El granito de trigo que queria ver a DIos

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EL GRANITO DE TRIGO
QUE
QUERÍA VER A DIOS
M. C. Bouzas
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A mis nietos Jaime y Raquel que han
hecho posible que este cuento llegue a
vosotros. Con todo mi amor,
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EL GRANITO DE TRIGO QUE QUERIA VER A DIOS
Estaba junto a millones y millones de granos de trigo como él, formando un inmenso
montón; en el granero, oscuro y fresco; todo parecía en calma. Bueno... todo menos él, porque
desde que llegó allí solo tenía una idea que se había convertido en obsesión; haría todo lo que
fuera necesario hacer, pasaría por todo lo que hubiera que pasar, sufriría lo que hubiera que
sufrir, pero estaba absolutamente decidido a transformarse en una espiga con la caña tan alta,
tan alta, que llegaría hasta el cielo para ver a Dios. Ver a Dios... Le emocionaba tanto la idea
que no podía pensar en otra cosa, ni imaginar mayor felicidad. ¡¡Ver a Dios sería tan
maravilloso!!
Pero para conseguir su objetivo tendría que librarse de algunos peligros. Dentro de
pocos días, aparecerían en el granero los operarios y de aquel enorme montón harían dos
partes: una iría inmediatamente al molino para convertirse en harina y la otra quedaría allí
hasta el otoño para ser sembrada y producir la cosecha del año siguiente. El tenía que quedarse
en la parte del montón que no cogieran los obreros, así es que se deslizó hacia el lado contrario.
Ocurrió tal como pensó, llegaron los obreros, cargaron la parte destinada a la molienda y
cuando terminaron, arreglaron el montón para darle buena forma y salieron rumbo al molino,
cerrando la puerta; el granero volvió a permanecer en calma.
Pero él aún tenia que librarse de dos enemigos terribles: los gorriones y los ratones.
En la parte superior del granero había unos tragaluces que en los días soleados se abrían para
que entrara el sol y el aire fresco, pero por aquellas ventanillas además del sol y el aire,
entraban los gorriones. Esos pequeños pájaros que en un santiamén se zampaban siete u ocho
granos, correteaban por el montón revolviéndolo todo y volvían a marcharse rápidamente por
donde habían entrado. Y lo peor era que en cuanto se les vaciaba el buche volvían de nuevo. ¡Y
qué decir de los ratones! Cuando oscurecía salían de la huras donde se escondían de día y, lo
mismo que los gorriones, se comían seis u ocho granos, roe que roe, con unos dientecillos
pequeños y afilados que no paraban hasta quedarse satisfechos. Quita, quita, él se quedaría bien
dentro del montón sin ser descubierto por ningún enemigo.
Así pasó el verano y llegaron las lluvias, y con ellas la época de la siembra. Una
mañana se abrió la puerta del granero y aparecieron de nuevo los obreros con el tractor y el
remolque. Igual que la vez anterior cargaban las palas y lanzaban el grano hacia el remolque
haciéndolo voltear por los aires. En una de esas paladas, el granito de trigo cayó al remolque
junto a sus compañeros. Se sentía nervioso e impaciente porque comenzaba su aventura.
Cuando terminaron de recoger la simiente, los obreros salieron, cerraron la puerta e iniciaron el
camino hacia la finca. Los granos de trigo se mecían con el suave traqueteo del remolque. Al
llegar a la tierra pasaron el grano del remolque a la tolva de una máquina de sembrar que
inmediatamente se puso en marcha. Los granos se iban deslizando por los canales de la
sembradora hasta quedar depositados en el suelo. El granito de trigo resbaló finalmente como
por un tobogán y cayó sobre la tierra oscura y fresca. Inmediatamente sin darle tiempo a más,
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un montoncito de tierra lo cubrió por completo y así quedó solo, silencioso y a oscuras. Se
asustó un poco pero pensó que su proyecto bien merecía algún sacrificio.
Pasados unos días notó que de él salían unas pequeñas raicillas que lo fijaban a la
tierra y a la vez iba engordando y engordando, hasta que finalmente su piel se abrió de extremo
a extremo, y de su interior brotó una pequeñísima hierba verde claro que apuntaba hacia la luz.
Aquello empezaba a ser difícil, decididamente abrirse por completo fue una experiencia muy
dolorosa, pero necesaria para cumplir su objetivo.
A las pocas semanas la hierba rompió la corteza de la tierra y salió a la luz, se quedó
admirada de toda la belleza que le rodeaba: el sol, los árboles, las otras hierbecillas como ella,
pero sobre todo el cielo hasta donde ella debía de llegar. A partir de este momento sólo tenía
que concentrarse en una cosa: crecer, crecer y crecer mucho para llegar hasta el cielo; y
efectivamente, cuando todos sus compañeros medían medio metro, ella sobresalía el doble,
pero el cielo estaba tan lejos... Una tarde de mayo notó que en el extremo de la caña aparecía
una espiga, tenía dos carreras de granos bien protegidos por su envoltura, al principio eran
pequeños y delgados, pero poco a poco fueron haciéndose grandes y robustos. Estaban
rematados por unas aristas que brillaban intensamente bajo el sol cuando soplaba un viento
suave; era una espiga verdaderamente hermosa. Cuando llegó el mes de junio el sol empezó a
mandar sus rayos ardientes sobre el trigal. Al granito cada vez se le hacía mas difícil crecer,
veía como disminuían sus fuerzas día a día y cómo su bello color verde intenso se iba
volviendo amarillo, cada vez más amarillo, hasta que un día finalmente, se secó por completo y
dejó de crecer. Desgraciadamente no había podido llegar al cielo. ¿Habría sido muy vanidoso y
Dios no estaría contento con él? En realidad él quería llegar al cielo, no para presumir ante sus
compañeros, ni para fardar ante sus amigos; él solo quería ver a Dios y le parecía que ese deseo
no debía desagradarle. Él no había podido cumplir sus aspiraciones pero aceptaba sin
condiciones lo que Dios quisiera hacer con él en adelante.
Una mañana de julio llegó a la finca una máquina enorme con una cuchillas que
giraban como locas y se engullían todo lo que encontraban a su paso, al tiempo que hacían un
ruido infernal. Cuando se puso en marcha comenzó a cortar las cañas casi a ras del suelo, las
empujaba a su interior y allí entre cribas y rodillos separaba el grano de la paja; ésta salía por
detrás casi convertida en polvo mientras los granos se amontonaban en una tolva. En una de
esas pasadas la máquina corto la caña del granito y éste se trasformó en veinte hermosos,
dorados y brillantes granos que quedaron en la máquina segadora, pero hasta llegar ahí habían
sufrido mucho. En la máquina segadora les quitaron su envoltura y perder el vestido
permaneciendo desnudos les humillaba y les hacía sentirse vulnerables.
Iniciaban ahora el camino inverso al que habían hecho en el otoño, de la segadora
pasaron al remolque y de aquel al granero donde los obreros vaciaron la carga que formó de
nuevo un enorme montón.
Pocos días después volvió el tractor con el remolque para retirar el trigo destinado a la
molienda. Los veinte granitos cayeron en el remolque junto a otros granos como ellos. En el
lento caminar del tractor hacia el molino, los veinte granitos pensaban que su destino final sería
convertirse en harina para el panadero, pero no sabían cuán equivocados estaban respecto a su
futuro y cuanto habían de sufrir aún para llegar hasta el final.
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En el molino el trigo pasó varias pruebas hasta convertirse en el polvo blanquísimo y
suave que es la harina. Primero les limpiaron tan intensamente que no quedó ni polvo, ni paja,
ni hierba por pequeña que fuera, estaban impolutos. Después los remojaron durante 48 horas
para estirar la piel por completo y finalmente les hicieron pasar por rodillos que primero les
quitaron la piel y después les trituraron y trituraron hasta convertirlos en harina. Si en la
segadora les habían desnudado, aquí les despellejaron, y eso... hay que ver lo que duele. Y los
rodillos apretando sin compasión... En fin, estaban convertidos en un montoncito de harina que
con el resto era envasada en sacos y apilados después en un almacén donde esperaban que
llegara el panadero y les llevara para convertirse en pan.
Pero una mañana apareció en la puerta del almacén una pequeña furgoneta. El
conductor se dirigió al encargado del almacén y le pidió tres sacos de harina para las monjas.
Inmediatamente el encargado tomó una carretilla y volcó en ella los tres sacos que pasaron a la
furgoneta. En uno de los sacos estaba el montoncito de harina; el chofer pagó, cerró la puerta
del coche y salió a toda velocidad por las calles de la ciudad. Bueno, a toda velocidad quizás
no, pero mucho más deprisa que el tractor en el que siempre habían viajado hasta ahora.
Llegaron a una casa muy grande a las afueras de la ciudad. El conductor llamó al
timbre y abrió una monja que le saludó amablemente y lo condujo hasta la parte posterior de la
casa donde estaba el obrador, allí hacían las monjas sus trabajos y allí dejaron los sacos.
Un día muy temprano cuando casi era aún de noche llegaron al obrador tres monjas
vestidas con batas blancas. Inmediatamente encendieron un horno eléctrico y en un gran balde
echaron los sacos de harina y lo mezclaron con agua templada hasta hacer una masa ligera y
suave. El montoncito de harina giraba en el balde sin saber muy bien a donde le conduciría el
paso siguiente.
Las monjas prepararon las planchas de hierro que tenían troqueladas en el fondo unas
formas redondas, algunas grandes y otras más pequeñas. Esparcieron la masa cremosa sobre las
planchas, en una de ellas calló el montoncito de harina. A continuación introdujeron las
planchas en el horno y el montoncito de harina sentía como iba secándose y endureciéndose
hasta convertirse en una oblea blanca y crujiente. Cuando se enfriaron las planchas, las monjas
fueron sacando y guardando ordenadamente la obleas en bolsas de plástico que dejaron en un
armario del obrador. El montoncito de harina estaba perplejo, no había ido a casa del panadero
para convertirse en pan ni había sido amasado para convertirse en dulce; esperó pacientemente
en el armario.
Una mañana llegó al convento el sacristán de la Parroquia que venía a recoger hostias
para las misas de su Iglesia. Una monja le entregó varias bolsas, en una de las cuales iba la
oblea del montoncito de harina. El sacristán llevó las hostias hasta la iglesia y otra vez
quedaron guardadas en un armario a oscuras y en silencio.
Pero la oblea empezaba a sentirse contenta, estaba en una iglesia y seguramente ahora
podría ver a Dios. Había fracasado su primer intento, pero quizás aún se realizaría su sueño.
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Un jueves muy caluroso del mes de junio se celebra la fiesta del Corpus Christi. Una
de las fiestas grandes de los cristianos, cuando agradecen tanto a Cristo que se haya quedado
con ellos que su gozo se sale de la Iglesia e inunda las calles de las ciudades; ese día la Hostia
se pasea por la ciudad y para ese evento se hacen grandes preparativos. Se sacan cosas que no
se usan frecuentemente: una custodia de plata y oro impecablemente limpia para colocar la
Hostia, un palio de seda blanca bordado y rematado con flecos de oro, un incensario reluciente;
todo brilla y refulge. La Iglesia se llena de flores y el olor intenso del incienso se esparce por la
iglesia y por las calles.
Al atardecer había en la Iglesia mucho movimiento, gente que entraba y salía, unos
que ayudaban con las flores, otros con la música y otros con las lecturas de la misa que se
celebraría posteriormente. Los niños vestidos de blanco ocupaban los primeros bancos. Todas
las luces estaban encendidas y había un ambiente de fiesta excepcional.
El sacristán preparó lo necesario para la misa, cogió una bandeja donde puso el cáliz y
sobre él un platito -la patena- donde colocó una hostia que sacó de las bolsas que guardaba en
el armario: la hostia era precisamente el montoncito de harina, lo tapó con un paño y lo sacó a
la Iglesia dejándolo sobre una mesa al lado del altar. El montoncito de harina estaba cada vez
más nervioso.
El párroco se preparó para la misa y la procesión. Revisó todo para comprobar que
estaba correcto y se vistió para la fiesta. Primero se puso un vestido blanco y sobre él otro sin
mangas profusamente bordado en oro y plata. Se dispuso a salir acompañado por dos
monaguillos vestidos también de blanco.
Cuando entró en la Iglesia abarrotada de gente, todos se pusieron de pie, la música
comenzó y se oyó el canto. Después alguien leyó en el misal diciendo que era la Palabra de
Dios. A continuación todos se sentaron y el párroco habló un rato. Cuando terminó, los
monaguillos acercaron al altar el cáliz y la patena que estaban a un lado. La hostia del
montoncito de harina empezaba a asombrarse. El sacerdote extendió un paño y puso sobre el la
hostia. La cogió en sus manos, bendijo a Dios por ese pan fruto de la tierra y del trabajo de los
hombres. La hostia pensó si los hombres y mujeres que llenaban la Iglesia serían conscientes
de esos trabajos: para llegar ahí los hombres habían tenido que arar, fertilizar, sembrar, segar
, limpiar, moler, amasar... y los granos de trigo habían tenido que ser desnudados,
despellejados, molidos, amasados, horneados... cuánto trabajo y cuánto sufrimiento, pero
intuyó que se acerca el momento impresionante de su vida. Por fin podría ver a Dios.
Después en la Iglesia todos se pusieron de pie y cantaron alabando a Dios.
Inmediatamente y como movidos por un resorte los feligreses se arrodillaron y se hizo un
silencio absoluto. El sacerdote tomó la Hostia en sus manos y lentamente dijo: “ Tomad y
comed todos de él porque esto es mi cuerpo”. La Hostia que sólo había tenido un objetivo, ver
a Dios, se estaba convirtiendo en Dios y sintió que des..a...p...a...r...e....c....í....a.
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