LavidaDeLosDesplazados

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LA VIDA DE LOS DESPLAZADOS
EN LA TIERRA DEL MIEDO Y EL OLVIDO1
Humberto Tobón y Tobón2
«En muchas ocasiones salimos a buscar en las canecas de basura algo de comida para poder pasar el
día» cuenta Josefina mientras se acomoda una larga bata amarilla, para sentenciar luego que «nosotros
vivimos peor que los perros»
Josefina vive en una ladera, donde se levantan siete toldos de esterilla, tejas de cartón, paredes forradas
con plástico y papel periódico, piso en tierra y fogón de petróleo. Su «vivienda» de nueve metros
cuadrados la comparte con su esposo, tres hijos entre dos y siete años, un cuñado y una sobrina.
Las siete personas que duermen en dos colchones y aprietan sus cuerpos para resistir el penetrante frío de
la madrugada, vivían hasta hace algunos meses en una vereda de un municipio cafetero de Antioquia.
«Todos nos acostábamos llenos y dormíamos cómodos. Nunca faltó una aguadepanela»
El marido de Josefina era propietario de ocho cuadras de una parcela cafetera, donde también habían
sembrados de plátano y caña panelera. «Semanalmente sacábamos al pueblo el café y la panela, y eso nos
daba para comprar el mercado de la familia y los jornaleros» La niña mayor iba a la escuela que quedaba
cerca de su casa y los otros dos niños permanecían al pie de su mamá, que se encargaba de todas las
labores domésticas, incluida la de alimentar a los trabajadores
La vereda nunca presentó problemas de orden público. «Por allí no se veía ni un ladrón» Sin embargo, la
situación empezó a empeorar cuando la comandancia de Policía decidió trasladar los agentes del puesto
veredal hacia la zona urbana, con el fin de reforzar allí la vigilancia. Y desde ese momento la tensión y el
miedo empezaron a apoderarse de los campesinos. «Muchas veces fuimos donde el Alcalde y el
comandante de la Policía para que regresaran a los agentes. Sólo nos escuchaban, pero nunca atendieron
nuestras peticiones»
Los ladrones empezaron por robarse las gallinas, luego el plátano y más tarde el café. Meses después el
Inspector de Policía alertó sobre la presencia en áreas cercanas de hombres armados que no eran del
Ejército. Esa alerta temprana tampoco fue atendida por parte de las autoridades, quienes consideraban que
esa era una estrategia para llamar la atención y lograr el objetivo de que se le devolviera a esa vereda los
Policías.
Un día de finales de noviembre empezó a correr la versión de que los guerrilleros estaban muy cerca y que
se tomarían el pueblo. Y la hora llegó. Atacaron la Alcaldía y la estación de Policía. Hubo varios agentes
muertos y otros retenidos. En su huida, los guerrilleros se refugiaron en varias fincas de la vereda y de
alguna manera se camuflaron ante la persecución militar.
Dos semanas después, mientras estaban los campesinos reunidos en la pequeña plaza de mercado del
pueblo, aparecieron varios hombres armados, quienes con lista en mano los fueron llamando y los
obligaron a ponerse en fila. Les dijeron que ellos representaban las Autodefensas Unidas de Colombia y
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Columna de Opinión Libre. (sc) Abril 9 de 2003
Comunicador Social y Economista. Especializado en Finanzas y Educación Ambiental.
que no permitirían el ingreso de la guerrilla a esa región y menos la presencia allí de sus auxiliadores.
«De pronto se escuchó una ráfaga contra los que estaban en la fila. Varios de ellos cayeron muertos
inmediatamente. En la fila estaba mi marido a quien de milagro no lo cogió una bala»
A los campesinos sobrevivientes, los paramilitares les dieron cuatro horas para que llegaran hasta sus
fincas, sacaran los corotos y salieran de la región «con el compromiso de que no pueden volver por acá,
salvo que se quieran morir».
Desde ese día Josefina no cesa de llorar. Recuerda cómo sus compadres los vieron partir montados en la
flota de buses y no quisieron despedirlos. «La gente estaba acobardada. Todos los que fueron nuestros
amigos voltiaron la cara para que los paramilitares no pensaran que ellos también eran cómplices. Eso es
comprensible porque tenían miedo, pero eso me produjo tanta tristeza»
Ese acto de desconocimiento de quienes ella llama sus «compadres» se convirtió en un hecho
premonitorio de lo que les ocurriría en su larga travesía hasta llegar a la ciudad que hoy «los acoge»
Josefina cuenta que luego de muchas horas de viaje llegaron al caer la tarde a un pueblito muy pequeño, y
lo primero que hicieron fue buscar al Personero. Lo encontraron en una tienda y le contaron lo que les
había sucedido. El hombre, que ella describe como un muchacho alto y de bigote, les dijo que con mucho
gusto los ubicaría en una caseta comunal para que pasaran la noche, pero que a la madrugada se deberían
ir porque había orden de no permitir que ningún desplazado viviera allí.
Después de varios días de dormir en los aleros de las casas de los pueblos en los que esperaban recibir
alguna ayuda, la misma que ellos habían escuchado que el gobierno ofrecía a los desplazados, llegaron a
Medellín. Hasta ese momento los campesinos que venían huyendo de la muerte se mantuvieron unidos.
Sin embargo, cuando se vieron en la terminal de buses de esa ciudad, que muchos de ellos sólo conocían
por las fotos de los almanaques y en los programas de Teleantioquia, cada uno tomó un rumbo diferente.
«Sólo teníamos plata para almorzar ese día y eso hicimos. Pero por la noche, sentados en el parquecito de
un barrio sentimos que la vida se nos venía encima y le juro que yo pensé que era mejor que nos hubieran
matado», sostiene Josefina, una mujer de 1.60 metros de estatura, brazos fuertes, uñas cortas y un rostro
dulce pero enérgico.
Por primera vez en la vida se debían acostar sin comer. Los dos niños pequeños no cesaban de llorar. Las
manos del hombre, enseñadas a arar la tierra y a cargar bultos de café por las breñas de su finca, se
tendieron en busca de unas monedas para saciar el hambre de su familia. «Yo lo veía en esa situación y me
sentía humillada, mucho más cuando la gente pasaba sin mirarnos o nos miraba y no se veía en sus caras
ni siquiera lástima. Era como si no estuviéramos ahí. La gente ya no se conduele del dolor ajeno»
Luego de pasar dos noches durmiendo al pie de unas rejillas de una fábrica de confecciones por donde
salía el calor de las calderas, lograron que una oficina de la Red de Solidaridad los atendiera. Les
exhibieron varios papeles, les preguntaron sus nombres, les pidieron documentos de identificación y los
pusieron a contar su experiencia para comprobar que efectivamente sí eran desplazados.
Los funcionarios verificaban los datos que les entregaba el marido de Josefina sobre el número de
muertos, el día y el lugar en que ocurrió la masacre paramilitar. Luego de varias horas de trámites, ellos
fueron ubicados en un albergue, les dieron frazadas, alimentos y muñecos para los niños. Días después, un
trabajador social les comunicó que tenían derecho a recibir dinero para pagar dos meses de arrendamiento
y una ayuda para la manutención.
Josefina y su familia se trasladaron a una pieza en un barrio marginal de Medellín, «donde no nos
mojábamos y teníamos algo de privacidad». Allí permanecieron cuatro meses, de los cuales sólo pagaron
dos meses de arriendo, porque el padre no fue capaz de conseguir un empleo permanente y le tocó
dedicarse a las ventas ambulantes, de las cuales sólo obtenida dinero para asegurar la alimentación de sus
tres hijos y su mujer, además de su hermano y una sobrina de la esposa, quienes habían llegado días
después huyendo de la pavorosa violencia que se desató en ese pueblo cafetero de Antioquia.
«La situación se volvió insoportable. Yo había hablado con otros desplazados y uno de ellos me dijo que
habían empezado a construir estas chozas y que lo mejor era que nos viniéramos para acá, donde no
cobraban arriendo y de donde no nos podían desalojar porque había una ley que lo prohibía», cuenta
Josefina con aire de suficiencia, demostrando que ella había logrado algo bastante provechoso para su
familia.
Ahí, ubicadas en una ladera están siete casuchas donde viven cerca de cincuenta personas. No hay
servicios públicos ni infraestructura de saneamiento básico. El agua la traen de una quebrada que pasa a
dos cuadras y allí mismo se bañan y hacen sus necesidades fisiológicas.
Mientras Josefina recuerda sus manteles multicolores que engalanaban la mesa de su comedor, ubicada en
el corredor principal de esa finca donde vivió ocho años con su marido y donde esperaban vivir hasta que
se murieran de muerte natural; en la Alcaldía de Medellín se estaban firmando las órdenes de desalojo
para los habitantes de las siete casuchas.
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