Martín Fierrocontra la partida (de la crítica) Eduardo Romano

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Martín Fierro contra la partida (de la crítica)
Eduardo Romano
De las lecturas iniciales al reconocimiento de su valor artístico y a la exacerbación de su sentido como
épica nacional
En realidad, este texto también podría titularse, trasposiciones semánticas de por medio, “Sobre la llegada de Fierro a los ojos y a las orejas de la crítica”. Pero no hay duda de
que su canonización provino más de los lectores, de la circulación, de la aceptación entre sus
destinatarios, que de las voces autorizadas en su favor, aunque tampoco estas hayan faltado.
¿Equivale esto a decir que ya en ese momento el mercado decidía acerca de la lectura o de la
importancia de los textos? No cometería ese sacrilegio anacrónico, al margen de aceptar que
los textos saben reunirse muchas veces con quienes los esperan de una manera que los jueces
intelectuales no controlan ni respetan. ¿No sería el caso de Roberto Fontanarrosa?
Bueno, tras esta digresión, comenzaría por señalar que siempre disentí –varios testimonios publicados lo prueban– de la existencia del Martín Fierro, pues desde todo punto de
vista sabemos que Hernández escribió dos poemas distintos, cada uno con su título propio
y con una distancia temporal de siete años. Y no de siete años cualesquiera, ya que en ese
lapso viró su filiación política del federalismo moderado, no rosista, a la propuesta de integración nacional lanzada por el caudillo militar Julio Argentino Roca desde el PAN (Partido
Autonomista Nacional) y que incluye, por ejemplo, la federalización de Buenos Aires, que
Hernández vota.
Consecuentemente, esa variación de la “situacionalidad”, reconocida como un factor
restrictivo importante por la semiótica textual (Beaugrande y Dressler, 1997: cap. VII), incide sobre el nuevo poema en varios niveles: la enunciación pasa del “plan de un bajo” (a
cielo abierto) a una pulpería; del monólogo inicial y diálogo posterior entre Fierro y Cruz,
clausurado por un inesperado narrador, a una expansión del cantor, simétrica de la de El
gaucho Martín Fierro, el resumen de su experiencia en las tolderías, la muerte de Cruz, el
rescate de la Cautiva y el destino final de la mujer de Fierro, a partir de lo cual (Canto XI
de La vuelta) comienzan las historias personales de sus dos hijos y de Picardía, narradas
por ellos mismos.
Allí, el hasta entonces protagonista se sale de ese lugar: el Hijo Mayor está templando
la guitarra y Fierro comenta “vamos a ver qué tal lo hace/ y juzgar su desempeño”. Termina
ese canto con una presentación ponderativa, presuponiendo que deben ser buenos cantores
“porque dende chicos / han vivido padeciendo” y les gusta afrontar riesgos: “los dos son
aficionados,/ les gusta jugar con fuego”. Leo, en ese pasaje, un desplazamiento de lo testimonial vivido a un segundo plano para que cobre mayor vigencia el carácter espectacular y,
de hecho, durante la exposición de los muchachos algunos de los espectadores se permitan
interrupciones. Por ejemplo, para corregir el léxico del Hijo Segundo, a lo que este responde
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“No me parece ocasión de meterse los de ajuera” y “le pediré a ese dotor/ que en mi inorancia me deje” (II, vs. 2459-2460 y 2777-2778).
Si la primera parte ingresó al circuito oral y fundó un auditorio propio, en “Cuatro palabras de conversación con los lectores” de la segunda, Hernández habla del “libro” que elevará “el nivel moral e intelectual de sus lectores”. Ese cambio no afecta solo lo que Hernández
escribió, sino toda la poesía gauchesca, pues desde ahí pasa a formar parte del registro letrado al mismo tiempo que languidece su relación con los auditorios de escuchas. En esa nueva
modalidad se inscribirán todos los “continuadores” del autor, durante las primeras décadas
del siglo XX, como Nicolás Granada, Bartolomé Aprile y Alberto Vacarezza.
Aquel texto, junto a la carta a Zoilo Miguens que precede a El gaucho Martín Fierro y “La
carta del señor Hernández a los editores de la octava edición”, da cuenta de que el autor
sigue una poética realista y aun reformista, eminentemente letrada, al margen de emplear
en sus poemas recursos payadorescos. De esa manera, la poesía gauchesca como poética se
ha evaporado y, en todo caso, La vuelta refuerza los elementos novelescos que ya había en El
gaucho Martín Fierro y justifica la opinión de Borges al respecto, aunque no otras de sus consideraciones, como ya veremos.
En el primer poema había mantenido “la sabia y equilibrada configuración” de un
texto que es a la vez canto lírico (en ambas aperturas), relación de casos (narratividad),
encuentro y conversación cuasidramáticos. Como escribí en otra oportunidad, conviene
hablar de voces (cantor, víctima de una leva arbitraria, matrero, pequeño propietario rural) unificadas bajo un mismo nombre simbólico (Romano, 1983: 37-38). De todas ellas, es
la palabra del gaucho trabajador la única que carece de apoteosis y aconseja, finalmente,
una táctica dispersión.
En cuanto a la recepción inicial, le fue favorable (Subieta, Miguel Navarro Viola, Miguel
Cané) pero en cuanto a su utilidad o como testimonio y alegato a favor de los gauchos desposeídos, sin comprometerse demasiado con la dimensión artística del texto. Cito del primero
de los nombrados, el boliviano Subieta:
Hablamos de bibliotecas populares, gastamos sendas sumas en ellas y no tenemos ninguna;
algo más: no tenemos tres libros verdaderamente populares, argentinos útiles.
El gaucho aprende a leer y al año que sale de la escuela olvida lo que le costó la consagración
de cinco años, porque no tiene qué leer.
Se exige que progrese en industria, en costumbres, en ideas, en riqueza, y no se pone en
sus manos el libro rudimental de derecho, de moral, de agricultura, de urbanidad. (Chávez,
1959: 159).
Le reconoce en seguida a los poemas esa función instrumental. Bartolomé Mitre, por
el contrario, no cree que ese texto perteneciera al campo de la poesía. Reconoce que es “espontáneo, cortado de la masa de la vida real”, pero también que carece del grado de “idealización” exigible al arte, asunto sobre el cual ya se había expedido en una Nota de 1854 a su
poema Santos Vega:
Esta composición pertenece a un género que puede llamarse nuevo, no tanto por el asunto
cuanto por el estilo. Las costumbres primitivas y originales de la pampa han tenido entre
nosotros muchos cantores, pero casi todos ellos se han limitado a copiarlas toscamente, en
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vez de poetizarlas poniendo en juego sus pasiones modificadas por la vida del desierto y
sacar partido de sus tradiciones y aun de sus preocupaciones. (1916: 361).
Hubo que esperar a que algunos críticos españoles se interesaran en los poemas para
que el enfoque mejorara. En el primer número de la Revista Española, Miguel de Unamuno lo
entronca con la estirpe épico-lírica del romancero y, en su afán de españolizarlo, llega a decir
que sus compatriotas no necesitan ningún glosario para leerlo y comprenderlo. Otra herencia hispánica sería su realismo, condición que le sirve para polemizar en ese momento con
los poetas modernistas hispanoamericanos que solo leían e imitaban a escritores franceses.
Menéndez y Pelayo, al incluir un pasaje en su Antología de poetas hispanoamericanos coincide al decir que “es, de lo hispanoamericano que conozco, lo más hondamente español” (Menéndez y Pelayo, 1895), pero no acepta que sea un texto tan popular y cree que su faz estética
se resiente por la voluntad de opinar políticamente. Un indicio de que el polígrafo español
juzgaba desde otra axiología, no muy respetuosa de algo rioplatense, es que ponga en serie a
los poemas hernandianos con La cautiva (1837) de Esteban Echeverría, pasando por alto el
nivel de lengua y los intentos por semiotizar el habla gauchesca.
La llamada generación del 80 tuvo un ala cosmopolita, muy nutrida, pero asimismo otra
de nacionalismo liberal que, hasta cierto punto, fue el antídoto o la compensación de la apertura de la economía agropecuaria del país al mercado internacional. La encabezó el riojano
Joaquín V. González, quien en La tradición nacional (1887) encomió a Hernández porque sus
poemas le parecían “el alma de nuestras masas en una época” (1957: 106), aunque desde el
punto de vista estético los pusiera por debajo de Fausto (1866) de Estanislao del Campo y de
Santos Vega (1888 y 1906) de Rafael Obligado.
El primero en combatir esa confusión entre la gauchesca, donde el artista hace hablar
a un gaucho y en todo caso dice lo suyo a través de él, y el nativismo, cuyo autor solo cede la
palabra circunstancialmente y habla él acerca de tipos, costumbres y objetos camperos, fue
Martiniano Leguizamón. Para él, desde un artículo aparecido en el diario El Tiempo, Echeverría inicia una tendencia poética (la que llamo nativismo) y Bartolomé Hidalgo, otra. Así lo
especifica en un artículo posterior, incluido en De cepa criolla (1906).
Tras señalar que no es nada fácil hacer literatura del mundo rural, en un trabajo pionero
acerca de la vida y obra de Hidalgo, afirma:
La impropiedad en la pintura de los tipos, escenas y usos regionales son lunares en toda
obra de ambiente local. En Hernández –es necesario reconocerlo como una de sus cualidades más excelentes– no se encuentran esas impropiedades; domina la materia, se ha compenetrado con ella íntimamente, sin preocuparse solo del idioma, que es lo accesorio; ha visto
las cosas, las ha sentido y las ha expresado como un paisano. (Leguizamón, 1961: 48-49)
Esa posición lo llevó a discutir, años después, con Obligado, quien, como antes Mitre,
consideraba a la gauchesca una poesía marginal. De todos modos, la reivindicación iniciada por el entrerriano Leguizamón fue llevada a consecuencias extremas por Ricardo
Rojas y Leopoldo Lugones en el momento de los primeros centenarios de la independencia nacional. En sus clases inaugurales de Literatura Argentina en la Facultad de Filosofía
y Letras (1913), que servirán de base a su volumen “Los gauchescos”, primero de su impresionante La Literatura Argentina. Ensayo filosófico sobre la evolución de la cultura en el Plata
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(1917), el santiagueño habla de Hernández como del “último payador”, sin reconocerle
su dimensión letrada.
El cordobés, por su parte, le dedica sus famosas conferencias del teatro Odeón, que
pasan a su libro El Payador (1916). Ya el título implica una postura, pero Lugones, que
está encarnizado con la posibilidad de que el aluvión inmigratorio desnaturalice nuestra
identidad nacional, así como empeñado en demostrar nuestras raíces grecolatinas y no
católicas, por todo lo cual sostiene que “[c]omo gran poeta que es, él no sabe de recursos
literarios ni de lenguaje preceptivo. Su originalidad proviene de la sinceridad con que
siente y comunica la belleza” (Lugones, 1967: 208). El juicio trasunta una confianza en el
arte “natural” muy alejado ya de sus inicios como discípulo modernista de Rubén Darío.
De los enfoques académicos a la disputa política
El reconocimiento artístico fue seguido por una etapa de investigaciones y estudios
filológicos radicados, inicialmente, en el Instituto de Filología de la Facultad de Filosofía
y Letras de la UBA que creara Américo Castro. Allí realizó Eleuterio Tiscornia su edición (1927) profusamente anotada hasta el exceso detallista. Iniciaba un camino al que
contribuirían en las décadas siguientes otros estudiosos, sobre todo del vocabulario y los
modismos camperos: Santiago Lugones, Elbio Fernández Jacques, Elbio I. Castro, Pedro
Inchauspe, Amaro Villanueva…
Más específico, Carlos Alberto Leumann trabajó con los seis cuadernos originales
de La vuelta que le cedieron las nietas del poeta. Eso le permitió confrontar los cambios
realizados en la versión definitiva y los procedimientos de autocrítica a que estuvo sometido su borrador. Deja así demostrado que Hernández era un poeta letrado consciente de
su tarea, aunque parte de ella consistiera, precisamente, en darle un tono payadoresco
al texto, para lo cual estudió los procesos imaginativos del habla gaucha y no le otorgó
demasiada coherencia lógica a sus razonamientos. Ya en la “Necesaria introducción” consigna que así pudo aproximarse al folclore:
Son un asombro los efectos de belleza y poesía que suele producir la discordia genuina,
señalada por Hernández, en la sucesión de las imágenes y los pensamientos. Y esto podría
estudiarse con abundancia de materia en la letra que acompaña los bailes de alma argentina
más autóctonos. (Leumann, 1945: 10)
Destaca, asimismo, las supresiones e intercalaciones respecto del plan original, la continuidad y enlaces narrativos, las figuras del protagonista, el episodio de la Cautiva, la asombrosa figura del Viejo Vizcacha y, sobre todo, la capacidad de reconstruir el habla gaucha
hasta el punto de crear expresiones paremiológicas que se confunden con las de verdadera
procedencia popular: “creó proverbios, palabras, giros de sabor nuevo, con tanta autoridad
como el pueblo mismo” (Leumann, 1945: 154).
En este lapso, algunos críticos explayaron la identidad artística de ambos poemas, minimizando el interés sociopolítico. Diría que Ángel Battistessa y Miguel Ángel Azeves sobresalieron en esa tarea. El primero en su colaboración con la Historia de la literatura argentina que
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coordinó Rafael Alberto Arrieta a fines de la década del 50. Trata ahí de deslindar lo que
considera circunstancial (la protesta contra la injusticia) de lo permanente (la elaboración
artística) y el acierto en la configuración de ciertos personajes inolvidables (aparte del protagonista, la Cautiva, Vizcacha) y de ciertas biografías muy atractivas, como la de Picardía.
Azeves se detiene especialmente en la habilidad versificadora del autor y en los intertextos con la poesía gauchesca anterior, por un lado, y con la literatura universal, desde Homero
hasta El Diablo Mundo del romántico español José de Espronceda, por otro. Las Acotaciones
que suma a su trabajo están en la línea de las búsquedas filológicas de Tiscornia y, si bien son
generalmente necesarias, caen a veces en un excesivo academicismo.
Esa línea de lecturas coincidió, en este período, con otras donde los poemas, dada la
filiación política federal del autor, ingresaron a la fuerte polémica ideológica que la asonada
militar de 1943, primero, y el primer peronismo (1946-1952) después, provocaron en la ciudadanía. En El mito gaucho, el filósofo Carlos Astrada enalteció los poemas como “plasma vital
proyectivo de nuestra estirpe” (1948: 71) opuesto a la elite dirigente, para la cual el proceso
civilizatorio argentino debía ajustarse al modelo europeo.
Otorgó una simbología especial a ciertos personajes, Cruz representaba para él un ideal
de justicia, sacrificio y amistad, desde el momento en que lanzó su grito de no permitir que
se ultimara a un valiente en franca desigualdad numérica. En cuanto a Vizcacha, sus consejos
trasuntan la mezquindad y el oportunismo de la oligarquía que se apropió de los destinos del
país. Los consejos de Martín Fierro a sus hijos y a Picardía, en cambio, apuntan a recuperar
la conciencia extraviada de la nacionalidad.
Del mismo año es Muerte y transfiguración de Martín Fierro, caudaloso ensayo de Ezequiel
Martínez Estrada. En ciertos capítulos, como “Morfología del poema” o “Las estructuras”,
desliza una serie de observaciones críticas muy interesantes acerca de la versificación o de
la composición argumental. En “Sentimientos abstractos“ de la Tercera Parte, describe los
elementos de “realismo plebeyo” (humorísticos, satíricos y aun grotescos) que le otorgan un
lugar distinto a Hernández dentro de la trayectoria de la poesía gauchesca, aunque hacia el
final, contradictoriamente, señala las limitaciones de su estética, que no fue para él más allá
de lo payadoresco.
Con parecidas vacilaciones escribe sobre los poemas Jorge Luis Borges. En un artículo
recogido en Discusión (1932) lo considera “obra máxima” del género, que ha provocado tres
formas de crítica dispendiosa: la de los periodistas que confundieron “retórica deficiente”
con ausencia de retórica y lo folclorizaron; la que exageró lo épico del texto e hizo de “ese cuchillero individual” la síntesis de nuestra nacionalidad; una tercera que lo usó como excusa
para digresiones históricas o filológicas.
No puede desconocer su importancia artística, pero tampoco olvidar que su autor perteneció al partido federal, contra el cual bregaron sus antepasados. Por eso lo acusa de estar
escrito en un tono “de compadre criollo, no de paisano (…) por las reiteradas bravatas y el
acento agresivo” (Borges, 1932: 34) y aclara que ese “cuchillero individual” dista de representar, como pretendió Lugones, un emblema de la nacionalidad.
Retomó el tema en un volumen para la “Colección Esquemas”, en 1953. Opina ahí que es
nuestra primera novela (en verso) en el mismo momento en que ese género se consolidaba en
Europa con Balzac, Dickens, Dostoievski… Y no vacila en añadir otras comparaciones que lo
desmerecen: Ascasubi tuvo un espíritu festivo que le faltan a sus versos quejumbrosos; Fausto
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lo sobrepasa en cordialidad amistosa y apeló a un borrador para dibujar su asunto, que fue
Los tres gauchos orientales de Antonio Lussich.
La escena en que, borracho, asesina al negro es una de las más famosas y “desgraciadamente, para los argentinos, es leída con indulgencia o con admiración, no con horror”
(Borges, 1953: 38). Esa acotación, como las reticencias anteriores, da cuenta de una velada polémica del ensayista con los nacionalistas que reivindicaban como propio ese pasado federal
y que habían llegado al gobierno mediante un golpe militar en 1943. Más tarde, el primer peronismo exacerbó esos formantes, según lo que acabo de decir a propósito de Carlos Astrada.
Por eso también la actitud de Cruz, al solidarizarse con el más débil, le merece a Borges esta
acotación: “en estas tierras el individuo nunca se sintió identificado con el Estado” (1953: 41).
Desde la izquierda trotskista, Jorge Abelardo Ramos replicó con munición gruesa
estas ambivalencias de Martínez Estrada y de Borges en su combativo Crisis y resurrección
de la literatura argentina (1954). Más moderado e incisivo, Arturo Jauretche también rechazó esas lecturas por considerarlas tendenciosas en Los profetas del odio (1957). Además, le
llama la atención que Borges considere que la poesía gauchesca se diluyó a fines del siglo
XIX, cuando en 1934 había sido el prologuista de su poema gauchesco El paso de los libres,
escrito al calor de la rebelión de varios coroneles yrigoyenistas contra el gobierno fraudulento del general Agustín P. Justo.
Del revisionismo contornista hasta hoy
En el último medio siglo aparecieron otras perspectivas críticas, vinculables con las
vicisitudes que ese tipo de discurso experimentó en sus contactos con ciertas corrientes dominantes en Europa. Así, algunos integrantes de la revista Contorno (1953-1959), luego de
ejercitar su revisionismo sobre obras y autores del siglo XX, se acercaron a estos poemas
paradigmáticos.
Adolfo Prieto sostenía que “significa en nuestra historia literaria el más valioso experimento de literatura popular y descubre, con su éxito sin precedentes, las posibilidades de un
público menospreciado hasta entonces por el escritor culto” (1956: 65).
Cuando se ocupa de “La culminación de la poesía gauchesca” (en Trayectoria de la poesía
gauchesca, 1977), escribe que está en los poemas de Hernández, pero también en otros dos
poemas narrativos extensos: Santos Vega de Ascasubi y Los tres gauchos orientales del oriental
Antonio Lussich, ambos de 1872. Pero juzga que aquel tiene un grado de simbolismo y dramaticidad incomparables. En cuanto a su popularidad, piensa que la trimembración de sus
estrofas lo hizo muy memorizable para el público menos letrado. El discurso criollista en la
formación de la Argentina moderna (1985) desplaza la comparación con otros poetas de 1956 a
las novelas de Eduardo Gutiérrez. Cuando estas fueron versificadas o dramatizadas, a fines
del siglo XIX y comienzos del XX, sus héroes absorbieron al Martín Fierro: “El perfil de
Hernández se desvanece así en el ámbito de la cultura popular según un proceso de paralela
cronología al verificado en el ámbito de la cultura letrada” (Prieto, 1988: 89).
Noé Jitrik emplea criterios estructuralistas en su artículo “El tema del canto en el Martín Fierro” (1968), convencido de que la apertura de ambas partes dan las claves para leer
el conjunto, si atendemos a la poética del cantar opinando. Trata de distanciarse así de las
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apreciaciones de Martínez Estrada, cuyo método de lectura le parece “impreciso y despojado
de material documental”, un material que Jitrik busca en historiadores (José Luis Busaniche,
Beatriz Bosch) y críticos anteriores (Amaro Villanueva, Miguel A. Azeves, Pablo Subieta)
para acercarse al núcleo “productivo-poético” de los versos.
Cuando Boris Spivacow, expulsado de EUdeBA por la dictadura del general Juan Carlos
Onganía, emprendió la tarea de revivir ese emprendimiento en el Centro Editor de América
Latina, lo actualizó con una serie de fascículos que obtuvieron un alto margen de aceptación
en los quioscos. Una de tales series fue Capítulo, la Historia de la Literatura Argentina. Para ella
escribió Jitrik un texto que se centraba en dos aspectos: las elaciones del poema con diversas
tradiciones literarias y su estructura interna.
En el primer aspecto, destaca los formantes que provienen del folclore (argumentos y
romances matonescos), de la poesía gauchesca anterior (el diálogo, el relato informativo) y
de la poesía narrativa del romanticismo. En el segundo, enfatiza las semejanzas y diferencias
entre ambas partes; para explicar esto recurre a las transformaciones políticas que había experimentado en esos años el autor y a las cuales me referí en el comienzo de esta ponencia.
Las reticencias evidenciadas en su momento por Martínez Estrada y por Borges tampoco
desaparecieron, como lo evidencia un estudio de Halperín Donghi (1971) sobre el Hernández periodista que se extiende al poeta. Sobre el primero opina que no superó la medianía
y en el capítulo “Nacimiento y metamorfosis de Martín Fierro” reconoce que Hernández
elaboró una acertada identificación entre su modo de sentirse perseguido –luego del fracaso
de la rebelión de López Jordán en Entre Ríos, 1871– y la del protagonista, pero luego arriesga
que el asesinato del negro (I, vs. 1139-1264) y la complicidad de Hernández con el de Urquiza
señalan un nivel compartido de “inhumanidad”.
Como Martínez Estrada, cree que la aparición de otras figuras, en particular la de Cruz,
opaca al protagonista. En cuanto a los consejos que caracterizan a La vuelta, no los considera
resultado de la experiencia pampeana del autor, sino una acumulación de proverbios tomados de fuentes letradas, sobre todo religiosas. El poeta se convierte de ese modo en maestro
y trata de orientar al gaucho con un saber al que no podría acceder por su cuenta.
Fermín Chávez, por lo contrario, revalora los “contenidos ideológicos y políticos” en un
artículo publicado en Cuadernos Hispanoamericanos (Madrid, marzo de 1980). Para hacerlo se
apoya en otros críticos, como Amaro Villanueva, de Paoli y Azeves, e intenta reivindicar lo
que “la crítica tradicional ha desvirtuado”. Aporta nuevos datos históricos que explican las
diferencias entre ambas partes, el pasaje de Hernández del federalismo no rosista al autonomismo, a partir de la elección de Nicolás Avellaneda (1874) como presidente de la Nación, y
recupera a los críticos que desde siempre reconocieron el sentido y los alcances de la prédica
políticosocial del autor, como Pablo Subieta.
El crítico uruguayo Ángel Rama comienza a ocuparse de la gauchesca en la década del
60. Pero los artículos que más involucran a Hernández, en su recopilación Los gauchipolíticos
rioplatenses (1982), son ya de los años 70. Su posición es que dichos poemas deben ser leídos
conjuntamente con los de Lussich y el Santos Vega de Ascasubi, en tanto “eclosión de poetas gauchescos de dominante realista” (Rama, 1982: 105) en un nuevo contexto ideológico
generacional.
Sin embargo, es al prologar el volumen La poesía gauchesca (1977) de la Biblioteca venezolana Ayacucho con el estudio “Sistema ideológico de la poesía gauchesca” cuando apela a
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un nuevo bagaje teórico para hacerlo: el esquema comunicacional de Roman Jakobson, la
lingüística de la enunciación (Benveniste), la perspectiva semiótica de Julia Kristeva sobre
el lenguaje poético y la de Greimas sobre aspectos semánticos, la sociolingüística de Basil
Bermnstein. Pero, sobre todo, las reflexiones acerca de la cultura popular que los ecos de Antonio Gramsci y de Mijail Bajtin habían despertado en América latina y que permitían reencontrar en los poemas hernandianos “un alto ejemplo de la creatividad del pueblo” (Rama,
1988: 222).
Cuando, a fines de 1979, el mencionado Centro Editor de América Latina decidió actualizar y ampliar la experiencia de Capítulo de la Literatura Argentina, duplicó los fascículos acompañados de volúmenes ilustrativos de cada uno. Por eso dedicó un número a José Hernández y
otro a Martín Fierro, elaborados por María T. Gramuglio y Beatriz Sarlo, quienes desplegaron
en el primer fascículo la trayectoria política y periodística del autor, las vicisitudes del texto
frente a la crítica nacional. Concluyeron que Martínez Estrada fue el responsable de “la crítica más inteligente y original” (Gramuglio-Sarlo, 1979: 21), pese a su eclecticismo, porque
planteó problemas específicos antes soslayados, desde la versificación hasta la resolución del
encastre narrativo entre ambas partes.
En el segundo fascículo, trabajan más directamente sobre el texto, desde sus relaciones
con el género gauchesco hasta sus mecanismos de denuncia social y de transformación del
saber rural en literatura. Se detienen, especialmente, a señalar sus innovaciones retóricas
respecto del género, como que sus personajes no son intercambiables y están sumamente
personalizados, sobre todo a través de los monólogos. O sea, los procedimientos que le hicieran ver a Borges, en estos textos, una novela.
Casi una década después, Josefina Ludmer somete los textos de la poesía gauchesca y en
especial el de Hernández a una lectura desde renovados parámetros críticos transdisciplinarios (algunos herederos italianos de Gramsci, como Lombardi-Satriani o Cirese, cruzados
con Foucault, Deleuze-Guattari, el psicoanálisis lacaniano) en varios artículos que desembocarían en el volumen El género gauchesco. Un tratado sobre la patria (1988).
Define al género como “un uso letrado de la poesía popular” (Ludmer, 1988: 11) y diferencia la cultura popular campesina o folklórica de la popular urbana y de la llamada
“cultura de masas”. Toda su reflexión gira sobre las construcciones verbales que unos poetas
fronterizos (con saberes a la vez rurales y letrados) hicieron de dicha cultura en un género
cuyos límites le permiten formulaciones, no siempre compartibles ni suficientemente justificadas por fuera de los presupuestos teóricos que la avalan.
Su búsqueda descubre un tono peculiar no solo en “las palabras escritas, las voces oídas
y sus sentidos, sino también sobre la división de la voz del otro” (Ludmer, 1988: 81). El tono
que alterna desafío y lamento, los cuales, cada uno a su manera, reaparecieron en el tango
y la milonga, aunque luego “el grotesco los combinó y alternó para representar otro pacto
contradictorio con un nuevo otro, los inmigrantes” (Ludmer, 1988: 219).
En 2001, la “Colección Archivos” de ediciones críticas incorporó los poemas como volumen 51. Su gran novedad filológica era recuperar un borrador de la Ida que la profesora
Blanco Amores de Pagella había tenido oportunidad de consultar y comentar en 1972. Unos
de los coordinadores de la edición, Ángel Núñez, la describe como “una rústica libreta ‘de
pulpería’ cuyas hojas miden 15,4 por 10 cm. Y a la que le falta aproximadamente la mitad
final” (Lois-Núñez, 2001: XXI). Era propiedad de la familia Castello y, ante la indiferencia
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oficial por adquirir ese material, Ana María Barrenechea interesó a Amos Segala (Director
de Archivos) y este, a dos empresarios que pagaron la restauración para donarla al Museo
Histórico Nacional.
A partir de ese valioso material recuperado, Elida Lois preparó una edición crítico-genética sumamente cuidadosa y erudita, a la cual la colección, como es habitual en sus volúmenes, añadió un aparato crítico importante, que no me puedo detener ahora a describir,
orientado por el coordinador Ángel Núñez y donde Mónica Bueno, Liliana Weimberg, Jorge
B. Rivera y Miguel Dalmaroni revisan las principales lecturas de los textos: Liggia Chiappini
y Juan Carlos Garavaglia ahondan el estudio del contexto y Susana Romanos de Tiratel actualiza la bibliografía que preparara el especialista Horacio J. Becco en 1972.
Núñez, Rosalba Campra, Paul Verdevoye y Julio Schwartzman ofrecen nuevas perspectivas sobre el conjunto o sobre detalles de ambos poemas que prueban, fehacientemente, el
carácter clásico de los mismos, pues siguen desafiando a los intérpretes que se les acercan
con nuevas sugerencias y posibles enigmas irresueltos. En esta ponencia, escrita cuando acababa de terminar el prólogo para la edición que la Universidad de Villa María (Córdoba) me
había encargado oportunamente, he tratado de resumir y comentar algunas líneas nada más
de esa prolongada lucha de los textos con una crítica más o menos respetable, pero siempre
apasionada.
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Ramos, Jorge Abelardo. Crisis y resurrección de la literatura argentina, 1954.
Romano, Eduardo. 1983, pp. 37-38.
CV
Eduardo Romano es profesor de Letras de la UBA. Se doctoró con la tesis “La literatura
en semanarios ilustrados, revistas de intelectuales y algunos periódicos en el lapso 18981912” en 2000. Actualmente dicta Problemas de Literatura Argentina en la Facultad de
Filosofía y Letras, UBA. Es autor de numerosos artículos críticos y de los libros Mascaró
de Haroldo Conti (1986), Sobre poesía popular argentina (1983), El nativismo como ideología
en el Santos Vega de Rafael Obligado (1991) y Voces e imágenes en la ciudad. Aproximaciones
a nuestra cultura popular urbana (1993).
I JORNADAS DE HISTORIA DE LA CRÍTICA EN LA ARGENTINA 205
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