello en la medida en que ambas
dimensiones interaccionan y se influyen mutuamente. Antes nos referíamos a la
importancia de las representaciones colectivas sobre la naturaleza, pero podríamos también
hacerlo al impacto del conflicto social, a la desigualdad social misma, en definitiva, a los
diversos componentes de la organización social.
Lo hasta aquí dicho podría quedar reflejado en un axioma general que podría formularse de
la siguiente forma: las distintas modalidades de organización de las sociedades humanas
han traído consigo un trato específico de la naturaleza. No todas han sido ecológicamente
eficientes. Cada sistema de producción ha establecido y establece determinadas relaciones
de apropiación y manejo de los recursos que determinan su clase y velocidad de consumo
(que sean renovables o no o que puedan reproducirse o no en el mismo proceso
12
productivo) (González de Molina y Sevilla Guzmán, 1993). Por tanto, cada sistema de
producción ha mostrado un particular grado de eficiencia ecológica. Entendemos por
eficiencia ecológica la capacidad de un sistema de producción para producir la máxima
cantidad de bienes con el menor coste energético y de materiales y con la mayor capacidad
de perdurar sin trastocar la estabilidad de los ecosistemas (Toledo, 1986 y 1989). Si
tenemos en cuenta que la actividad agraria puede ser reducida a flujos de materiales,
energía e información, la clave para comprender y explicar los procesos productivos en las
sociedades rurales se encuentra en la manera en que tales flujos son organizados. En este
sentido, todos los procesos productivos agrícolas deben ser analizados en términos, por un
lado, de un intercambio con la naturaleza y, por otra, de un intercambio con la sociedad
donde tales procesos se insertan (Naredo, 1987).
Esta mutua interacción entre los distintos componentes del agroecosistema, que está en la
base del principio de coevolución, puede resumirse en la mutua determinación entre las
presiones que ejerce la sociedad sobre los ecosistemas y las posibilidades de estos para
responder a las mismas. La sociedad manipula los ecosistemas, creando agroecosistemas,
para satisfacer necesidades culturalmente creadas y por tanto modifica e interfiere en los
cinco grandes procesos que tienen lugar en su seno: energéticos, biogeoquímicos,
hidrológicos, sucesionales y de regulación biótica. Al mismo tiempo, cada ecosistema
natural ofrece condiciones de suelo, clima y vegetación más o menos favorables a la
captación de la energía solar mediante plantas domesticadas. De esa manera, tales
condiciones edafoclimáticas suponen factores limitantes a la productividad primaria del
agroecosistema; factores que pueden ser “superados” mediante enmiendas y prácticas
culturales y, en cualquier caso, con la adición de determinadas cantidades de energía
externa al sistema en forma de trabajo humano, tracción animal, tracción mecánica o
fabricación e importación de nutrientes y otras sustancias artificiales con los que recrear
condiciones ambientales favorables a la producción de los cultivos deseados. El resultado
de la introducción de tales cultivos, originados muchas veces en la mera valoración
monetaria de los mismos, puede conducir a la degradación de las propiedades fisicobiológicas del agroecosistema. De ahí la importancia de los procesos sociales en la
comprensión de la dinámica de los agroecosistemas y de la necesidad de tener en cuenta
sus características ambientales a la hora de planificar la producción agraria.
La Agroecología considera, pues, el análisis de los agroecosistemas desde una perspectiva
globalizadora, teniendo en cuenta los recursos humanos y naturales que definen su
estructura: tanto los factores sociales (étnicos, religiosos, políticos, económicos), como
naturales (agua, suelo, energía solar, especies vegetales y animales). Su enfoque es, pues,
sistémico, contrario a la parcelación sectorial clásica de los especialistas en las distintas
ciencias tanto sociales como naturales. El propio concepto de agroecosistema posee una
naturaleza holística, demandante de un análisis múltiple, histórico, sociológico y
antropológico, por un lado y por otro de la circulación de los flujos de materiales y energía
y de las formas de consumo y degradación endo y exosomática. La utilización del enfoque
holístico supone el cuestionamiento de la disyunción y parcelación del conocimiento
científico convencional. La separación e incomunicación entre las ciencias sociales y
naturales ha generado la acumulación de saberes separados no sólo entre las dos grandes
categorías señaladas sino en el interior de cada una de ellas. La propia "ciencia agraria" es
buen ejemplo de ello. Como mantiene Spedding (1979), aunque el término "ciencia
agraria" es usado a veces para describir el estudio científico de la agricultura, ello puede
13
confundir ya que la agricultura abarca tanto las ciencias naturales como sociales en una
multiplicidad de aspectos.
Por tanto, el enfoque holístico de la Agroecología implica una aproximación globalizadora
al análisis de los recursos naturales lo que supone la ruptura de las etiquetas disciplinares
de la ciencia y la utilización de un enfoque sistémico que permita capturar las
interrelaciones entre los múltiples elementos intervinientes en los procesos
artificializadores de la naturaleza por parte de la sociedad para obtener alimentos. Sin
embargo, la vía para llevar a cabo un análisis sistémico y globalizador del manejo de los
recursos naturales ha de partir necesariamente de la ecología (Margalef, 1979, 28); claro
está, sin reconocerle ningún tipo de imperialismo metodológico sobre los métodos
específicos de las disciplinas intervinientes y sin considerar que a partir de ella todo
comportamiento, incluido el humano, se puede explicar. Nuestra posición al respecto
pretende ser de la máxima claridad: la Agroecología necesita herramientas teóricas
vinculadas a una praxis intelectual alternativa, rescatando para “el nuevo paradigma”
aquellos elementos válidos de los hasta ahora existentes, que generen un esquema
explicativo global donde los conocimientos acumulados de las ciencias naturales se
integren al de las ciencias sociales.
Por otro lado, y como veremos en el capítulo V, la estrategia teórica y metodológica de la
Agroecología se desarrolla en los marcos sociales propios del agricultor: la explotación
agrícola familiar y la comunidad local. En la primera tiene lugar el desarrollo de
tecnologías específicas para la producción, implementando sistemas de manejo que la
Agroecología pretende analizar. El "trabajo en finca" (on farm research), ya sea
directamente o a través de fuentes y documentación escritas, constituye la técnica
agronómica apropiada para la implementación de dicho análisis. En la segunda, es decir en
la comunidad local es donde se mantienen las bases de la renovabilidad sociocultural de
los agricultores al "estar unidos por un sistema de lazos y relaciones sociales; por intereses
comunes, pautas compartidas de normas y valores aceptados; por la consciencia de ser
distintos a los demás" (Galeski, 1972). El estudio de la comunidad resulta, pues, la técnica
sociológica, histórica y antropológica más idónea desde el punto de vista de la
Agroecología. En su vertiente aplicada, tales estudios de comunidad sirven de base a la
investigación-acción participativa para el diseño de métodos de desarrollo endógeno (Van
der Plöeg y Long, 1994) o de formas de desarrollo rural sostenible.
Pero existe además una razón histórico-ecológica que aconseja tomar como unidad de
análisis la comunidad local. Hasta hace poco tiempo, los flujos de energía, materiales e
información circulaban en ámbitos espacialmente reducidos. El carácter renovable de las
fuentes de energía y en buena medida de los materiales usados imponía su captación dentro
mismo de los procesos de trabajo; el manejo de los agroecosistemas solía estar muy
adaptado a sus peculiaridades, generando un conocimiento experimental que sólo tenía
sentido en el perímetro dentro del cual tenía lugar la producción. Por otro lado, la
explotación agraria, considerada individualmente, resultaba incomprensible; constituía uno
más de los puntos de partida o destino de los mencionados flujos. Cuando la energía
utilizada provenía del hombre y de la tracción animal, su reproducción dependía de la
dotación de tierra indispensable para producir leñas, pastos y alimentos en condiciones de
cercanía a la explotación. Lo mismo podía decirse de los nutrientes, derivados de una
cabaña ganadera que debía estar siempre próxima.
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El manejo de los hombres, de los animales, los diversos usos de la tierra, etc. excedía,
pues, al control de la explotación individual para ser competencia de la comunidad local.
Pero cuando las necesidades de energía y materiales comienzan sobrepasar la capacidad de
sustentación del territorio y debe recurrirse a fuentes fósiles a veces muy distantes, es
decir, cuando los flujos se desestructuran y pierden su carácter cerrado, la comunidad local
pierde progresivamente su virtualidad como unidad de análisis. No obstante, la pervivencia
aún de muchas de las funciones productivas y reproductivas de antaño permite reconocer
todavía su utilidad, considerándola como un específico agroecosistema o agrupación de
varios de ellos.
CRITERIOS AGROECOLÓGICOS DE ANÁLISIS: LA SUSTENTABILIDAD
Ya dijimos con anterioridad que el objetivo de la Agroecología consistía no sólo en un
enfoque distinto con que estudiar los sistemas agrarios, sino que pretendía constituir una
estrategia alternativa y eficaz para dar solución a los enormes problemas sociales y
ambientales que estaba generando el actual modelo de agricultura capital-intensiva,
problemas que constituían una parte sustancia de la actual crisis ecológica. Esta dimensión
aplicada de la Agroecología pretende el manejo sostenible de los recursos naturales en la
actividad agraria y el acceso igualitario a los mismos. Por tanto el concepto de
sostenibilidad o sustentabilidad resulta clave en la determinación de los contenidos,
métodos de análisis y técnicas de la Agroecología.
El concepto de sustentabilidad deriva del utilizado por políticos economistas y organismos
internacionales y denominado “desarrollo sustentable o sostenible”. La definición más
conocida es la que ofreció la famosa Comisión Bundtland: el desarrollo sostenible consiste
en la satisfacción de las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer la
capacidad de las generaciones futuras para satisfacer las suyas. Pero, más allá de este
enunciado general, han sido muchos los intentos de fijar o definir más concretamente lo
que la sostenibilidad es, todas tan generales e imprecisas por propia definición que parece
absurdo reproducir aquí el enorme debate que han generado desde que en 1987 la
Comisión de la Naciones Unidas para el Medio Ambiente y el Desarrollo comenzara a
utilizar y popularizara este concepto sin ponerlo en contradicción con el crecimiento
económico. De hecho y como mantienen Dixon y Fallon (1989), resulta imposible dar una
definición universal de la sostenibilidad sencillamente porque este es un concepto
dinámico que cambia con el tiempo, con el recurso o recursos que se pretenden proteger,
con su escala espacial, con las preocupaciones de cada época, con el desarrollo de la
ciencia, con el nivel tecnológico y con nuestro nivel de conocimiento actual del
funcionamiento de los ecosistemas. No obstante, sí que podemos enumerar algunos
principio básicos de la sustentabilidad que deberían ser comunes a todas la definiciones y,
por tanto, aplicables también al manejo de los agroecosistemas; pero sobre todo podemos
decir con absoluta claridad lo que no puede ser por definición sustentable, máxime cuando
una parte de la economía y de la política económica convencionales utilizan el término de
manera interesada para legitimar el crecimiento económico.
Pero el crecimiento económico (o agrario en nuestro caso) por definición es insostenible.
Para que pudiera haber crecimiento, esto es aumento más o menos constante de la base
física de la economía, se debería tener un nivel tecnológico tal que nos permitiera reciclar
todos los materiales que existen sobre el planeta sin gasto alguno y utilizar sólo energías
renovables que, además no produjeran residuos ni contaminación. Independientemente del
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pesimismo u optimismo tecnológico que profesemos tenemos que reconocer que hoy por
hoy esta hipótesis no es más que eso, pura hipótesis, en tanto el agotamiento de la base de
los recursos naturales y el deterioro de las funciones ambientales es científicamente
constatable y muy próximos en muchos casos. De cualquier modo, se tendría que
acompasar el ritmo de consumo de los recursos a la búsqueda de sustitutivos renovables y
a la capacidad de asimilación de los ecosistemas, cosa que no suele decirse siempre que se
habla de desarrollo sostenible.
Frederick Soddy, uno de los precursores del pensamiento económico ecológico realizó
hace bastante tiempo una crítica de los conceptos de riqueza y capital mediante la
aplicación de la Ley de la Entropía al proceso económico. Para él, el capital, manifestación
del nivel de riqueza de un país, no podía almacenarse o ahorrarse, dado que estaba sujeto a
un continuo decrecimiento. Dicho capital suponía, en términos ecológicos, una
determinada cantidad de energía y materiales incorporados que necesitaba para su
funcionamiento del consumo de más energía y más materiales extraídos de stocks
agotables; por otro lado, toda actividad productiva comportaba la disipación de una
cantidad de energía, según el segundo principio de la Termodinámica, y, en alguna
medida, de materiales, por lo que Soddy (1922) pensaba que no había razón para afirmar
que el crecimiento económico generase en realidad riqueza; más bien generaba destrucción
de los recursos naturales. Si se alentaba una alta tasa de crecimiento se estaría alentando
una alta tasa de destrucción de los recursos renovables y viceversa.
Ello no quiere decir, obviamente, que el desarrollo sea ecológicamente insostenible.
Indudablemente no, pero a condición de que no se identifique desarrollo con crecimiento.
Como dice Herman Daly (1990), el crecimiento significa un incremento cuantitativo de la
escala física en tanto que el desarrollo implica la “mejora cualitativa o el despliegue de las
potencialidades”. Por principio el crecimiento económico es insostenible dado que el
aumento del volumen físico de la actividad económica es imposible de mantener
indefinidamente en un planeta que constituye un sistema cerrado cuyos recursos son, por
tanto, finitos. Por esta razón, la población humana al nivel actual de consumo exosomático
se enfrenta ya a fuertes limitaciones ecológicas que hacen inviable su crecimiento a medio
y largo plazo; de hecho, la especie humana consume ya casi la mitad de la producción
primaria del planeta y, de continuar creciendo, mermará las posibilidades de las otras
especies para sobrevivir.
Daly (1990) ha sintetizado en varios principios los criterios que debería seguir cualquier
práctica productiva para ser sostenible, ya sea a nivel territorial amplio o concreto (cuenca,
comunidad, finca, etc.). Los recursos renovables deberían consumirse en la misma
cantidad en que se regeneran; los recursos no renovables deberían consumirse limitando su
tasa de extracción a la tasa de creación de sustitutos renovables; siendo en ambos casos las
tasas de emisión de residuos iguales a la capacidad de asimilación de los ecosistemas
receptores de tales residuos. La tecnología a usar sería aquella que procurara los mayores
niveles de productividad por unidad de recurso consumido (es decir, que maximizase la
renta del “capital natural”), aumentando pues la eficiencia en perjuicio de aquellas
tecnologías que tuviesen su base en el aumento del volumen de extracción de recursos.
Finalmente, la escala de la economía debería establecerse dentro de los límites impuestos
por la capacidad de carga de cada ecosistema; teniendo en cuenta, aunque Daly no lo
señala, que este último factor podría variar bastante en función del grado de eficiencia
tecnológica alcanzada en el uso de los recursos y de los hábitos culturales en cuanto al
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consumo exosomático de cada tipo de sociedad, lo que establecería variaciones quizá
importantes también en el tamaño de la población. Aun reconociendo que desconocemos
todavía muchos procesos físico-biológicos y que existe, pues, incertidumbre sobre la
evolución de las relaciones entre sociedad y naturaleza y en ambos sistemas separadamente
-lo que nos llevaría a hablar no de sostenibilidad sino de “cuasi sostenibilidad” (García,
1993)-, los criterios operativos enumerados por Daly, u otros de parecidas características
aunque más explícitos, deberían presidir el funcionamiento normal de la actividad
económica. Esto es, precisamente, lo que hace la Agroecología en su modo natural de
proceder; y no sólo para evaluar el estado de los agroecosistemas sino para proponer vías y
métodos para el logro de la sustentabilidad. Por tanto, los principio e indicadores de la
sustentabilidad en la actividad agraria resultan esenciales para la Agroecología.
Pero antes de entrar a la aplicación de la sustentabilidad a la realidad agraria, hemos de
anotar algunos rasgos distintivos de este concepto, aclarando mejor el sentido en que aquí
se va a utilizar. En primer lugar, el concepto de sustentabilidad es por naturaleza dinámico,
debe cambiar con el tiempo, como dinámico es el “equilibrio” que existe en la naturaleza;
por tanto, no puede decirse que un agroecosistema es o no sustentable, sino que es más o
menos sustentable que antes o que otro agroecosistema con el que se compara. En segundo
lugar, es un concepto que debe ser aplicado, operativo y en ese proceso no todos los
objetivos de la sustentabilidad pueden alcanzarse al mismo tiempo; en este sentido
procesual o tendencial, el concepto de sustentabilidad prima el logro de objetivos concretos
en cada momento; ya sean determinados por la gravedad de los daños ambientales, por la
urgencia de su resolución o por la escala de tiempo en que nos situemos. En tercer lugar,
que aún teniendo una dimensión claramente planetaria, la aplicación de la sustentabilidad
debe hacerse sobre ecosistemas específicos, muy diferentes unos de otros, de manera que
el contenido concreto del concepto puede variar tanto en el espacio como en el tiempo
(Astier y Masera, 1996). Su contenido puede variar y complicarse más o menos en función
del objeto a que se aplique: a un recurso, a un grupo de recursos, o a un ecosistema
particular, a un grupo de ecosistemas o al planeta. Puede variar también si su contenido es
puramente biofísico o si se toman en cuenta las variables de carácter económico y social
(Dixon y Fallon, 1989). La aplicación que del concepto hace la Agroecología se refiere a
cada agroecosistema sin perder de vista su interconexión con los demás y, por supuesto,
contemplando las variables socioeconómicas y culturales en pie de igualdad con las
biofísicas. Como afirma Marta Astier y Omar Masera (1996, 5), no se puede responder
adecuadamente a los interrogantes que plantea la sustentabilidad sin responder también a
tres cuestiones básicas: “¿Sustentabilidad para quién? ¿Quién la llevará a cabo? y ¿Cómo?
En otras palabras, quién decide, a través de qué proceso sociopolítico, quién lleva la
práctica el concepto y de qué manera”
El término sostenibilidad o sustentabilidad aplicado a las actividades agrarias también ha
sido objeto de controversia. No obstante, suele definirse como la capacidad de un
agroecosistema para mantener su producción a través del tiempo superando, por un lado,
las tensiones y forzamiento ecológicos y, por otro, las presiones de carácter
socioeconómico (Conway, 1985, 31-35). Frente a las interpretaciones convencionales que
confunden la sustentabilidad con la perdurabilidad de la producción y del máximo
beneficio, David Goodman y Michael Redclift (1991, 230) han señalado acertadamente
que cualquier definición de sustentabilidad ha de tener en cuenta necesariamente las
dimensiones cultural y estructural. Desde esta perspectiva, para que un agroecosistema sea
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sostenible es preciso que el manejo que se haga de él sea ecológicamente sano, es decir,
que mantenga la calidad y la cantidad de los recursos naturales y la vitalidad del
agroecosistema considerado en su conjunto. Indudablemente, la implementación de dicho
manejo a través de procesos biológicos aumenta el grado de sostenibilidad y viceversa. Se
han señalado varios atributos que pretenden evaluar el grado de sustentabilidad de un
agroecosistema. El primero se ellos se refiere a la productividad, que es la habilidad de un
agroecosistema para satisfacer las necesidades y servicios ambientales requeridos. Aunque
no hay acuerdo sobre la manera de medirlo, se suelen utilizar como indicadores: el
rendimiento físico por unidad de superficie, el rendimiento energético en relación a la
cantidad de kilocalorías invertidas en su producción (balance energético), etc., incluso hay
quien lo ha medido en la relación entre gastos e ingresos, es decir en las ganancias; aunque
la utilización de criterios abstractos como los monetarios resulta bastante complicado e
inexacto desde el punto de vista ambiental.
Otro atributo de la sustentabilidad es la estabilidad, que se refiere a la capacidad de un
agroecosistema para mantenerse de manera estable en equilibrio dinámico a través del
tiempo. Para Conway (1985), la mejor forma de saber si un agroecosistema permanece
estable es si es capaz de mantener igualmente estable su capacidad productiva a lo largo
del tiempo. Se asocia, pues, con la idea de permanencia de la producción y se supone que
de los rendimientos; aunque el carácter dinámico del equilibrio de cualquier ecosistema
hace sumamente difícil la repetición de los mismos; se asocia, más bien, con la idea de un
sistema que es capaz de combatir los rendimientos decrecientes sin necesidad de añadir
cantidades crecientes de energía y nutrientes. Como mantiene Altieri (1995a), algunas
propiedades del agroecosistema tienen ciclos muy prolongados en el tiempo y la capacidad
del agricultor de influir en ellas es bastante limitado, como por ejemplo las condiciones
agroclimáticas; sin embargo, el agricultor puede tratar de mantener e incluso aumentar la
estabilidad biológica de un agroecosistema o de un predio concreto mediante el manejo
apropiado de cultivos que aumenten los rendimientos o mediante la mera elección de los
cultivos y del orden de su rotación para elevar tanto la productividad como para garantizar
la estabilidad de los cultivos. En este sentido cuanto más diversidad de cultivos exista y
cuanto mayor sea su adaptación rotacional a las condiciones edafoclimáticas mayor será la
capacidad para mantener estable la productividad del sistema. Un ejemplo de estas
prácticas mejorantes puede ser la aplicación sostenible de agua mediante riego, las técnicas
de abonados en verde, las rotaciones complejas, la integración entre agricultura y
ganadería, etc... No obstante, ha habido (Harwood, 1979) quien ha propuesto entender la
estabilidad en términos de rendimiento monetarios y la capacidad de un agroecosistema
para producir, mediante cambios en la composición de los cultivos, el volumen de
producción adecuado para mantenerlos. Sin embargo, esta manera de medir o entender la
estabilidad, que sería mejor expresarla en términos de viabilidad económica según vamos a
ver a continuación, no siempre es posible de alcanzar en unas condiciones tan cambiantes
como las que ofrecen los mercados regionales y mundiales. La estabilidad económica no
tiene por qué coincidir con la estabilidad físicobiológica del agroecosistema. Es más, en
demasiadas ocasiones la primera se ha logrado a costa de la segunda.
Pero no sólo basta con que un agroecosistema sea más o menos productivo y que su
producción se mantenga en el tiempo para dar una medida de su sustentabilidad. Es preciso
que sea capaz también de retornar a sus estado normal tras sufrir perturbaciones serias; es
decir, que sea capaz de mantener su capacidad productiva después de sufrir perturbaciones
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graves como por ejemplo un incendio, una inundación, caída en picado de los precios de
unos de los cultivos, etc... A ese atributo de la sutentabilidad de los agroecosistemas
llamamos resilencia. Algunos autores desagregan este atributo en función de la magnitud y
duración de la perturbación de que se trate, intentando distinguir la capacidad de resilencia
frente a perturbaciones frecuentes y usuales del medio, pero que actúan aditivamente,
como la erosión o salinización de los suelos (confiabilidad del agroecosistema) y las de
carácter más infrecuente y catastrófico.
Como hemos insinuado antes, la sostenibilidad implica que el manejo sea también
económicamente viable, que asegure el acceso a los medios de vida a todos los
agricultores. Para ello no sólo resulta imprescindible cubrir los costes de la explotación,
sino también aquellos gastos que en términos de reproducción social llamaríamos,
siguiendo a Wolf (1966, 4-10), fondos "de reemplazo, ceremonial y de renta". De mismo
modo, la sostenibilidad depende de que los resultados del manejo sean socialmente justos;
en otras palabras, que tanto el acceso al poder como a los propios recursos naturales esté
distribuido de tal forma que las necesidades básicas de todos los miembros de la
organización social se hallen cubiertas. Ello no quiere decir que la sustentabilidad de un
ecosistema dependa de la igualdad distributiva. De hecho han subsistido agroecosistemas
con cierto grado de injusticia social. Equidad no quiere decir, necesariamente,
igualitarismo. Lo que ocurre es que cuanto mayor sea el grado de desigualdad social,
mayores serán las amenazas para la estabilidad del ecosistema. La pobreza, la falta de
acceso a los recursos ha tenido a lo largo de la historia, y tienen hoy en día, consecuencias
negativas para dicha estabilidad. Fenómenos como el sobrepastoreo, la deforestación, las
roturaciones abusivas, el cultivo en laderas, etc. se han descrito como actitudes de los más
desfavorecidos o de la codicia de los más acaudalados. Todas estas son actitudes y
prácticas generadas por esa patología ecosistémica que resulta ser, a los ojos de la
Agroecología, la desigualdad social. En términos termodinámicos podríamos decir que la
pobreza sería el resultado (residuo) de un uso (consumo) no sostenible del Capital Natural
representado por la fuerza de trabajo. A ello debe añadirse dos dimensiones más de la
equidad. La primera se refiere a la equidad intergeneracional, que implica la procura de
una asignación intergeneracional lo más equitativa posible de los recursos y de la calidad
del agroecosistema: cualquier abuso o deterioro de la capacidad productiva, por ejemplo,
de un determinado ecosistema repercutirá sobre las posibilidades de las generaciones
futuras. La segunda se refiere la relación de intercambio entre los sistemas agrarios y el
resto de la sociedad y podríamos denominarla como equidad externa. Como es sabido, la
civilización industrial se ha fundamentado en un deterioro sostenido de la relación de
intercambio entre los alimentos y materias primas provenientes de la actividad agraria y los
insumos y productos manufacturados consumidos en la explotación agraria o en las
familias de los agricultores; ello ha procurado una transferencia forzada de renta en
beneficio de las ciudades y actividades industriales y un deterioro de la igualdad en los
estándares de vida entre campo y ciudad que ha provocado un sobresfuerzo productivo de
los agroecosistemas y su consiguiente deterioro para el logro de la subsistencia en base a
un mayor excedente comercializable.
19
Fig 1. Propiedades de sistemas y agroecosistemas e índices de rendimiento (Conway,
1985, modificado por Altieri, 1995)
Otros dos criterios deben tenerse en cuenta como atributos de la sostenibilidad. El primero
se refiere a la adaptabilidad y tiene en cuenta la resilencia de los agroecosistemas frente a
presiones provocadas por los propios cambios en las condiciones naturales o sociales de la
producción: un período prolongado de sequía, el crecimiento de la población, las distintas
políticas agrarias, la demanda cambiante de los mercados, las innovaciones y nuevos
patrones tecnológicos, etc. El segundo se refiere a la autonomía. Esta tiene que ver con el
grado de integración de los agroecosistemas, reflejado en el movimiento de materiales,
energía e información entre sus componentes y el sistema en su conjunto, entre este y el
ambiente externo y, sobre todo con el grado de control que se tiene sobre dicho
movimiento. En consecuencia, la autonomía de un sistema de producción está
estrechamente relacionada con la capacidad interna para suministrar los flujos necesarios
para la producción. Para entender este concepto resulta operativa la clasificación de los
recursos en internos y externos que realizan Francis y King (1988, 67-75). Así, la
autonomía de un sistema de producción desciende en la medida en que se incrementa la
necesidad de recursos externos, la necesidad acudir al mercado para conseguirlos.
De acuerdo con Stephen R. Gliessman (1990b, 380), podríamos concretar estos principios
de la sostenibilidad en una serie de criterios operativos para el análisis de los sistemas
agrarios. Por ejemplo:
a) El grado mayor o menor de dependencia de inputs externos, ya sea de energía,
materiales o información. Cuanto más baja sea la dependencia y más alto el nivel de
autosuficiencia mayor será el grado de autonomía y autodependencia del
agroecosistema.
b) El grado mayor o menor de utilización de recursos renovables que sean además
localmente accesibles. Ello quiere decir, que además de reducir la dependencia
externa, la renovabilidad asegura la perdurabilidad de las condiciones favorables que
hacen posible la producción.
c) La aceptación y/o tolerancia de las condiciones locales, adaptándose a ellas,
facilita la sostenibilidad; en tanto que disminuye debido a la fragilidad del
agroecosistema cuando este es producto de una intensa modificación de las
condiciones ambientales.
20
d) La sustentabilidad de un ecosistema depende también de su capacidad productiva;
la cual no debe confundirse con su habilidad para obtener la máxima producción y
productividad. En este sentido, el óptimo ecológico y el óptimo económico no tienen
porqué coincidir.
e) Un agroecosistema será más sostenible cuanto mayor sea la utilización de los
impactos benéficos o benignos del medio ambiente; cuestión esta que la
heterogeneidad ambiental facilita en mucha mayor medida que ambientes
homogeneizados y, por tanto, simplificados. Tanto más sostenible será el sistema
cuanto más se exploten los sinergismos y las complementariedades que surgen, por
ejemplo, de combinar cultivos, árboles, animales en diferentes arreglos espaciales y
temporales.
f) Al igual que ocurre con los ecosistemas naturales cuya capacidad de
automantenerse y autorreproducirse dependen del grado de biodiversidad que
contengan, la capacidad de pervivir en el tiempo de un agroecosistema aumenta
conforme mayor sea su diversidad biológica y cultural.
g) Resulta igualmente fundamental que los agricultores que manejan el
agroecosistema dispongan de un conocimiento adaptado a sus condiciones
específicas y que puedan controlar y desarrollar. En este sentido, la sostenibilidad
aumenta como consecuencia de la utilización del conocimiento y de la cultura de la
población local.
h) Y finalmente, la disponibilidad de productos suficientes para el abastecimiento
interno y aún para la adquisición -mediante exportaciones- de otros bienes y
servicios necesarios, resulta fundamental para la pervivencia del sistema. Ello está en
relación con la productividad natural de agroecosistema, pero también con el
carácter de las prácticas agronómicas y del marco social donde se encuadran, así
como del tamaño adecuado de la población que soporta.
En este sentido, determinadas prácticas agrarias favorecen más que otras el logro de la
sustentabilidad agraria. Por ejemplo, las rotaciones de cultivos suelen disminuir los
problemas de malezas, insectos y enfermedades; aumentan los niveles de nitrógeno
disponible en el suelo, reducen la erosión edáfica, etc.. El monocultivo anual y sin
descanso produce el efecto justamente contrario. La existencia de un adecuado nivel de
biodiversidad biológica en animales y plantas facilita el control y la lucha contra plagas.
Las prácticas de labores agrícolas conservacionistas constituye una manera bastante eficaz
de retener suelo fértil y evitar la erosión. El mejoramiento genético de cultivos les hace
muchas veces resistentes a plagas y enfermedades o logran una mejor absorción de
nutrientes. Las prácticas ganaderas que priman el pastoreo rotatorio sobre la estabulación
de grandes rebaños suelen tener menores problemas de salud y constituyen un tipo de
manejo preventivo de las enfermedades; etc... (Reinjntjes, Haverkort, Walers-Bayer,
1992).
En definitiva, el comportamiento óptimo de los sistemas de producción agrícola depende
del nivel de interacciones entre sus diversos componentes. Las interacciones potenciadoras
son aquellas en las cuales los productos de un componente son utilizados en la producción
de otro componente; por ejemplo, cuando las malezas son utilizadas como forraje, el
21
estiércol como fertilizante, o los rastrojos y malezas dejadas para pastoreo animal; o
cuando, fomentando la mayor biodiversidad posible, se consigue subsidiar el
funcionamiento del agroecosistema con servicios ecológicos tales como el reciclaje de
nutrientes, el control biológico de plagas, la conservación del agua y del suelo, etc.. Y al
contrario, cuanto más se van simplificando los agroecosistemas se van perdiendo las
sinergias y reduciendo la biodiversidad.
EL CONOCIMIENTO CAMPESINO Y LOS MARCOS DE ACCIÓN DE LA
AGROECOLOGÍA.
Uno de los efectos derivados del principio de coevolución y del reconocimiento de que los
sistemas agrarios tradicionales han coevolucionado durante cientos de años es la
legitimidad que ha adquirido la experiencia de los agricultores que históricamente los han
manejado y el saber o conocimiento asociado que han ido desarrollando y acumulando con
el tiempo. Este conocimiento resulta vital para la Agroecología y un punto de partida
imprescindible para el diseño de formas de manejo sustentable de los agroecosistemas. Sin
prejuicio de un tratamiento más detallado de esta cuestión desde el punto de vista teórico y
metodológico, que abordaremos en el capítulo V, es conveniente decir algunas cosas al
respecto. Ha sido Norgaard (1987) quien ha razonado la importancia crucial para la
Agroecología del conocimiento campesino, conocimiento local o tradicional. Las premisas
en las que fundamenta dicha importancia son las siguientes: “1) Los sistemas biológicos y
sociales tienen potencial agrícola; 2) ese potencial ha sido captado por los agricultores
tradicionales a través de un proceso de ensayo, error, selección y aprendizaje cultural; 3)
los sistemas biológicos y sociales han coevolucionado de tal manera que la sustentación de
cada uno de ellos depende de los otros. Los conocimientos incorporados por las culturas
tradicionales mediante el aprendizaje cultural, estimulan y regulan la sustentabilidad de los
sistemas sociales y biológicos; 4) la naturaleza del potencial de los sistemas sociales y
biológicos puede comprenderse mejor dado nuestro estado actual de conocimiento formal,
social y biológico, estudiando cómo la agricultura de las culturas tradicionales ha captado
tal potencial; 5) el conocimiento formal, social y biológico (el conocimiento obtenido del
estudio de los sistemas agrarios tradicionales), el conocimiento y algunos de los inputs
desarrollados por las ciencias agrarias convencionales y la experiencia acumulada por las
tecnologías e instituciones agrarias occidentales pueden combinarse para mejorar tanto los
agroecosistemas tradicionales como los modernos; 6) el desarrollo agrario puede, mediante
la Agroecología, mantener, por un lado, unas opciones culturales y biológicas para el
futuro y, por otro, producir un menor deterioro cultural, biológico y medioambiental que
los enfoques de las ciencias agrarias convencionales por sí solas” Las dos últimas premisas
relativas al conocimiento local suponen una innovación sustantiva respecto a la
epistemología hegemónica en las ciencias occidentales difícilmente compatible con el
paradigma hegemónico en la práctica totalidad tanto de las ciencias naturales como
sociales, el pensamiento liberal.
En definitiva, el potencial agrícola de los sistemas biológicos ha sido captado
históricamente por los agricultores tradicionales a través de procesos de ensayo y error,
selección y aprendizaje cultural. Tales procesos tuvieron lugar en parcelas pequeñas o
explotaciones y estuvieron fundamentalmente en manos de campesinos. De ahí la
importancia que la Agroecología concede al campesinado. La vinculación del campesino
con la naturaleza se realizó y se realiza a través de "una específica relación, por un lado
con la explotación agrícola familiar que se materializa en una característica estructura
22
ocupacional y, por tanto, en la comunidad campesina que posee una particular influencia
del pasado y unas específicas pautas de organización social" (Sevilla Guzmán, 1988, 366399). Son esos, además los marcos sociales que han permitido la adaptación simbiótica del
hombre a la naturaleza allá donde éste ha sabido, a nivel local, artificializar los ecosistemas
manteniendo las bases de su renovabilidad.
La estrategia teórica y metodológica de la Agroecología se desarrolla, pues, en los marcos
sociales del campesinado: la explotación agrícola familiar y la comunidad local. En la
primera (Alexander V.Chayanov, 1986; Boguslaw Galesky, 1972 y Theodor Shanin, 1973:
62-80) tiene lugar el desarrollo de las tecnologías campesinas de uso múltiple de los
recursos naturales cuya lógica ecológica (allá donde se haya generado) pretende aplicar la
Agroecología para el diseño de modelos de agricultura alternativa, aprovechando aquellas
"tecnologías modernas que hayan probado su competitividad medioambiental”. El "trabajo
en finca" (on farm research) con el campesino o agricultor, según el caso, es la técnica
agronómica que permite el desarrollo de tecnologías participativas de naturaleza
agroecológica.
En la segunda, es decir, en la comunidad local, es donde se mantienen las bases de la
renovabilidad sociocultural del conocimiento campesino generado en las explotaciones
campesinas, ya que cada unidad campesina comparte su identidad al "estar unidos por un
sistema de lazos y relaciones sociales; por intereses comunes, pautas compartidas de
normas y valores aceptados; por la conciencia de ser distinto a los demás (Galesky, 1972:
76). El "estudio de la comunidad" es la técnica sociológica y antropológica que la
Agroecología desarrolla para llevar a cabo su caracterización agroecológica previa a la
investigación-acción participativa a nivel de comunidad buscando el Diseño de Métodos de
Desarrollo Endógeno (Jan Douwe van der Ploeg aud Ann Long, 1994; CERES, 1994;
CERES-CAMAR, 1992; CESAR, 1993 y ETSIAM-ISEC, 1994). El concepto
agroecológico de potencial endógeno, en su doble dimensión de potencial ecológico y
potencial humano, constituye un elemento central de la Agroecología para la
implementación de formas de desarrollo rural sostenible. El conocimiento de la identidad
de los agroecosistemas (para la cual es imprescindible el conocimiento de la naturaleza de
la comunidad local con el fin de potenciar su identidad local) constituye un elemento
central de la Agroecología. Así, la caracterización e identificación del potencial endógeno,
primero; su fortalecimiento, a través de formas de investigación-acción participativa; y la
evaluación del impacto de tales acciones para establecer infraestructuras agroecológicas de
funcionamiento, constituyen los pasos iniciales para la implementación de formas de
desarrollo rural sostenible de naturaleza endógena. Pero el elemento central de la
dimensión local de la agroecología lo constituye el conocimiento local, también llamado
campesino o indígena, según el contexto en que el enfoque agroecológico sea aplicado. Por
ello, permítasenos considerarlo con un cierto detalle.
Pero la importancia que la Agroecología concede al campesinado y a la producción
campesina, a su específica red de relaciones no es únicamente producto de esta razón o de
un planteamiento ético o moral; tiene también unas profundas raíces ecológicas.
Recientemente (1993, 193-218) Victor Toledo ha realizado la hasta ahora más completa
caracterización de la producción en términos ambientales. Su argumentación parte de la
tesis de que existe cierta racionalidad ecológica en la producción tradicional: "En contraste
con los más modernos sistemas de producción rural, las culturas tradicionales tienden a
implementar y desarrollar sistemas ecológicamente correctos para la apropiación de los
23
recursos naturales". Allá donde la coevolución social y ecológica se ha desarrollado
satisfactoriamente, las formas de manejo campesino de los recursos naturales han mostrado
una racionalidad ecológica. Ello fue ya intuido por Ángel Palerm al preguntarse por la
continuidad histórica del campesinado y constatar su enorme plasticidad social: el
campesinado "no sólo subsiste modificándose, adaptándose y utilizando las posibilidades
que le ofrece la misma expansión del capitalismo y las continuas transformaciones del
sistema", sino que subsiste también gracias a las "ventajas económicas frente a las grandes
empresas agrarias" que poseen sus formas de producción. Tales ventajas proceden, según
mantenía Palerm, de que "produce y usa energía de la materia viva, que incluye su propio
trabajo y la reproducción de la unidad doméstica de trabajo y consumo". Por ello , "el
porvenir de la organización de la producción agrícola parece depender de una nueva
tecnología centrada en el manejo inteligente del suelo y de la materia viva por medio del
trabajo humano, utilizando poco capital, poca tierra y poca energía inanimada. Ese modelo
antagónico de la empresa capitalista tiene ya su protoforma en el sistema campesino"
(Palerm, 1980, 169).
Uno de los elementos clave para el desarrollo de las estrategias campesinas es el control
que las unidades domésticas ejercen sobre los medios de producción, sobre la tierra
(aunque no se tenga la propiedad), sobre los saberes, y en general, sobre los procesos de
trabajo; es decir, el control que ejercen sobre los mecanismos de producción y,
eventualmente, de todos o de parte de los mecanismos de reproducción (Iturra, 1988, 13).
Para estudiar adecuadamente el comportamiento reproductivo del campesinado ha de ser
contextualizado en la matriz global de su universo sociocultural, ya que sólo desde éste, a
través de la forma en que crea y desarrolla su conocimiento, puede llegar a explicarse
realmente su comportamiento económico. Para esta tarea resultan útiles las aportaciones de
Jack Goody y Pierre Bourdieu, tal como han sido recientemente reinterpretadas por Raúl
Iturra en un esfuerzo de continuar sus trabajos reconduciéndolos hacia los ámbitos de la
Antropología económica con un trasfondo cultural sumamente enriquecedor. "El saber dice Iturra- varía de época en época, es constructor del proceso de reproducción social que
desigualmente se desarrolla en el tiempo pero tiene funciones específicas aislables, y cuyo
proceso central parece ser la construcción de la memoria del pueblo. Historia,
reproducción social, memoria, son tres procesos que es necesario estudiar en cada
análisis específico para poder dar cuenta de qué es lo que constituye la composición y
tamaño del grupo doméstico (que es lo que preocupa a Goody) y su coyunturalidad (que es
lo que preocupa a Bourdieu) (Iturra, 1989: 19-39 y 21).
Tanto Goody (1976, 1972: 1-32, 1977) como Bourdieu (1962 y 1988: 67-82) consideran
la reproducción social como conjunto de bienes, personas y saberes que constituyen el
capital transmisible en el ciclo de desarrollo que un grupo doméstico organiza
estratégicamente. Al retomar esta estrategia teórica Raúl Iturra plantea la cuestión de la
"incorporación diferenciada en el tiempo de individuos que nacen dentro de una situación
social ya definida a la cual, lenta y diferencialmente, van siendo incorporados" para dar
cuenta de todos los procesos que van colocando coordinadamente al nuevo individuo en la
estructura (Iturra, 1989: 25). Los procesos de inserción del campesinado en su matriz
social poseen un contexto ecológico especifico que vincula su aprendizaje como ser social
al conocimiento de los procesos biológicos en que se inserta la producción de su
conocimiento: "El saber del campesinado se aprende en la heterogénea ligazón entre grupo
doméstico y grupo de trabajo, sea en una aldea o en heredades mayores. El conocimiento
24
del sistema de trabajo, la epistemología, es resultado de esta interacción donde la lógica
inductiva es aprendida en la medida que se ve hacer y se escucha para poder decir,
explicar, devolver el conocimiento a lo largo de las relaciones de parentesco y de vecindad.
La conducta reproductiva rural, es resultado de una acumulación que no se hace en los
textos, sino que directamente sobre las personas y los lazos que tejen" (Iturra, 1993: 135).
Por su parte Víctor M. Toledo, refiriéndose al sistema cognitivo campesino, considera que
"los campesinos necesitan medios intelectuales para realizar una correcta apropiación de
los sistemas ecológicos durante el proceso de producción", de tal forma que "el conjunto
de conocimientos que los productores campesinos ponen en juego para explotar los
recursos naturales se convierte en decisivo. Este conocimiento tiene un valor sustancial
para clarificar las formas en que los campesinos perciben, conciben y conceptualizan los
ecosistemas de los que ellos dependen para vivir. Más aún, en el contexto de una economía
de subsistencia, este conocimiento de la naturaleza se convierte en un componente decisivo
en la implantación de la estrategia campesina de supervivencia basada en el uso múltiple y
refinado de los recursos naturales " (Toledo, 1993, 211). En efecto, en un reciente trabajo
Miguel A. Altieri (1991: 16-24) ha explorado cuatro dimensiones del conocimiento
campesino. Los grupos indígenas tienen, en general, una profunda sabiduría respecto al
suelo, clima, vegetación, animales y, en general, ecosistemas que se traduce en "estrategias
multidimensionales de producción (por ejemplo, ecosistemas diversificados con múltiples
especies) y estas estrategias generan (dentro de ciertas limitaciones técnicas y ecológicas),
la autosuficiencia alimentaria de las familias rurales en una región".
1) Conocimiento sobre taxonomías biológicas locales: El conocimiento indígena
utiliza normalmente sistemas complejos para clasificar plantas y animales de tal
suerte que "el nombre tradicional de una planta o animal revela el status taxonómico
de ese organismo". Está demostrado por múltiples trabajos que, en general, hay una
alta correlación entre la taxa campesina y la científica (Berlín, Breediove y Raven,
1973: 214-242; Bulmer, 1965: 1564-1566).
2) Conocimiento sobre el medio ambiente: Como señala Víctor M. Toledo, "parece
claro que en la perspectiva de los problemas concretos y prácticos que han de
resolverse durante la gestión de los ecosistemas, los productores campesinos deben
poseer conocimiento de los recursos al menos en cuatro escalas: geográficas
(incluyendo macroestructuras y asuntos como clima, nubes, vientos, montañas, etc.);
física (topografía, minerales, suelos, microclima, agua, etc.); vegetacional (el
conjunto de masas de vegetación), y biológica (plantas, animales y hongos). En el
mismo sentido. basada en la literatura antropológica es posible distinguir cuatro tipos
de conocimiento: estructural (relativo a los elementos naturales o a sus
componentes); dinámico (que hace referencia a los procesos o fenómenos);
relacional (unido a la relación entre o en el seno de elementos o acontecimientos), y
utilitario (circunscrito a la utilidad de los recursos naturales) " (Toledo, 1993: 213).
3) Conocimiento sobre las prácticas agrícolas de producción: Miguel A. Altieri
diferencia las siguientes características en las prácticas agrícolas campesinas al
confrontarlas con problemas específicos de pendientes en declive, inundación,
sequía, plagas y enfermedades y baja fertilidad de suelos: a) el mantenimiento de la
diversidad y la continuidad temporal y espacial; b) la utilización óptima de recursos
y espacio; c) el reciclaje de nutrientes; d) la conservación y el manejo del agua, y e)
25
el control de la sucesión v provisión de protección de cultivo (Altieri, 1991: 18). El
problema es, en cualquier caso, cómo este cuerpo cognitivo está conectado a, e
integrando en, la lógica de la producción de los sistemas campesinos; la estrategia
multiuso.
4) Conocimiento campesino experimental: La naturaleza del conocimiento
campesino tiene una fuerte componente experimental que no sólo se deriva de la
observación de los recursos naturales, sino también del aprendizaje empírico de la
experimentación. Resulta algo generalmente aceptado por los etnobotánicos que el
conocimiento campesino ha realizado históricamente una selección de variedades de
semilla para ambientes específicos que tiene una naturaleza cuasi-simbiótica. Y ello
sucede cuando, en general, los científicos, tanto sociales como naturales, han
intentado la investigación de las actividades prácticas como aspectos secundarios de
la investigación de los sistemas cognitivos, perpetuando una tendencia a considerar,
la cultura, como distinta y ampliamente autónoma con relación a la producción.
Cuando en realidad, en las culturas campesinas agricultura y cultura forman toda una
unidad. En efecto, la búsqueda y ensayo de nuevos métodos de cultivo para
sobrepasar las limitaciones biológicas o socioeconómicas de los campesinos está
normalmente vinculada a su parcela de autoconsumo, dentro de la cual poseen una
zona de experimentación. En ella experimentan los elementos de la sustentabilidad
agronómica a nivel micro, aplicando los principios agroecológicos sin conocer el por
qué de éstos, pero descubriéndolos por el método de la prueba y el error; vinculados
a sus comportamientos diarios, concretos y prácticas de su vida cotidiana. Existe una
clara conexión entre la gestión por los campesinos de los recursos naturales y su
propia cultura, que ha sido muy poco estudiada (Wilken, 1987: 167-190).
Ha sido también Víctor M. Toledo quien en un reciente trabajo presenta las bases de un
enfoque ecológico que responde al reto lanzado por "las consecuencias prácticas de la
expansión de la civilización occidental al tomar la forma de una profunda crisis ecológica a
escala planetaria". Toledo pretende priorizar las implicaciones sociales, políticas y éticas
de la investigación ecológica poniendo énfasis en su carácter subversivo y crítico. El
primer aspecto de este enfoque tiene como punto de partida la crítica a los enfoques
convencionales que parecen perpetuar la tendencia general a considerar la cultura como
algo distinto y en gran medida autónomo a la producción. Por el contrario, propone
"explorar las conexiones entre el corpus (el repertorio completo de símbolos conceptos y
percepciones sobre la naturaleza y la praxis (el conjunto de operaciones prácticas a través
de las cuales tiene lugar la apropiación material de la naturaleza) en un proceso concreto de
producción que debe tener como punto de partida la investigación etnoecológica" Tal
enfoque acepta como premisa de su actividad científica cubrir tres dominios inseparables:
la naturaleza, la producción y la cultura.
La dimensión subversiva y critica de este enfoque surge del rechazo al "mito de la
superioridad del mundo urbano industrial sobre el mundo rural, ya que éste ha sido una
parte esencial de los argumentos utilizados para justificar la destrucción de las culturas
campesinas e indígenas como una condición fundamental para la modernización de la
producción rural" (Ibid: 18). La literatura aportada por Toledo permite obtener unas
herramientas de análisis que esbozan la aparición de un nuevo paradigma científico a
través del cual los investigadores abordan el estudio de las culturas tradicionales (tribales y
campesinas no como un sector denigrado de una sociedad de clases, sino como una
26
fracción de la sociedad que posee una especial sabiduría ecológica. Se trata pues de
profundizar en una línea de indagación de la mayor trascendencia y actualidad, la de
buscar soluciones alternativas a la "forma hegemónica de producción industrial" que ha
generado la crisis ecológica y que necesita una urgente sustitución por formas que
mantengan la renovabilidad neta de los ecosistemas.
BIODIVERSIDAD ECOLÓGICA Y SOCIOCULTURAL
La utilización del concepto de agroecosistema como unidad de observación, análisis e
intervención participativa dota a la Agroecología de un alto grado de especificidad. En
efecto, sí la perspectiva sistémica supone una concepción globalizadora (holística) de los
fenómenos que tienen lugar en tal unidad, articulando así a la sociedad mayor en las
"problematizaciones" analíticas, las dimensiones locales, coevolutivas y endógenas; desde
la agroecología pueden ser visualizadas desde una perspectiva microanalítica. Es a través
de ésta como las especificidades cobran un relieve central. Ecológicamente cada
ecosistema es un "arreglo o combinación" de factores naturales particularmente diferente;
pero además, la artificialización humana dota a tal arreglo de una naturaleza social
singular: de una identidad. El conocimiento local generado de la interacción hombrenaturaleza en cada agroecosistema supone la acumulación histórica de formas específicas
de manejo y por tanto de soluciones endógenas producto de la coevolución social y
ecológica.
¿Cómo opera la Agroecología en el mantenimiento de la biodiversidad en un determinado
agroecosistema?. Al ser éste una construcción etnocultural con identidad propia, las
específicas formas de artificialización introducidas han reducido históricamente la madurez
del ecosistema, obteniendo una determinada biodiversidad en el nuevo equilibrio obtenido
-como ha mostrado recientemente Miguel A. Altieri (1993: 6) en su excelente síntesis
sobre el estado del arte en Agroecología-: ésta puede proveer las bases ecológicas para el
mantenimiento y/o la potenciación de la biodiversidad así como restablecer el equilibrio
ecológico de los agroecosistemas, de manera que éstos puedan alcanzar una producción
sostenible. Desde la perspectiva agrícola, es decir, de la artificialización ecosistémica para
producir alimentos, la biodiversidad del agroecosistema depende de una serie de
componentes como son los polinizadores, los depredadores y parásitos, los hervíboros, la
vegetación extra al cultivo, las lombrices de tierra, la mesofauna del suelo, la microfauna
del suelo. En esencia el comportamiento óptimo de los sistemas de producción agrícola
depende del nivel de interacciones entre sus varios componentes. Las interacciones
potenciadoras de sistemas son aquellas en las cuales los productos de un componente son
utilizados en la producción de otro componente (e.g. malezas utilizadas como forraje,
estiércol utilizado como fertilizante, o rastrojos y malezas dejadas para pastoreo animal).
Pero la biodiversidad puede también subsidiar el funcionamiento del agroecosistema al
proveer servicios ecológicos tales como el reciclaje de nutrientes, el control biológico de
plagas y la conservación del agua y del suelo. La Agroecología enfatiza un enfoque de
ingeniería ecológica que consiste en ensamblar los componentes del agroecosistema de
manera que las interacciones temporales y espaciales entre estos componentes se traduzcan
en rendimientos derivados de fuentes internas, reciclaje de nutrientes y materia orgánica, y
de relaciones tróficas entre plantas, insectos, patógenos, etc., que resalten sinergismos tales
como los mecanismos de control biológico (Ibid: 7).
27
Sin embargo, como hemos señalado anteriormente, la Agroecología, por su enfoque
holístico y su perspectiva sistémica, no termina en la consideración agronómica de los
agroecosistemas. La biodiversidad agrícola, hasta ahora considerada, no puede separarse
de lo silvestre, ya que el input de genes silvestres ha constituido históricamente un
continuo dentro de la agricultura tradicional, y estos dos aspectos están ineluctablemente
unidos al conocimiento campesino que ha desarrollado tales formas históricas de manejo:
existe pues una biodiversidad social y ecológica vinculada a un trozo de naturaleza sobre el
que, en interacción histórica, se ha desarrollado una específica identidad. La agroecología
reivindica el concepto de identidad para, al vincularse al agroecosistema, transmitir la
necesidad de su preservación como legado a las generaciones futuras. Esta identificación
entre identidad agroecológica y naturaleza implica a todos los miembros de cada
comunidad local en su gestión mediante formas de participación. Es ésta una parcela de la
Agroecología poco desarrollada y en la que la investigación histórica, sociológica y
antropológica más puede aportar.
Los antropólogos acuñaron el término etnicidad para referirse a la cristalización de una
identidad colectiva "a lo largo de un proceso histórico en el que sus miembros han
participado de una experiencia colectiva, básicamente común", que les hace poseer un
conjunto de elementos culturales específicos que marcan diferencias significativas, tanto
objetivas como subjetivas, respecto a otros grupos. Cuando el conocimiento campesino del
manejo de los recursos naturales se da en un agroecosistema cuya identidad histórica está
vinculada a un determinado grupo étnico suele referirse al mismo como conocimiento
indígena. Por el contrario cuando tal conocimiento agrícola tradicional no se identifica con
un grupo étnico específico suele hablarse de conocimiento campesino respecto de un
determinado agroecosistema; y cuando este se encuentra hegemonizado por formas
agrícolas de naturaleza industrializada nos referimos a conocimiento respecto al manejo de
los recursos naturales como local ya que las formas de explotación campesinas, si existen
tienen una clara naturaleza marginal. No obstante, en cualquiera de estos casos existe una
identidad indígena, campesina o local en cuanto al conocimiento del agroecosistema que la
agroecología pretende rescatar para, a través de una adecuada articulación con nuevas
tecnologías agrarias de carácter medioambiental, diseñar formas de agricultura alternativa.
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