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Immigrant Institutet
Ser. B. Dikter, noveller, essäer
ISSN 0347-5360
Nr. 53, El tiro por la culata / John Argerich
© Copyright: John Argerich, 2003
Ilustración tapa: «Un payador» de John Argerich
Diseño y maquetación: Editorial Premura
Invandrarförlaget
Katrinedalsgatan 43
50451 Borås, Suecia
Depósito Legal:
ISBN 91-7906-022-6
Servicios editoriales de Editorial Premura
http://www.premura.com/
Barcelona, España
Octubre de 2003
Printed in Spain
All rights reserved
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John Argerich
EL TIRO
POR LA CULATA
Invandrarförlaget
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Al recuerdo de mi abuela Julia,
cuyos cuentos
contagiaban su pasión por relatar.
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Las cosas por su nombre
¿Cómo se llama nacer en Buenos Aires, para acabar
contando historias de mi tierra cerca del polo norte?
¿Destino, o fantasía?
El tiro por la culata, pienso yo.
Saludos del autor.
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PALABRAS PREVIAS
En su “Carta a un rehén”, Antoine de Saint-Exupery decía: “Amigo
mio, tengo necesidad de tu amistad. Tengo sed de un compañero que
respete en mi, por encima de los litigios de la razón, al peregrino de
aquel fuego”. Dirigiéndose a John Argerich, sería preciso agregar dos
líneas más: “Tengo necesidad de tus lecturas, de tu experiencia y de
tus vivencias, recogidas a lo largo de una vida que se podría contar de
muchas maneras, pero que tú plasmas en sabrosos cuentos, que son
pedazos de tus penas y de tus alegrías”.
Creo que hay tres formas de leer los cuentos contenidos en esta
obra. Una es leer cada uno una sola vez, y pasar al siguiente. De tal
modo su lectura cumple la función elemental de ser sólo un
entretenimiento amable. Otra forma más profunda es leer cada cuento
dos veces, reflexionar sobre ellos, y compararlos quizá con algún pasaje
de nuestra propia vida. Entonces el cuento nos estará enseñando algo
de historia, de la historia reciente de nuestra América Latina, de
Argentina, de Buenos Aires. Escenario natural donde transitan los
personajes de Argerich, verdaderas caricaturas de la vida real. Y
finalmente, existe una tercera forma, aún más intensa. Volver a leer los
cuentos, como lo vengo haciendo yo, para familiarizarse con sus
protagonistas, y regresar con ellos a la calle Suipacha, a Corrientes, a
Córdoba y a Santa Fe. A Constitución y a Palermo, donde pasé dias de
exilio. Es curioso que recién ahora, leyendo a Argerich en el silencio
interior donde anida la cultura, vaya encontrando significados y símbolos,
que van más allá de las palabras y del pensamiento.
Esta nueva selección de relatos satíricos es una mezcla de
sueños, recuerdos y fantasías, que sus lectores no olvidaremos. En
“God Save The Queen” aparece la visión de ver transformada una
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pequeña urbe provinciana, en capital del mundo. En “Adivina, adivinador”
campea la viveza de un geniecillo inescrupuloso y audaz. En otro relato,
“Bienvenido, Mr. Radrizz” aflora el hablar porteño, casi lunfardo, en
circunstancias tan exóticas como una visita a Nueva York. Y ese decirlo
“mal y pronto”, siempre a flor de labios en los personajes, hace que
éstos cobren vida, surgiendo con fuerza sus habilidades, sus virtudes y
sus defectos. Perfectamente dibujados por la pluma.
Algunos de estos cuentos, dedicados a la abuela del autor, que
le legó el arte de la narración, podrían necesitar un glosario para el
lector ajeno al sobreentendido y a la forma de hablar típica de los
argentinos. Sin embargo, a medida que recorremos el libro, nos vamos
familiarizando con esta forma de expresión. Un lenguaje directo, a veces
picaresco, irónico y provocativo, espejo del ser porteño. Intenso lenguaje
que algunos critican, y sus conocedores aplauden.
Al cerrar la obra, recuerdo el preludio que el inmortal García
Lorca escribió en sus “Canciones”.
“ Las alamedas se van, pero dejan su reflejo.
Las alamedas se van, pero nos dejan el viento.
Pero han dejado flotando sobre los ríos, sus ecos.
El mundo de las luciérnagas ha invadido mis recuerdos…”
Es que en “El tiro por la culata”, las palabras del autor brotan
como luciérnagas, que iluminan el dia con recuerdos del ayer. Otro
aporte desde el exilio a la cultura latinoamericana, para mantener viva
nuestra tradición literaria. ¡Adelante, John!
Mauricio Aira.
Gotemburgo, Suecia,
27 de Agosto de 2003
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ADIVINA, ADIVINADOR
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Pirulo Gandolfi era un tipo raro, porque no le interesaban
el fútbol ni las carreras, como a todo el mundo. Su pasión
fueron siempre los programas de preguntas y respuestas
que daban por la tele. Cuanto más complicados, mejor.
-Es un gusto tan respetable como cualquier otro… contestaba, muy serio, al increparlo los muchachos de la
barra.
Y el diálogo solía terminar siempre con un interrogante:
-¿Qué bicho lo habrá picado a este loco?
Pero esas inquietudes tenían también su versión
doméstica.
-¿Otra vez pegado al televisor, nene? –dijo cierta noche
la mamá- Es tardísimo, y mañana hay que laburar para el
puchero. No sé dónde habrás aprendido esa costumbre
de irte a la cama a las mil y quinientas. Tu abuelo se acostó
siempre a las nueve, después de cenar, y mirá la fortuna
que hizo.
La respuesta no fue inmediata, porque Pirulo estaba
absorto. Pero su tenor, conociéndolo bien, era previsible:
-¡Pará la mano, vieja! A ver si el No. 4 acierta, y dice
cómo se llamaba la perrita enana de Napoleón.
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-¡Esto es el colmo! Parecés hipnotizado, che… -repuso
doña Rosa, añorando viejos tiempos en que para divertirse,
las familias jugaban al ludo- ¡Con vos ya casi más no se
puede hablar, pibe!
-¡Fifí! –dijo Pirulo.
-Romualda –contestó el hombre del programa.
Las luces se apagaron, y un reflector enfocó a la locutora.
-¡Perdió, señor! –repuso ésta, mientras sus movimientos
revelaban una generosa topografía anatómica– La perra
de la familia Bonaparte se llamaba Fifí…
Algunos espectadores empezaron a llorar, por el triste
desenlace. Otros se relamían pensando en la acumulación
de premios que iba a encontrar el próximo competidor.
Pirulo se pasó un pañuelo por la frente, para secarse la
transpiración cada vez más abundante, a pesar de ser
invierno. Y comentaba a gritos:
-¡Te lo dije, mamá!
Ella lo miró. Mas él apenas lograba contener sus
emociones, con las manos apretadas para descargar los
nervios.
-¡Yo me hacía millonario en ese programa, me hacía! –
dijo, por toda respuesta.
-¡Al corno con Napoleón! –repuso la madre- Pensá en
tus obligaciones, que ya sos grande. ¿Cómo logro que me
escuches?
Pero él estaba en otro mundo.
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-¡A ese coso le faltó gancho, mamá! –dijo- ¿Cuánto me
gano yo, si contesto bien? ¡Decime cuánto me gano, che!
-¡Vos saliste idiota, como la familia de tu padre!
Y sin esgrimir más razones, la señora le arrebató el
control remoto, dando por acabada la función vespertina.
Justicia sumaria, un decir.
-¡Al sobre! –ordenó después, señalando el camino
oprobioso del dormitorio.
Sin embargo, los hechos posteriores ratificaron cuán
difícil es desarraigar una sincera vocación.
-¡Pará un cachito, a ver si el No. 5 la pega …! –repuso
Gandolfi.
Así quedaba planteado un choque dialéctico de
voluntades. Ella, firme en sus cuarenta, y que el pibe se
dejara de hinchar. Pero como él no transaba, le iba a poner
punto final a esa manía. Al día siguiente era lunes, y aunque
el capataz de Obras Sanitarias fuera amigo de la familia,
resultaba peligroso cavar zanjas hecho un zombi. Mirá si
no, ese italiano que por apalear mamado, en vez de agua
sacó petróleo en Comodoro Rivadavia. YPF le expropió la
chacra, y con lo que le dieron, no tiene ni para comprar
yerba.
-¡Siga los consejos de su madre! –le decían también los
tíos.
Pero la argumentación de nuestros mayores bien poco
vale. Pirulo protestó que se violaban sus derechos
humanos, que si no veía el fin de ese programa, iba a
enfermarse grave, y qué sé yo. La suerte, empero, tiene
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entidad propia, y estaba echada. Así que, no contenta con
sacarle el comando a distancia, doña Rosa puso la tele en
un armario. Bruta demostración de fuerza, porque en este
mundo no gana el más pintado, sino quien tiene el mango
de la sartén.
-Entonces, me acuesto –dijo él.
Y se metió a su cuarto, cerrando la puerta con llave,
como hacía solamente cuando iba a mirar revistas de
caballeros. O para estudiar el vecindario, porque allí estaba
esperándolo el telescopio que le regaló su padrino para
Navidad.
-Aprenda a mirar el cielo, chaval, así se instruye –dijo,
con impecable intención didáctica, el buen gallego.
Pero toda obra humana se presta a fines alternativos. Y
sabiéndolo manejar, aquel aparato mostraba también
interesantes detalles de la casa de enfrente. Primero, se
entretenía estudiando las andanzas del elemento femenino.
Porque en el primer piso vivían unas pebetas preciosas.
La Chola y la Susana, que se bañaban muy seguido.
Quienes acapararon su atención de joven enfervorizado
por los sueños del amor, hasta que descubrió otro filón. En
una esquina del comedor, estaba el televisor estereofónico
de pantalla chata. Enorme, lustroso, desafiante. Y si bien
no oía un pepino, siempre resultaba posible imaginarse lo
que estaba ocurriendo. Posibilidad reforzada con el recurso
de llamar por teléfono a algún conocido, si hacía falta
completar detalles. Una solución de emergencia, sin duda,
porque a la larga, resultaba poco práctica. Las relaciones
se cansaban, de tanta charla a cualquier hora. O tenían
novia, y entonces el aparato daba siempre ocupado. Pirulo
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lo pensó durante largas noches de insomnio, meta
revolverse en la cama.Hasta que por fin la situación estuvo
clara. Sin programas de preguntas y respuestas su vida
iba al garete, como barca a merced del mar. ¡Era imposible
continuar así, frustrado en plena juventud! Y como la
situación se deterioraba diariamente, resolvió poner bulín
por cuenta propia.
-Me rajo, vieja.
-¡Ahora vas a ver lo que es bueno! –repuso su mamá.
La señora no se equivocaba. Limpiar la casa, hacer las
compras, lavar la ropa, y encima ir al laburo, era mucho.
Pero el pibe analizaba sus problemas con valoraciones
distintas. Un berretín tenemos todos, y al que quiera celeste,
que le cueste. Dicho en otras palabras: El precio del rescate
era elevado, pero junto a aquellas lacras, llegaba la libertad.
Y ya sin tener que rendir cuenta de sus gustos, Pirulo se
puso al día con los programas televisivos. Lástima que
algunos fueran diurnos. Pero resolvió el dilema pidiendo
licencia sin goce de sueldo. Y provisto de una antena
parabólica importada, estudiaba los más instructivos shows
sin que nadie viniera a hincharle la paciencia.
-¡Esa respuesta la sabía!
-¡Esa otra, también!
¿Por qué no estaba él frente a las cámaras? Una
frustración repetida en forma agónica. Hasta que cierto día
resolvió dejar su papel de mero observador, tomando la
voz cantante. Empezó a escribir a todas las estaciones de
televisión, por si alguna picaba, y así pasaron varios meses.
Esperaba ansioso al cartero, mirando por la ventana, y abría
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la puerta con el corazón latiendo a cien. Pero su confianza
en el futuro iba barranca abajo, pues no llegaban más que
cuentas. Aquí se confirmó el refrán. “Quien busca,
encuentra”, dicen las viejas, por cuya causa de pronto
apareció un sobre azul. Adentro iba la carta que esperaba.
“¡Albricias!”, decía ésta, “Ha sido seleccionado para
participar en nuestro gran programa de preguntas y
respuestas”. Como resultado de tal evento, Pirulo Gandolfi
debutó frente al “jet set”. Los que tienen guita y polenta,
por si no entienden inglés. Y conoció el lujo de un hotel
con cinco estrellas, secretaria y limousine.
-¡A sus órdenes, señor!
Después vino la prueba de fuego. El respetable público,
que levanta o baja el pulgar, como hacían los césares, y te
deja orsái si le caés mal. Una concurrencia multitudinaria,
y muchos reflectores que rasgaban las penumbras,
buscando gente famosa. El escenario, cubierto de flores,
se le antojó un circo romano. De allí sólo podía salirse
triunfador, o cubierto de oprobio para siempre, ante amigos
y conocidos. La directora del programa era un budinazo, y
atrás había un sainete de boludos, que bailaba cada vez
que ella dejaba de hablar. Pero vamos a los hechos, porque
al fin empezó el show.
-Les pido un aplauso para nuestro huésped, don Porfirio
Miguel Gandolfi, de Caleta Olivia, Provincia de Santa Cruz,
“El Pirulo”, que le dicen en familia.
El saludo fue estruendoso, y su destinatario sintió pánico.
Pero respondió levantando ambas manos con una sonrisa
estelar, como le habían enseñado en el hotel.
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-¡Muy buenas noches, querido amigo! –dijo la directora
del programa- Por favor, díganos cuál es su especialidad.
-Hablaré de La Plata, mi ciudad natal.
-¿Un platense que vive en la Patagonia?
-Cosas del corazón, que prefiero no comentar.
Las tribunas respondieron con un murmullo indescifrable.
Así se agregaba un elemento de misterio a la personalidad
arrasadora del concursante. La empresa tenía buenos
psicólogos.
-¡Es su derecho, don Pirulo! –dijo el churro- Y aquí va la
primer pregunta, por cien pesitos moneda nacional, amable
caballero.
Las luces de colores destellaban, mientras la orquesta
dejó oír una nota de tensión. Como en las películas del Far
West, cuando los indios están por morfarse al héroe, y
llega la caballería. Había empezado el duelo.
-¿Qué calle viene después de la Calle 1?
-La Calle 2…
-¡Muy bien, señor Gandolfi! ¡Ha respondido
correctamente a la pregunta con que iniciamos el torneo!
¡Un apluso para este hábil participante, señores!
El salón se llenó de estruendo, y Pirulo seguía levantando
las manos, pura sonrisa, como le habían dicho.
-¡Qué buen comienzo! –dijo el director ejecutivo de la
firma que auspiciaba el programa, sentado frente al
televisor.
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-Y ahora otra pregunta –agregó la mina- Doscientos
pesos, o nada. ¿Acepta el desafío?
-¡Si! –repuso el participante, con voz firme, mientras
levantaba otra vez las manos, embargado por la gloria,
para cosechar nuevos aplausos.
-Aquí va la segunda, entonces… ¿Puede Vd. decirnos
cuál es la institución cultural que dió renombre a esa urbe?
-¡El hipódromo!
-¡Ha acertado de nuevo! ¡Otro aplauso para este ilustre
participante de nuestro célebre concurso, señores!
-Muy buena intervención… -volvió a repetir el presidente
de la firma asupiciante, mientras se tomaba un whisky con
agua mineral.
Las ovaciones continuaron por un buen rato, repitiéndose
con cada éxito del participante. Claro que mientras iban
acercándose los premios grandes, la temática era cada
vez más compleja. Y el asunto se puso difícil, porque a
pesar de las sonrisas, no cualquiera se lleva semejante
platal a casa, sin sufrir como una madre. Así llegó el
momento supremo, con la ansiedad reflejada en todos los
rostros.
-¡La pregunta millonaria, ahora! –dijo la locutora.
Entonces sonaron ritmos destinados a acentuar la
tensión, mientras los bailarines daban saltos en el aire.
-Un millón de pesos, o nada, señor Gandolfi. ¿Acepta
este último desafío? Pero considerando la importancia de
esa decisión, su respuesta no debe ser inmediata. Tiene
treinta segundos extra, para pensarlo.
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-Es mucho dinero…¿No hay un premio consuelo, si
pierde? –preguntó un animador, para congraciarse con el
público, como hacían los tonys en las funciones de payasos,
cuando éramos chicos.
-No –contestó la diva- Es todo o nada, como en la guerra.
Pero Gandolfi estaba decidido a jugarse.
-¡Acepto! –repuso con laconismo espartano.
-¡Otro aplauso para don Pirulo, si nos permite llamarlo
así!
Sonó una trompeta, y ella dijo:
-Piénselo bien, antes de contestar, mi amigo. Tiene un
minuto para responder. ¿Cuántas veces por año, le cortan
las uñas al orangután Gumersindo, del zoológico provincial?
-¡Ay, qué difícil…!
-¡Le quedan cuarenta segundos, señor!
El presidente de la firma que auspiciaba el programa ya
se había tomado dos vasos de whisky con agua mineral, y
estaba por empezar un tercero, cuando tuvo un rapto de
inspiración. Tras lo cual se puso de pie pegando un salto,
y dijo:
-¡Ese hombre es un charlatán, pero tiene una suerte
loca, che! Podría ser utilísimo a la empresa. Me voy para
allá.
Mientras tanto, en la escena del drama, Pirulo sudaba
copiosamente, de tantos nervios. Se había jugado el todo
por el todo, y ésta era la hora de la verdad. Secóse la cara
con un pañuelo, pero no hallaba respuesta a la maldita
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pregunta. Así que miró alrededor con ojos opacos, perdida
la esperanza. ¡Qué crimen, terminar de esta forma, cuando
pudo haberse retirado piola, llevándose medio millón de
mangos a casa! Y aceptó la derrota, aunque sin considerar
un factor que no se le hubiera ocurrido al más audaz. El
éxito sonríe cuando menos lo esperamos. Quien no lo crea,
léase lo que sigue a continuación.
-¡Me cache’n dié! –dijo Gandolfi, en un exabrupto
incontrolable de rabia.
-¿Puede repetirlo, señor?
-¡Que me cache en dié, carajo!
Pero no todos entienden bien el lenguaje popular.
-¿Que lo cachan entre diez?
Hubo un murmullo de sorpresa en el público, ante lo
inesperado de la respuesta. Y la directora del programa se
vio obligada a aclarar las cosas.
-Disculpen, señores, si el señor Gandolfi habla en
lunfardo. Pero con los nervios, es difícil elegir palabras finas.
Ha querido decirnos que al mono lo toman entre diez
personas. No sabía que hacían falta tantos guardianes,
pero cortarle las uñas a un orangután, no es soplar y hacer
botellas. Por lo visto, este concurrente conoce la rutina en
sus mínimos detalles. Por eso, le rogamos que vaya al
grano, porque el tiempo se agota.
Pirulo resoplaba.
-Díganos ahora cuántas veces por año tiene lugar ese
acontecimiento, don Pirulo, y se lleva el cheque –agregó
ella, con una sonrisa espectacular.
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Aquella agonía pasaba de claroscuro, y era capaz de
desequilibrar al concursante más curtido en las lides del
azar. Y por más que hubiera aceptado las reglas del juego,
a Gandolfi lo embargaba la indignación.
-¡Calláte, guacha de la gran siete! –dijo, aunque en voz
baja, para no pasar por guarango.
-No le oigo…¿Dijo siete?
-¡La gran siete!
-¡Aplaudan al Pirulo Gandolfi, señores! El orangután va
a la manicura siete veces por año. ¡Se ha ganado un millón
de pesos, nomás!
De la audiencia brotó una ovación cerrada, mientras los
bailarines tiraban flores. Pero el héroe de esa noche, sin
entender bien lo ocurrido, se limitaba a repetir como un
autómata las palabras mágicas:
-¡La gran siete, che!
-¡Felicitaciones, pero ya lo hemos oído, señor! –repuso
la bella, con unos ademanes capaces de resucitar los
muertos del cementerio.
Entonces irrumpió en el podio nada menos que Pepe
Cacciatore Unzué, presidente de South American HappyCola, S.A., la firma promotora del programa. Un gordito
medio pelirrojo, vestido con traje azul marino hecho en tela
brillante. Completaban su atuendo corbata hawaiana,
zapatos de charol, y guantes blancos. Entró dando grandes
pasos, y riéndose al mejor estilo Hollywood. Primero abrazó
con entusiasmo a la locutora, y le dio un beso muy poco
profesional. Privilegios de su alto cargo. Después saludó a
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la concurrencia levantando las manos cruzadas, como
hacen los boxeadores, en señal de triunfo. Un saludo que,
por lo visto, formaba parte de la imagen pública empresaria.
Después se dirigió a donde estaba Pirulo, y empezó a
propinarle unos terribles mamporros en la espalda.
-¡Muy bien, che! –dijo por fin, el alto ejecutivo- Sos un
campeón, y para que no queden dudas, ahora voy a ponerte
los nervios de acero a prueba. Te propongo un negocio
brutal, a ver qué decís.
-Lo escucho, señor.
-Te hacemos una pregunta extra, y de nuevo es doble o
nada. Podés ganarte dos millones de pesos, ahora… ¿Te
parece bien?
Pirulo se quedó con la boca abierta ante esa propuesta,
y de ella apenas salía un rumor:
-Oia mi Dió…
-¿Cómo dijo, señor? -intervino la directora del programa.
Silencio.
-Dos millones de pesos, señor Gandolfi, en vez de uno,
que ya tiene ganado –repitió Cacciatore- Y una visita a
nuestra casa central en Buenos Aires, con todos los gastos
pagados. ¿Acepta? Piénselo bien, porque es mucho lo que
hay en juego.
-Y si pierdo?
-Se jode, como en la ruleta rusa… -repuso ella, sin poder
controlar más su lenguaje, por la tensión del momento.
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-¡Auxilio, mamá! –pensaba el aludido, añorando por un
momento el confort de la posición fetal.
Pero esa respuesta no satisfacía a nadie.
-¿Sí o no? –insistió Cacciatore.
Happy-Cola no tenía nada que perder, con una apuesta
más. Si ese hombre aceptaba semejante riesgo, su coraje
estaba comprobado. Pero antes de hacerle ninguna oferta
de empleo, era preciso probar su suerte. Si contestaba
mal era un perdedor, y mejor saberlo ahora, porque gente
así, no le interesa a nadie. Además, la compañía se
ahorraba un millón de pesos. Pero si contestaba bien,
habría adquirido por poca plata un colaborador de
incalculable potencial.
-¡Decídase, hombre!
Pirulo temblaba, incapaz de dar una respuesta. Y vistas
las circunstancias, imitó lo que tantas veces había visto
hacer a sus mayores, en situaciones límite.
-Cesta ballesta, Martín de la cuesta –murmuraba- Me
dijo mi madre que estaba en ésta…
-¿Entonces, qué?
-Que sí.
-¡Muy bien! –exclamó la directora del programa,
retomando su rol estelar, que ese gordo idiota venía a
robarle en lo mejor del show- ¡Un aplauso para el señor
Gandolfi, y otro para el director de nuestra empresa
patrocinante!
La concurrencia deliraba de emoción, por respeto a tanta
bravura. Circunstancia que ella aprovechó para dialogar
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un instante con el presidente, así podía formular la
propuesta con el dramatismo que exigían las circunstancias.
Entonces se acercó a Gandolfi, y tomándolo del brazo, le
planteó a quemarropas la opción suprema:
-¡Ha llegado el momento cumbre, en el mayor programa
de preguntas y respuestas de la televisión argentina…! ¡Dos
millones de pesos y un viaje de lujo a Buenos Aires o nada,
señor Gandolfi!
Volvió a sonar el clarín, y ella dijo:
-¿Puede Vd. decirme cómo se llama la bebida sin alcohol
más exquisita del mundo, que da calor en invierno y frescura
en verano, promoviendo el estatus social del consumidor,
a mejor precio que la basura de los competidores?
-Mamma mía… -dijo Pirulo.
Pero el valor de aquel hombre era asombroso, y a Pepe
Cacciatore le trajo recuerdos de sus héroes favoritos, cuyas
hazañas llenaban las tiras cómicas que leía en la oficina.
Estaba bien ayudarlo, y siendo presidente de la empresa,
asumió la responsabilidad de tomar la vía más rápida.
Entonces se subió a una mesa, atrás de las cámaras, para
hacerle señas levantando un cartel, con sonrisa bonachona:
“¡Diga Happy-Cola!”.
-¡Happy-Cola! –leyó, aliviado, el concursante.
-¡Muy bien! –gritó la locutora, con los ojos llenos de
lágrimas, por la emoción- Pero, sin quitarle mérito a Vd.,
esa respuesta caía por su propio peso, don Pirulo…
“Buena directora, merece aumento de sueldo”, pensó el
presidente.
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-¡Un aplauso para el señor Gandolfi, y otro para nuestra
firma amiga! –gritaba ella- Y no lo olviden: ¡Happy-Cola
refresca mejor!
Todos abrazaron al héroe de la jornada, y el ejecutivazo
le dijo al oído, en unos de esos raptos de confianza que
acompañan al éxito:
-¡Te espero en el Jockey Club, Pirulo! ¡Vas a ver las
farras que se manda el directorio de nuestras firma con los
fondos reservados!
Después hizo abandono del local dando grandes pasos,
mientras sonreía mostrando su dentadura recién
implantada. La locutora pidió un nuevo aplauso, siguiendo
su trayectoria con una mezcla de curiosidad e interés.
Mientras tanto, Pirulo se encogía de hombros, pero su
suerte estaba echada. Porque la fama no perdona. Una
semana después volaba rumbo a la Capital. Y como si vas
a Roma tenés que hacer como hacen los romanos, vestía
traje azul marino de tela brillante, zapatos charolados,
corbata hawaiana, y guantes blancos.
-¿En qué puedo serle útil, señor Gandolfi? –decían las
secretarias.
-¡Sus deseos son órdenes, señor jefe! –le informaban
con respeto, en el hotel.
De forma tan amena, nuestro protagonista ingresó al
“jet-set”. Y las grandes empresas se disputaron su imagen
victoriosa, en dura lucha por el mercado nacional.
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CAMINO DE ASUNCIÓN
31
El Negro Obertino arrojó los naipes, poniéndose de pie
violentamente. Y sus palabras cortaron, como un puñal, la
atmósfera cargada de humo.
-¡Te vi sacar ese as de espadas! –dijo- No tratés de
fullerearme.
-Calláte, o te quemo –respondió Fideo Pérez con voz
chillona, mientras le apuntaba una pistola Parabellum,
manoteando el puñado de billetes que había sobre la mesa.
Dos caras trasnochadas se desfiguraron de odio,
mientras una lamparilla eléctrica oscilaba al compás de
las olas, proyectando sombras siniestras. El río emitía un
vaho rancio y nauseabundo, como para rubricar la sordidez
del aguantadero. Lagartija Maggi se apartó rápidamente,
apoyándose contra un ojo de buey. Podía oírse el jadeo
nervioso, con que las respiraciones pulsaban la noche.
Entonces, una voz somnolienta rompió la tensa calma.
-¡No sean pelotudos, peleando por dos mangos, che! –
ordenó el Taita Albornoz- Descansen un rato, que mañana
se da el batacazo y va a haber guita para todos. ¡A ver vos,
Lagartija! Abrí la ventana un cacho, para que salga el tufo.
Y de paso, junás si aparece algún botón.
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La primera ráfaga de aire helado, ejerció un efecto
sedante. En pocas horas tendría lugar el golpe, y era lógico
que la gente anduviera nerviosa.
-Despiertemén a las ocho –continuó el cabecilla,
dándose vuelta en el catre- Obertino y yo debemos
madrugar, para no perder el bondi.
-¡Apoliyá tranqui! –respondió Fideo, mientras escupía
en el piso- Nosotros también saldremos con tiempo, para
levantarte en la ruta.
Y no siendo para más, apagaron la luz, durmiéndose
profundamente. Como cuando compartían la celda 257,
en el segundo piso del penal de San José. Allí se había
planeado este atraco, hasta en sus menores detalles.
Muy lejos del Riachuelo, Enriqueta Kent Gutiérrez
deshojaba una margarita, todavía húmeda de rocío,
susurrando:
-Me quiere mucho, poquito, nada… Mucho, poquito…
¡Me quedan dos hojitas solamente! Nada, mucho… ¡Me
quiere mucho, me quiere mucho!… ¡Ay, qué divino!
-¿Qué decís, Richi? –preguntó una voz, desde el interior
de la casa.
-¡Que me quiere mucho! Es un presentimiento… ¡Creo
que pronto voy a encontrar mi príncipe azul!
Y cerrando los ojos, comenzó a bailar al compás de
soñadas melodías, en aquel jardín de caminitos
serpenteando entre rosales. Con su fuente de mayólicas,
su aljibe de hierro forjado, su pérgola desbordando
madreselvas. Un paraíso lleno de perfumes y recuerdos.
34
¡El mundo cambió tanto, desde aquella noche ya lejana,
cuando tuvo lugar aquí su presentación en sociedad! Sin
embargo, aún debían flotar entre las flores los ecos de su
postrer vals. ¿Dónde estaban las palabras encendidas?
¿Dónde las nocturnas serenatas? El amor pasó a su lado,
sin detenerse. Pero ella, sedienta de vivir, aún esperaba
encontrar un corazón.
-No sé cómo te animás a ir sola…¡Mirá que habías sido
guapa! –comentó su ex condiscípula, la chica de MacielYo ni loca, viajo sin chaperón.
-¡Te has convertido en una desfachatada, m’hijita! –dijo
con gesto escandalizado tía Eufemia- Si tu padre viviera,
las cosas serían distintas. Una niña como vos debe guardar
la compostura, y no pasearse sola, como una loca.
Pero Richi Kent necesitaba romper el monótono
transcurso de sus días. «Se vive una sóla vez, pensó», y a
esta altura de su vida no podía seguir esperando. ¿Quién
sabe en qué remotos caminos podía florecer el amor?
Mañana saldría rumbo al sol del Paraguay. Pero no era la
única que acariciaba ese proyecto.
-Mbá eichapá ndé coé… -saludó Remigia Iparraguirre,
en sonoro guaraní, cuando entró a la casa de Eleuteria
Iñíguez
-Tardecita porá, comadre –dijo ésta, que saboreaba un
cigarro.
-Pero con un frío bárbaro, chamiga. Cébese unos mates,
mientras escuchamos la radio.
Ella puso la pava en un brasero, y giró el dial.
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-Entonces no lo dude, y compre hoy mismo su heladera
en Grandes Mueblerías Frenkel -invitaba, entusiasmado,
el locutor.
-¡Andá a vender tereré a las Malvinas! –exclamó
Remigia, con grandes risotadas, mientras buscaba otra
estación.
-… no habiéndose hallado hasta el momento rastro
alguno del insano. Razón por la cual, el ministerio de Salud
Pública solicita la colaboración…
-¿Qué pasó, che comadre? –quiso saber la visita.
-Andan buscando un loco escapado del manicomio.
Parece que no es malo, pero cuando oye una sirena se
cree pájaro, y rompe todo a patadas.
-¡Había sido colifa, pobrecito! –concluyó la Iparraguirre,
luego de meditar el problema- Debe ser el ruido de Buenos
Aires. Menos mal que yo mañana me vuelvo a Asunción,
para quedarme con el abuelo Gumersindo, que me mandó
llamar. Está viejo, y se puso medio caú, así que precisa
alguien para ayudarlo en su fábrica de chipá. Esas tortitas
que comemos nosotros. Pero las hace tan ricas, que va a
ser fácil ganarse la comisión. ¡Y a lo mejor encuentro novio
también, che! ¡Jua, jua, jua!
-Tuviste suerte, ganando esa quiniela triple… -dijo doña
Eleuteria, mientras para sus adentros, pensaba: “¡O
sacándole la plata a algún punto, hija de zorro añamembuí!”
Después la conversación derivó a otros temas, y
siguieron charlando hasta entrada la noche. Cuando el reloj
de la iglesia dió once campanadas, sólo quedaba encendida
una débil luz titilante. Sobre el aparador, dos velas rendían
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silencioso tributo a la virgencita cuñataí de Luján, protectora
del viajero. Al día siguiente era preciso madrugar.
-Que duermas bien…
Pero no todo era paz esa noche, porque muy cerca de
allí tenía lugar una discusión bastante áspera.
-¡Si quiere seguir con el negocio, la próxima vez, vaya
usted! –anunció José Marescu, con gesto terminante- A mí
ya me han visto demasiado, y éste es mi último viaje al
Paraguay.
Tenía sobradas razones para revelarse contra el
despotismo de Joao da Silva e Melo. El portugués lo había
enganchado con un aviso tramposo, pidiendo “empleado
de buena letra, para hacer trámites”. Su primer encargo
fue llevar unos paquetes a Montevideo. El segundo, hacer
entrega de dos valijas a un señor calvo, con traje gris,
corbata azul y anteojos negros, que estaría en el
Aeroparque a las 12:10, cerca del mostrador de Aerolíneas.
Aquí es donde nuestro hombre empezó a sospechar. En
efecto, serían las 12:05 y el pelado, que ya se hallaba
esperando, miró con nerviosidad su reloj pulsera. Marescu,
luego de pagar el taxi, se puso a buscar un changador. En
ese instante, dos vendedores de diarios atropellaron al de
los anteojos negros, tomándolo de los brazos. Luego le
colocaron esposas, hablaron por radio, y se lo llevaron a la
rastra hacia un patrullero policial. José quedó con tal
impresión que, sin tiempo para reaccionar, fue empujado
por sucesivas olas humanas hasta el tubo de acceso a un
brillante Caravelle. No dijo palabra, por miedo a delatarse,
pues los diarieros habían vuelto a su quiosco y lo
observaban con curiosidad. Esto le valió pernoctar,
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vistiendo pantalón de hilo y remera blanca, en los confines
del territorio continental. A pesar de ser primavera, el
aeropuerto de Ushuaia estaba cubierto por la nieve,
registrándose una temperatura de dos grados bajo cero.
Da Silva e Melo, bastante turbado, ofreció luego una
confusa explicación de los hechos, limitándose por algunos
días a hacerle efectuar pagos y cobranzas en el centro de
Buenos Aires. Después lo mandó en avión al Paraguay,
con un pequeño envoltorio. A su regreso, repitió la diligencia,
pero esta vez, en tren. Y el encargue volvió a efectuarse
numerosas veces, en forma semanal. Con una
particularidad. Cada viaje debía ser hecho por un medio
de transporte distinto, y entrando al país vecino por
diferentes accesos.
-Assim vocé conoce o mundo –dijo el portugués, muy
seguro de su habilidad para convencer a la gente.
Pero al mandadero ya no lo dejaban satisfecho esas
explicaciones, siendo sus sospechas cada vez más
obsesivas. Un día descubrió la verdad. Acababa de
desembarcar en Itá Enramada, cuando los aduaneros
paraguayos le ordenaron abrir un paquete rectangular. Y
algo tan sencillo, produjo conmoción. Centenares de
ratones blancos salieron despavoridos en todas
direcciones. La policía los corría a tiros, los empleados, a
escobazos. Frenéticas multitudes de mujeres histéricas
luchaban encarnizadamente por encaramarse a cuanto
objeto se elevara dos palmas del suelo. Aquello era un
frenesí indescriptible, hasta que el ámbito se llenó de gatos.
Gatos, gatos, y más gatos. Nadie supo jamás de dónde
habían salido tantos gatos. Lo cierto es que éstos ocuparon
el campo en cerrada formación de combate, y tras contados
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minutos, hicieron trizas al invasor, para retirarse con la
panza llena. Marescu fue detenido por contrabando de
ratones, pero el juez lo hizo poner en libertad. Gracias a
los eficaces felinos, había desaparecido el cuerpo del delito,
y resultaba imposible procesarlo. Sin embargo, aquel
incidente dejó huellas, y el hombre le tomó rabia a su patrón.
¡Tan cómodamente instalado en un piso 27 con vista
panorámica sobre el Río de la Plata, mientras él debía
jugarse el pellejo con tales aventuras!
-Muito obrigado –O sea, “muchas gracias”, le dijo como
todo premio, cuando regresó.
-Transportes Automotores “La Internacional” anuncia la
partida del servicio expreso a Rosario, Santa Fé,
Reconquista, Resistencia, Formosa, Clorinda, y Asunción.
Ruégase a los señores pasajeros abordar el ómnibus, con
sus billetes en la mano. ¡Ultimo aviso…! –informó la voz
anónima del altoparlante.
Minutos más tarde, un moderno vehículo pintado de azul
y plata, se deslizaba hacia la tierra guaraní. Había sido
prolijamente preparado para el largo viaje. Los cromos
brillaban, el piso y las butacas daban una agradable
impresión de pulcritud. La atmósfera hallábase impregnada
con refrescantes aromas vegetales. Poco después empezó
la feroz actividad gastronómica del pasaje. Mandarinas,
empanadas, sandwiches de milanesa, mate amargo,
alfajores, y cuanto abarca la canasta familiar. De tan variado
menú se iba elevando un perfume aceitoso, mientras piso,
asientos y portaequipajes, alfombrábanse de envoltorios
estrujados, y restos del festín.
-¿Me permite abrir un poquito la ventanilla? ¡El olor que
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hay en este coche, es irrespirable! -dijo el apuesto
cincuentón a su compañera de asiento.
-Encantada, joven –contestó Richi Kent, pues no era
otra la afortunada.
En el acto entablóse una fluida charla, sobre temas afines
a las circunstancias. Como el estado del tiempo, lo grosera
que es hoy la gente, y las intervenciones quirúrgicas
protagonizadas, con distintos grados de heroísmo, por
ambos interlocutores. El hombre, evidentemente, tenía
roce. Su aspecto, sin llegar a ser distinguido, era agradable
y sobrio. Alto, delgado, con penetrante mirada, y manos
de trabajador intelectual, demostraba gran interés por el
curriculum que Enriqueta, sin prisa ni pausa, iba
desarrugando en sus oídos. Al comienzo, ella se sentía
halagada por la charla. Luego empezó a experimentar cierta
inquietud, cuando su vista se cruzaba con los ojos
profundos y oscuros de aquel desconocido.
-San Pedro –dijo el chófer, con voz impersonal- Paramos
quince minutos.
-¡Despertá, pierrot! –susurró incorporándose con cara
burlona el Taita, mientras aplicaba un fuerte codazo al
hígado de su acompañante. Obertino dormía profundo,
roncando con la boca desdentada entreabierta.
Al recibir el impacto, se incorporó, llevándose la mano
derecha al interior del saco. Albornoz lo terminó de
despabilar, riéndose.
-Soy yo, Negro. Tranquilizáte y vamo tomar un feca, así
no te dormís más. Hay que estudiar el ambiente, pa’ no
meterlas.
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Y se bajaron corriendo, porque llovía a cántaros.
-¡Un día é perros! –comentó Obertino- Con este
aguacero y la niebla, no se ve ni a veinte metros. Ojála que
cuando lleguemos al kilómetro 608, el tiempo haiga
mejorado. Si no, va a ser jodido rajar.
-¡Ojála! –respondió el Taita- pero recién son las dos de
la tarde, y faltan ocho horas pa’ llegar.
-Con permiso, señores –dijo la voz seca de José Marescu
mientras se dirigía al baño, portafolios en mano.
-¿Y Vd. se ha venido sin ningún equipaje, Jacinto? –
preguntó absorta Enriqueta Kent Gutiérrez.
-Fue un viaje decidido a último momento, y si me hubiera
puesto a hacer valijas, habría perdido el ómnibus. Pero
eso no es problema, porque en Asunción se puede comprar
de todo, baratísimo –explicó el aludido, mientras servía dos
humeantes tazas de té.
-Y todo es importado…¡Qué divino! -agregó ella- Pero
Vds. los hombres, son muy tontitos para hacer compras.
Voy a tener que acompañarlo.
-Gracias –dijo él, por toda respuesta, dirigiéndole una
mirada que Richi no pudo sostener, algo confundida por
su propio atrevimiento.
-¡Mitaí abombado! -pensó, empalideciendo, Remigia
Iparraguirre, cuando vio por la ventana del bar un Fiat
amarillo que avanzaba a altísima velocidad, levantando una
nube de agua- Si yo tuviera la plata que tenés vos para
andar con ese auto, me cuidaría más. ¡Estos porteños están
todos locos!
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-¡Mirá… ahí está el ónibu …! ¡Hay que apurarse! -dijo el
conductor del bólido a su acompañante.
Al anochecer llovía furiosamente, y la niebla continuaba
su asedio. Pasando Rosario disminuyó la cantidad de
vehículos, y éstos rodaban casi a paso de hombre. Una
fila que, con pocos claros, se extendía por muchos
kilómetros. El Fiat los aprovechaba para adelantarse,
zigzagueando temerariamente.
-¡Cuidado, loco! Gritó Fideo Pérez cuando, entre la
espesa cerrazón, pudo ver un Ford destartalado cruzando
la ruta.
Eustaquio Cruces venía contento del almacén y
despacho de bebidas “El Flete”, ubicado ahicito nomás,
junto al pueblo. No era para menos. Les había ganado a
los Lingua hasta el último peso que llevaban encima. ¡Y
eso que ayer cobraron el sorgo en la Cooperativa! Pobres
paisanos, rumbiando secos pa’ las casas. Pero el japonés
Fuchiro, ése que cultiva flores, no salió mejor, cuando ellos
lo pelaron. Esa es la ley del juego, y… Sus pensamientos
viéronse súbitamente interrumpidos por una helada
sensación de pánico, que lo petrificó. El interior del viejo
automóvil llenóse de luz, y sobrevino un estrépito
ensordecedor. Después volvieron a reinar la oscuridad y el
silencio. Poco más tarde, la sirena de una ambulancia
rasgaba el cielo plomizo. A lo lejos, dos potentes faros
intentaban perforar la niebla. Era el servicio expreso de
“La Internacional”, camino de Asunción.
-Coche 27 llamando a Central.
-Adelante, sargento Herrera. Cambio.
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-Estamos en el lugar del accidente. Ambos vehículos se
hallan volcados, y con destrozos que hacen imposible
moverlos. Van a tener que mandar dos grúas. El cabo
Krause regresó en la ambulancia, acompañando a los
heridos. Pido instrucciones. Cambio.
-Comprendido, comprendido, sargento –dijo el operadorQuédese de guardia, hasta recibir nuevas órdenes.
En el interior del ómnibus reinaba una plácida penumbra,
y los pasajeros iban ajenos al percance que acabamos de
relatar. Solamente cuatro o cinco luces de lectura rompían
la oscuridad. Al animado parloteo inicial, sucedían ahora
cansancio y tedio, propios del largo viaje. Sólo era posible
percibir, como un murmullo, la conversación susurrante de
los más entusiastas. Acallándola el ruido del camino, la
sorda lluvia, y los sonidos apagados, aunque chillones e
indescifrables, de una radio portátil, colgada al lado del
chófer. El aire estaba cargado de humo. La noche, de
presagios.
-Se está poniendo fresco –comentó el hombre,
frotándose vigorosamente las manos.
-Es cierto, pero no te preocupes –dijo Enriqueta, con
dulce sonrisa, mientras abría su bolso- Yo tuve la precaución
de traer una manta, con la que podemos taparnos los dos.
Y sin más, la extendió sobre las piernas de ambos.
-Sos maravillosa… -respondió su compañero, mirándola
pensativo, mientras su mano se deslizaba bajo la manta,
hasta entrelazarse con las de ella.
-¡Jacinto…! –exclamó Richi, sin poder ordenar sus
pensamientos, e instintivamente buscó desacirse.
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El, lejos de dejarla ir, apretó con más fuerza, sintiendo
al cabo que la resistencia se convertía en entrega.
-No, no tengo fuego, ni revistas para prestarle, ni hablo
guaraní, ni quiero comer empanadas -rugió, furioso, José
Marescu a la mujer que acababa de sentarse a su lado¡Así que déjeme dormir en paz!
-¡Habías sido retobáu, che mitaí…! -pensó Remigia
Iparraguire, despechada, pero sin abandonar la presa.
-Preparáte que estamos llegando –ordenó a su
compañero la voz fría del Taita Albornoz- Cuando se vea el
auto de los muchachos, hacemos parar el bondi. Diez
minutos alcanzan para pelar a estos giles. Yo me encargo
de sacarle las llaves al conductor, para que no pueda
seguirnos ni buscar la cana. Después, nos hacemos humo
en la oscuridá… ¡Y que le canten un tanguito a Gardel!
-Pará, macho… ¡Ahí están! –interrumpió Obertino,
señalando las luces de un vehículo estacionado en la
banquina, que se hicieron visibles al abrirse la niebla. ¡Es
la señal convenida!
-Eso que viene parece una ambulancia –dijo el
acompañante al oído del conductor, mirando con dificultad
a través del parabrisas- Debe haber ocurrido un accidente.
-También… ¡con este tiempo!
El Taita se puso de pie, encaminándose resueltamente
hacia el asiento del chófer. Allí desenfundó una pistola, y
encarándolo a éste, susurró:
-Si obedecés, no te pasa nada.
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Dirigióse entonces al segundo, con voz que no admitía
réplica.
-Vos sentáte piola en el asiento’el fondo. No quiero matar
a nadie.
De espaldas contra el parabrisas, ordenó después al
conductor:
-Ahora pará despacito, al lado de ese coche.
Pedro Fráscari hacía quince años que trabajaba para la
empresa, y a pesar de sus incontables viajes a Asunción,
jamás tuvo percance significativo alguno en la ruta.
Tampoco oyó mencionar asaltos o secuestros de vehículos
a lo largo del trayecto. Mucho menos, atentados contra el
servicio público internacional. En consecuencia, hasta el
momento se había sentido ajeno a dichas calamidades. Y
cuando Albornoz le apuntó el arma a la cara, tuvo dos
reacciones automáticas. Prender las luces interiores, y
clavar los frenos. Debido al intenso aguacero, la ruta estaba
llena de barro procedente de las banquinas, por lo que se
había vuelto muy resbaladiza. Al cerrarse dos potentes
zapatas sobre las campanas de ambas ruedas traseras,
desaceleraron violentamente la marcha, y el vehículo perdió
estabilidad. La reacción del veterano piloto, empero, fue
instantánea. Y trabóse en lucha con el monstruo mecánico,
hasta dominarlo.
-¡Cuidado, Hugo, que se nos viene encima! –gritó el
enfermero, al conductor de la ambulancia.
-¡Potrillo bestia! –dijo éste- Hoy ponen al volante a
cualquier pibe, aunque no sepa manejar…
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Y apretó furiosamente el pedal de la sirena, dando un
violento volantazo para esquivar al ómnibus.
Cien metros más adelante, el sargento Herrera
contemplaba la escena, temiendo una nueva catástrofe,
esta vez de magnitud.
-Esto es un asalto. ¡Nadie se mueva! –gritó el Negro
Obertino, mientras blandía su revólver, amenazante.
En otras circunstancias, es probable que las palabras,
gestos, y expresión malvada del bandido hubieran tenido
un efecto escalofriante sobre el pasaje. Sin embargo, y
contra cuanto pudiera preverse, esta vez no ocurrió así.
De un asiento próximo se levantaban fuertes voces, que
ahogaron el parco anuncio. Y fueron volviéndose cada vez
más estentóreas, arreciando al deterse el ómnibus.
-¡Soy el cóndor de los Andes! –empezó a chillar el loco,
al paso ululante de la ambulancia- ¡Abran las puertas, que
quiero volar!
De pie sobre su asiento, agitaba con fuerza los brazos
para cobrar altura, emitiendo furiosos gruñidos, muy propios
del rey de las cumbres, pero inéditos en los medios del
transporte automotor. Acurrucada contra la ventanilla, Richi
Kent Gutiérrez lo observaba con ojos incrédulos. Había
soñado durante muchos años con un príncipe azul, y ahora
que Jacinto vino a romper el monótono transcurso de su
vida… ¡Mirá las excentricidades con que salía este
muchacho!
-¡Digo que ésto es un asalto, carajo! –gritaba a voz en
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cuello el Negro, perplejo ante el poco éxito de su anuncio,
y relativamente desorientado por el giro que estaban
tomando las cosas- ¡Si no se quedan quietos, los mato a
todos!
En efecto, ajenos a la amenaza que pendía sobre sus
cabezas, un grupo de intrépidos luchaba contra el orate,
para dominarlo. Este, terco como una mula, iba de un
asiento a otro, saltando sobre los pasajeros. Y mientras
proclamaba vehementes reivindicaciones, se defendía a
patada limpia. Una de las cuales dio con furia sobre el brazo
derecho de Obertino, haciéndole caer el arma. Perplejo, el
bandolero sólo atinó a huir del tumulto, en busca de su
cómplice. Mas como si lo ocurrido fuera poco, halló al Taita
sosteniendo su Colt .45 en una mano, mientras con la otra
se defendía de dos niños que, excitados por el alboroto, lo
acosaban a puntapiés, aporreándolo con un paraguas.
-¡Amáos los unos a los otros! –gritaba, entretanto, el
loco- ¡Soy la paloma de la paz!
-¡Rajemos! –dijo Obertino- Esto salió para el lado de los
tomates.
Albornoz era un hombre sagaz, que manejaba sus cosas
con pragmatismo. Tenía ese séptimo sentido, para distinguir
los momentos propicios, de aquellos en que es mejor
borrarse sin más trámite. Por eso, olfateando una causa
perdida, subscribió en el acto la propuesta de su socio.
Pero hacerse humo sin nada encima era un crimen, con lo
que había costado preparar este madito trabajo. Y
rápidamente pudo intuir un desquite, arrebatándole al
hombre del asiento once ese misterioso portafolios, del
que no se había desprendido en todo el viaje. Ni siquiera
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para ir al baño. Así que en su interior debía guardar algo
muy valioso. Joyas, tal vez. La huída era pan comido, con
Lagartija esperando afuera, en el auto que veía a través
de las ventanillas empañadas. Y quién sabe si, al fin de
cuentas, el botín no iba a resultar jugoso…
-¡Largá el maletín, o te mato! –dijo con fiereza, apuntando
el arma a la cara de su víctima.
-Si, agente, cómo no, pero yo no soy más que un
empleado… -atinó a responder José Marescu, mientras
rendía la presa.
-¿Ah, si…? –pensaba entre tanto Remigia Iparraguirre,
que no se había perdido detalle de la escena- ¡Buena
mandarina me salió el curepí!
Abajo, el sargento Herrera se esforzaba en entender la
confusa escena que parecía desarrollarse dentro del
ómnibus, detenido junto al patrullero.
-¡Esto es muy raro, agente Pinkoliewicz! –dijo,
dirigiéndose a su acompañante- Parece que hubiera una
gresca descomunal entre los pasajeros. No se distingue
bien, y es mejor bajarse a investigar.
Sin importarle la respuesta, porque un subordinado sólo
puede contestar “Si, mi sargento”, radió las novedades a
Central. Y ajustándose el impermeable, se apeó.
Pinkoliewicz, luego de quitar el seguro a la metralleta, lo
siguió en silencio. Pero sólo habían caminado unos pasos,
cuando la puerta del ómnibus se abrió con violencia, dando
paso a Obertino y Albornoz. Este, pistola en mano.
Entonces una potente linterna los bañó con luz
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enceguecedora, mientras la lluvia empapaba sus caras
desencajadas.
-¡Vamos rápido al auto, muchachos! –ordenó AlbornozEl asalto ha fracasado, a menos que este portafolios
contenga algo de valor. Hay un loco adentro, y está
armando una bronca bárbara, che…
-¡No tan rápido! –repuso la voz del sargento- Están
detenidos.
Los maleantes se quedaron duros, ante ese nuevo
infortunio. Encandilados, y sin saber cuántos policías tenían
delante. Entonces dejaron caer lo que llevaban en las
manos, levantándolas mansamente. Poco después,
hallábanse esposados a un árbol.
-¡Recoja ese maletín del suelo, y subamos a ver qué es
esa historia del loco! –dijo Herrera, dirigiéndose al agenteLos bandidos están a buen recaudo.
Y rió entre dientes, pensando, satisfecho, que su nombre
iba a aparecer con grandes titulares en el diario del pueblo.
Dentro del autobús se había generalizado una pelea
descomunal. Tres estudiantes, defensores de los derechos
humanos, arremetieron furiosos contra la turba. Si el loco
quería volar, era un atropello impedírselo, decían. Y
reafirmaban sus convicciones con la violencia legítima.
Algunos pasajeros, quizás más prosaicos, se limitaban a
devolver los cachetazos y patadas que recibían. Otros,
amantes del pugilismo, aprovecharon para hacer un poco
de ejercicio, y desentumecerse. El chófer, por su parte, ya
repuesto del susto, repartía garrotazos con un palo que
provee la empresa para controlar la presión de los
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neumáticos. Valioso implemento con generosa vocación
de servicio, como cualquier observador puede comprobar
diariamente en calles, caminos, y crónicas policiales.
-¡Policía! ¡Nadie se mueva! –mandó con voz potente y
seca, el sargento Julio Herrera.
José Marescu, entre los vaivenes de la convulsionada
multitud, vio con horror que su portafolios retornaba al
ómnibus. ¡Y conducido por dos agentes uniformados! Este
era el fin de su carrera. Todo por no haber largado a tiempo
el maldito empleo. Otra vileza, en la ya larga cuenta de
Joao Martín Saturnino Enrico Luiz da Silva e Melo Coutinho
y Obes. Ese miserable, que lo explotaba sin compasión.
¡Ahora sólo quedaba aceptar con valor la realidad!
-Che, mitaí –le susurró una voz femenina en el oído- Yo
te puedo sacar de acá. ¡No pongás esa carita de yaguareté
muerto, y seguime!
Marescu volvió la vista, tropezando con los ojos
relucientes y ansiosos de Remigia Iparraguirre.
-¡Pronto, vamos! –dijo ella, tomándolo de la mano.
El hombre se dejó llevar, aunque sin entender bien la
situación. Pero alentando una esperanza, la única posible
en las circunstancias. Hacerse humo. Y abriéndose paso
a empujones, el dúo llegó finalmente hasta la ventanilla
donde un cartel indicaba “Salida de emergencia”. Ella tiró
de la palanca con toda la fuerza de su alma, el panel
desplazóse hacia afuera, y ambos prófugos desaparecieron
en la noche.
-¡Mirá, mitaí! –dijo Remigia, susurrando- Hay un auto
estacionado, con el motor en marcha. ¿Qué te parece si…?
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-¡Pero es el auto de la Policía!
-¿Y vos qué esperabas? ¿Un taxi, en la Ruta 11? Vamos
a desinflarle las gomas al ómnibus, para que no puedan
seguirnos. ¡Movéte, che!
Instantes más tarde, la negra rural Jeep, con un potente
rugido, enfilaba rumbo al norte.
-¡Atención coche 27! Responda a Central, por favor… requería con insistencia la radio- Hace cuatro horas que
estamos sin noticias suyas.
Poco después, el llamado dejó de irradiarse, y varias
patrullas salían en busca del sargento Herrera. Una voz
femenina con acento guaraní había aparecido en la red
policial.
-¡Tomáte un tereré con cianuro, che! –dijo, en tono
descortés.
A la semana, una blanca rural Jeep con flamantes
chapas paraguayas, recorría despacito las calles de
Asunción. En el asiento delantero iban dos novios, tomados
de la mano. Sus puertas laterales llevaban una leyenda
comercial: “Se vende chipá”.
Pero volvamos al ómnibus del servicio internacional. La
aparición del sargento Herrera había tenido efectos
balsámicos inmediatos, sobre el belicoso pasaje. Sujetar
al loco, en cambio, demandó grandes esfuerzos. Este
además era un desacatado, porque a pesar de prohibírselo
la policía, continuaba insistiendo en sus afanes de volar.
Sea como fuere, después de atarlo y amordazarlo para
restablecer la calma, los guardianes del orden decidieron
llevárselo al auto. Es imposible describir su desazón,
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cuando vieron que éste había desaparecido. Sería también
vano todo intento de pintar con palabras el show
protagonizado bajo el árbol, por Albornoz y Obertino,
mientras esperaban la vindicta pública. Los malhechores
hallábanse hechos sopa, por la lluvia inclemente. Y
embarrados como chanchos, porque al oír los gritos del
sargento, les dió un ataque de risa tan incontrolable que,
no obstante sus cadenas, terminaron revolcándose por el
suelo. Ambos policías se miraron en silencio, y luego de
darles unos cuantos garrotazos, los hicieron subir al
ómnibus. Allí quedarían esposados a sus asientos, por falta
de respeto a la autoridad, aunque la tunda previa los hubiera
tranquilizado un poco. Algo a lo bruto el tratamiento, si se
quiere, pero nada insólito. Anticipo de la pateadura que,
como es costumbre, recibirían en Central. Y para terminar
con tanta historia, Herrera pensó que lo más práctico era
llevarse de inmediato el ómnibus a la comisaría, con toda
su carga. Craso error, que sumado a lo del Jeep, ya no le
haría aguardar con tanto entusiasmo el próximo número
de La Comuna. En efecto, apenas las ruedas empezaron
a girar, sus neumáticos desinflados se hicieron añicos, y
en pocos minutos, cavaron dos fosas suficientemente
profundas, para que el vehículo se hundiera hasta la panza.
Todos los esfuerzos para desatascarlo fueron vanos. Por
otra parte, a estas horas y con una noche tan de perros, no
quedaba nadie en la ruta, para pedir auxilio. Vapuleados
por la adversidad y el barro, los policías no tuvieron más
remedio que quedarse tranquilos, esperando ayuda. Y
como quien espera, desespera, poco se tardó en organizar
un torneo de truco. Así pasaron las horas, y resultó
victoriosa la pareja compuesta por Pinkoliewicz y el Negro
Obertino.
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-¡Abran la puerta! –gritó de pronto una voz, desde afuera.
Había llegado la patrulla de rescate, y el oficial a su cargo
daba las primeras órdenes.
-Trasladen los detenidos al coche 16, y llévenselos
inmediatamente –dispuso- Al loco lo agarran entre cuatro,
para meterlo bien atado, en el otro patrullero.
Jacinto se había tranquilizado algo, durante las cinco
largas horas de espera. Sin embargo, volvió a descocarse
completamente, cuando aparecieron los autos policiales,
haciendo sonar sus sirenas. Tenso, lívido, y con los ojos
desorbitados, gruñía echando espuma por la boca. Su
cuerpo era presa de convulsiones, mientras la pobre mente,
divagaba. Sacarlo del ómnibus en ese estado, requirió un
esfuerzo sobrehumano. Los agentes apenas podían
doblegar su furia salvaje. Para colmo, una mujer
despeinada y con el vestido hecho girones, se abalanzó
sobre ellos.
-¡Bestias! ¡Negros brutos! No lo traten así… ¡No me lo
lleven!
-¿Y Vd. quién es? –quiso saber el oficial, apartándola
con firmeza.
-Soy la señorita Enriqueta Josefina Kent Gutiérrez –
repuso ella, irguiendo la frente con dignidad, mientras
clavaba una mirada fría en su interlocutor.
-Edgardo Salomone, mucho gusto –contestó él, con
irracional automatismo.
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Pero enseguida advirtió su yerro, recomponiéndose.
-¡Entonces no interfiera en un procedimiento policial! –
agregó, furioso- Si es de la familia, puede acompañarlo en
el patrullero hasta Salud Públca. Caso contrario, retírese o
la hago arrestar.
-No solamente me meto y lo acompaño, sino que también
haré saber al gobernador de la provincia, la clase de…
-¡Haberlo dicho! –repuso el oficial, cavilando quién
diablos podía ser esa chiflada- Todo se puede arreglar
amistosamente, señorita. Yo sólo cumplo con mi deber,
preguntando si existe alguna vinculación entre ustedes.
-Soy la novia de ese caballero –replicó ella, con firmeza.
-¡Pero si es un loco escapado del manicomio, al que
están buscando por todo el país!
-Reconozco que tiene sus cosas, y a veces se pone un
poco nervioso –dijo ella, en tono más amable- Pero eso no
invalida sus virtudes. Nadie es perfecto, señor.
Sin decir más, Richi tomó un bolso que había rodado
por el suelo, bajándose del ómnibus tras su príncipe azul.
La sala del juzgado federal estaba tensa, al pronunciarse
sentencia. Había sido un largo proceso, que los diarios y la
opinión pública siguieron con especial interés. Frente al
agente fiscal hallábanse conocidas figuras del hampa.
-… y no habiéndose probado los cargos de asalto a mano
armada, por ausencia de querellante –dijo con solemnidad
Su Señoría- corresponde desestimarlos. Tampoco hay
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certeza de que el delito se haya cometido en grado de
tentativa. Solo obra en autos el testimonio de los
funcionarios policiales intervinientes, que fue impugnado
por la defensa, cuestionándose su valor. No caben dudas,
en cambio, sobre la tenencia por los reos del maletín que
se presentó como prueba material. La peligrosidad de su
contenido es inequívoca, existiendo circunstancias que
evidencian la intención de sacarlo del país. Acredítase
entonces la comisión del delito de atentado contra la
seguridad nacional, en banda, con nocturnidad, y portando
armas de guerra. Por todo ello condeno a los acusados
Matías Ruperto Albornoz, alias “El Taita”, y Gaspar
Bienvenido Obertino, alias “El Negro”, a catorce años de
reclusión.
Mientras ésto ocurría, y con las ganancias obtenidas
después de trabajar casi veinte meses, José Marescu y
señora inauguraban su propia fábrica de chipá, en el dulce
Paraguay. Richi Kent Gutiérrez, por su parte, se matriculaba
en la Facultad de Medicina, decidida a encontrar un
tratamiento que le devolviera al colifa divino de su corazón.
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DESTINOS DE PIEDRA
57
Granadero Fernández era un pueblito chato y
somnoliento, perdido en la llanura pampeana. Inmensas
praderas que se extienden hacia los cuatro puntos
cardinales, sin solución de continuidad. No hay allí lomas,
despeñaderos, bosques ni quebradas. Tampoco sierras,
capaces de ocultar grandes comarcas. Sólo caminos rectos,
algún río que que arrastra su furia plateada hacia el océano,
y montes puestos por la mano del hombre. Muchas casas
de colonos con niños rubios, y cada tanto una tapera
olvidada, junto a su ombú. Tan fuera de época ya, como
los sueños del alma gaucha que la levantó con amor. Pero
dentro de esa impresionante homogeneidad, éste era un
pueblo de excepción. Porque en pleno centro, frente al Club
Deportivo, había dos enormes rocas. Donde hace mucho
tiempo paraban carretas y algún coche de viajeros ricos.
Grises, majestuosas, cual silenciosos menhires apuntando
al cielo. Un capricho de la loca geografía, me enseñaron
en el colegio. Porque ningún maestro les hallaba explicación
posible. Pero buscar la verdad es obsesión del alma
humana, y las explicaciones ambiguas no conforman. Así
que la idea de esas piedras en medio del paisaje
infinitamente llano, me robaba el sueño. Por fin, un buen
día hice partícipe de mis inquietudes a la vieja Concepción.
Una criolla simpaticona y arrugada, cocinera del convento,
que se movía con dificultad, por el reuma. Curandera
59
también, en caso de necesidad. La mujer me miró en
silencio, y sus ojos retintos brillaron de forma extraña. Como
nublados por alguna visión. Se sentó en una silla al lado
del fuego, y tras meditar un rato, dijo:
-Vea, muchacho, este asunto es cosa delicada, y no se
lo va a aclarar ningún maestro. Mucho menos un descreído,
como son los de hoy.
Yo no supe qué contestarle, y clavé la vista en el suelo.
Ella se puso muy seria, y hablaba pausadamente. Como
se desgranan las cuentas de un rosario. Y en su relato, el
tiempo pareció detenerse, para retroceder luego a épocas
distantes. Cuando la pampa aún tenía alma gaucha, y
ocurrían cosas extraordinarias, que por distintas causas,
no suceden más.
Fulgencio González llegó galopando despacito, con la
vista extraviada. Al atar su caballo junto a un árbol, ya era
tarde para pensar en el día de mañana. Cansado tras
muchas leguas de interminable marcha, con el Coco atrás.
Perro imbécil, que debió ladrar, al ocurrir la desgracia.
¿Cómo podía decírselo ahora a Manuela? Pero más que
nada, le preocupaba el partido del domingo, contra Santa
Eufemia. Toda la muchachada pendiente, y él sin dominio
de su vida. Cuestión de lealtad, cumplir un compromiso.
Los pibes saltaban agarrados de la mano, cantando rondas.
“Antón, Antón, Antón Pirulero,
cada cual, cada cual, atienda a su juego…”
Ese era el secreto del éxito, prestar atención a lo
importante, pensó. Y los niños seguían con el cantito.
60
“Y el que no, y el que no,
una prenda pagará…”
¡Vaya prenda que le tocaba pagar a él, por papanatas!
Del Coco iba a ocuparse luego, porque ésta nadie la sacaba
barata. Después se vieron nuevamente las luces malas,
destellando con su trágico misterio, en el horizonte.
-¡Santa María purísima!
Esos eran indicios del cambio de suerte que se podía
esperar, tras el duro percance. Un aviso, quizás. Pero lo
peor fue el vacío que invadió su espíritu. ¡Triste vida en
blanco, al perder la caja! Tal vez se le hubiera caído al
cerrar una tranquera, y se la llevó cualquier sinvergüenza.
No de gusto, sino para vendérsela a algún viejo ricachón.
Esos que ya están con una pata en el más allá.
-¡Entrá, Fulgencio! –gritó Manuela, desde las
profundidades aceitosas de la cocina.
El no encontraba forma de decírselo, y le temblaron las
piernas, pesando en su reacción. Lo cual no fue cobardía,
sino experiencia.
“¡Valor, che!”, pensó, para juntar ánimo.
Después empezó a sacudirse el polvo de la ropa. Luego
fue limpiándose con esmero las botas embarradas. Y a
tientas pudo arreglarse el pelo, con su peinecito negro.
¿Para qué pensarlo más? En las crisis, es mejor enfrentar
el destino sin titubeos. Suponiendo que aun pudiera usar
ese término para describir este desorden infernal, que lo
atrapaba como una maldición… ¿Dónde habría ido a parar,
la maldita caja?
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-¡Buenas, Manuela! –saludó con timidez.
-Pasá y sentáte, así comés caliente el puchero- dijo ella.
Después se puso a observarlo disimuladamente,
mientras se recogía las trenzas. ¡Siempre pintón, el
Fulgencio! Pero mejor callarse, para que no perdiera la
humildad. En ropa de domingo y con esos ojos profundos,
que volvían locas a todas las chinas del pueblo. Pero dentro
de esa elegancia, faltaba un detalle fundamental.
-¿Y la caja? –dijo ella, al darse cuenta.
-¿La caja…?
-¡Si, hombre…! No me digas que se te olvidó en el
almacén, porque entonces, estamos fritos. Cualquiera
puede llevársela, con lo deshonesta que es hoy la gente.
-No sé dónde la he dejado, pero para el caso es lo mismo.
Ahora, prefiero hablar de otra cosa.Ya me voy a ocupar,
che.
-Como quieras, pero si te quedás sin caja, sos hombre
muerto. Doña Tránsito lo dijo más de una vez.
-Hay que pensarlo.
-¿Pensar qué, Fulgencio? Vos sabés muy bien lo que te
espera. Así le ocurrió al finado Serafín Gutiérrez.
Aquel diálogo no daba para más. Ella sirvió la comida,
pero su esposo había perdido el apetito. Coco paró las
orejas, y después de varias vueltas, se hizo un ovillo en el
suelo. Blanco perfecto para una bota con punta reforzada.
-¡Tomá, estúpido! –gritó Fulgencio, mientras pateaba.
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El animal salió corriendo con un aullido, por lo que
pudiera pasar después. Perro previsor, porque la bronca
iba en aumento.
-¡Este es el culpable! –dijo González- Debió haberme
avisado, cuando la perdí.
Afuera oyóse un tronar intenso, y poco después la luz
del rayo iluminaba los campos desiertos. Una inmensidad
palpitante, ante su embate. Se vieron cascadas de luz,
barriendo el horizonte. Luego rugió la furia del Pampero.
-¡Atá los caballos, che!
El paisaje parecía librar una lucha a muerte contra la
tempestad. Los perros lloraban lúgubremente, pero Coco
empezó a ladrar. Debía tratarse de malos anuncios. O una
premonición, como diría el cura párroco. Pero los días
transcurrieron sin que pasara más nada.
-¡Madre de Dios! –silbaba el viento.
En Santa Eufemia la situación era muy distinta. Luego
de jugar durante años al número 62422 sin siquiera un
premio consuelo, el Poroto Fioravanti se había sacado la
grande. Sucio y despeinado, como siempre. Con las
alpargatas rotas, y ni un peso encima, de tanto chupar.
Hediondo, la casa en ruinas, el caballo flaco, y sin yerba
para cebar mate. Por esa vida triste lo dejó la Hortensia, y
se fue a San Nicolás. Poroto, por toda reacción, colocó su
foto en el fondo de un vaso, para empinarlo con buen
propósito.
-¡Hasta verte, esposa mía! –le escucharon repetir.
Esos renuncios fueron valiéndole el oprobio de la gente.
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Sin embargo, aquel 20 de agosto, las cosas iban a ser
distintas. Hacía un frío de pelarse, y por la noche heló. El
siempre había descollado por su mala suerte, pero ahora
sabemos que ésta es circunstancial. Porque después de
tanta desdicha encontró la caja, tumbada junto a un corral.
-¡Mirá, Payuca…! -le gritó al perro- Hacéme el favor de
fijarte bien.
Y sin más trámite la puso en el carrito. Junto a los papeles
viejos, trapos y botellas, que juntaba para vender.
-Son dos pesos, cincuenta –dijo don Jaime, el peluquero,
mientras descolgaba el número- Y ahora andáte, que viene
gente, che.
Pero esta vez, la martingala se dio. Veinticuatro horas
más tarde, Poroto era millonario. Aunque no en liras, como
había soñado de niño, cuando llegó de Italia con su finado
papá. Sino en sabrosos pesitos, moneda nacional.
-Seis, dos, cuatro, dos, dos –dijeron los niños cantores,
con entonación de opereta.
-¡Es mi número! –pensó el gringo.
-¡Cinco millones de pesos, señores! Ha salido el premio
máximo del sorteo de Navidad –dijo el locutor- Transmite
LR3 Radio Belgrano, para Jabón Federal.
La noticia del acierto, corrió como reguero de pólvora. Y
aquel pobre atorrante supo por primera vez en su vida lo
que es tener cuenta en el almacén.
-¡Faltaba más, don Poroto! –exclamaban los empleados
con voz grave- ¡Se lo podemos anotar!
-¡Buenos días, señor Fioravanti! –saludó el contador del
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Banco Provincia cuando lo vio salir del despacho de
bebidas- Estamos a su grata disposición.
O como decía un viejo tango: “¿Quién te ha visto, y quien
te ve?”. Pero la buena suerte nunca es para todos. Por
cuya causa no impidió que en la zona apareciera un
cuatrero, que dejó de infantería a más de un mensual en
salida de domingo. Lo que es un percance de morondanga,
comparado con la desgracia de Fulgencio González, a
quien presentamos antes. “El sin caja”, como empezaron
a llamarlo las malas lenguas.
-¡Pagáme las gallinas que mataron tus perros, o hago el
parte policial! –dijo su vecino Octavio Flores, agente del
destacamento móvil, y toda una autoridad.
-Y a mí, los pasteles que te bajastes pa’ las fiestas –
agregó otra voz.
-¿No era invitación?
-¡Tendría que estar loco, para mezclarme con gente así!
La vida de Fulgencio se había vuelto insoportable. Solo
contra todos, tratando de sobreponerse a cada embate del
destino. Lleno de dudas, disgusto tras disgusto,
contradicciones sin fin. Y un panorama tan sombrío, no
puede ser casualidad.
-¿Se quedó sin caja? –preguntó, alarmado el negro que
vende chorizos- Nada bueno hay que esperar.
Pero vamos al génesis de las cosas. Todo paisano
prudente debe tener su caja del destino. Pequeño embalaje
de cartón prensado que, contra una módica limosna, los
buenos curanderos llenan de futuro. O sea aquel
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encadenamiento de hechos embrionarios, cuya suma es
el porvenir. Así la vida fluye con coherencia. Al que nace
para ganador, le va bien, y el desgraciado debe aguantar
catástrofes. Pero para que la caja funcione, hay que llevarla
siempre consigo. Perderla es quedarse sin programa, como
un juguete del azar. No poder pensar más en el mañana,
pues sin futuro, aquel pierde vigencia. Tampoco hay que
prestársela a nadie, y mucho menos dejarla olvidada, por
respeto al prójimo. Pues hallarse en posesión de una caja
ajena, también es grave. Esta transfiere expectativas, como
si sus previsiones fueran un decreto “al portador”.
Sobreviniendo entonces un imprevisible menjunje con las
que lleva la caja propia.
-Hasta mañana, Fulgencio –dijo Manuela.
Pero él era un hombre honesto, y habiendo perdido su
caja, solo tenía asegurado el momento actual. Por eso dio
una respuesta sin compromiso.
-Chau, che.
En los pueblos de campo, las cosas grandes siempre
se saben. Y resultaba lógico pensar que si alguien tan
enyetado como el Poroto Fioravanti, de pronto se había
vuelto suertudo, era porque estaba viviendo un destino
ajeno. Fulgenio González vio claro el asunto. ¡Ese era el
granuja que se había quedado con su caja! Uno no quiere
meterse en líos de vecinos, pero la paciencia tiene límites,
y era preciso hacer algo. Esperó que bajara el sol, y se
puso a cepillar al Colorado. Lindo pingo, desde que se le
fue el mal de ojo. Su enfermedad lo había tenido mal, pero
unas palabras dichas en la oreja izquierda con luna llena,
alcanzaron para salvarlo. Doña Tránsito era habilísima en
66
cosas del más alla, y muy discreta. Pero poniéndola en
apuros, no pudo ocultar su indignación. Se lo habían dicho
las cartas, que nunca mienten. Ese maldito gringo, era el
ratero.
-¡Sosegáte, Colorado! –dijo Fulgencio, mientras lo
tomaba del pescuezo para ponerle el bozal.
Después buscó su mejor recado, y salió con cualquier
excusa.
-¡Fuera, Coco…! ¡Vaya pa’ las casas! –le dijo al perro,
que como era de carácter fuerte, apenas se inmutó.
Al ratito el can iba con la lengua colgando de costado,
aunque contento, si juzgamos su expresión. Y ladraba a
los espíritus, por ganas de hacerse ver.
-¡Cosa de perros! –pensó el gaucho.
Poco después, vio la torre de los bomberos. Y cuando
pasó por detrás del cementerio, tuvo clara la enormidad
del drama. Iba a hacer justicia por mano propia, dispuesto
a todo. ¡Momentos negros, de un futuro ajeno! Porque en
su propia vida, eso no hubiera ocurrido nunca. Y hallándose
sin caja, su ansiedad de sangre sólo podía tener una causa.
Hallarse bajo la influencia de emanaciones pertenecientes
a algún difunto sin enterrar. O estar viviendo el destino de
alguien muerto por equivocación. Lo que también puede
ocurrir.
-¡Tranquilo, Coloráu!
Ató el caballo a un poste, para seguir la marcha
sigilosamente, por los lugares oscuros. Al rato tuvo ante
sus ojos el rancho del Poroto. Irreconocible de limpio, y
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con malvones recién plantados, junto a la puerta. Un cambio
de no creer, a menos que uno conozca el trasfondo de
esta historia.
“Tan, tan, tan…” sonaba la campana de la iglesia,
señalando medianoche.
Fulgencio abrió la puerta de un golpe, para entrar al
rancho facón en mano. Dispuesto a poner las cosas en su
sitio. Y aquello estaba oscuro como casa de pobre, a pesar
del capital que pronto llegaría de Buenos Aires. El piso de
tierra reventando piojos, mientras Payuca dormía sobre un
recado.
-¡Fuera, perro! –dijo González.
El viejo ovejero alemán salió corriendo, para echarse
bajo la parra. Animal engañador, con el rabo entre las patas,
pues parecía no querer problemas. A todo lo cual, el Poroto
Fioravanti abrió desganadamente un ojo. Porque estaba
recostado contra la pared del fondo, reponiéndose de tanto
brindis.
-¿Se puede saber qué lo trae a mi rancho con esa
pepotencia, don?
-¡No me venga con desimulos, y aguántese esta
embestida, si tiene güevos!
Dicho lo cual, Fulgencio le puso la hoja del facón en el
pescuezo.
-¿Diánde sacastes tanta suerte pa’ ganar la Lotería
Nacional, si se puede saber? –preguntó, enardecido.
Al gringo no se le escapó que este percance pintaba
mal. Y podía ponerse peor aún. ¿Cómo negar la evidencia,
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si hasta el periódico local se había hecho eco de aquel
rumor?
-¡Tranquilo, que no hubo mala intención! –dijo.
-Y entonces, cómo explicás haberme dejado sin destino,
a merced de la casualidad?
-Encontré la caja tirada y la recogí, como hubiera hecho
cualquier botellero. Vos sabés que para evitar problemas
con la polecía, los envases no llevan nombre. Así que era
imposible descubrir al titular.
-¿Pero sabías que era mi caja, o no?
-Me pareció más bien propiedad de algún difunto
olvidadizo. Después escuché rumores, y pensaba tomarme
un rato para irte a preguntar.
-¡Basta de excusas! ¡Devolvémela o te degüello! No
puedo seguir viviendo como bola sin manija, en plena
juventud.
-Allá está, arriba de la mía.
Fulgencio retiró el facón, y al darse vuelta, pudo ver dos
cajas sobre una silla destartalada. La suya era algo más
grande, señal de longevidad. Se acercó a tomarla, con
manos ansiosas. Pero en ese preciso instante, Payuca sacó
fuerzas de flaqueza. Y volviendo muy despacito, le pegó
un tremendo mordisco. Los bultos volaron por el aire,
cayendo al suelo con estrépito. Afuera estalló un trueno
aterrador.
-¡Maldito perro! –exclamó el gaucho, mientras
descargaba un certero puntapié.
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La fiera lo recibió de lleno, y debe haber sido tan grande
su indignación, que se le fue el miedo. Mostraba unos
dientes puntiagudos, rugiendo con horrible encono. Volvió
al ataque, y las fauces se le tiñeron de sangre. Fulgencio
se defendía a faconazos, hasta que por un golpe de suerte,
la ensartó.
-¡Me mataste al Payuca, desgraciado! –gritó Poroto,
mientras se ponía de pie.
Pero la cosa no fue para más, porque se quedó
inmovilizado de espanto. Mientras hombre y perro luchaban
a muerte, pisotearon ambas cajas, dejándolas destrozadas.
De ellas salía ahora una pasta, tan nauseabunda como la
vida, que se desparramó sobre el piso de tierra.
Mezclándose, hasta formar un barrial.
-¡Qué confundido estoy! –dijo González, tomándose la
cabeza con ambas manos.
-Yo hace días me siento igual –repuso Fioravanti.
-¿Desde que encontrastes la caja?
-Si, ¿cómo sabés?
-Has estado viviendo dos vidas juntas, mientras yo
andaba perdido, por falta de futuro. Doña Tránsito me lo
explicó clarito.
-¿Y qué será de nosotros ahora, con las cajas rotas y
los destinos entreverados?
-Hay que ser prudentes.
Y olvidando agravios, Poroto corrió apurado hacia el
galpón. Para volver enseguida con dos cajas de huevos
vacías y la pala ancha. Sin tiempo que perder.
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-¡Agarrá esa escoba, y vamos juntando lo que aun queda
de nuestro povenir! –dijo- Un percance así cuesta años de
vida…
Aquella pasta era de consistencia extraña, palpitante,
con una fuerza primitiva y vital. Pero su comportamiento
llamaba la atención. Parecía que algunas partículas se
rechazaran mutuamente, como ocurre al batir agua y aceite.
E iban surgiendo ampollas de burbujas, que se superponían
en un conflicto salvaje por sobrevivir. Y formaban remolinos
hirvientes, definiendo un todo incapaz de armonizarse. Lo
cual, poco ha de sorprendernos ya.
-¡Listo! –dijo por fin, el gringo- Elegí tu parte, y quedamos
a mano.
Fulgencio tomó una caja.
-Te llevás varios años de vida más que yo.
-¡Arrimála, para emparejar!
Ahora González se sentía mejor. Caja en bolsa, bien
atada al recado para no perderla otra vez. Aunque no fuera
el envase original.
-¡Vamos, Colorado! -exclamó palmeando al noble bruto,
que parecía aguardarlo inquieto.
El gringo no saludó. Porque decir “que te vaya bien”,
como se estila, hubieran sido palabras vanas. Ambos
estaban conscientes de que con el futuro mezclado en tal
desorden, sus vidas se habían vuelto un reto a lo imposible.
¿Qué iba a ocurrir cuando uno viviera lo que la suerte quiso
para el otro? Vana pregunta, que sólo el tiempo sería capaz
de develar. Como si los días se hubieran convertido en un
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acertijo. Pero relatarlo es una cosa, y vivirlo, es otra.
-¡Apuráte, che! -le dijo Fulgencio al Coco, que iba con
las orejas paradas y el rabo a medio levantar.
Nervioso, seguramente. Porque los perros son hechos
para presentir desgracias. Quizás por eso desapareció,
justito antes de la pelea con el mastín del gringo. ¡Quién
sabe si ahora su sexto sentido, no estaría robándole otra
vez la tranquilidad!
-Vengo a cobrar el premio –dijo Fioravanti, loco de
contento.
-Vea, don Poroto -respondió el peluquero- cinco millones
de pesos no se los puedo pagar yo. Mejor vaya al banco,
para que ellos arreglen la transferencia. Pero en caso de
dudas, me sentiré honrado asesorándolo. ¿Alguna cosita
más?
El gerente lo atendió con la deferencia reservada a las
grandes cuentas.
-Firme aquí, y le avisaremos de inmediato. Pero mientras
tanto, puede girar en descubierto, señor.
Todo iba viento en popa. Evidentemente, su vida seguía
consumiendo el porvenir de Fulgencio, un auténtico
ganador. ¡Que durara esa racha, porque a él las cosas
siempre le fueron mal! Sin embargo, pronto se vio que en
el combustible vital había entrado alguna partícula propia.
“…y mando trabar embargo hasta el importe reclamado,
pasándose los antecedentes al señor juez de turno en lo
penal…” . Así decía el oficio, pero no se trataba de deudas
viejas, porque al Poroto nadie le hubiera prestado un peso.
72
Era la Hortensia, reclamando medio premio como bienes
gananciales. Mas una suma a santo de indemnización por
sus desdichas. Lo que incrementado con honorarios,
impuestos y gastos, no dejaba un centavo para el ganador.
-¡Me quedé otra vez en la calle! –dijo Fioravanti.
Y se puso a revolver desesperadamente el contenido
de la caja, por si pudiera cambiar las corrientes de su
porvenir.
Esa noche al suertudo de Fulgencio González le ganaron
hasta las espuelas, timbeando en el café. Y al dia siguiente,
cuando estaban por largarse las cuadreras, el Colorado se
manqueó.
-¡Vas a sudar tinta para levantar el muerto, hermano! dijo Apolinario Zárate, conocedor de intimidades- ¡Te has
jugado un dineral!
No había duda de que en esos momentos críticos, el
buen gaucho estaba viviendo un capítulo del destino
miserable que la suerte había elegido para Poroto
Fioravanti. Y sin pensarlo más, agarró la caja, para sacudirla
con ansiedad.
“¡A ver si ahora la mezcla sale mejor!”, pensó.
Pero la enorme imprudencia de desafiar al destino, había
sobrepasado todo límite. Y aquel no acepta burlas, siendo
vengativo, cuando lo manosean. A eso se debe que cuando
llegó el día de sembrar papas, Fulgencio rompiera la
máquina. Contrató otra, pero ésta no pudo llegar al campo,
porque el dueño tuvo un ataque al corazón. Desgracia tras
desgracia, y todas eran cosas de tal calibre, como para
hacer temblar al más pintado.
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-¡Parece una maldición! –le dijeron en el club- ¿Cuándo
se te va a pasar la mala racha?
El se encogió hombros, incapaz de anticipar plazos. Era
lógico que en algún momento su suerte cambiara. Pero en
un caso así, nunca puede anticiparse cuándo. De pronto,
las cosas le fueron bien.
-¡Felicitaciones, González! –exclamó, sonriendo, el
director de la Cooperativa Agropecuaria- Ha llegado un
ganadero francés que necesita campo libre de papas por
dos meses, y ofrece pagar cualquier cosa. Sólo el tuyo
está disponible, muchas leguas a la redonda. ¡Vas a ganarte
un platal!
Era su propio destino, otra vez en actividad. Y había
que aprovechar la volada, aunque más no fuera, por
imagen. Pues en este mundo, nadie quiere codearse con
perdedores.
-¡Qué gran honor, estimado vecino! ¡Su hijo ha sido
elegido abanderado, del Colegio Nacional!
-¡Lo felicito, señor González! Los terneros que mandó a
subasta, causaron sensación.
Todo iba en carroza. Hasta que, como era inevitable, la
mezcla otra vez cambió.
-¡Lo llama el comisario, che!
-¿Qué dice, don Jacinto?
-Lamento la noticia, pero me acaban de avisar por radio
que se le ha incendiado el galpón.
Un día todo iba bien, y al siguiente arreciaban desgracias
apocalípticas. No hace falta explicarlo. Cualquiera se vuelve
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loco, con la tensión de protagonizar alternativamente dos
vidas contradictorias. Como si fuera una hoja a merced de
la tempestad, o una ruptura esquizofrénica del yo. ¡Era
imposible seguir más tiempo así! Y al Poroto Fioravanti no
le iba mejor.
-¿Cómo pintan las cosas, che?
-¡Vaya uno a saber! –repuso el gringo- Le puedo contar
mi historia, pero ni presagiar el día de hoy.
Los hechos contradictorios arreciaban, produciendo toda
clase de comentarios. Y los protagonistas de esta tragedia,
eran conscientes de que en el pueblo se gestaba un
inmenso malestar. Supersticiones, nomás.
-Mañana te veo en el club.
-¿Estás loco? ¡Prefiero jugar al poker solo, che!
Doña Tránsito, la curandera, había ido poco al colegio.
Pero nunca hubo nadie tan hábil en el arte de aconsejar.
Para ella, los pleitos del más allá eran pan comido.
Maldiciones, encantamientos, amores contrariados, o
enfermedades que en el hospital no tenían cura. Todo
hallaba solución, puesto en sus manos. Y conociendo tales
méritos, resultó lógico consultarla, con este asunto de los
destinos mezclados. Poroto fue el viernes santo, y
Fulgencio, para pascua de resurrección. Cada cual por su
cuenta, sin que mediara acuerdo alguno. Una época del
año propicia, por su milagrosidad.
-¡Aquí me tiene, señora! –dijo el gringo- Penando desde
que se mezclaron las cajas.
-Tu problema es grave… -respondió la santa mientras
se persignaba, poniendo los ojos en blanco.
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El paciente estaba ansioso.
-¿Y qué me aconseja? –dijo
Ella conocía a fondo su oficio, y la respuesta no se hizo
esperar.
-Te preparás un tecito de mastuerzo, y lo vertís despacio
sobre el facón. Luego hay que rezar dos padrenuestros, y
por la noche ayunás. Sólo está permitido un mate amargo
con galletas, después de las seis.
-¿Ansina arreglo mi problema, doña Tránsito?
-No, m’hijo, porque el asunto es difícil. Esa ceremonia
es solamente de purificación. Luego metés tu caja en una
bolsa y salís a buscarlo al Fulgencio. Pero sin mirar p’ atrás,
hasta que lo encontrés.
-¿A fin de ofrecer mis respetos, o pa’ ensartarlo en el
facón?
Tras pensarlo un rato, ella repuso:
-Ya veremos cómo interceden las ánimas que voy a
convocar- Después se sumió en el silencio, comunicándose
con los espíritus de ultratumba.
-¡Tiremos las cartas! –dijo, por fin.
Fue una sesión larga, con agua bendita e incienso,
pletórica de invocaciones. Pero no única, porque con la
visita de Fulgencio se repitió el ritual.
-¡Dios se lo pague, doña Tránsito!
-No puedo esperar tanto. Mejor me deja unos pesitos,
che.
76
Y él montó a caballo, rumbo al pago, sintiéndose más
tranquilo. Aquella sabia era persona idónea. ¡Quizás pronto
volvería a sonreir! El mensaje era claro, sabiéndolo
interpretar. Aunque, por prudencia, ella no hubiera dicho
demasiado sobre sus charlas con el más allá. Pero en esas
cosas, hay que ser buen entendedor. Si la mestura de
mastuerzo se derramaba sobre el facón, era para
congraciarlo con quienes iban a decidir. Las ánimas
benditas del Señor. Y entonces, su consejo estaba más
claro que el agua. Un duelo criollo, como manda la tradición.
Para que, yéndose uno de los rivales al camposanto, su
destino agotado por fallecimiento, tuviera fin. Así la caja
del vencedor quedaría libre de interferencias. Alguna vez
oyó que los antiguos llamaban a estos pleitos “el juicio de
Dios”. Donde triunfa quien mejor puede cumplir Su voluntad.
Y tras pensarlo un buen rato, Poroto montó a caballo,
cuidándose de no mirar hacia atrás. Listo para toparse con
su suerte. La caja amarrada al recado bueno. Porque a un
encuentro con la Divina Providencia, no se llevan aperos
de trabajar.
-¡Quién sabe si regreso, che! –dijo al cruzarse con su
sombra.
La tarde estaba fresquita, y sobre el techo del rancho
revoloteaba un lechuzón. Pájaros de mal agüero, cuyas
intenciones son simpre difíciles de descifrar. El hombre al
verlo, hizo una cruz con los dedos, besándola tres veces.
Para protegerse de maleficios, en un día así.
-¡Bendito sea Dios!
Fulgencio también había meditado profundamente sobre
el problema común, llegando a conclusiones parecidas.
77
Era preciso buscar al Poroto, para decidir esta tragedia,
como hacen los hombres. Facón en mano, hasta ver
cumplida la voluntad del Creador.
-¡Güenas y santas! –saludó a la concurrencia del
bodegón.
Y allí estaba el gringo, con la caja a cuestas. Parado en
el fondo, de piernas abiertas y chambergo echado hacia
atrás. Las manos en el bolsillo, esperándolo.
-¡A vos ti andaba buscando!
-¡Pa’ lo que guste mandar!
No fue preciso mayor diálogo, y tras sólo un gesto,
ambos salieron al patio. Los parroquianos miraban
silenciosos, presintiendo un sangriento epílogo. Y en el cielo
de la noche austral se apagó una estrella. Luego otra.
Síntoma de malos augurios, que no podía pasar
desapercibido. Fulgencio y Poroto pusieron sus cajas junto
al muro del aljibe, para desenvainar enseguida las armas
con que pensaban limpiar de dudas sus destinos. Y por
fin, aquellas se cruzaron, reflejando el brillo morboso de
un farol.
-¡Aijuna…! –decían los mirones después de cada
embate, en un choque prometedor de sano esparcimiento.
-¡Voy a matarte, Fulgencio! –dijo el gringo- No por odio,
que Dios lo prohibe, sino pa’ sanear mi porvenir.
-¡Que las ánimas hagan su voluntad!
Sobrevino un silencio profundo, sólo roto por el chocar
de los aceros. Mientras tanto, la brisa traía quejidos, como
si las sombras hubieran comenzado a llorar. Trasfondo
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tétrico con que los presentes aguardaban el desenlace de
aquel duelo. Mas el destino había previsto un fin distinto.
Razón suficiente para que espíritus e invocaciones,
carecieran de poder. Se lo vio enseguida. Ambos rivales
desviaban sin dificultad los asaltos del adversario. Y por
causas inexplicables, las cuchilladas más certeras morían
en el aire. Mas si alguna daba de lleno, nadie llegó a
sangrar.
-¡Cosa e’ Mandinga! –dijo un paisano.
-¡Habráse visto entuerto igual!
Poroto se tiró a fondo, pero Fulgencio pudo atajar, con
el antebrazo emponchado. Y viendo repentinamente
indefenso al gringo, quiso rematarlo. Pero sus reflejos eran
tan lentos, que los puntazos se perdían, sin llegar. La
respuesta fue inmediata, mas ningún embate daba
resultado. Así siguió la pelea, cosa de no creer. Y los
concurrentes comenzaron a retirarse, aburridos por la
monotonía del espectáculo. Al rato, solo quedaban afuera
ambos duelistas, con síntomas de un agotamiento que iba
paralizándolos. La noche se cubrió de nubarrones, y poco
después comenzaba a llover. Un diluvio de furia inédita,
síntoma del encono celestial.
-¡Misericordia! –imploró un criollo viejo, presintiendo lo
peor.
Entendido, el abuelo, porque como bien decía don
Vizcacha, “el diablo sabe por diablo, pero más sabe por
viejo”. La tormenta arreciaba, con los embates salvajes de
un viento atronador. Y una espesa cortina de agua, había
trocado en dos sombras difusas, las bravas figuras del
entrevero.
79
-¡Por fin, aclara! –comentó más tarde un mozo, mientras
se limpiaba las espuelas, con la punta del facón.
Todos los ojos se volvieron hacia afuera. Allí estaban
ambas cajas, deshechas por el aguacero. Con su contenido
maloliente burbujeando rumbo a las canaletas. Los
protagonistas del duelo se habían quedado para siempre
sin destino, y eso acarrea inapelable sentencia. Ya sin
porvenir, el tiempo se detiene. De forma que pasado,
presente, y futuro, pierden valor como puntos de referencia,
hundiéndose en un abismo de insondable eternidad.
-¡Santa María purísima! –dijeron los presentes.
Al fondo del patio, como aún enfrentándose, había ahora
dos grandes rocas de color gris. Extraña formación
geológica en plena llanura pampeana. Pero con un secreto
que, por prudencia, es mejor no divulgar.
………
Y un tano que estaba escuchando, dijo:
-¡Se non é vero, é ben trovato, che!
80
EL SUEÑO DEL PIBE
81
Había una vez un país enorme, que ocupaba el confín
sudeste de América, llegando hasta el polo sur. Rico como
pocos. Y sus hijos, que de por sí eran medios fanfas, hacían
exhibicionismo del legado.
-¡Nuestra tierra da para tirar manteca al techo! –decían,
si algún cretino se tomaba el atrevimiento de hacer
comparaciones.
Es que allí se daban cita todos los climas, toda clase de
suelos, y todas los recursos que la naturaleza puede
brindar. Palmares y estepas. Altas cumbres coronadas por
la nieve. Ríos caudalosos, llevando inagotable energía.
Petróleo, vacas y cereales. Un desafío a la imaginación,
con hembras para dar fiebre, y fulgurante cielo azul. Por si
no lo han adivinado ya, revelaremos nuestro secreto. Ese
país se llamaba Argentina. Sin embargo, por una de esas
paradojas del destino, cuando los conquistadores pusieron
pié en América, sus tierras se hallaban desiertas. México
tenía indios salvajes expertos en astronomía y matemáticas.
El Perú acueductos, ciudades, y caminos, que sin berretín
de autopistas, llevaban al último rinconcito del imperio. Pero
en las pampas sólo vivían Patoruzú, con la Chacha y sus
paisanos.
-¡Huija rendija! –era la máxima expresión de su lirismo.
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Desnudos, analfabetos, y para colmo, con un padrino
tarambana que tiraba la guita. O sea, incapaces de tomar
posesión efectiva del territorio, como hubiera hecho
cualquier capitalista bien nacido. Con los europeos llegaron
el caballo, la vaca, el trigo y la viruela. Esta peste y las
armas de fuego facilitaron la conquista, que la cruz
legitimaba.
Así se impuso una nueva forma de entender la sociedad.
Todo iba viento en popa, pero de tan piolas que la pasaban,
los gaitas se volvieron cafishos. Ya nada era suficiente para
ellos. Ni el oro, ni la plata, ni tener a mano todas las nativas
rebuenas que se pudieran bajar.
Además, cometieron abusos. Como querer cobrar
impuestos de aduana en un país donde el contrabando
era tradición nacional. Para colmo, con el berretín de
mandar la guita a Madrid. Y sus hijos iban juntando bronca,
hasta que un día de lluvia, no la bancaron más, y llegó la
independencia. Primero gobernaron a las tortas entre ellos,
como es costumbre en nuestra vida pública. Pero tras
mucho despelote, se pusieron de acuerdo para hacer un
país en serio. Que todo el mundo quiere pasar tranqui los
días de su tercera edad. Mas, tenían un problema. La
política aborrece el vacío, y con cuatro gatos locos, a pesar
del entusiasmo, no iban ni a la esquina.
-¿Qué hacer? – fue el dilema general.
Entonces a un ñato de apellido Alberdi se le prendió la
lamparita, y dijo con cara de cartón lleno:
-Gobernar es poblar, che.
-¡Bingo! –repuso la multitud.
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De más está decirlo. La idea cayó bien, sobre todo por
el bodrio de no ver nunca caras nuevas en el pago. Así
que los vecinos se metían en tierra ajena para trabar
relación. Con minas, más que otra cosa, como en su día
hicieron los romanos, por ensartar alguna sabinita bien
puesta. Pero el sistema iba a los tumbos, y como cada uno
defiende lo suyo, se armaban unas roscas que te la voglio
dire. Dicho en otras palabras, tanta era la competencia por
deslindar territorios, que la patria vivía tensa, como en
víspera de partido por el campeonato mundial. Así terminó
estallando la guera civil. O sea un diálogo con el verbo
expresado a palo limpio, hasta que Dios nuestro Señor se
cansó de escuchar tanta oración conflictiva.
-Te pido Señor que revientes a los provincianos…
-Padrecito querido, reventáme a los porteños, por favor…
Y, como puede intuirse, al poco tiempo la cosa no daba
para más. Así que cierto día los próceres resolvieron
terminar con sus broncas personales. Juntaron a los tipos
más bochos del país, y después de un asadito con buen
vino para asentar la digestión, sancionaron nuestra carta
magna. Así nadie se hacía más el loco, para agarrar la
manija de prepo.
-Ta’ güenazo el proyecto, chei –decían los cerebros de
la época- Pero…¿pa’ quién será la torta?
Entonces un colega del susodicho Alberdi puso la frase
célebre, que haría único en el mundo a nuestro texto
constitucional.
85
-Pa’ nosotros, –decía- pa’ nuestra posteridad, y pa’ todos
los hombres del mundo que quieran habitar el suelo
argentino…
Una disposición insólita en épocas de tanta angurria,
que tomó por sorpresa a la concurrencia. Los más audaces
aplaudían, pero como nuestra democracia era joven, los
contreras, a falta de razones jurídicas, les tiraron papas.
Se armó un toletole de novela, y después hubo que limpiar
la sala de sesiones, que estaba hecha un enchastre. Como
resultado, nadie recordó más el asunto, y llegó la votación.
Así, dicho convite a la garufa universal fue ley suprema.
Apertura que cambió el país. Pero entendámoslo. No de
puro verso, como los proyectos actuales, sino con una
contundencia que hubiera sido preciso ser idiota para no
verla. Vinieron los italianos. Vinieron los gallegos, Vinieron
los alemanes. Vinieron los turcos. Vinieron los ingleses.
Vinieron los franchutes. Vinieron los rusos. Se llenó el país.
Y como no podía ser de otra forma, vino también el pueblo
de Israel. Los moishes, como se dice en la lunfa nacional.
Primero apareció uno en Puerto Nuevo, para ver cómo iban
las cosas. Después trajo al hermano. Al mes siguiente llegó
el tío capitalista. Luego hicieron aporte las señoras, los
pebetes, y un colorado que vendía semillas de mirasol.
-Si se acaban, nos quedamos sin nigocio, Abraham –
dijo su primo Isaac.
-¡Hay que buscarse una terrenito barato para plantar!
Así empezó la explotación agropecuaria, con que estos
pioneros se integrarían al país. Poco después nacía la
primera población de gauchos judíos. Moisesville, en las
cuchillas entrerrianas. Ellos dieron figuras de renombre a
86
su nueva patria, en las ciencias y las artes. Y también una
nutrida legión de comerciantes, porque así es la tradición.
Entre quienes no podían faltar algunos puebleros
congénitos, que dejaron el pago por rumbear a la ciudad.
Ese es el origen de los barrios judíos de Buenos Aires,
engrosados más tarde por la multitud que llegó de Europa
en los años 30 y 40, escapando del horror. Una colectividad
pujante, que mezcló raíces culturales propias, con los
signos de su nueva identidad.
“Celebre el 25 de mayo con parrillada criolla estilo
kosher”, decía un cartel.
“Gran campeonato de milonga cantada en yidish”,
informaba el de al lado.
Podrían darse muchos más ejemplos de esta fuerte
integración. Como lo que le pasó al Pirulo Goldstein, una
tarde que tomaba sol frente a su negocio mayorista de
textiles, en Corrientes y Canning.
-Chau, moishe –dijo un malevo, que iba con traje negro
a rayas, pañuelo blanco al cuello, chambergo lustroso y
taquito militar.
-¡A criollo no me ganás, sotreta, que vengo de
Gualeguay! -repuso el comerciante, mientras lo agarraba
del pescuezo- ¡Sacá el facón, si querés pelear!
El rufián se puso blanco, sin atinar la menor defensa. Y
temblaba como una hoja, de la cabeza hasta los pies.¡Aquel
ruso había sido guapazo, che!
-No era pa’ tomárselo con tanto fanatismo, don… -quiso
componer las cosas.
87
Pero Pirulo Goldstein había vivido muchos años en
Corrientes, y no estaba con ánimo de transar. Así que le
hizo un corte de manga, gritándole en la jeta:
-¡Vaia pa’ las casas, vaia, porteño atorrante y
añamembuí!
Pero como bien sabemos, no todos los gatos son iguales.
Y en la colectividad también había quienes se aferraban al
pasado, resistiendo la integración absorbente del nuevo
entorno. Lo cual produjo el inevitable choque generacional,
típico en todo país de inmigración. Uno de ellos era Moisés
Klapstein, enemigo acérrimo del empleo público, porque,
como sabemos, trabajar para que engorde otro es cosa de
goyn. Pero hacerlo para los políticos, resulta un disparate
aún peor. “Todo buen padre de familia debe tener presentes
estas normas al educar a sus hijos varones”, repetía,
llegado el momento de planificar su futuro. Más que nada
tras la ceremonia en que aquellos son declarados miembros
plenos de la colectividad. Esa era una convicción a ultranza.
Respetuoso de las enseñanzas impartidas por sus
mayores, en la lejana e ingrata Polonia de su niñez. La
familia Klapstein observaba el sabbath, y la alimentación
era estrictamente kosher, evitando comer porquerías
hechas con carne de chancho. Por el cumplimiento de esas
importantes normas, velaba la dulce Sara.
-¡Buen provecho! –exclamaron todos, al servir ella una
copa de vino.
Era el día de Yom Kipur, y estaba reunida toda la familia,
para disfrutar tan agradable fiesta. El candelabro de siete
brazos con sus velas encendidas evocaba viejas
tradiciones. No faltaron los matzos, ni tampoco el gefilte
88
fisch. En un rincón de la sala, Di Presse, llevando noticias
siempre actualizadas sobre la colectividad, y las últimas
novedades de Israel. Moisés y Sara Klapstein eran todavía
relativamente jóvenes, pero como se casaron siendo casi
adolescentes, tenían cuatro hijos ya grandes. Marcelo, el
mayor, ayudaba a su padre en la ferretería mayorista. Los
otros estudiaban. José era alumno adelantado de Ciencias
Económicas, Fanny estaba preparando su ingreso a
Farmacia, y Carlitos… ¡Oh, Carlitos! Hubiera sido mejor
no tener que mencionar a ese desfachatado.
-¡Feliz digestión! –dijo el pibe, con una risita sobradora,
para responder al brindis.
Y todos lo miraron, sin saber qué contestar. Ya no hace
falta decirlo. Carlitos era un problema, verdadera oveja
negra de la familia. Había que convencerlo durante dos
semanas, para que fuera a la sinagoga. Y allí, vigilarlo con
cuatro ojos. Al menor descuido, interumpía el salmo del
cantor imitando un chivo. O tiraba hondazos contra el culo
de las señoras. Los domingos, en vez de ir a la Hebraica o
disfrutar del aire libre con los remeros de Hacoaj,
frecuentaba el Racing Club. Era capaz de comer
sandwiches de chorizo, jamón y hasta mondiola.Todo ésto,
ya de por sí imperdonable, empalidecía al considerar sus
hábitos sociales. Andaba con todos los gallegos, cabecitas
y turcos del barrio. Al salir del Nacional No.7, donde cursaba
quinto año, se iba a pelotear con ellos a algún tereno baldío.
O lo que es peor, a afilar con la hija de Giaccomo Ciangalini,
un capataz de Obras Sanitarias que vivía de limpiar cloacas.
¡Las veces que Moisés lo habrá encontrado en tales
compañías! Carlitos afirmaba carecer de prejuicios raciales,
89
y para él, esa cristiana exhibicionista era mejor que una
chica de buena familia. Como Cuqui Wenselblatt, por
ejemplo, que vivía en Villa Crespo y tenía asegurada una
buena dote. Pero éso no es todo. O mejor dicho, éso no es
nada, frente a lo que se dirá después.
Carlitos despreciaba el comercio, y las profesiones
liberales merecían su más intransigente rechazo. Los
industriales y mayoristas amigos de la familia, le parecían
gente ridícula. “Siempre buscando desplumarse unos a
otros”, afirmaba. Se reía de abogados, médicos y
contadores. Todos cuantos pusieran “Dr.” delante del
nombre, un esnobismo idiota, según él. La religión tampoco
le interesaba, y las actividades financieras, ni qué hablar.
¡Tiembla el pulso al escribirlo! Esa bala perdida tenía sólo
una vocación… ¡Carlitos quería ser militar! Moisés esperaba
que su hijo algún día sentara cabeza. Por eso siempre
sacaba a relucir el asunto, como aguardando un milagro
capaz de enderezar repentinamente las cosas. Había
pensado mandarlo a Israel, y pidió consejo al tío Schmuel,
rabino del templo de la calle Malabia. Hasta quiso hacerlo
ver por un psicoanalista. Todo en vano. Ni llantos, ni ruegos,
ni recriminaciones, ni castigos, daban resultado alguno. Ese
malvado era terco como una mula. De no ser por su pelo
rojizo y las pecas, hubiera parecido vasco o hasta irlandés.
Carlitos estaba emperrado ciegamente con su futuro, y
quería ser militar. Así, entre dichos en yidish, cuentos en
castellano, y oraciones en hebreo, Moisés Klapstein puso
el dedo en la llaga. Porque el diálogo fue girando sutilmente,
hasta llegar al tema que roía sus entrañas.
-Mamá y yo hemos trabajado mucho, y merecemos un
descanso –dijo el buen padre- Nos gustaría pasar unas
90
largas vacaciones, con los parientes que viven en
Jerusalén.
-Es cierto –interrumpió Sara, adivinando en el acto las
intenciones del marido- Aunque no podemos irnos antes
de ver a los chicos bien encaminados. Fanny no tiene
problemas, porque se casa con Jaime Wolodinsky, tan
simpático y con un papá riquísimo. Pero los varones ya
son hombres, y deben hacerse un futuro.
-¿Estás conforme con tu trabajo, Marcelo? –preguntó
Moisés.
-Ganamos dinero, papá, y pronto compraremos el salón
de al lado, para ampliar el negocio. ¡Claro que estoy
contento! En lo que hace a mí, podés tomarte las
vacaciones cuando quieras. Yo soy amigo de todos los
proveedores, conozco el mercado, y los clientes me
aprecian. Puedo manejar la ferretería sin molestarte a vos.
-¡Qué buen pibe! –exclamó la madre, entusiasmadaIgual que vos, Moshe, siempre pensando en el negocio…
Excelente introducción. Se estaban acercando al
objetivo, y todos parecían intuirlo. Menos Carlitos, que puso
sobre la mesa una revista de fútbol, y la hojeaba
despreocupado.
-Yo tampoco tengo problemas –terció José- Me faltan
ocho materias para recibirme. Todos me conocen en
Canning y el Once. Ya les llevo los libros a Brukman,
Pelstein y Odensky Hermanos. No me resultará difícil
iniciarme. De todos modos, mi futuro suegro tiene una
compraventa en la calle Libertad, y si me fuera mal, podría
trabajar con él.
91
-¿Y qué opina del viaje, mi Fanita querida? –preguntó
amorosamente Sara, con ese agradable acento
centroeuropeo, que no había perdido, a pesar de sus
muchos años en la Argentina.
-¡Ay, Mami! –dijo la chica- Por mí, váyanse de vacaciones
cuando quieran. Yo estudio por hobby, porque Papi me da
todos los gustos. Veraneo en Piriápolis, el auto, qué sé yo.
Pero como me voy a casar, cualquier día dejo los libros.
Total, el padre de Jaime tiene la planta textil más grande
que hay en San Martín. Además está por ponernos una
fábrica de camisas, y pronto vamos a ganar mucho dinero.
-¡Dios quiera! –dijo Marcelo.
-¡Qué suerte la nuestra, Moisés! –exclamó Sara, mirando
a Carlitos de reojo.
Había llegado el momento decisivo.
-¿Y vos, Carlitos? –se atrevió finalmente a preguntar el
padre, dando un aire casual al tema.
-¡Dejá de hichar, viejo!
-¿Por qué habla así con su padre? Conteste la pregunta
que le hago, mal educado.
-Mal aprovechado… -interrumpió Sara.
-¡No rompan los béitzem, che! –dijo Carlitos- Déjenme
terminar el cole, y después me las rebusco solo.
-¿Te las rebuscás solo? ¿Sin relaciones, sin capital, sin
hablar casi una palabra de yidish? –dijo Moisés- ¡No sé
cómo te las vas a rebuscar!
-Muy fácil. Acabo el bachillerato y entro al Colegio Militar.
92
Para éso no necesito nada de lo que vos decís, ni
mezclarme con gente aburrida.
Una vez más, la charla había entrado en vía muerta. Un
evento que, no por esperado, fuera menos desestabilizante.
-¡Empleado público! –gritaron los padres al unísono- ¡En
lindo futuro estás pensando, che!
-¿Cómo, empleado público? Militar, viejos, como San
Martín, como Belgrano. Subteniente, capitán, qué sé yo.
Nada me impide llegar al tope del escalafón. General, a lo
mejor, y entonces capaz que me hacen una estatua, o
termino siendo presidente.
- Nunca vas a pasar de coronel. Para éso tenés que ser
goyn.
-¡No seas anticuado, papá! Así era en Europa, donde la
gente es medio mishigane. Aquí todos somos inmigrantes,
y a nadie le interesa de dónde vinieron tus viejos. Lo
importante es ser derecho.
-¿Y cuando te hagan ir a misa de campaña? –balbuceó
la madre, con lágrimas en los ojos de un azul profundo.
-Pienso en otra cosa, y chau. Total, ¿qué me importa?
Si todas las religiones que hay en este mundo, son el mismo
camelo, che…
-¿Y te hacés goyn? –preguntó, incrédulo, Marcelo.
La familia dejó de comer, volviéndose todas las miradas
hacia el apóstata. Con una tensión que podía palparse en
el aire.
93
-¡Contestáme lo que te pregunté!
-Dejálo, que es un boludo… -dijo José.
-¡Déjenme vivir en paz! -explotó furioso Carlitos,
levantándose de la mesa.
-No nos arruines el Yom Kipur… -repuso Moisés, casi
implorante.
-¡Dejálo que se vaya, Papi! –exclamó Fanny- Ya va a
venir a pedir limosna, cuando no tenga qué comer.
-¡Basta de discusiones! –ordenó Sara- Hoy es un día
sagrado, y debemos respetarlo. Carlitos es muy chico
todavía, y no sabe lo que dice.
-¿No sé lo que digo? Mirá, Mamá –contestó el hijo
pródigo, mientras desdoblaba una hoja de papel, con
escudo y sello- Ya mandé la solicitud a Campo de Mayo, y
me aceptaron. Faltan poquito para calarme el uniforme.
Habían discutido muchas veces el tema, pero sin llegar
jamás a semejante extremo. La tensión era mortal, como
presagio de crisis. Los gustos excéntricos del muchacho
habían dejado de ser una amenaza, para convertirse en
un peligro inmediato. Esta vez, las cosas iban en serio. La
madre empezó a llorar, y al padre se le vinieron encima
veinte años. Los hermanos se revolvían, molestos, en sus
sillas. El ambiente de expectativa presagiaba un desenlace
inevitable. Entonces Moisés tomó la palabra, con gesto
grave.
94
-Carlitos, hijo bienvenido del pueblo de David –dijo- tu
madre y yo no podemos dejarte perder como un oscuro
empleado público.
-Militar, papá, no empleado…
-¡Militar, vigilante, bombero! ¿No ves que todo es lo
mismo, pedazo de estúpido? –gritó Fanny, roja de ira.
-Por tu bien, no queremos verte siempre pisoteado por
jefes prepotentes, haciéndole la venia a cualquiera, sin decir
más que “si, señor”, “no, señor”, “a la orden, señor”.
-“¡Subordinación y valor!” –dijo José, burlándose.
-¡Calláte, ruso cambalachero! –le contestó Carlitos, sin
medir el impacto de sus palabras.
-¿Oyeron? –gimió Fanny- ¡Eso es lo último que le faltaba
decir a este sinvergüenza!
-Hijos míos –prosiguió el padre, con gesto preocupadoEsta locura no debe continuar. Mamá y yo vamos a hacer
un esfuerzo, y le daremos a Carlitos cincuenta mil pesos,
para que ponga un negocio.
-¿Cincuenta mil pesos? –dijo Carlitos, asombrado.
A Moisés se le iluminó la cara. El frente de batalla parecía
desplazarse a terreno conocido. Ahora debía emplear a
fondo toda su capacidad negociadora.
-Bueno, te damos sesenta mil.
-Dejáte de macanas, Papá…
-Setenta mil, y nada más.
-No me interesa.
95
-¡Te vas a fundir Moisés! –gritó la madre.
-¡Degenerado! –exclamó Fanny.
-No – dijo Carlitos.
-Setenta y cinco mil.
-¡Basta! –chilló el grandísimo canalla.
-Setenta y ocho mil, y te alquilo el local.
-¡Dejáme en paz!
-Y te pago el empleado, también.
-¡No, no, y no!
-¿Qué querés, entonces? Decímelo vos, a ver si
hacemos negocio.
-Yo quiero ser militar.
Moisés Klapstein se puso de pie, paseándose nervioso
por el comedor, con las manos trenzadas a la espalda.
Imposible batirse en retirada ahora. ¡Debía capitular! Pero
al menos, que fuera en forma honrosa. Miró a Sara, luego
a sus hijos intachables. Finalmente clavó la vista en aquel
hereje, para hablar con voz grave.
-Está bien, hijo mío. Una vocación tan grande, sólo puede
ser la voluntad de Dios –dijo- Tenés mi bendición para
seguirla, pero Mamá y yo queremos ayudarte a hacer las
cosas bien. Yo te doy la plata, si no es mucho. Andate a
Campo de Mayo, y hablá con el jefe. A lo mejor tenemos
suerte, y te venden un tanque usado. Entonces podés
trabajar por tu cuenta, en lo que a vos te gusta.
………
96
Habría muchas otras anécdotas que contar, porque cada
grupo de inmigrantes se integró sin dejar sus signos de
identidad. Y ladrillo tras ladrillo, fueron haciendo el país.
97
GOD SAVE THE QUEEN
99
Gianfranco Tortarolo era un tano empedernido. Para él
no había música más sublime que las óperas de Verdi, ni
manjar comparable a la pasta asciuta. Por eso jamás se
perdió una de esas comilonas anuales que los paisanos
llaman bagna cauda, y atraen gente de varias leguas a la
redonda. Esas que cimentaron la fama de “Labolaggie”,
como él llamaba a su ciudad de adopción. Había llegado
hace treinta años, ganando prestigio en la colectividad,
porque hizo cuanto estuvo a su alcance por destacarse.
Incluso, ante la indiferencia de Roma, escribió al Vaticano
pidiendo un nombramiento como cónsul honorario. “Total,
la única diferencia es que los funcionarios italianos andan
vestidos de traje, y los curas con sotana”, decía. Pero más
allá de estas sutilezas, Gianfranco era un hombre realizado.
Desde el punto de vista económico tenía su buen pasar,
hecho con muchas jornadas de trabajo duro. Casa en el
pueblo, doscientas hectáreas de campo, y una camioneta
bastante linda, que ocupaba el lugar dejado por el noble
caballo, en la vida rural. Bien casado además, porque su
esposa Manolita era una buena mujer. Linda, hacendosa
y ahorrativa, lo cual es mérito muy principal. Pero nada en
esta vida es perfecto, así que ese idilio tenía su talón de
Aquiles. Y el hombre lo vivía como si en el rincón más negro
101
de su alma, se agazapara una bestia peluda. A pesar de
sus virtudes, él le hallaba un defecto imperdonable a la
señora: ¡Manolita era gallega! Y Gianfranco odiaba
maniáticamente a los gallegos. Los apostrofaba, los
ridiculizaba, y no perdía ocasión de mortificarlos en cuanto
se diera la ocasión. Al punto que sus argumentos
impactaron las tertulias del Club Social. No por proferir
diatribas irracionales, entendámoslo, sino porque llegó a
sostener con empeño de intelectual que aquellos laboriosos
peninsulares, sólo eran primates parecidos al hombre.
Como se puede intuir, el tano era un verdadero racista
galleguicida. Característica que lo acompañaba hasta en
sueños. Cierta vez confirmó mis sospechas, con un relato
que no podré olvidar.
Había quedado atrás el largo invierno, y una mañana
luminosa de septiembre, el sol desbordaba color y
primavera sobre la plaza General Joseph M. Paz. Esta
estaba rodeada por los edificios más importanes del centro
urbano, destacándose la silueta imponente de la catedral
anglicana. Un edificio de piedra estilo Tudor, al tope de
cuya torre había un blanco Cristo, cuyos brazos extendidos
exhortaban al amor. Frente a ella, el sobrio cuartel de la
Real Policía Montada, un cuerpo cuyos miembros lucían
vistosos uniformes, deleitando a la ciudadanía con su
habilidad ecuestre, los días de desfile. Pocas yardas más
lejos estaba el City Hall, de paredes cubiertas por
enredaderas al mejor estilo colonial británico, donde tenía
su sede el gobierno municipal. Sobre un costado del parque,
alzaba su estructura imponente el Laboulaye Hilton. Un
hotel internacional, que en sus veinticinco pisos albergaba
quinentas habitaciones, y era una verdadera ciudad dentro
102
de la ciudad. Lo cual no es exagerado, porque ofrecía
todos los servicios que precisa el viajero más exigente.
Muy cerca, rodeada de flores, y sobre una plataforma de
granito, erigíase la estatua ecuestre del gran héroe militar
conocido como “el padre de la patria”. Nos referimos al
General Joseph Saint Martin, artífice de las últimas
campañas militares contra España. Las que, después de
dos invasiones fracasadas, incorporaron definitivamente
estas tierras al Imperio Británico. “La perla de Albión” las
llaman en Londres, con orgullo.
Del parque salía la Avenida Reina Victoria, repleta de
taxis negros y ómnibus rojos, de dos pisos, como en la
madre patria. Su tránsito por la izquierda recordaba nuestra
identidad. Esta importante arteria era columna vertebral
del centro urbano, y hacia ella convergían las principales
vías de acceso. La Avenida Beresford, bordeada de lujosas
residencias, atravesaba los barrios más exclusivos,
llegando hasta el aeropuerto internacional. Otra ruta
importante, la carretera elevada Duke of Wellington, era
nexo de los centros turísticos del Barrio Norte con nuestro
magnífico lago artificial. Una obra imponente de ingeniería,
como ratificando la pujanza del país. En el distrito financiero
se hallaba Independence Avenue, bordeada de árboles que
florecían en noviembre, dando al entorno una fragancia y
un color casi irreales. Entonces empezaba la semana
dedicada a este acontecimiento. Los “cherry blossoms”,
como decimos aquí, que han inspirado tantos poemas de
amor. Un evento para llenar de visitantes la ciudad. El
nombre de esta arteria recordaba nuestra admisión como
miembro soberano del Commonwealth, o Comunidad
Británica de Naciones, terminado el período colonial, en
103
que se sentaron las bases culturales y políticas del país.
Laboulaye City era un centro neurálgico en la red de
autopistas en contínuo crecimiento, que cruzaba el país
formado una red intrincada, acorde con nuestro nivel de
desarrollo. Y dada su situación geográfica de privilegio, con
casi cuatrocientos cincuenta mil habitantes, se había
convertido en un centro neurálgico de la Confederación
Sudamericana. Por sus rutas circulaba una parte
substancial del tráfico entre las sesenta y cuatro provincias.
Los grandes centros técnicos e industriales patagónicos
intercambiaban sus productos con ciudades del Altiplano
y Mattogrosia, confín de la patria, en el caudaloso Amazon
River. La producción de las megaciudades litorales, Buenos
Aires, Montevideo y Happy Port, cruzaba este nudo
carretero rumbo a los puertos de aguas profundas sobre el
Océano Pacífico. Desde allí seguirían hacia Oriente, donde
la pujanza de nuestro comercio había dado lugar a una
gran penetración cultural. Porque, como bien sabemos, la
infraestructura económica define siempre el devenir
sociopolítico de las naciones.
Acorde con su carácter de única superpotencia, es
natural que la Confederación fuera sede permanente de
las Naciones Unidas. Y la influencia del país se hacía sentir
con rasgos dominantes, en todos los rincones del mundo.
Sólo algunas republiquetas, agobiadas por sistemas
despóticos e impopulares, pretendían opacar su gloria.
Vano empeño, pues vistas su enorme riqueza y la potencia
letal de sus ejércitos, el grueso de la comunidad
internacional le reconocía indisputado liderazgo. Lo que
quedó claro en un par de guerras preventivas que se
ganaron sin esfuerzo, para tumbar sistemas peligrosos. Y
104
es preciso reconocerlo. Nuestro enorme poder de treinta
mil ojivas nucleares, más una cohetería balística
espeluznante, garantizaban la “pax sudamericana”. Un
equilibrio para imponer pautas civilizadas de coexistencia,
entre los miembros de la comunidad internacional. Desde
el Artico hasta los hielos australes, América veía en la
Confederación su paladín. Con una sola excepción. Los
diminutos y paupérrimos Estados Unidos del Norte,
conquistados por España en el año 1810, tras corta
independencia.
Los norteamericanos eran una auténtica república
bananera. Un país que siempre fue caótico, y no dejaba
de generar contínuos roces. Producto en primer término
de su economía azotada por crisis impredecibles, y una
decadencia que se acentuaba con el correr del tiempo.
Saqueado, además, por políticos corruptos e incapaces,
que sólo pensaban en llenarse los bolsillos con la plata del
pueblo. A su sombra había florecido una burocracia infame,
capaz de llevar el desaliento a los medios productivos. Y
desde el punto de vista financiero, un deudor inconfiable.
Con un “riesgo país” superior a cinco mil puntos, repetidos
brotes inflacionarios, devaluaciones constantes de su
moneda, y siempre al borde de la cesación de pagos. En
tales circunstancias, no sorprende que fuera un hervidero
de tension social, sacudiéndolo frecuentes revoluciones.
Ello hacía de Estados Unidos campo fértil para la
demagogia irresponsable. Un proyecto de nación llamado
al fracaso, y un vecino incómodo. Más no puede decirse,
si queremos expresar nuestras ideas diplomáticamente,
para evitar problemas. Porque todos los regímenes
decadentes exageran su orgullo nacional. ¡Pero vaya Vd.
105
a intentar ninguna empresa seria de cooperación, con un
vecino así! Al frente del gobierno norteamericano había
un caudillejo con vocación de déspota, llamado Juan
Domingo Piñón. Este se había hecho nombrar presidente
vitalicio, tenía un congreso obsecuente que lo condecoraba
todos los años, y le puso su nombre y el de sus parientes
cercanos a varias ciudades del país. Arengaba al pueblo
con largos discursos sin contenido ideológico alguno, y
pretendía ser autor de una teoría política alternativa, capaz
de liberar el mundo de la opresión. Sin embargo, tras
veinticinco años ininterrumpidos de gobierno, ya no
engañaba a nadie. Sus objetivos eran claros: Llenarse los
bolsillos y conservar el poder, silenciando cualquier crítica.
El resto del continente lo compartían el minúsculo y
pintoresco Brasil, y las naciones hermanas. Aquél era lugar
de descanso para nuestros hombres de negocios, agotados
por el stress. Un país productor de frutas tropicales, que
vivía contento bailando la samba, bajo el amparo de sus
vecinos. Los Dominios del Canadá y del Caribe
completaban el panorama hemisférico. Dos países con
inmenso futuro, que a pesar de la diferencia abismal
existente, seguían el ejemplo de la gran nación del Sur. La
Confederación Sudamericana desbordaba vitalidad y poder,
con trescientos treinta millones de habitantes. El estado
caribeño tenía casi la tercera parte, pero constituía uno de
los polos de atracción en un mundo lleno de emigrantes.
Tanto Canadá, por su clima inhóspito, como los países
subdesarrollados del hemisferio, Estados Unidos y Brasil,
eran desiertos demográficos. Los dos últimos expulsaban
población, dada su enorme pobreza. Es que la gente
106
inteligente, no puede conformarse con un destino de
mediocridad.
Nuestra nación exhibía una historia jalonada por
contínuos éxitos. Primero, la expansión territorial, a costa
de antiguos vecinos, es bien cierto, pero irrefrenable por
su pujanza. Segundo, el crecimiento demográfico
incesante. Y en tercer lugar, un grado de acumulación de
riqueza único en la historia. Lo que brindó a su pueblo
niveles de vida material como jamás se hubieran podido
imaginar. Pero profundicemos en el fenómeno de la
inmigración, piedra angular de nuestra identidad
cosmopolita. Los centros receptores ubicados a lo largo y
ancho del territorio nacional, estaban abarrotados de gente,
porque el país atraía con fuerza irresistible a todos los
pueblos del mundo. Por eso no sorprendió a los analistas
sociales que apareciera una nueva industria. Los gestores
migratorios, que preparaban el camino para quienes
quisieran establecerse en estas tierras. Sin embargo, pocos
riesgos pendían sobre ellos, pues el estado nunca dejaba
a los recién llegados en manos de su suerte. El trabajo era
abundante, y las leyes sociales ofrecían seguridad sin
distinguir nativos de extranjeros.
Ese nivel de desarrollo se reflejaba en las estadísticas.
Existía un promedio de 2,3 automóviles por familia, y la
vivienda era accesible para todos. Quienes contaban con
algún dinero, podían adquirir su casa a bajos precios, con
inmejorables condiciones financieras. A los menos
favorecidos, se les ofrecían departamentos confortables,
cuyo alquiler rara vez superaba el 25% de los ingresos
normales que percibe un trabajador. Los últimos cómputos
señalaban una renta per cápita cercana a los veinticincomil
107
dólares anuales. Dólares sudamericanos, naturalmente,
porque nuestra divisa era el único denominador de valores
que se aceptaba sin discutir. Siendo además moneda de
reserva de todos los bancos centrales, y patrón del
comercio internacional. Sin embargo, en un mundo tan
globalizado como el nuestro, suelen aparecer necesidades
imposibles de planificar. Producto generalmente de las
amenazas que implica algún régimen político descarriado,
o de catástrofes naturales, y estallidos de inquietud social.
Estos requieren desembolsos importantes de ayuda al
exterior. Y como la caridad bien entendida empieza por
casa, tampoco es posible ignorar inversiones domésticas
que repentinanente cobran urgencia. Así aparecen
desequilibrios en las cuentas fiscales, que de no
solucionarse mediante el endeudamiento, terminan
ocasionando presiones inflacionarias. A la fecha de este
informe, ese flagelo había tomado valores insólitos, para
una economía manejada con tanta prudencia …¡Casi tres
por ciento anual! Hacía falta formular un plan económico
para devolver la salud financiera al sistema. Este problema
era objeto de preocupación en los medios políticos.
Afortunadamente, el gabinete para investigaciones
financieras de la Universidad Metodista Chubutense, estaba
ocupándose del tema.
Pero aquella mañana no era el comienzo de un día
cualquiera. Llegaba a Laboulaye City el Alto Comisionado
Británico, embajador residente de la madre patria. Una
figura que antaño ocupó un lugar de privilegio en las
instituciones imperiales, pero hoy sin poder político. Aunque
fuera acreedor al respeto popular, por representar a la
augusta soberana. Una reina bondadosa, que nos sonreía
108
desde muchos retratos, ubicados en los lugares públicos.
Dada la importancia del acto, concurrieron a recibir al ilustre
funcionario las más altas autoridades del gobierno federal.
A su lado departían amablemente los gobernadores de
Córdoba y algunas provincias vecinas: Saint Louis, Saint
John y Santa Fé. Esa mezcla de nombres ingleses y
españoles no sorprendía, visto el respeto con que los
vencedores trataron a los vencidos, permitiendo su religión
y el uso de la lengua vernácula. La pluralidad era típica del
país, y prenda de orgullo ciudadano. Respeto al que es
distinto, como piedra fundamental de nuestra democracia.
El centro de la urbe se había engalanado para recibir al
enviado real. Una visita que homenajeaba a los hombres
del interior, cuyo afán de progreso ha construído esta
hermosa realidad. Y se enmarcaba dentro de la serie de
actos planificados para celebrar un nuevo aniversario del
desembarco británico cerca de Silvertown, la hermosa
capital bonaerense. Las avenidas Reina Victoria,
Independence y Beresford, por donde transitaría el cortejo,
habían sido profusamente decoradas con la enseña patria,
mezclada con la vieja Union Jack, histórico emblema del
Imperio. En ese entorno los corazones se henchían de
entusiasmo, evocando la gesta que nos liberó para siempre
de la barbarie. Ya estaban entre nosotros los primeros
ministros de varios países hermanos. Destacándose por
su importancia las delegaciones enviadas por Australia,
Nueva Zelanda, el Caribe, y algunos miembros africanos
del Commomwealth, que venían con escoltas nativas,
exhibiendo exóticas vestimentas de tipo regional.
Sobre la Ruta Federal No. 7, donde empieza el Parque
Winston Churchill, se había erigido un palco acorde con la
109
cantidad e importancia de los dignatarios presentes.
“Calidad en cantidad”, hubiera dicho el slogan publicitario
de una popular bebida gaseosa, que contribuyó a
universalizar nuestra cultura. Cubierto de flores, y con una
nutrida guardia de honor, para ratificar la solemnidad del
momento. Fuerzas del Helipuerto Táctico 42, ubicado en
la vecina Ruffin City, rendían honores con tres bandas de
gaiteros, que entonaban viejas marchas nacidas con
nuestras glorias militares. El cielo era de un azul profundo,
casi sin nubes. Y enjambres de Superstars, los aviones
más mortíferos y sofisticados que ha producido la mano
del hombre, lo surcaban. Ellos eran orgullo de la industria
cordobesa, a quien debemos nuestra supremacía aérea
mundial. Procedían del portaaviones atómico Falkland, una
nave gigantesca, fondeada a pocas millas de distancia, en
el canal interoceánico. La multitud había ido congregándose
desde temprano, y a esa hora ya formaba una enorme
masa humana. Gente de todas las clases sociales y de
todas las razas que habitan el país. Niños que sacudían
con frenesí nuestra hermosa bandera albiceleste junto a
la enseña de San Jorge. Mientras tanto, los “bobbies” de la
policía urbana, con sus negros cascos típicos, se afanaban
por mantener bajo control el entusiasmo popular. Un
verdadero ambiente de fiesta cívica, que todos celebraban
con alegría y devoción.
Entonces aparecieron varios automóviles, precedidos
por una escolta de motociclistas. Cuando los dignatarios
estaban llegando al estrado, el clarín del VII Regimiento
de Dragones Imperiales tocó “atención”. Los soldados
presentaban armas, para rendir honores. Y después de
dispararse veintiuna salvas de artillería en homenaje a
110
nuestra soberana, la banda militar rompió el silencio con
las notas del “God Save The Queen”, que hemos
escuchado con unción desde la infancia. La gente lo rubricó
con un aplauso estruendoso, y al callar los últimos “¡vivas!”
sonaron los compases electrizantes del himno
sudamericano. Una antigua canción creada por el patriota
Vincent López, durante la guerra contra España. Resulta
difícil expresar sus versos en otro idioma que no sea el
inglés. Sin embargo, las primeras estrofas bien pudieran
traducirse diciendo:
“Oíd mortales el grito sagrado:
¡Libertad, libertad, libertad!”
El pueblo lo coreaba de pié, con entusasmo delirante. Y
esos ecos sonaron en todas nuestras bases, barcos,
aviones y astronaves, llegando hasta el último rincón del
planeta, para proyectarse luego a la inmensidad insondable
del espacio. Porque a millones de kilómetros, también había
labios que pronunciaban sus estrofas.
De pronto el tiempo se detuvo, cual presagio de un
inesperado y horrible desenlace. Una enceguecedora
claridad, como la luz de mil soles, barrió el horizonte,
desintegrando la escena. Siguióle un furioso sacudimiento,
con estrépito ensordecedor. Todo había concluído.
Gianfranco, desde el suelo, increpaba furioso a Manolita,
parada junto a la ventana.
-¡Gallega de mierda! –le decía- ¡Tenías que ser vos, para
despertarme de la siesta justito ahora!
111
LOS TRABAJOS Y LOS DIAS
113
El almacén de ramos generales es una institución
tradicional, en la campaña argentina. Ningún pueblo
reflejado en el mapa carece de él, y si el punto que lo señala
tiene un circulito alrededor, podemos encontrar verdaderas
catedrales de la libre empresa. Ellas venden desde
escarbadientes hasta aviones, con una enorme gama de
servicios intermedios. Los hacendados negocian allí sus
cosechas, desmenuzan la vida del vecindario, y obtienen
buenos créditos. Algo más caros, pero sin la pepelería del
Banco Nación. El largo y tradicional mostrador, aquí no
sirve solamente como frontera entre la oferta y la demanda.
Evoca también los grandes eventos socioeconómicos del
pueblo, con carteles para todo paladar, colocados
estratégicamente. “Gran remate, con almuerzo y doma de
potros”. “4 Grandes Bailes, 4”. Y la historia local deja sus
huellas.
-¿Pa´qué vendrá todos los días don Prudencio, si no
compra nada, che?
-Por las noticias, diría yo…
Como regla, estos emporios son producto de largos años
dedicados al trabajo. No necesariamente honesto, pero
infatigable. Fundados por algún robusto inmigrante, muchos
han adquirido proporciones colosales. Sin embargo, el
115
lenguaje popular les brinda un trato de mordaz irreverencia.
Los dueños, aunque enfundados en lujosos trajes, y hasta
con perla en la corbata, serán inapelablemente “el gallego”,
“el turco”, o “el ruso”. Quedando sus empresas relegadas
al triste rango de “almacén”. Esa dura ley semántica no
perdonó al establecimiento modelo que la firma “Kramer,
López & Cia. S.A.” poseía desde hace años en Villa
Lugones, provincia de Santa Fé. Su complejo comercial,
denominado “La Flor Silvestre del Litoral”, cubría tres mil
doscientos metros cuadrados de salón, distribuídos en dos
plantas. Impactaban su diáfana luminosidad, la suave
música funcional, y el aspecto correctísimo de los
empleados, en sobrio uniforme azul. Al fondo del local,
hallábanse las modernas oficinas. Frente al edificio,
construído en clásico estilo modernoso, estacionaba una
reluciente flota automotriz. Pero a pesar de cuanto dijimos,
que sin duda impacta, la chusma había bautizado a esta
empresa con un nombre atroz. “Tienda Los Matungos”,
nada menos. Todo empezó con un error táctico, por culpa
de don Feliciano Kramer, quien dirigía entonces los
negocios. En aras de telúricas nostalgias, un día hizo pintar
dos vigorosos tobianos en la medianera que da al andén
de la estación.
-Para interesar al paisanaje, y hacer clientela –explicó
más tarde en el Club Social.
-¡Mirá, los matungos! –decían los vecinos, al pasar.
-Vaya al almacén y me compra yerba, m’hijo.
-¿Ande, Táta?
-¡A “Los Matungos”, che.
116
Y el epitafio prendió, como tantas cosas dichas en broma,
que después quedan para toda la eternidad. Nada pudieron
ingentes sumas gastadas en recuperación de imagen, que
al final resultaban contraproducentes. Por ejemplo, cuando
hicieron tapar los tobianos con pintura blanca, y no faltó
algún gracioso que llamara preguntando si hablaba con la
tienda “del matungo pintáu”. El teléfono se erigió en
instrumento del terror. Era suficiente enunciar la razón
social, para que voces anónimas respondieran con un
relincho.Tampoco una excursión colectiva a Luján, realizada
en el ómnibus del irlandés Kavanagh, logró concretar apoyo
del más allá. Se había invitado al personal en pleno, con
sus familias, proveyéndose a cada participante de cuatro
empanadas y una vela. Estas, adquridas con descuento al
fabricante, una firma chaqueña de nombre polaco, llevaban
en letras doradas la inscripción devota y discreta “Virgencita,
ora pro nobis. Casa La Flor Silvestre del Litoral, Villa
Lugones, S.F.” Al encenderse juntas todas las velas,
resultaron un espectáculo, y hasta los frailes venían a mirar,
repartiendo estampitas con cara de contentos. Pero vaya
uno a saber cuál sería la tarifa de esa virgen, porque a
pesar del gasto, no hubo ningún milagro. Incluso es posible
que se haya ofendido, por lo que pasó al regresar al pueblo.
Desde la famosa medianera, un horrible caballo
burdamente garabateado en bleque, contemplaba ahora a
los que se acercaban. Y al pié, alguien escribió con letras
de bruto una adaptación de la célebre frase del General.
“Para un matungo, no hay nada mejor que otro matungo”,
decía. Sea como fuere, dado el fracaso de las gestiones
realizadas ante los concesionarios del santoral, era lógico
que apareciera, como alternativa, la Difunta Correa. Esta
trabaja por su cuenta desde hace muchos años, habiendo
117
logado formar amplia clientela. Los socios visitaron en
secreto su santurio, para no tener que darle después
explicaciones al cura del pueblo. Viajóse de incógnito casi
dos mil kilómetros, pero por una causa u otra, la gestión
también falló. Chismes entre los santos, vaya uno a saber.
Lo cierto es que, fracasado el apoyo celestial, era prudente
buscarlo en esferas más prosaicas. Entonces el socio
gerente, don Atilio López, mandó unos pesos a la
Cooperativa Policial. Al día siguiente, llegaba un cabo
montando la bicicleta reglamentaria, para entregar el recibo,
con sello y firma del comisario.
“Recebí de los matungos mil nacionales, para uso de la
superioridá”, expresaba éste.
El mensaje produjo malestar en la firma, pero quien pelea
con la policía, termina mal. Era preciso recurrir a medios
más sutiles, para que el nombrecito atroz perdiera vigencia.
Por ejemplo, afectando el bolsillo de los agresores. Y harta
de humillaciones, la firma apalabró al abogado más temido
del foro local, para pleitear por difamación a cuantos se
pescara pronunciándolo. Sin embargo, el tiro salió otra vez
por la culata. En efecto, tan legítimas medidas, sólo sirvieron
para descapitalizar a la sociedad con solicitadas en los
periódicos, honorarios, y coimas. Los pleitos duraban años,
y si bien el juez del pueblo fallaba siempre a favor de la
empresa, aquellos se perdían ante el tribunal de alzada.
Hasta allá no llegaba los favores, siendo difícil comprobar
fehacientemente el daño que se invocaba en la demanda.
Eso provocó mucho descrédito, con el disgusto de soportar
las costas ajenas. Lo cual ratifica un principio de la sabiduría
popular. En todo pleito hay solamente una parte que cobra
siempre, el abogado. Estos se enriquecieron, y las finanzas
118
empresarias iban deteriorándose, pues no bien una
sentencia quedaba firme, comenzaban las ejecuciones.
Cuando la liquidez no dió para más, hizo aparición el oficial
de justicia, esgrimiendo mandamientos de embargo. Las
cosas se ponían mal, y debió recurrirse por fin a un
préstamo, que concedió doña Olimpia, viuda de Bonifaci,
la usurera del pueblo. Sus jugosos intereses, descontados
por adelantado, incidieron en que el vínculo se volviera
indisoluble. Y ello produjo entre otros efectos, la adopción
del nombre social que sobrevino a la crisis. “Viuda de
Bonifaci, Kramer & López, S.A.”. Pues la señora entró al
equipo con un hábil equilibrio de poder. Veinte por ciento
del capital, y sesenta por ciento de los votos. ¡Doña Olimpia
no daba puntada sin nudo! Dicha fórmula le aseguraba un
lugar en las reuniones del directorio, pero no uno cualquiera.
Siendo mujer con innata vocación al liderazgo, se adjudicó
sin vacilar, la presidencia.
-¡Ya van a cambiar, las cosas! –dijo entonces.
Y con el correr del tiempo, demostró lo que es ser
intuitivo. Envalentonadas por la impunidad, manos
misteriosas llenaban ahora las paredes vecinas con torpes
alusiones al establecimiento. Y recopilar un listado de las
mismas, sería una tarea agotadora. Así que como
orientación, mencionaremos sólo las más abyectas. “No
son caballos, son burros”, decía uno. “José Rodríguez se
caga en los matungos. Mandar la demanda judicial a
Sarmiento 134, ciudad”, decía otro. Pero los hubo de todo
tipo: “Herrar es humano. Firmado: Los Matungos”. O más
sencillamente: “Rájense del pueblo, matungos de mierda”.
Otras leyendas hicieron referencia a los socios de la firma
y sus respectivas mamás. Una verdadera orgía de
119
improperios. La nueva presidenta contrató entonces dos
pandillas de negrazos, para hacer justicia. Y contando ahora
con los medios, deliberóse sobre el procedimiento idóneo.
Arreglar la cosa a tortas, era sencillo y tentador. Pero
hubiera espantado al respetable público. Entonces optóse
por una salida tecnológica. Armarlos con pintura y brocha.
Mas no nos alarmemos. Mercadería vieja e invendible, que
no se podía mandar al fabricante en concepto de
devolución. Pero perfecta para deducirla contablemente,
como quebranto impositivo. Los virtuosos del pincel
recorrían solícitos el pueblo, tapando leyendas. Como se
hace después de la elecciones. Sólo que en vez de pintura
negra, ésta era de un color azul violáceo, con destellos
tornasolados. Algo tan horrendo, que los inspectores
fiscales aceptaron la enorme deducción sin protestar.
Gastáronse kilolitros del producto, hecho que fue muy
comentado en la zona, inspirando titulares jocosos de la
prensa nacional. Poco después, Villa Lugones empezaba
a ser conocida en la jerga ferroviaria, como “Estación Las
Violetas”.
-¡Yo tenía que ver ésto, antes de morirme! –decían los
viejos.
Pero frente al carácter que tomaban los acontecimientos,
el directorio de la firma empezó a preguntarse si no estaría
defendiendo una causa perdida. Aquel nombrecito horrendo
ya era parte de la tradición folklórica local. Y alguien dijo
que pretender cambiar los hábitos genuinamente populares
resultaba tan inútil como las jaculatorias del rey Canuto,
para que retrocediera el océano. En el mejor de los casos,
una resistencia numantina podía conducir al desgaste
recíproco, pero jamás a la victoria. Entonces, dotada del
120
sentido práctico que la caracterizaba en todos los negocios,
doña Olimpia hizo oír su veredicto:
-Si no puedes destruir a tu enemigo, hazte su amigo…
¡Vivan “Los Matungos”!
La concreción práctica de ese planteo fue anotar el mote
de marras como marca registrada del establecimiento. Y,
ante la incredulidad general, eso cambió nuestra historia.
Poco después aparecieron en el pueblo unos ingleses
apellidados Billinghurst, que querían fabricar dulce de leche.
Estaban impresionados por el interés con que la prensa
nacional cubrió durante meses los líos de Villa Lugones.
-Propaganda gratis –comentarían más tarde- Y una
marca estelar.
Dulce de leche “Los Matungos”, para salir al mercado
con media cancha de ventaja. Y aquí haremos una
disgresión cultural. “Handicap”, decían ellos, pero lo
pronunciaban “jandicáp”, como todos los ingleses que
llevan años en el país.
Hubo muchas reuniones, que empezaban con caras
serias, para concluir distendidas, al llegar el vino y las
empanadas. Por fin ambas partes lograron un acuerdo, y
el trato se cerró, vendiéndose la marca por una cifra
generosa en ceros. Al día siguiente el almacén de ramos
generales amaneció embanderado, como para las fechas
patrias. Y así se confirma una vez más el viejo dicho.
«Quien ríe último, ríe mejor»
En el interior del país la ocurrencia de incidentes como
los relatados, es inevitable. Pero entendámonos. No por
malicia, que también la hay, sino por aburrimiento. Uno
121
está atento a la vida ajena, como única fuente de estímulo.
Y modelada por el chismorreo, la crónica diaria da sabor al
mate amargo. Pero la observación del prójimo es tan impía,
que siempre surge un “punto” para “cargar”. Algunas veces
las bromas se vuelven pesadas, y entonces es mejor saber
aguantárselas, hasta que pierdan virulencia. Si uno se
enoja, es como arrojar nafta al fuego. Pero más allá de
chismes, sinsabores y trifulcas, las preocupaciones del
paisano son de índole meteorológica. La gente de Villa
Lugones se desvelaba alternativamente con el calor y con
el frío, con la lluvia y la sequía. Cada tanto, una nevada, y
¡Dios nos guarde de las inundaciones! Fuera de esas
calamidades, aquel pueblo andaba bien, y los saldos
bancarios de su gente engordaban, en un interminable
gambeteo con Impositiva. Progreso que no era casual,
debiéndose sobre todo a que Dios es argentino, como
decían nuestros mayores. El país flota a pesar de sus
gobiernos, o sea desgobierne quien desgobierne. Que los
piruchos, que los radichas, que la conserva, que el querido
PDP. ¡Siempre idéntico perro, aunque le cambien de collar!
Y tanta felicidad se interrumpía solamente cuando algun
personaje conocido, batiendo viajes comerciales a Buenos
Aires, encallaba en zonas dominadas por los gonococos.
-¡Uno nunca sabe dónde se mete, hijos míos! –
sermoneaba don Lisandro, curra párroco de la villa.
El Dr. Mauricio Goldstein, más pragmático, en vez de
diez padrenuestros y veinte avemarías, recetaba un frasco
de penicilina. Así el penitente quedaba cero kilómetros, y
¡hasta el otro carnaval! Tal era el bucólico devenir de los
trabajos y los días.
122
-¡Hogar, dulce hogar! –suspiraban los vecinos.
Pero volvamos al tema central de nuestra historia. El
almacén de Villa Lugones era una carambola doble, porque
no sólo arrojaba sabrosos dividendos, sino que tenía
bastante clientela para garantizar siempre alguna diversión.
Cierta vez apareció un payuca de campera azul, pañuelo
rojo con nudo galleta, camisa blanca, bombachas negras,
rastra dominguera, y zapatillas verdes. Además lucía un
chambergo gris oscuro, con barbijo de yacaré. El hombre
era corpulento, medio rubión, de ojos pequeños y cejas
unidas en línea recta, abajo de tres grandes arrugas
horizontales. Movíase dando pasos largos, y los
acompañaba con un contorneo pachorriento. Diez puntos
en su elegancia chacarera, pero ésta claudicaba llegando
a los pies. Consciente, sin duda, de esa falla, se echó hacia
atrás el sombrero, y haciendo visera con la mano derecha,
escudriñó el salón. Como si fuera Pancho Ramirez, antes
de ordenar una carga de su caballería gaucha. Y al localizar
el sector “Fertilizantes, aperos y zapatería”, se acercó. Don
Atilio, que simulaba entretanto inspeccionar un zócalo, para
mirarle las piernas a la cajera, vio al cliente avanzar con
aire de venta hecha. Ella estaba buenísima, pero el llamado
del deber pudo más que la esperanza. E incorporándose,
dijo amablemente:
-Buenas tardes, señor. ¿En qué puedo servirlo?
-Güenas, don. Ando buscando un par de zapatos
charolados. ¡Se casa mi compadre, y hay que estar a la
moda, como quien dice! Fíjese si hay del talle 44.
Vista la indumentaria del paisano, aquella mescolanza
iba a ser un incendio. Pero negocios son negocios, y el
123
cliente siempre tiene razón. El buen gallego trajo una
escalera, apretando la boca para no reírse, subió dos
escalones, y se puso a revolver envoltorios, en busca de
algo que pudiera encajarle a ese infeliz. Al ratito encontró
un par de zapatos negros, que si bien no eran charolados,
tenían un brillo sensacional. El hombre examinó la
mercadería, sin disimular su interés. ¡Le gustaban, los
zapatos! Así que tras mirarlos un ratito más, pidió la cuenta.
Después hizo efectiva la cifra exorbitante exigida por López,
como precio de su entusiasmo. Y ya estaba por marcharse,
cuando preguntó:
-Y dígame, don, ¿di ánde saco los cordones?
-¡Por ese detalle no debe preocuparse, joven! –respondió
López- Nuestro calzado es la última moda, y está hecho
con tanto esmero, que trae todos los accesorios. Vd. se
pone los zapatos como yo se los entrego, y disfruta de su
compra.
El payuca dio las gracias y se fue contento, con el
paquete abajo del brazo. Silbando una melodía popular.
Don Atilio se quedó mirándolo, con su sonrisa burlona aún
dibujada en el rostro. Pero cavilaba, buscando excusas
por si regresara quejándose. Para lo que existían razones
de sobra, porque los zapatos no eran de charol, sino una
confección barata en cartón plastificado. Un asunto
potencialmente engorroso, pero ventas como ésta no se
hacen todos los días. Y por fin, halló la solución. Había
que lavarse las manos, tipo Poncio Pilatos. Lo más oportuno
sería declarar culpable al fabricante, que estaba a
centenares de kilómetros. En esa confusa lejanía que la
mayor parte sólo conoce por referencias, y denomina “la
124
capital”. Sea como fuere, no habían transcurrido veinticuatro
horas, cuando regresó el cliente, con expresión seria. Y
plantado con las piernas abiertas, escudriñaba el salón de
ventas, la mano derecha sirviendo de visera, en su gesto
típico. Cuando vió a López avanzó como un relámpago,
para increparlo.
-Güenas, don, me va’ perdonar, pero estos zapatos no
eran lo que yo buscaba.
-No comprendo... – respondió el comerciante,
preparándose para rechazar la embestida.
-No sirven, señor. Mi han tráido tanto embrollo, que a la
final del casorio, terminé en patas.
-¡Cuánto lo lamento! Pero no creí que el problema llegara
a ese extremo. Puede haber ocurrido una confusión de
rótulos.
-¡Qué rótula ni niño muerto, patrón! Cuando yo vi los
zapatos atados en yunta, le pregunté de los cordones.
Entonce usté dijo que me los pusiera como estaban. M’e
pasau la noche entera con las patas juntas, sin poder
entreverarme en el bailongo. ¡Ni un pasito pa’ remedio, vea!
La moda será la moda, don López, pero a ver si me hace
arreglar estos tamangos. Yo los quería e’ tranco largo, y
Vd. me los vendió e’ tranco corto, pues.
Otra vez, para ser precisos cierto viernes por la tarde,
entró al negocio por el portón de “Materiales” un tipo que
iba dándose tumbos contra los escaparates. Tenía los ojos
desorbitados, nariz torcida, la lengua cayéndole de costado,
y orejas enormes. Su cortísimo pelo rojizo parecía salir de
una cabeza apolillada, formando matas. Los brazos del
125
sujeto eran morrudos y largos, pero sus piernas, cortísimas.
Como si fuera una mascarita vestida de chimpancé. Pero
tan insólito, que todos se quedaron mirándolo. Hasta que
detuvo su marcha, apoyándose contra la esquina del
mostrador. Allí empezó el show. Un vendedor, ejercitando
su mejor técnica de aproximación, saludó cortésmente.
-Buenas tardes, joven. ¿En qué puedo servirlo?
-Duenaz. Do dezezito compdar una caja de
shjbolzkámogz azí y azí.
-Una caja de qué, señor?
-De shjbolzkámogz azí y azí.
-Me va a perdonar, pero no comprendo. ¿Quiere
repetirme, por favor?
-Zi, zi. Dezezito compdar una caja de shjbolzkámogz
azí y azí. Y pog favogd, apúgdeze que ze me va el ógdibuz.
El vendedor se puso nervioso, porque no entendía una
palabra de semejante discurso. Y por lo visto, era inútil
hacérselo repetir. Entonces optó por llamar en su ayuda al
compañero de sector, explicándole la extraña situación.
Cualquier venta es importante, y hay que defenderla como
un tigre cuida a su presa. Eran mangos de comisión, y
quién sabe si lo que el tipo buscaba, pudiera resultar merca
con porcentaje estímulo. El otro pescó al vuelo la situación,
y exhibiendo una sonrisa tipo Hollywood, hizo frente al
desafío.
126
-Buenas tardes, señor. Mi colega se ha sentido
indispuesto, retirándose a su domicilio. ¿En qué puedo serle
útil?
-Dezezito compdar una caja bien gdandota de
shjbolzkámogz azí y azí.
-¿Una caja de qué, señor?
-De shjbolzkámogz azí y azí.
El dependiente no tenía coraje para hacérselo repetir
otra vez, y estaba tan tentado de risa, que después de
inventar cualquier excusa, se refugió también en la
trastienda.
-¿Le entendiste, Pepe? ¿Qué quería el loco ése?
-¡Qué le voy a entender, flaco! Habla en jeroglífico. Mejor
llamamos a don Atilio, y que él se arregle.
Informado de los acontecimientos, segundos más tarde
aparecía el jerarca. Con alguna intriga, es bien cierto, pero
mucho más interesado por la venta que en descubrir la
verdad.
-Buenas tardes, señor. Bienvenido a nuestra casa –dijo,
con ceremonia- El joven que lo atendía acaba de recibir
una llamada telefónica de Grecia, y debió ausentarse. Pero
yo estoy a sus gratas órdenes. ¿Qué buscaba?
-¿Tiede una caja bien gdandota de shjbolzkámogz azí y
azí?
-Aquí tenemos todo lo que Vd. pueda necesitar para
uso doméstico y profesional, caballero. Este es el negocio
mejor surtido de la provincia. ¿Cómo dijo que se llamaba
el producto?
127
-Shjbolzkámogz azí y azí.
-Aguarde un minuto.
El cliente empezaba a mostrar signos de ansiedad,
mirando con insistencia el reloj pulsera. Esa era una
situación límite para cualquier comerciante. ¡No entender
lo que pedía un comprador, al que los pesos se le estaban
saliendo del bolsillo! Era preciso encontrar una escapatoria,
antes de que el hombre se hartara, renunciando a su
compra. Y de la facha uno nunca debe fiarse. ¡Vaya a saber
quién era ese mamarracho, y cuánto dinero implicaba la
operación! Pero el tiempo iba agotándose, y el hombre
observaba con visible ansiedad un ómnibus estacionado
en la vereda de enfrente. Faltaban pocos minutos para la
partida, y López hallábase absorto con su dilema, cuando
el portón de “Materiales” se abrió nuevamente. Una figura
con piernas cortas, brazos larguísimos, ojos saltones y pelo
apolillado, entró a los tumbos. Era Mamerto, el hijo
infradotado de don Feliciano Kramer. Miraba con una
sonrisa boba para todos lados, y cuando, por fin, vió al
cliente, empezó a gritar, excitadísimo:
-¡Bolocholo, Bolocholo! ¿Qué hazé acá, Bolocholo?
Después se acercó, palmeándolo afectuosamente. Y
tomados de las manos, ambos botarates saltaban en
círculo. La gente contemplaba boquiabierta el show.
-¿Y a qué vdinizte acá, Bolocholo? ¡Dezime a qué
vdinizte acá, Bolocholo!
128
-¿Zabé a qué?
-No… ¡Dezime, dezime, Bolocholo!
-¡Te digo! ¡A compdarme una caja bien gdandota de
shjbolzkámogz azí y azí!
-¡Oia que zuedte que tené, Bolocholo! ¿Lo puedo vegd
un cachito, Bolocholo?
-Do, podque ezo idiota do me lo vende, y ze va l’ odibuz.
-Tdanquilo, Bolocholo, yo te la budzco –dijo Mamerto,
guiñando un ojo.
Salió a los tumbos, y después de dejar dos mostradores
tambaleándose, se abalanzó sobre la estantería, para
revolverla. Durante el trámite, arrojaba cosas en todas
direcciones, y don Atilio estuvo a punto de contenerlo. Pero
una idea arriesgada cruzó su mente. ¡A lo mejor ese
chiflado podía dar con la tecla! Dicho y hecho. El muchacho
tomó un bulto, lo introdujo en una bolsa, le cobró un platal
al cliente, y puso el dinero en la caja registradora. Bolocholo
saludaba, agradecido y feliz, desde la ventanilla del
ómnibus, cuando un vendedor se le acercó a Mamerto.
-Decime, che, ¿Qué quería comprar el loco ése?
-Midá que zo zonzo, ¿eh? –dijo con rabia, el muchachoQuedía zogdamente una caja bien gdanota de
shjbolzkámogz azí y azí. ¡Yo ze la vendí, y él ze fué do máz
contento!
Y con una sonrisa sobradora, agregó:
129
-¿Entedizte, boludo?
Así pasaban los días, y las cosas iban tan bien, que un
año se hizo necesario depurar existencias, vendiendo los
saldos y retazos acumulados a través del tiempo. No se
trataba de porquerías, sino ropa pasada de moda, máquinas
que iban quedando obsoletas por el desarrollo tecnológico,
y restos menores de partidas varias. Cosas que ocupaban
espacio, y constituían una inversión muerta, sujeta a
permanete deterioro. Lo mejor era sacárselas de encima,
ofreciéndolas con descuento. Algo insólito, porque en el
interior del país, los precios no bajan nunca. Así que al
propalarse el rumor, la comunidad mercantil se sintió
alarmada. ¡Una liquidación en Villa Lugones! De cundir el
mal ejemplo, ésto tomaría un cariz peligroso. Aquel evento
sería el primero, muchos kilómetros a la redonda, pero su
capacidad de crear una reacción en cadena era obvia. Al
trascender la noticia, hubo toda clase de opinones, pero
en general comentóse que Kramer y López habían
enloquecido. Hasta contagiar a doña Olimpia, persona cuya
trayectoria la hacía insospechable de preconizar rebaja
alguna. Pero el local no daba abasto, y la decisión, por
desestabilizadora que fuera, era inapelable. Se colocaron
dos grandes carteles frente al edificio, mandándose imprimir
folletos, para colgar en los lugares importantes del pueblo.
La radio local también anunciaría el magno evento.
Alquilóse incluso un avión, para que escribiera con humo
las buenas nuevas, mientras el camioncito altoparlante del
Beto Zufriategui recorría la villa atronado los aires.
Semejante despliegue de medios creó enorme expectativa,
que aumentaba al acercarse el 15 de febrero.
130
-Día destinado a marcar rumbos en el desarrollo
comercial de Villa Lugones y zona aledaña, como un lucero
brillando en el cielo de las pampas… -poetizó el locutor
radial.
Pero volvamos la atención a otros actores de este drama.
El oficial subayudante Gambetta estaba haciendo carrera
en las fuerzas provinciales del orden, que si bien jamás se
plantearon ser número uno en el mundo, pretendían al
menos equiparar sueldos con la Federal. Comenzó como
agente raso, al terminar su año bajo bandera. Porque no
tenía oficio, y con sólo segundo grado, las opciones eran
bien pocas. Policía o malandra, eligiendo lo primero porque
había nacido para botón. Miraba con fanatismo las series
detectivescas que dan por la tele, e imitando a sus héroes,
pronto se destacó en el servicio. Entrenábase con
constancia frente al espejo del ropero, hasta que aprendió
a sacar, rapidísimo, revólver y garrote, con gesto feroz.
Practicaba también el arte de hablar a los gritos,
descargando tremendos mamporros contra el colchón. Esto
le permitía lucirse más tarde, al interrogar sospechosos. Y
tanto impresionó a la superioridad con sus aptitudes, que
un día el comisario le puso jinetas de cabo. Poco después,
llegarían las de sargento. Entonces decidió postularse para
la carrera de oficial, concurriendo a un curso de tres meses
que se dictaba en el Departamento. Así pudo conocer la
gran ciudad. Y aprendió técnicas organizativas, principios
jurídicos, picana eléctrica, y otros tecnicismos,
enriqueciendo formidablemente su léxico. Ya no era todo
pan, vino, huija y mandinga, como en sus tiempos de peón,
o más tarde integrando los tercios de la comisaría. “En la
131
localidad de Tal, y a tantos días del mes cual…”, decían
los ejercicios prácticos como sumariante. “Pase al señor
juez en lo penal de turno”. “Vista al señor comisario
instructor y traslado a Fiscalía, a sus efectos, si hubiere
lugar”. “Saludo a Vd. con mi consideración más distinguida”.
“Sigue al dorso…”
-¿Al dorso? ¿Quéj’ eso ’el dorso, mi principal?
-Es una forma de referirse al reverso de algo, aspirante.
Sigue al dorso” quiere decir “sigue del otro lado”. El dorso
es la parte de atrás.
Pero estábamos hablando de la gran liquidación que
tendría lugar en Villa Lugones, y el 15 de febrero iba a
hacer calor. Ya lo había adelantado el pronóstico
meteorológico. Por eso la gente madrugó, para llegar antes
de que que los rayos solares cayeran a plomo. Pero esa
no fue la única causa de tanta ansiedad. El bombardeo
publicitario había sido intenso, convirtiéndose dicho
acontecimiento en una obsesión colectiva. Nadie iba a
perdérselo, al punto que algunos lugonenses radicados en
Rosario y Buenos Aires volvieron al pueblo, urgidos por el
afán de protagonizar la historia. ¡Una liquidación en Villa
Lugones! ¡Quién sabe si semejante cosa se volvería a
repetir en el transcurso de una vida! Como ver pasar el
cometa Halley, guardando las distancias.
-¡Apúrese m´hijo, que no va’ quedar nada!
-Estoy preparando el acoplado pa’ traer las compras,
papá.
132
Desde muy temprano empezaron a llegar clientes,
formándose las primeras colas. Casi todos llevaban sillas,
termos, mate, facturas y la radio, por si era preciso esperar
mucho. A las seis de la mañana había como cincuenta
personas. Dos horas más tarde, el gentío era infernal. La
paisanada venía en distintos medios de transporte, desde
los cuatro extremos del pueblo y zonas aledañas.
Automóviles, camioncitos, motos, bicicletas, sulkis y
caballos, ocupaban cuanto espacio era apto para
estacionar, muchas cuadras a la redonda. En eso llegó
don Atilio para abrir el negocio, porque las llaves no se las
daba a nadie, y fue un placer ver al personal, esperándolo.
Diez fijos y veinte temporarios, tomados para la liquidación.
Pero contemplar la multitud, lo dejó paralizado de espanto.
Una rugiente marea humana, que con movimientos
convulsivos, avanzaba y retrocedía sin control. Franquearle
la entrada hubiera sido suicida, porque en cinco minutos el
local quedaría arrasado. No tanto como consecuencia de
las ventas, que son siempre bienvenidas, sino por causas
afines. Destrozos para agarrar la merca primero, peleas
entre clientes, más las raterías habituales, multiplicadas
por diez mil. Y como resultado de tantas dudas, optó por
capitalizar sus múltiples contribuciones a la Cooperadora
Policial, canastas de Navidad, adquisición de rifas, y
cuentas incobrables del comisario, que a esa hora estaba
en su casa. Entonces, resolver el problema era bien simple.
Una llamadita telefónica bastaría para que la fuerza pública
asegurara el orden.
-¡Quédese tranquilo, che! –dijo el jerarca.
133
Dos horas y media más tarde, cuando el público bramaba
de furia y los vendedores de refrescos hacían su abril,
apareció un camión facilitado por La Fraternidad Lechera
Satafecina, Sociedad Cooperativa Limitada. Al abrirse, su
portalón trasero dió paso a una fuerza armada como el
pueblo sólo había visto los días de desfile. La comandaba
el bravo subayudante Gambetta, integrándola además un
sargento de apellido Cordero, dos cabos medio rubiones
que debían ser hijos de rusos, y cuatro agentes. El primero
sable en mano, como los próceres, que para eso tenía
rango de oficial. Y los demás empuñando armas largas.
Viejos fusiles tipo Mauser, modelo 1914, rezago militar de
cuando se disolvió la caballería. Buenísimos para tirar al
blanco, sea dicho, pero inútiles en las circunstancias. Salvo
su valor intimidatorio, porque tenían un aspecto bélico
estremecedor. Desplegada la fuerza pública, su primer
cometido fue pedir documentos a los vendedores
ambulantes. No por sospechas concretas, sino para mostrar
quién es quién. Luego despejaron la vereda a palo limpio,
tendiéndose sendos cordones de seguridad para proteger
las puertas. El negocio facilitó soga, y ésta fue atada a los
árboles que bordean la acera, lo cual era pan comido,
porque en la vida civil dos agentes habían sido
alambradores. Enérgico, Gambetta se plantó entonces
frente al portón principal, mientras daba órdenes roncas a
grito vivo.
-Los que vengan a comprar, muestren la cédula, y van
entrando de a uno. ¡Los malandras, más mejor regresan a
su domicilio legal, porque hay fuerte vigilancia de la autoridá
competente!
134
-¿Y los curiosos, oficial? -preguntó una viejita.
-¡Ya les va’ llegar el turno! -dijo secamente el funcionario,
mientras adivinaba una oportunidad para lucir su vasto
léxico.
Y luego de cavilar un instante, agregó:
-Esos, que se pongan al lao de la soga, y cuando yo dé
la voz di áhura, van pasando al dorso…
Los hechos anecdóticos ocurridos en ese negocio fueron
muchos, y sería imposible relatarlos todos. Como ejemplo,
basta un botón.
135
LUCES DE LA CIUDAD
137
En mi tierra los paisanos son gente ruda, de tanto andar
por las pampas ejerciendo su noble oficio. Jinetes solitarios
sin más amigo que un buen caballo. El pingo criollo,
compañero inseparable en los largos arreos, y capaz de
dejar los bofes por arrimar cien pesos al rancho, cuando
hay cuadreras. Un estilo de vida tanto bajo el sol de enero
que chamusca la tierra, como cuando de tanta lluvia, hasta
los patos buscan refugio abajo de algún ombú. Y en esa
aventura cotidiana, las noches de invierno son lo más duro,
si es preciso dormir a campo. Con la cabeza en el recado
y un poncho por cobertor. Solos con el mate amargo, los
recuerdos y unas brasas para calentar el cuerpo. Al rasguido
de guitarras tristes, que desafían el silencio de la llanura
sin fin. Hombres curtidos por el trabajo y las inclemencias
de la naturaleza indómita. Perseguidos por el Zonda, el
Pampero, el hielo, y hasta las quejas de algún alma en
pena, tan comunes en el camino. O por luces malas, que
son siempre de temer. Trabajando de sol a sol, bajo la
mirada siniestra de las aves de rapiña, en espera de alguna
muerte, para llenarse la panza. Una vaca o un cristiano, lo
mismo dá. Aguiluchos, chimangos y lechuzas, cuando la
mano no viene bruta y aparece un cóndor muerto de
hambre, olfateando el asado.
139
“Las penas y las vaquitas,
se van por la misma senda…”
-iba diciendo el cantor“Las penas son de nosotros,
¡Las vaquitas son ajenas!”
-Triste vida, la del arriero, ahora que hay tantas
comodidades en el pueblo. –sentenció don Fulgencio
Vieytes, con los ojos entrecerrados y su cara arrugada
semblanteando el horizonte.
El perro lo miró, como si entendiera. Y su ahijado Roque
hizo una mueca, porque de tan tímido que era, nunca sabía
qué contestar.
-Hágame caso, m’hijito –siguió diciendo el viejo- Cuando
junte unos patacones, se me va pa’ la capital.
-Todos dicen lo mismo, padrino.
-Es una esperanza, en la miseria del campo, chei.
-¿Y cómo es la gente allá?
-Hay de todo, aunque cuando hablan, se les entiende
bien poco.
-Difícil la cosa, ¿no?
-Tenés que escuchar bien, pero en caso de duda, más
vale quedarse callado, pa’ no meter las de andar.
-¿Y si lo apuran a uno?
-Entonces hay que ser prudente pa’ no pasar de boludo,
m’hijo. Te ponés la mano en la boca, y decís que estás con
dolor de muelas. Así no joden más.
140
La idea de conocer Buenos Aires sonaba bien, pero
ahorrar era una utopía para un triste peón de campo.
Viviendo en la pobreza más franciscana, donde sólo tienen
guita los patrones y algún político acomodado. Así que sin
otra posibilidad de capitalizarse, Roque decidió hacer dieta,
para ir juntando de a moneditas. En vez de mate tomaba
agua caliente, con objeto de ahorrar la yerba, y su almuerzo
era guiso hecho con la soja que el encargado compraba
para engordar los chanchos. O algún pan de salud
convidado en la fonda, mientras miraba los partidos de
truco. Conociendo estos detalles, se comprende que el
pobre se sintiera medio débil. A la noche el cuero ya no le
daba para fantasear con la hija del carnicero despatarrada
en el catre. Ahora soñaba invariablemente con un suculento
almuerzo. Asado, empanadas y dulce de zapallo, hasta
llenarse la panza. Estaba pagando un precio alto para llevar
a cabo su plan, es bien cierto, pero éste parecía cada vez
más imperioso. Así juntó veinticino nacionales, y al
contarlos, se le iluminaba el corazón. Con tal berretín en el
coco, un buen día se acercó a la parada del ómnibus, para
ver si encontraba algún conocido que pudiera dar
referencias.
-¡Güenas y santas, don Cecilio! ¿Otra vez por acá?
-Uno no se olvida del pago, m’hijo. Vine a pasar el fin de
semana con los viejos.
-Pronto me voy yo también, a tentar suerte. Ya he juntáo
un capital.
-Mirá que en la ciudad, vivir es caro. Con menos de
doscientos pesos no te aconsejo viajar.
141
A Roque esas palabras le cayeron como un balde de
agua fría en pleno mes de julio. Si por el camino del ahorro
no iba a ninguna parte, era preciso cambiar de sistema.
Pedir limosna, de poco hubiera servido con una malaria
tan generalizada. Solicitar un préstamo era pasar por
sinvergüenza, porque todos sabían que no lo iba a devolver
nunca. Robar, menos, que uno es pobre, pero honrado.
Sólo quedaba el juego. Se fue a timbear con los que vienen
de la cosecha gruesa, pero las apuestas eran tan altas
que ni para decir “veo”, le daba el capital. Entonces participó
en un partido de taba, y perdió tres pesos. Cuadreras, no
había hasta el 25 de mayo, y sólo quedaban los partidos
de bochas, que cuando son por plata es cosa delicada,
por la vigilancia policial. Roque se rascaba la cabeza, con
tanta preocupación, hasta que de aburrido nomás entró al
kiosko, para entretenerse un poco, mirando revistas de cine.
Pero ese paso fue decisivo en su vida, porque allí estaba
el billete famoso.
-¿Lo lleva? Preguntó el dueño.
-Este… -dijo el muchacho, como siempre, sin saber qué
contestar.
Pero algo hizo que pusiera la mano en el bolsillo.
-¿Tiene cambio de cinco nacionales, don?
Pasaron diez días, y ya estaba empezando a olvidarse
de aquel domingo, con tanto trabajo para acomodar fardos
de alfalfa en el galpón. Por suerte tenía una radio portáltil
que le prestó el capataz.
-Así sabés la hora, pa’ venir a limpiar el molino, cuando
den las tres.
142
Tocaron muchos tangos, y cuando se cansó de oír
música, Roque giró el dial para ver si había alguna novela.
Entonces ocurrió lo insólito.
-¡Cuarenta y cinco mil trescientos doce! –cantó una voz.
-¡Seis mil pesos! –hizo coro el que anunciaba los
premios.
-¡La perinola! –pensó Roque, porque recordaba el
número del billete de lotería que había comprado en el
quiosco. Y en vez de seguir sus tareas, se subió al tobiano,
rumbeando para el café, a fin de conversar con don Ciriaco.
Quien habiendo sido cura en la juventud, sabía dar siempre
un buen consejo.
-¡Tuvo suerte, m’hijo! –comentó el hombre, cuando
escuchó la historia.
Y como entendía de números, agregó:
- Le tocan ochocientos bataraces. Una fortuna, che…
El pibe a pesar de ser medio despistado, amaba la
aventura. Por cuya causa no volvió más a la estancia, y
apenas tuvo en sus manos la plata del premio, se fue a
comprar ropa fina. Poco después subía a un micro cuyo
cartel era toda una promesa: “BUENOS AIRES”.
-¡No te olvidés del pago! –dijo una voz.
Y él sacudió la cabeza, con los ojos enturbiados por una
lágrima. ¡Ni que hubiera tenido la bola de cristal, guardada
en el rancho! El viaje duró muchas horas, sin poder dormir
por tanta preocupación. ¿Sería cierto que en la capital se
encuentra plata tirada por la calle? ¿Y las hembras serán
tan lindas, como dicen los que anduvieron por allá? Capaz
143
que en una semana o dos olvidaba para siempre a la hija
del carnicero. Esa ingrata, la Romualda, que sólo quería
codearse con mayordomos de estancia. Pero además de
los pensamientos para quitar el sueño, ese viaje trajo otras
novedades. Cada tanto subían vendedores ambulantes,
ofreciendo sus productos a viva voz.
-Señores pasajeros, tengan ustedes muy buenas tardes.
Esta es una oferta promocional de Calvente y Biccio,
Sociedad Anónima. Tres pañuelos de papel, una caja de
aspirina, un lápiz tinta y el magnífico cortador de uñas
importado Sin Fin, todo por la módica suma de dos pesos
cincuenta, moneda nacional. ¡Aprovechen una oportunidad
que no se repetirá!
Pero eso no era todo. Cuando pasaban por pueblos
grandes, se veía un hembraje tentador. Polleras cortitas,
ropa ajustada como en el campo no vió nunca, y una forma
de moverse que te deja nocáu técnico en el primer round.
¡Otra que la Romualda, che! Daban ganas de gritarles
piropos desde la ventanilla. Lástima que hubiera tanta gente
escuchando.
-¡Bella Vista! –dijo el chófer.
-La verdad, que si… -murmuró Roque, con sonrisa de
entendedor.
Y pronto se encontraron recorriendo autopistas donde
no se puede andar a caballo, más que nada por el tráfico.
Repentinamente, habían llegado.
-Terminal Buenos Aires –dijo una anónima voz femenina
desde el altoparlante- Muchas gracias por haber elegido
144
nuestra empresa para realizar su viaje, y hasta la vuelta.
-Esperá sentada –pensó el muchacho.
¿A quién se le hubiera ocurrido volverse al pago, sin
disfrutar las luces de la ciudad? Conseguir dónde dormir
no parecía difícil. Para éso están los conocidos que llegaron
antes. Y Roque llevaba la dirección de un primo segundo
radicado en Villa “El Barrilete”, de Burzaco. ¡Vea que tienen
imaginación estos porteños, para encontrar nombres! Pero
las apariencias engañan. En el campo todos conocen a
los vecinos, varias leguas a la redonda. Aquí no. O sea
que llegar a destino tenía sus vueltas, porque ésto es muy
grande, y esa villa no la había oído nombrar nadie. Anduvo
toda la tarde de la ceca a la meca, preguntando con la
valija a cuestas, pero nada. La gente parecía apurada, y
era difícil entablar conversación. Por suerte en el viaje hizo
migas con un morocho que tenía sitio en la pieza.
-La casa no es de lujo, pero te alquilo un catre barato dijo el hombre- Así tenés pa’ vivir hasta encontrar laburo.
Después todos se las rebuscan, che.
-Choque los cinco, amigazo.
La vivienda no era gran cosa, pero estaba cerca del
centro. Una entre miles de casillas, levantadas donde hubo
una playa ferroviaria, frente al Riachuelo. El aire no es
fresco, como en los pagos. Aquí tiene olor a cloaca, pero
uno se acostumbra. Techo de zinc, un rincón para cocinar,
y el bulincito. Allá dormía un montón de gente, todos
provincianos, y cada tanto también algún paragua. Lo que
más le sorprendió a Roque era que cuando se oía una
sirena todos se iban, dejándolo solo en casa. Y algunos
145
eran subinquilinos, o sea que compartían el mismo catre
con el titular, durmiendo por turnos. Eso sí, había televisión
y según parece, todos morfaban juntos. Asado con
ensalada de lechuga, cuando había plata. Si no, igual que
en el campo, soja y mortadela, nomás.
-¿Vai forrado? –preguntó el morocho.
-Tengo unos pesos que me saqué en la lotería, para
instalarme acá–dijo Roque.
-Metélos en esta lata, si querés. Así nadie te afana, y
descansás tranquilo.
-Gracias, don.
Después tomaron unos mates, y se fueron a dormir. La
sorpresa fue al día siguiente. El morocho no estaba más, y
la lata con el dinero, tampoco. Cuando les preguntó a los
otros inquilinos, se le rieron en la cara.
-¡Sos un boludo! Con esa guita, el morocho ya debe
andar lejos de acá...
-¿Pero no es el dueño de la casilla?
-¿Te dijo éso? Ya son cinco los giles que cayeron este
mes.
Roque sintió rabia y pánico. ¡Así lo recibía Buenos Aires!
Menos mal que en el bolsillo de atrás del pantalón le
quedaban cincuenta pesos. Con esa plata podía viajar al
centro, comer algo, y encontrar trabajo. Dentro de lo posible
un laburo con cama, para no ver nunca más a estos
desgraciados.
146
-Me voy.
-¡Andá por la sombra, y que no te vendan un buzón,
payuca! ¡Juá, juá, juá!
Palabras duras, pero la vida es adversidad. Roque salió
de la villa, puso rumbo a una calle por donde pasaban los
colectivos, y se tomó el primero, que decía “Plaza de Mayo”.
Para no andar preguntando, porque ese sitio es conocido,
y está en el centro. Pero esta vez no iba a trabar amistad
con nadie, por si acaso. Ahora había que resolver el futuro,
y para ello lo mejor era comprar Clarín, donde salen los
avisos de empleo. Se fué caminando por el bajo hasta que
encontró un quiosco, para meterse por fin en un café, de
los muchos que hay por todas partes. Dos cortados con
sándwich de milanesa le devolvieron la confianza. Entonces
abrió el periódico. Había centenares de anuncios, aunque
algunos estaban escritos con palabras que él no había oído
nunca. “Marketing”, “software”, “full-time”…¿qué sería todo
éso? Por fin apareció algo más sencillo. “Peón de limpieza”,
decía el aviso. Llamó al mozo, pagó la cuenta, y después
de informarse de cómo llegar a esa dirección, salió a la
calle.
“Un tropezón, cualquiera da en la vida”, pensó,
recuperada ya la esperanza.
El consultorio estaba ubicado en una torre sobre la
Avenida del Libertador. Algo que, con justicia, puede
considerarse lo mejor de Buenos Aires. Sonó el timbre, y
la segunda enfermera del Dr. Marcelo Pieres acudió a abrir.
Quien aguardaba era un muchacho con gesto ansioso, y
ella dijo:
147
-Tenga a bien acompañarme, señor.
El la miró con sorpresa, pero con lo linda que estaba, le
dió vergüenza preguntar a dónde iban. Y tras vacilar un
instante, entró al recinto, aunque caminando de costado,
por si acaso. La puerta de acero y cristal cerróse haciendo
“clic”, y a él no le alcanzaban los ojos para admirar tanto
lujo. Ese consultorio reflejaba la personalidad del
odontólogo. Pulcro, moderno, eficaz. Las paredes
rebosaban diplomas profesionales y certificados de
importantes congresos. Uno hallábase en el lugar más
destacado, producto de ciudadosa selección. Tenía un sello
de lacre rojo, y dos cintas con los colores patrios. Grandes
letras negras enunciaban su origen, en caracteres góticos.
“Centro Argentino de Psicología Aplicada”. La enfermera
puso rumbo a una oficina, y Roque se quedó esperando.
Después apareció el galeno. Aparentaba unos cincuenta
años de edad. Alto, corpulento, algo calvo, un poco panzón,
pero con aspecto todavía juvenil. La brillante esfera de su
Rolex y el anillo de oro macizo en una mano cordialmente
extendida, hablaban de prosperidad. Y con ese aplomo
que da el gran mundo, dijo, sonriente:
-Adelante, amigo, pero en silencio, ¿eh? Las
interpretaciones subjetivas solo conducen por caminos
sinuosos sin beneficio colateral.
“¡A la flauta!” pensó el muchacho, impactado por
semejante léxico, y quiso comentarlo.
Pero Pieres lo detuvo, tomándolo de un brazo, con una
seguridad que no admitía réplica.
-¡Ahórrese las reacciones transferenciales! –rugió.
148
-¿Cómo dijo, don?
-¡Que se calle, che!
El asunto que ese pueblero tenía entre manos debía
ser importante, para mostrar tanta vehemencia, pero Roque
no lograba entender su charla. Así que, recordando buenos
consejos, resolvió agarrarse la cara con ambas manos,
como si le dolieran las muelas. Los labios apretados, “pa’
no meter las de andar”.
-¡Ajá! -dijo el galeno.
Y lo empujó hasta la butaca que ocupaba el centro del
salón, metiéndole un puñado de gasa en la boca.
El sillón anatómico era accionado electrónicamente,
desde un tablero con muchos botones. A su lado se elevaba
un haz de tornos supersónicos. Junto a ellos, el equipo
radiológico, ansioso por descubrir intimidades masticatorias
de la clientela. Había reflectores, plantas, luz difusa, y suave
música funcional. Dos elegantes enfermeras, que para ser
franco estaban rebuenas, se esmeraban en la atención de
los equipos técnicos. Un manojo de pinzas, tenazas y
bisturíes, esperaba con calma siniestra. El paciente quiso
incorporarse, pero toda resistencia fue inútil. A una orden,
se cerraron automáticamente cuatro ganchos que lo
inmovilizaban, apretado contra el sillón. Pero además era
preciso hacerlo callar. Esos murmullos ya comenzaban a
ser molestos, y hasta podría descalibrarse algún
instrumento. Primero, una inyección en la carótida. Luego
el potente torniquete abrebocas con palanca trabalengua.
Instalarlo fue difícil, pero para un científico, los obstáculos
son su mayor estímulo. Por fin, todo estaba listo para
empezar la sesión. Pieres revisó cuidadosamente al
149
enfermo, cosa de nada tras veinticinco años de experiencia,
reforzados ahora por una valiosa adquisición. Las
disciplinas psicológicas, herramienta obligada de cualquier
dentista con conciencia de estatus.
-Esos gestos delatan una afección desestabilizadora del
sistema nervioso facial -dictaba don Marcelo en el grabadorLo cual produce, por reflejo, sus expresiones tensas…
-Glub, grunch… -gimió el paciente.
-¡No me interrumpa cuando estoy estudiándolo! –repuso
el profesional, perdiendo por un instante la calma - Es un
caso atípico de macroescurdetis asiática…
Roque abrió tamaños ojos, pero su suerte estaba
echada.
-Detecto además ciertas reacciones provocadas por la
eclosión del super ego, ante un desbloqueo recesivo de
vivencias fetales- decía el doctor.
La anestesia suministrada había sido suficientemente
generosa para dejar a un equino en la lona. Y eso fue, sin
ánimo peyorativo, lo que ocurrió con nuestro enfermo.
Pieres dióse entonces de lleno a su labor. Rugió el torno, y
los rayos “X” arremetieron, superando todo obstáculo. En
el tablero de mando se encendían y apagaban diversas
señales luminosas, unas estáticas, otras titilantes. La
pantalla computerizada daba entretanto instrucciones al
operador. Y ese aparato debía ser buenísimo, porque todos
sus mensajes eran en inglés. “Stop”. “Smile”. “Try again”.
-¡Macroescurdetis asiática en versión atípica! –repetía
ensimismado el odontólogo- ¡Un caso entre cien mil!
150
Y como ningún empeño es para siempre, transcurrido
cierto tiempo, la tarea llegó a su fin. El facultativo y sus
enfermeras se sentían fatigados, con los nobles rostros
cubiertos de transpiración. Este asunto no fue soplar y
hacer botellas, pero Pieres estaba satisfecho. Acababa de
concluir una rara y temeraria intervención quirúrgica, a tratar
seguramente por la prensa médica. Tema propicio también
para los seminarios del Centro de Psicología Aplicada. Lo
que era un compromiso de honor, pues sin la sensibilidad
adquirida en sus aulas, este éxito no habría sido posible.
Tampoco muchos otros que, sin duda, le reservaba el
porvenir.
-Felicitaciones, doctor –dijeron las enfermeras.
-El mérito es también de ustedes, respondió éste, con
aire magnánimo.
Súbitamente aquellos pensamientos se vieron
interrumpidos. El operado comenzaba a reaccionar.
Empezó a moverse lentamente, y miraba sin comprender.
Después de unos instantes, quiso incorporarse. Entonces
el dentista apretó un botón, y la butaca, dócil al comando
electrónico, enderezóse rápidamente. Accionando otra
tecla, desaparecieron las ligaduras en su mecanismo
retráctil. La música funcional tocaba un vals. El muchacho
se llevó las manos a la boca, y el galeno sonrió,
palmeándolo afectuosamente.
-Bien, mi amigo, ¡está curado!
Hubo un silencio profundo, precursor del desenlace.
-A buen entendedor, pocas palabras –prosiguió PieresComo Vd. puede comprobar, la psicología aplicada hace
151
innecesario el diálogo superfluo. Si hoy y mañana la boca
le molesta un poco, tómese una aspirina. Después va a
estar bien.
-Es que yo…
-¡Hable con confianza, hombre! Supongo que estará
atónito con mi eficacia, ¿verdad?
-Es increíble…
-Comprendo –concedió el investigador- Siempre oigo
ese comentario de mis pacientes. Hizo bien en venir a
verme.
-Sin embargo, yo tan mal no me sentía. Vine porque me
mandó su señora.
-¡Angel previsor, mi Adelaida! Siempre preocupada por
el bienestar de sus relaciones…
- La conocí esta mañana, y apenas hemos hablado dos
palabras, doctor.
-¿Cómo diablos, vino a parar aquí, entonces? –rugió el
famoso terapeuta, alarmado ahora por el cobro de sus
honorarios.
El paciente, con renovada timidez y casi queriendo
disculparse, miró al dentista con la cabeza gacha. Sus
palabras brotaban como un murmullo.
-Yo entiendo de vacas y de chanchos, pero de las cosas
que Vd. habla, no pesco ni cinco, don. Además ¿pa’ qué
quiero dentista? Si me duele algo voy de mi tío, el
curandero. Me da unos yuyos, y ya está.
-¿Para qué cuernos vino a mi consultorio, entonces?
152
-Vd. no me dejó explicárselo.
-Ya le he dicho cuál es mi sistema terapéutico. Pocas
palabras y una profunda evaluación, que excluye cualquier
subjetividad. Vd. se agarraba la cara de dolor, para poder
decirme nada en forma coherente
“¡A la flauta!”, volvió a pensar el chico, apabullado por
semejante léxico. ¡Cuanto conocimiento, tenía el señor!
Pero mejor sincerarse, de una vez.
-Vea patroncito –repuso- yo no vine a que me arreglara
nada, sino pa’ saber dónde pongo el colchón. Su señora
me ha tomao pa’ limpieza cama adentro, y ahurita no hay
nadie en casa pa’ preguntar.
Pieres estaba rojo de furia, y Roque no esperó una
respuesta. Ya había visto lo peligrosa que era la vida en
Buenos Aires. Primero el morocho ése, ahora un patrón
así. Y sin decir una palabra más, salió corriendo del edificio,
rumbo a la terminal de ómnibus. Horas después llegaba al
pago con la cara dolorida, sin un mango, pero sintiéndose
bien.
-¡Lo eché de menos, vea…! –dijo Rosaura, cuando fue
a comprar medio kilo de asado, encandilada por el prestigio
que da venir de Buenos Aires.
Roque había encontrado un amor. Se hizo carnicero, y
como conocía a los porteños, no volvió nunca más a la
capital.
153
UNA PARTIDA DIFICIL
155
En la Provincia de Córdoba, cerca de Río Cuarto, vivía
un turco llegado con la avalancha humana posterior a 1918.
Europa y Medio Oriente quedaron hechos trizas después
de la guerra, y la gente salía como rata por tirante, buscando
horizontes más aptos para vivir en paz. Su historia fue la
de tantos desgraciados, que levantaron un rancho en las
pampas. Empezó comprando hierros viejos con un carrito,
que tiraba rompiéndose el lomo, de sol a sol. Después
adquirió un caballo, encontró mujer, y las cosas le fueron
bien. Tanto es así, que al promediar los años cincuenta era
dueño de un fortunón. Y le gustaba compartir con sus
amigos y paisanos las comodidades ganadas con tanto
esfuerzo. Don Basilio Chaturanga, se llamaba el hombre.
El Basi, para los íntimos.
-¿Qué cuenta, baisano?
-Pobre turco no gana nada y tiene que vivir a la
intemperie.
-¡No faltando más! –respondió don Basilio, con una
sonrisa bondadosa- Agarre uno cacho tierra ahicito, y arme
su rancho, pues.
-Mi hermano está peor que yo.
-¡Que venga también, entonces! Donde viven dos, viven
tres.
157
Así nació y fue creciendo un caserío, alrededor del
rancho de Chaturanga, cual oasis en medio de la llanura
sin fin. Asentamiento que pronto mostraría su vitalidad,
cuando aparecieron los primeros árboles, dos molinos, y
hasta un club social llamado “Ranqueles”, homenaje al indio
en que compiten todas las instituciones de la zona. Anexo
cancha de bochas. Un centro social para pasar las tardes,
mateando con los vecinos.
-¡Lástima comprando la comida en el pueblo, que queda
tanto lejos! –dijo un libanés llamado Darío.
-Turco presta mil pesos, y Vd. poniendo almacén –repuso
Chaturanga.
En ese ambiente de fraternidad pasaron los años, y el
poblado se extendía con fuerza incontenible. Pronto hubo
una calle principal, donde los más jóvenes salían a mirar
las mujeres. Y por fin llegó una escuelita de campo,
conseguida tras muchos asados con los jefes del Ministerio.
La Dirección de Vialidad abrió un camino de tierra hasta la
ruta nacional, y como bien sabemos, donde hay camino,
hay caminantes. Dicho en otras palabras, un buen día
apareció un gordo vestido de traje azul, manejando una
camioneta Rastrojero. Esos nobles vehículos que
empezaron a fabricarse como una adivinanza, y se
conviertieron finalmente en abanderados de la industria
nacional. Otros tiempos, según podemos ver. En su interior
llevaba sillas plegadizas, muchos papeles, banderas
argentinas, y una plataforma para subirse a hablar. Lo que
ese caballero hizo apenas bajó un poquito el sol, pues era
enero, y los rayos portadores del soponcio caían a plomo,
sin perdonar a nadie, aunque llevara traje azul. También
sacó del vehículo un micrófono y dos altoparlantes.
158
-¡Respetable público! –gritó, saludando con ambas
manos- El Frente Democrático Provincial ha tomado nota
de que aquí hay un pueblo. Esto dejó hace rato de ser un
caserío de estancia, y con ciento veinte habitantes, tienen
que plantearse el gobierno municipal.
-Bien dicho, baisano –repusieron algunos vecinos, que
escuchaban por curiosidad, aunque entendieran poco y
nada de política.
-Pero el camino del triunfo está plagado de dificultades,
que sabremos vencer inspirándonos en el ejemplo inmortal
de nuestros próceres.
-No parece turco –dijo una vieja- Pero habla bien.
Y el orador siguió su inspirada arenga.
-Nuestro mayor problema es que el pueblo carece de
nombre, y no figura en los mapas. ¡Vaya Vd. a pedirle nada
a nadie, entonces! La gente lo busca sin éxito, y después
nos echa a empujones. Hay que solucionar de inmediato
esta dificultad… ¿Cómo quieren llamarlo?
-¡Las Mil y Una Noches !-dijeron unos.
-¡Alí Babá City!
-¡Pueblo Turco!
-A ver, a ver…
Y con tantas propuestas como vecinos, era evidente que
no existía un mínimo de consenso. Entonces algún colono
agradecido propuso lo que era justo.
-Llamemos al pueblo Villa Chaturanga, en homenaje al
baisano fundador que siempre pone la plata..
159
Pero recién acababan de echar a los peronistas, y esa
costumbrecita de ponerles a pueblos y accidentes
geográficos el nombre de próceres vivos, era medio
arriesgada, con la bronca del bando libertador. Entonces
se oyó la voz de la ilustración.
-Podríamos averiguar qué significa ese nombre en
idioma de origen –dijo la maestra- Y luego le buscamos un
equivalente adecuado en español.
-Vd. lo hace y nos informa, señorita –contestó el líder
político, que vista la audiencia conseguida, ya pensaba
postularse como candidato a intendente municipal.
-Turco da plata para viaje –agregó don Basilio.
Y ella recorrió todas las fuentes posibles de información.
Consulados, asociaciones de residentes extranjeros,
periódicos de las colectividades inmigrantes. Hasta dar con
la tecla en la Biblioteca Nacional.
-A ver, a ver. Aquí hay algo… ¡Chaturanga quiere decir
“Ajedrez”, en sánscrito! –anotó ella.
Don Basilio era natural de Constantinopla, y cómo llegó
a llamarse así, es un misterio que aún sigue intrigando a
los expertos. Pero resulta innegable que la noticia causó
sorpresa y cierto desaliento. Porque en primer lugar, nadie
tenía noticia de tradiciones que se conservaran en lengua
tan estrambótica. Además, todos aspiraban a un
patronímico con sabor a viejas glorias. Pero no fue así, y
de nada valía negarse la realidad, que tiene siempre entidad
propia. De tal manera nació un nuevo accidente geográfico
en los mapas carreteros del Automóvil Club. “Villa El Ajedrez
(Cba), H-14”. Nombre poco común, es bien cierto. Pero no
160
nos sorprendamos, porque a lo largo de las rutas nacionales
los hay aún más insólitos, que al fin de cuentas prenden,
porque la gente se acostumbra y los acepta. Por ejemplo,
“Buenos Aires”. ¡Vea qué apelativo de fantasía, para unos
pantanos que huelen a pizza con muzzarella! Pero más
allá de tales consideraciones, preciso es reconocer que
los cordobeses tienen un sentido cáustico del humor.
-¿Va p’al Ajedrez, don Zoilo?
-No, aparcero… ¡Vea si vuá ir p’al Bingo arriando vacas,
chei!
Con el progreso, llegaron al pueblo las comodidades de
la vida urbana. Electricidad, teléfonos, una estación de
servicio, y varios comisionistas. Estos hacían trámites en
la capital, compraban remedios en la veterinaria, y atendían
cualquier mandado de los vecinos. Incluso alguno ofreció
traer hostias de la iglesia, para repartir la comunión
dominical, pero tuvo poco éxito. La gente quería un cura
de profesión, no un aficionado, que siemprer son peligrosos
por falta de experiencia. Y como suele ocurrir, con el
crecimiento urbano también hizo aparición algún vivillo.
-¿Dónde está el chivo, que dejé atado al árbol?
-No lo puedo creer. ¡Me faltan dos gallinas, che!
-¿Y las ruedas del tractor?
Expresiones gravísimas, que se pronunciaban cada vez
con más frecuencia.
El pueblo no tenía policía, y vista su prosperidad, era
“bocato di cardenale” para la delincuencia. Algunos
pensaron nombrar un sheriff, como en las películas de
161
cowboys, pero ese cargo tenía poca aceptación en la
provincia. Entonces se designó una junta de vecinos, para
que peticionara ante las autoridades. Hubo muchas idas y
vueltas, como corresponde a todo país donde manda la
burocracia, pero el esfuerzo por fin tuvo éxito. Y una
mañanita de primavera aparecieron dos vigilantes. Al lado
de la fonda había un rancho vacío, vivienda de alguien que
se hizo humo al saber que venía la fuerza pública. Y, no
teniendo con quién negociar un contrato de alquiler, los
agentes demostraron que eran gente práctica. Lo más
sencillo era tirar la puera abajo a patada limpia, instalando
allá su centro operativo. Si después aparece el dueño, se
lo hace entrar en razón. Procedimiento que también
permitía ahorrar dinero, porque en la parte de atrás había
dos cuartos, para tirarse a dormir gratis. Confort que se
completaba con un terrenito, donde era posible juntar la
basura, criar gallinas, y hacer el asado. “Policía de la
Provincia de Córdoba” –decía la chapa- “Delegación Villa
El Ajedrez”. Y no faltó algún gracioso que escribiera en la
puerta: “Entrada gratis, la salida está por ver”. Pero más
allá de cualquier aspecto anecdótico, acababa de
producirse un encuentro cultural llamado a dejar profundas
huellas en la historia del pueblo. Ese fue el primer contacto
conocido entre el ajedrez y la policía. Parece innecesario
decirlo: Un drama con semejantes actores, mal hubiera
terminado allí.
El pueblo siguió creciendo, sin perder sus señas de
identidad. O sea que llegaron muchos más turcos, cada
vez más ladrones, damiselas de vida airada, y uno que
otro manosanta. Sin olvidar los gallegos e italianos, que
hay en todas partes. También hizo acto de presencia un
162
cura, para salvar a las almas del infierno. Y dos abogados,
para sacarlas del calabozo, porque los agentes aplicaban
a garrotazos la dura ley.
-¡Empezamos ayercito nomás como uno caserío de
morondanga, y ya hay mil cuatrocientos vecinos, don
Basilio!
-Compra más tierra, baisano, que haciendo buena
inversión.
Los lotes ya no se regalaban, y en el centro del pueblo
su valor llegó a precios increíbles para la zona. Pues la ley
de oferta y demanda no perdona a nadie, por mejor que
sea el interesado. De tal forma, los pocos servicios públicos
puestos con tanto esfuerzo resultaron insuficientes. Y
presionado por la necesidad de lograr votos, el gobierno
provincial inauguró un programa de urbanización. Entonces
llegaron el banco, el Registro Civil y la compañía de gas.
Todo lo cual involucraba un aumento desmesurado en el
trabajo policial. ¡Hace rato que dos vigilantes, no hubieran
dado abasto! Ahora la delegación tenía nivel de
subcomisaría, contando con ocho agentes, dos sargentos,
y el subcomisario. Un rubio cincuentón de apellido
Garibotto, quien había ido escalando el organigrama a puro
coraje. A la mañana se hacía orden cerrado, consistente
en sacarse el saco, hacer veinte ejercicios respiratorios, y
luego dar unas cuantas vueltas al patio, saltando en
cuclillas. La orden de iniciar este jueguito era “¡salto de
rana, carrera, marr!” Un entrenamiento de origen militar,
que dejaba de cama a la tropa. Y medio asfixiada con el
tufo de sobaco, a la oficialidad. Lo peor del día, por mala
que fuera la jornada laboral. Después salían las patrullas,
163
para mantener el orden. Un automóvil y dos bicicletas,
teniendo el primero a su cargo la zona suburbana, mientras
los ciclistas vigilaban el sector céntrico. Para comunicarse
usaban la radio, como en el biógrafo, dándose nombres
en clave destinados a contrarrestar cualquier escucha.
Nombres que, como puede imaginar el lector, ratificaban
ese encuentro cultural que comentamos antes.
-¡Atención Torre! –decía la voz del operador- Dirigirse al
bar Cachafeiro Hermanos, que hay una pelea de borrachos.
-Entendido, Central.
-¡Atención Caballo! –vaya a ver qué pasa en el
cementerio, porque la gente se queja del ruido, y difícil que
los muertos estén de fiesta.
-¡Ave María purísima…! –respondió el agenteEntendido, pero si no tiene noticias mías dentro de diez
minutos, me manda al cura con una cruz y el libro de
oraciones, ¿eh?
-¿Tiene miedo, che?
-¿Miedo, yo? Es por prudencia nomás, señor.
Y los mensajes policiales saturaban el éter.
-¡Atención, Alfil! ¡Meta pata a fondo, y apersónese en el
tambo de don Anwar Salama, que le están robando las
vacas!
-¡A la orden, Central!
El trajín propio de cualquier pueblo del interior, aunque
a veces también hubiera noticias insólitas, como para salir
en el diario de Río Cuarto.
164
-¡Atención, Caballo! Se ha avizorado una mujer desnuda,
caminando por la calle donde está el almacén de don Darío.
Hágase presente de inmediato, para poner fin a este
espectáculo atentatorio contra la moral ciudadana.
-¡Al fin algo entretenido, Central!
-¡Cállese, que está en juego la imagen de nuestro pueblo!
E informe inmediatamente el resultado de su gestión.
Pero en momentos tan críticos, era preciso ratificar
también el principio de autoridad. Por eso, la radio policial
agregó, como una advertencia:
-¡A las demás unidades se les prohibe desviarse del
intinerario fijado!
El léxico ajedrecístico estaba llamado a imponerse en
la jerga policial. Más que nada por un sentimiento de lealtad
hacia el pueblo, donde ese deporte intelectal era visto con
fervor patriótico. Orgullo localista, pues toda comunidad
aislada termina desarrollando un sentido superlativo de lo
propio, con formas dialectales de comunicación. Y ya no
hace falta agregar más. En Villa El Ajedrez, la terminología
autóctona primero fue considerada cosa de hombres. Pero
al consolidarse la equiparación entre los sexos, también
las damas terminaron hablando igual. Así surgió una lengua
que definía al usuario como miembro de un entorno. Un
idioma de gente bien.
-¿Te ha pagado su deuda, el Marcos?
-Se puso hasta con los intereses, y quedamos tablas,
che.
Además había elementos prácticos, para que la policía
ajedrense pusiera énfasis en adoptar la jerga local. Los
165
indeseables son siempre forasteros, y aunque interceptaran
las comunicaciones radiales, poco iban a entender. Eso
quedó clarito cuando asaltaron el Banco Provincia. Era
pleno mes de febrero, y había amanecido nublado, con
olor a lluvia. Soplaba una brisa tibia cargada de
premoniciones, los perros ladraban, y las mujeres corrían
a hacer sus compras, antes del aguacero. Porque durante
los meses de verano en la zona llueve poco, pero cuando
se decide a hacerlo, caen gotas grandes como huevos de
pavo. Habíamos olvidado decir que en idioma policial, el
subcomisario era conocido como el Rey. De tal forma, todas
las figuras del deporte ciencia tenían titular en los esquemas
tácticos secretos. Aunque no hubiera Reina pues, a pesar
de sus años y la envidiable posición social, el alto jefe
seguía solterón.
-¿Pá cuándo los confites, don Garibotto? –solían inquirir,
solícitas, las personalidades del pueblo.
-¡Tiempo al tiempo, che! –respondía aquél, con una
sonrisa pícara.
Mas no se debe confiar en las morisquetas. Vivir soltero
aporta cierto aire romántico en nuestra cultura machista.
Vea Vd. si no, la enorme diferencia de estatus que hay
entre “solterón” y “solterona”. En el primer caso, los demás
piensan que el tipo cambia de hembra todas las noches.
Un Casanova, don Juan Tenorio, un playboy. En el segundo,
“se quedó para vestir santos, pobrecita”. Pero salvo
contadas excepciones, nada está más lejos de lo cierto.
La soledad es un infierno para todos, y muchos caballeros
de apariencia alegre, le ponen velas a San Antonio, para
acabar con ella. O publican avisos en la prensa del corazón,
166
que suele ser más práctico. “Cada cual con su cada cuala”,
dicen. Ese es el sueño inconfeso de tanto solterón frustrado,
aunque sonría de oreja a oreja. Y Garibotto estaba
enamorado de un ideal, que solamente aparecía en sus
sueños. De cabellos rubios, ojos profundos y voz suave.
¡Pero era tan insoportable la espera! Sin embargo, no hay
que claudicar ante el fracaso, pues nadie sabe qué le
depara su suerte cuando de vuelta la esquina.
El día había comenzado amenazando tormenta, como
bien dijimos, y los primeros chaparrones no se hicieron
esperar. Don Basilio Chaturanga observaba la calle principal
tras los ventanales, en el escritorio de su empresa. Le
gustaba ver caer el agua, mensajera de vida, un bien tan
escaso en su tierra natal. Pero de pronto, algo rompió la
mansedumbre del espectáculo. Procedente de la ruta hizo
aparición una camioneta 4x4 que entró al pueblo salpicando
barro, a gran velocidad. No la había visto nunca,
volviéndose entonces objeto de interés. Sabido es que en
el campo todos conocen los autos de sus vecinos. Pero lo
más extraño es que estacionó frente al banco, bajándose
cuatro figuras con la cabeza enfundada en pasamontañas
que sólo dejaban verles los ojos. Dos entraron al edificio,
y los otros se apostaron afuera armas en mano, controlando
la situación. La policía estaba haciendo gimnasia, y con el
calor, para ponerse el uniforme había que tomar una ducha
antes. Tras enterarse del atraco, entre éso y vestirse, se
irían por lo menos diez minutos, tiempo suficiente para
completar la operación de comando y desaparecer en una
avioneta que los esperaba a la salida de Villa El Ajedrez.
Pero no contaron con que hubiera un observador bien
ubicado, capaz de acortar el plazo. Don Basilio tomó el
167
teléfono para hacer la denuncia, y pasaron segundos que
parecían horas, sin obtener respuesta. Entonces no vaciló
en revelar su secreto. El también tenía un walkie-talkie para
divertirse escuchando a los vigilantes, y sin pensarlo dos
veces, dió la voz de alarma.
-¡Atención, Central! –gritó- ¡Están asaltando el Banco!
-Dejáte de joder, que estamos descansando después
de la gimnasia –dijo un interlocutor invisible- ¿Quién sos
che, que te metés sin permiso en la banda policial?
-Habla turco Chaturanga.
-¡Haberlo dicho antes, don Basi! Espere que llamo al
jefe.
Al ratito, se hizo oír una voz contestando en código.
-Rey al habla, cambio.
Don Basilio relató con voz entrecortada los
acontecimientos, y a buen entendedor, pocas palabras
bastan. No fue preciso más lata, para que el valiente
subcomisario Garibotto iniciara un operativo cerrojo
tendiente a la represión y castigo de los culpables. ¡Por fin
algo bueno, después de tanta gimnasia! Mientras tanto, en
el interior del banco, los acontecimientos se precipitaban.
-Esto es un asalto ¡Arriba las manos! –dijo una voz
gruesa, desde abajo de la máscara que le cubría el rostro
-Tranquilo, baisano, que tengo presión alta –repuso el
gerente- ¿Quiere tomarse uno whisky con soda, antes de
empezar?
Pero esos criminales no estaban de humor para
distracciones.
168
-¡Abrí la caja, o los mato a todos!
Y como al fin de cuentas, la plata no era de él, el
funcionario transó.
-Si Vd. insiste…
Las gruesas puertas blindadas se abrieron lentamente,
y quedó a la vista su tesoro. Millones de pesos, en billetes
a todo color. Planchaditos, atados en paquetes, y con el
atractivo enorme de la plata que se gana sin trabajar. No
era cosa de perder tiempo con valores chicos, así que la
otra figura sacó una bolsa negra, y empezó a llenarla con
los fajos de mayor denominación. Pero no pudo contener
un susurro.
-¡Madre mía! -dijo, con voz de terciopelo.
Entonces fue evidente que esa figura era mujer. Terminó
en dos minutos su trabajo, y ya se disponían todos a iniciar
el repliegue, cuando sonaron gritos de guerra, provenientes
del exterior.
-¡Torre por la izquierda! ¡Caballo por la derecha!
-¡Alfil en posición!
-¡Enroque, y P4R! –ordenó el jefe de la patrulla.
-No se entiende nada lo que hablan estos tipos… –dijo
un bandido, que escuchaba atentamente la radio policial
Los agentes habían llegado en el momento propicio.
Justo cuando los ladrones salían a la calle. Y con sólo
observar el sigilo y la coordinación de sus movimientos,
estuvo claro que iban a jugarse, sin dar ni pedir cuartel.
-¡Viva el show! –gritaban los vecinos, acalorados por el
169
espectáculo en ciernes. Pero esos bandidos eran más
tercos que mula de chacarero. Y en vez de amedrentarse
ante la voz de alto, recibieron a los representantes del orden
con una descarga cerrada. Entonces quedó claro que
además de hacer gimnasia, a un policía triunfador le hace
falta buena suerte.
-¡Se me ha doblado el tobillo, Alfil!
-¡Me dieron en la pistola! ¡Cubríme, Caballito, que estos
locos saben tirar!
-¡Atención Rey! Torre en P4R sin apoyo logístico para
seguir…
Luego ocurrió lo impensable. La fuerza del orden tuvo
que retirarse en desbandada, abandonando el patrullero
en medio de la calle. Y eso les vino bien a los cacos, porque
las ruedas de su elegante 4x4 habían sufrido dos impactos,
y era imposible usar el vehículo. Pero no contaron con un
detalle. El subcomisario Garibotto estaba parapetado atrás
del auto policial. Pistola en mano, y con suficiente coraje
para cambiar el curso de esta historia.
-¡Dejános rajar, y te adornamos con más guita de la que
vas a ganar en toda tu vida! –gritó un grandote.
-¡Jamás! –repuso el héroe- ¡La vida por el Banco
Provincia!
-¡No seas idiota! -dijo la rubia, mientras descubría su
rostro encantador. Podríamos disfrutar juntos, la guita que
tengo acá.
Garibotto se quedó frío. ¡Esa era la mujer con que había
soñado tantas noches de invierno! Sus facciones, su
manos, su voz. Y el impacto pasional hizo añicos muchos
170
méritos, acumulados para llegar a subcomisario del pueblo.
-¡Siendo así, suban, nomás! –contestó, mientas apartaba
el arma, y ponía en marcha la máquina que los iba a sacar
de ese berenjenal.
Llegaron a la avioneta, y minutos después surcaban
raudamente el cielo. El subcomisario tomó la mano de
Graciela, que así se llamaba esa mujer, y susurró.
-¿Me puedo dar un gustazo?
Ella dijo “si” con los ojos, y él se acercó a la boca el
micrófono del radiotransmisor. ¡Tantos años esperando el
milagro, y de pronto se había dado carambola triple,
acabándose para siempre la policía, la soledad, y el maldito
ajedrez, que ya lo tenían cansado!
-¡Hasta la vista, muchachos! –exclamó riéndose a
carcajadas- ¡Jaque mate para todos, y enroque, carrera,
marr…!
La avioneta ya era un punto, entre las nubes. Y el
sargento que hacía de Torre se quedó con la boca abierta
al escuchar ese mensaje, sin saber qué contestarle.
Entonces Garibotto sintió un objeto frío en la nuca, y una
voz ronca le dijo al oído:
-¡Abrí la puerta, y saltá!
Quien mal anda, mal acaba, dice el refrán.
171
BIENVENIDO, MR. RADRIZZ
173
Añatuya es un pueblo cualquiera, de Santiago del Estero.
Una provincia donde pasan las mismas cosas que en todas
partes. Por eso no resulta extraño que cuando la
muchachada se juntaba en el Bar 25 de Mayo surgieran
iguales temas de discusión que en cualquier punto del país.
Cosas vinculadas con la crisis eterna que nos fagocita
despacito, proclamando a los cuatro vientos, que todo
tiempo pasado fue mejor.
-Esto es culpa de los milicos, don Robustiano.
-¡De los políticos, Ramón…!
-¡Son los curas, que metieron las de andar!
Opiniones sobran, porque no hay un responsable único
del drama, como en las películas de Batman. Todos los
protagonistas tienen culpa, por el menjunje que hicieron
con la Nación. Un berenjenal donde cualquiera se confunde,
así que para poner en orden las cosas, empezamos a
carburar ideas profundas. Como hacían los filófofos del
Acrópolis ateniense, en sus ratos de ocio.
-Algunos países llegaron al mundo por la puerta grande
y vienen con estrella - dijo uno que siempre andaba con un
perramus transparente de nylon, y por ganas de cargarlo,
le decían el Preservativo Gómez.
175
-¡Con una constelación de estrellas decí, mejor! -replicó
el peninsular que regenteaba la empresa- Cincuenta y dos
o quince, según sea el caso.
-Así es –repuso el Preservativo, que era hombre
informado- Pero el éxito de Europa y Norteamérica es
cuestión de suerte. Otros entraron al reparto por la puerta
del fondo, y van a los tumbos. Es el destino, che.
-También hay países que largaron bien, pero en vez de
cinchar prefirieron sentarse en la vereda, mientras los
demás sudaban –repuso un escéptico- Lo malo es que
cuando quisieron meterse otra vez adentro del club, la
puerta estaba cerrada, y no les quedó más remedio que
usar la entrada de servicio.
-¡Hablás de la Argentina?
-¿A vos qué te parece? Preguntále a cualquiera cómo
van las cosas, y vas a oír siempre el mismo verso:
-Jodido, che…
La mala pata, hablando mal y pronto. Especie tradicional
que entre nosotros legó figuras prototípicas al romancero
popular. Yettatore o Fúlmine, por ejemplo. Aunque también
hubo personajes menos conocidos pero de igual calibre.
Por ejemplo, el Floro Radrizzani, capaz de hacerles sombra
a todos. Un valor con tanto mérito, que los amigotes lo
propusieron para el Premio Nacional de la Chingada, por
su curriculum. Y las razones a favor del candidato ofrecían
pocas dudas.
-¿Cómo andás, che Floro?
-Sin pegar una…
176
-¿Qué te pasa, hoy?
-Podrido con tanta malaria, hermano. Sin laburo, sin
mina, y sin un mango en el banco, que viene a ser lo peor.
Después de esa explicación, como no tenía más nada
que decir, el pobre se ponía a tararear con voz gangosa un
viejo tango. Como si el drama que éste cuenta, fuera
prefacio de su testamento ológrafo:
“En la timba de la vida,
sos un punto sin arrastre
sobre el naipe salidor…”
-Tan mal no te puede ir, pelado –decían los amigotes¿Ni un levante, para pasar el invierno, siquiera?
-¡Pobre de vos! La otra vuelta quise trabajarme una
morocha en el Banco Nación, y cuando iba a consumar,
sonó la alarma.
-¿Cómo es éso?
-Era cana, la muy yegua. “Estás detenido”, dijo,
“Acompañáme a la seccional.” Y me cazó del brazo,
sacándome a empujones.
-¡Qué papelón!
-Me vio todo el pueblo, viejo, y yo apenas le había tocado
el brazo. Debe ser por ese lío, que me retiraron la tarjeta
de crédito, y ahora el gerente no me saluda más.
-¡Eso es lo que se dice yeta! Habría que romper la racha,
viejo… -repuso el Preservativo Gómez, con cara
preocupada.
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-De acuerdo, pero…¿quién le pone el cascabel al gato?
–contestó Floro, ansioso, de tanto escepticismo que llevaba
adentro.
-Está difícil la cosa… –dijo un ruso, que lo conocía del
barrio.
-¿Qué puedo hacer, decime?- inquirió, por fin, el
campeón de la yeta.
Todos callaron, esperando una respuesta imposible.
Pero entonces Gómez demostró que tenía mundo.
-Rajáte a Nueva York, donde hay garufa para todos –
contestó poniendo en una silla su impermeable
transparente- Así la pasás bien unos días, lejos del embrollo
que es nuestro país. ¿No viste las series que dan por
televisión? Además, mesejante viaje da prestigio en esta
vida. Y eso capaz te cambia la suerte, che.
-Apenas pesco el idioma…
-De la calle 85 para arriba, son todos portos. Allá se
habla menos inglés que en Santiago del Estero.
-Entonces, me rajo ya.
El Floro Radrizzani era hombre de carácter, y cuando
tomaba una decisión, la llevaba a cabo sin vacilar. Vendió
las tres vacas que había heredado del tío Aparicio, vendió
el caballo, y cambió el sulky por un viaje en camión a
Buenos Aires. Por fin se subió al blanco “jet”. El vuelo fue
largo y tedioso, pero horas después, desembarcaba
sacando pecho en el aeropuerto John F. Kennedy. Esa
noche, saldría a conquistar la gran ciudad. En una de ésas,
acá se le daba redoblona, después de tanto sufrir. ¡Y qué
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despiole de mujeres era aquello, en pleno verano! Unas
curvas, una ropita, y un estilo al caminar, como para
resucitar al fiambre más recalcitrante.
-¿Tiene algo que declarar, Mr. Radrizz? –dijo el
funcionario aduanero, traduciéndole el apellido.
-Sólo deseo declarar mi admiración por las mujeres de
su país, señor.
-Eso no paga impuestos, pero tenga ciudado, ¿eh?
Palabras sabias, que sonaron como una advertencia del
más allá. Cumplidos los trámites de inmigración, salió a la
calle, se fue al hotel, y se dio una ducha tibia. A las 19
horas sintió hambre, así que era preciso buscar un
restaurante barato. Y en eso estaba, cuando su vista aguda
se cruzó con unos ojos azabaches que pedían cachascán.
Lucha grecorromana, franela, a ver si me entienden.
Circunstancia en que primaron los instintos básicos de la
persona.
-¿Va sola? –dijo.
-¡Ay, sí, joven! –repuso el noble ejemplar.
Fueron a un barcito, pidieron dos “bourbons on the
rocks”, y al rato nuestro crédito ya estaba por empezar el
ataque cuerpo a cuerpo. Primero un discursito sottovoce
en el oído, luego las consabidas sonrisas de dulce
complicidad. Por fin sus manos se cruzaron, y llegó el
momento de explorar abajo del mostrador. Pero arribado
ese punto, la fémina aquella, marcaba sin dar cuartel.
-Este no es sitio para ir al grano –dijo- Yo vivo enfrente,
y te invito a tomar el té.
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Al Floro le pasó una imagen fugaz por el cerebelo. La
estatua de la Libertad haciendo striptease. Primero largó
la antorcha, después el gorro frigio, para mostrar finalmente
todo el esplendor de su dorada desnudez. Y mientras
cruzaban la calle, iba pensando “Dios salve a América”, en
inglés básico. Por fin, entraron al 4o. “A”.
-¡Espera un minuto, chico, que voy a baño! –dijo ella.
Y él se distrajo hojeando un ejemplar de “El Diario de
Nueva York”, hasta que la oyó salir. Pero había ocurrido la
metamorfosis más insólita. Sus pechos prominentes
estaban ahora más chatos que colinas de la pampa, y bajo
aquella tanga rosada se veía un bulto de peligrosa entidad.
-¡Mamma mía! –gritó Floro, presa del pánico.
Y dando vuelta sobre sus talones, ganó la calle de un
brinco, para conservar el invicto.
-¡Volvé, precioso! –gritaba desde arriba una voz
melancólica.
Pero mejor, ni mirar.
“¡A la carga, dijo Vargas!”, pensó.
No había tenido un buen comienzo, es bien cierto, pero
con el despelote de minas que era la vía pública, resultaba
prematuro desalentarse. Si no, mire Vd. un poco alrededor,
la suerte con las hembras que tiene cualquier papanata. Y
mientras tales pensamientos le llenaban de esperanza el
corazón, fue acercándose a Central Park. Nueva York era
una ciudad monumental, y bellísima.
“Nada que ver con Añatuya”, pensó.
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Pero el flujo de sus ideas cesó abruptamente, al ver
salir del elevado una mina como sólo había visto en película.
-¡Huija rendija, la madre y la hija! –gritó, sin poder
contener un arranque telúrico, de raíz sentimental.
El panorama estaba claro. Había que arremeter, no
fueran a birlársela, por estúpido. Y se acercó con sonrisa
rompedora, haciendo lo que aprendió cuando caminaba
de niño por la plaza, con su finado papá.
-¿Va sola, nena? –dijo.
Tras lo cual sobrevino el milagro, que para éso estaba
en Norteamérica. Ella detuvo la marcha, y dándose vuelta,
le brindó una sonrisa cálida. Como para derretir todos los
témpanos de la Antártida, que había visto cuando estuvo
en la Marina.
-Si, joven. ¿Por qué me lo pregunta?
-Pensé que podríamos tomar un copetín.
-¡Qué buena idea! –repuso ella- ¿Quieres llevarme el
portafolios?
Radrizzani vio la oportunidad de congraciarse, que para
eso era un caballero. Y lo tomó de sus manitos blancas.
“Medio pesadote, el bagayo”, pensó, pero todo sea por
quedar bien.
Así caminaron varias cuadras, conversando en voz baja.
Hasta que cuando estaban llegando a un bar, les cerraron
el paso dos morenos, pistola en mano.
-¡Dame el maletín, o te mato! –dijo uno.
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Las víctimas se miraron, pero de nada hubiera valido
discutir esa orden. Y arrebatado el trofeo, los malvados
pusieron pies en polvorosa. Mas como dice el refrán, las
sorpresas casi nunca vienen solas. Ella había sacado una
cajita negra del bolsillo, y mientras apretaba el botón, gritó:
-¡Tírate al suelo!
Se produjo un fogonazao, y ambos malvivientes volaron
por el aire, pagando su osadía hechos compota.
-¡Obras son amores! –dijo la bella, disculpándose- No
pude poner la bomba en Amnesty International, pero al
menos sirvió para limpiar un poco tanto negro, como hay
en la ciudad.
Floro se quedó en silencio, porque sin recibir orden
alguna del cerebro, sus piernas empezaron a correr. Así
llegó a Columbus Circle. Y mientras esperaba la luz verde
para cruzar, alguien le dijo al oído:
-Sígueme, que te conviene.
El se dio vuelta, y vio una muchacha de hermosos ojos
azules y pelo castaño flotando al viento, vestida con un
decoro poco usual. Después de sus experiencias recientes,
había quedado medio traumatizado. No de cobarde,
entendámonos. Sino porque quien se quema con leche,
cuando ve una vaca, llora. Pero esa niña parecía un ángel
del cielo, y aquel valor se estremeció. Era santiagueño, y
puro corazón. ¡Capaz que esta vuelta, se daba la
martingala, che!
-Si Vd. insiste… -dijo tímidamente.
Y no opuso resistencia al convite. Entonces ella lo tomó
del brazo, empezando a caminar. Primero despacito, luego
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cada vez más rápido. Hasta que, agarrados de la mano,
casi volaban sobre esas sucias veredas color gris. Papeles
por todas partes, tachos volcados, gente durmiendo en los
portales. Ratas, moscas, y gatos de albañal. Un espectáculo
poco afín a lo que dan por televisión.
“La otra cara de la tortilla”, pensó el Floro.
Pero su sorpresa estaba condenada a no conocer
límites, en la urbe gigantesca. La fulana ésa era tan
silenciosa, que de no haber iniciado el levante, bien pudiera
pasar por muda. Mas a fuer de paciencia, se gana el cielo.
Y de pronto, pararon frente a una puerta. Ella dio tres golpes
con los nudillos.
“Toc, toc, toc”
Se abrió una rendija, e hizo aparición una figura extraña,
como sacada de “El jorobado de Notre Dame”. Un hombre
sin dientes, y olor indescriptible, mezcla de tabaco,
transpiración, y alcohol. Sus ojos brillaron, al ver a los recién
llegados.
-¿Es el elegido? –dijo.
-Si –repuso ella.
-¡Entren sin perder tiempo!
Así es cómo, ajeno al engaño, El Floro Radrizzani sintió
que lo aprisionaban muchas manos. Y encendiéndose las
luces, surgieron caras llenas de ansiedad. Por todas partes
había cruces invertidas, y estampas de Lucifer.
-¡Queremos divertirnos! –gritaba la multitud.
-¡Dadme entonces la orden que espero! –repuso un
barbudo, vestido con una túnica color rojo.
183
-¡Castración! ¡Castración! –repuso un coro de voces
histéricas, mientras dos grandotes sacaban a relucir sendas
navajas.
Radrizzani quiso zafarse, pero toda resistencia fue inútil.
Por fin, lo acostaron sobre una mesa, mientras dos viejas
le arrancaban los pantalones.
-¡Poca cosa! –dijo una de ellas, mientras sacudía sin
respeto su signo de identidad.
Pero descartando lo anecdótico, ese entuerto pintaba
feo. Los presentes empezaron a cantar, y bailaban alredor
de su víctima, con espasmos rítmicos. Un gordo tocaba el
tambor. El Floro sintió pavura. ¿Quién le había mandado
dejar la tranquilidad de su provincia natal? Y ya estaban
por comenzar los pinchazos de precalentamiento, cuando
ocurrió el milagro. Sintióse un gran estrépito, y sin anuncio
previo irrumpió al local un piquete de hombres vestidos
con capuchas y buzos negros. En sus espaldas, la sigla
temida: “FBI”. Que abrieron fuego sin previo aviso, tipo Far
West. Después, el jefe del grupo dijo:
-¿Qué estás haciendo en pelotas, negro de mierda?
Fue difícil explicar bien lo ocurrido, pero al fin Radrizzani
quedó en libertad. Se había escapado por un pelo de no
tener que buscarse nunca más una mina. Y cuando se
pudo mover con seguridad, paró el primer taxi que pasaba.
-¿A dónde, señor?
-¡A cualquier lado, y que sea rápido!
Pero Manhattan es una isla, y pronto le cerraron el paso
las aguas turbias del East River. No sabía a dónde ir, y
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cuando vio un cine, hizo parar el coche, para entrar sin
importarle qué cuernos daban. ¡Su reino por una butaca,
donde recomponer su confianza en la humanidad! Y extrañó
las animadas tertulias del Bar 25 de Mayo donde se daba
cita lo más fino de la craneoteca añatuyense. Con la cultura
del Preservativo Gómez, don Robustiano dando clase de
política, y una barra sin rival. Entonces vio un chico que
vendía cerveza, y compró una lata.
“Salud, muchachos”, pensó.
El aire de ese cine era irrespirable. Todos fumaban, como
se usa allá, así que al ratito empezó a toser. La yeta de
siempre, porque justo cuando Superman ponía en fuga al
monstruo interplanetario, tuvo que salir en busca de
oxígeno. Y como el que sale pierde la entrada, minutos
más tarde estaba ejerciendo otra vez el triste oficio de
peatón. Puso rumbo sudoeste, como los barcos que siguen
la luz de un faro, encandilado por tanta claridad como se
reflejaba en el río. Eran las luces de Broadway, que siempre
quiso conocer. Así que se echó para atrás el jopo, sacando
pecho con un gesto audaz, que hubiera dejado pálido al
mismísimo Rudy Valentino. Y seguro estaba diez puntos,
porque enseguida se le puso a tiro una fulana más linda
que lunes sin laburar.
-¿Hablas la castilla? –preguntó.
Y a pesar de los golpes recibidos, él sucumbió otra vez
a una promesa de amor. La fuerza de la sangre, un decir.
-Yes –repuso, para mostrar su formación lingüística.
-Te ví pinta de argentino…
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-¿Por qué, che?
-El porte internacional.
-Explicáte –repuso Floro.
-Te lo digo en dos palabras. Se visten como ingleses,
gesticulan como italianos, y llegado el momento de pagar,
muestran la hilacha de gaita cruzado con libanés.
-¿Eso te disgusta?
-¡Al contrario! –dijo ella- ¡Vds. me encantan! ¿Qué te
parece, si nos conocemos mejor?
“¡La paponia!”, pensó nuestro crédito, “¡Esta vuelta, se
me dió!”
Y poniendo cara de estar en onda, repuso:
-Te invito un rato, a mi hotel.
-¿Dónde parás?
-Treinta y cuatro y Broadway.
-¡Fuera de área!- dijo ella- Acá es mejor, porque están
los muchachos de Tony Mugnola, para asegurar
tranquilidad.
El Floro Radrizzani no entendía mucho, pero las
costumbres locales recién se conocen después de un buen
tiempo. Y mejor no andar preguntando, como payuca por
Retiro. Al ratito entraban en un tres estrellas, sobre una
calle lateral. La joda iba a salir cara, mas todo fuera por
meter su primer golazo en Nueva York. Entonces se vió
186
que estas lides tienen el mismo epílogo en todas partes.
De entrada, palabras lindas, más tarde unos arrumacos, y
el encuentro ya estaba a punto de caramelo, cuando ella
expuso sus pretensiones:
-Ahora sosiégate, manito, que la segunda parte te cuesta
trescientos verdes.
Imposible pensarlo más. Floro metió la mano en el
bolsillo pero los del “FBI” le habían sacado hasta el último
billete de cien, diciendo que eran falsos, antes de largarlo.Y
poco sirvieron promesas de pronto pago, ni la tarjeta de
Visa-Banco Nación. Aquella desalmada sólo estaba
dispuesta a continuar el romance contra la transferencia
de divisas fuertes. Nuestro hombre sintió entonces que sus
sueños se iban a las cloacas. Y en un rapto de
desesperación, empezó a gritar. Hasta que aparecieron
unos señores vestidos de blanco, con cara de
circunstancias.
-¡Házte el loco ahora, chamaco! –dijo uno, mientras le
ajustaba el chaleco de fuerza.
Así fue como Radrizzani conoció la parte bruta de Nueva
York. Lo metieron en una ambulancia, y ésta salió tocando
la sirena, rumbo al manicomio. Allí estuvo un largo tiempo,
sometido al tratamiento necesario para tranquilizarlo, con
duchas heladas y potente medicación. Hasta que cierto
día apareció un gordito al que no había visto nunca, y le
dijo que, según la computadora, ya estaba bien. ¡Qué
alegría! Pero ésta duró poco, porque en vez de ponerlo en
la calle, lo vino a buscar la policía migratoria. La terrible
“Migra”, que espanta a los mexicanos de las películas. Se
le habían vencido los tres meses como turista, sin
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regularizar su situación o abandonar el país. Y como eso
aquí es un delito grave, fue llevado ante el juez.
-¡Tres meses de reclusión! –dijo éste, disgustadísimo¡Todos los extranjeros son iguales! Si no vienen a poner
bombas, es para aprovecharse de nosotros comiendo
gratis. Como si fuéramos una agencia internacional de
caridad.
Las cárceles norteamericanas son confortables, y el
tiempo pasó rápido, mirando televisión en español. Pero
cuando llegó la ansiada libertad, volvieron los líos. Sin
importarle a nadie sus proyectos ni la justa opinión del
Preservativo Gómez, lo metieron en un camión celular, para
llevárselo al aeropuerto. Deportado por mala gente, el
pobre. Más viejo, seco como lengua de loro, y sin un amor
que echar de menos. Ni equipaje tenía ya, después de
pasar por los vericuetos del sistema.
“América para los americanos”, recordó que decía la
célebre frase de Monroe. Y entonces le vino al coco otro
pensamiento profundo: “¡Mejor así!”.
Sea como fuere, subió a la blanca aeronave, y le quitaron
las esposas. Entonces pudo disfrutar de un viaje de novela.
Para contarlo muchas veces en el bar. Exquisitas viandas,
y atención señorial. Con unas azafatas esculturales y
simpáticas, que daban ganas de volar toda la vida.
-¿Se le ofrece algo más, al caballero?
Fueron nueve horas de placer, flotando entre las nubes.
Insólito contraste con tanta incomodidad, en las mazmorras
que Nueva York reserva a los indeseables. De pronto, el
altoparlante anunció que aterrizaban en Ezeiza. Miró por
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la ventanilla, y pudo ver un gran letrero de aluminio, con la
palabra “Bienvenidos”.
-¿Me sacás una foto, junto al cartel, che? –le preguntó
a un pibe, que iba con la cámara al cogote.
-¿Cuál cartel?
Dio media vuelta para mostrárselo, pero sólo quedaban
los postes. Algo más allá corrían varios cirujas, llevándose
un rollo metálico. Al ratito se oyó una sirena, mientras
sonaban los tiros.
-¡Qué barbaridad! –dijo alguien.
Llegó al mostrador de la policía, y un morocho con cara
soñadora le informó que el trámite de ingreso al país era
largo, pero por cien dólares se podía activar. Después el
inspector de aduanas le pidió una donación para el
sindicato, sin advertir que venía sólo con lo puesto. Y
cuando salió de la estación aérea, los taxistas lo acorralaron
como tigres hambrientos, exigiendo precios de ciencia
ficción.
-¡Formá o te quedás a dormir en Ezeiza! –dijo uno.
La recepción no fue gran cosa, es bien cierto. Pero el
Floro se sentía bien. Había conocido el mundo, y todo lo
hacía sentirse en casa.
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INDICE
Adivina, adivinador .................... 15
Camino de Asunción ..................33
Destinos de piedra .....................59
El sueño del pibe........................83
God save the Queen .................101
Los trabajos y los días ..............115
Luces de la ciudad ...................139
Una partida difícil......................157
Bienvenido, Mr. Radrizz.............175
191
OTROS LIBROS DEL AUTOR
“La idea fija”, relatos.
1ª edición, 1994.
2ª edición, 2003.
“Lo que trajo el mar”, novela, 1995.
“Rimas de soledad”, poesía.
1ª edición, 1995.
2ª edición, 2002.
“El libro de todos”, antología, 1999.
“Relatos del fin del tiempo”, en preparación.
OBRA PERIODISTICA
Serie satírica “El amasijo”, publicada semanalmente en la
prensa escrita, durante 1996-1999, y que hoy aparece en
veintinueve medios de ocho países.
Serie semanal “De todo, como en botica”, publicada en la
prensa escrita durante 1997-1999 de pronta reaparición.
Más de un centenar de artículos diversos.
193
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