Horca y cuchillo, Luis Michelena

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Horca y cuchillo
Como las explicaciones más sencillas son siem pre preferibles en igualdad de condiciones, parece natu ral pensar que
urkam endi y urkabe significaban en el origen exactam ente
lo que parecen significar : «monte de la horca» y «madero,
viga, poste (abe) de la horca», respectivam ente. Esto ú ltimo lo señala ya don M anuel de Lecuona en su reciente libro
sobre el Oyarzun antiguo.
A pesar de acogerme a un título tan trem endo y trem endista, no es mi propósito añadir un apéndice a los A puntes
para una historia del garrote de Cela. Y no es que no pueda
agregar alguna cosita, basada en una experiencia m ucho más
directa de la que probablem ente posee don Camilo José. Pero
por diferentes razones valdrá más d ejarla para mis m em orias,
si es que algiin día llego a escribirlas.
Lo que pasa es que acabo de leer en una publicación
renterian a por la que siento la m ayor sim patía, el B oletín
del G rupo de M ontaña «U rdaburu», —hace ya años que
me conformo con p articip ar en esp íritu en las hazañas de
nuestros intrépidos m ontañeros— una página im pregnada de
h orror m edieval, titu lad a «H urcam endi» y firm ada por Bidazti. Esa página de literatu ra negra, como dicen ahora, sigue p or cierto a unos útilísim os consejos para evitar los rayos,
con los que procuraré consolarme en la próxim a torm enta.
Nos dice B idazti, una vez relatado el trágico fin del vizcaíno Iran zu , ladrón sacrilego de la Virgen de I c ia r : «Desde
entonces existe un H urcam endi en la orografía vasca.» Esto
necesita una precisión, porque la verdad es que, con leyenda
o sin leyenda, hay otros lugares así llam ados en nuestro país,
además del de Iciar, que ilustró con su prosa don Ju an Venancio A raquistain, autor tan leído en su tiem po como olvidado —y no sin alguna razón— en el nuestro.
A m i lista, estoy seguro, le faltará m ucho para ser com pleta. De todos m odos, bien cerca de aquí hay un m onte
U rkam endi en C izúrquil y se llam a tam bién así un térm ino
del ayuntam iento de B arrundia, en Alava. Hay otro m onte
de ese nom bre en O stabat, en vasco Izura, en la B aja N avarra, según veo en un artículo publicado en Gure Herria
de Bayona en 1956. Con una pequeña variación, U rkem endi
aparece como nom bre de m ontes y térm inos de O ndárroa,
M urélaga, Miravalles (Vizcaya) y Asiain, en la cendea de
Olza (N avarra).
Esto no extrañará dem asiado si se recuerda que urkam endi es uno de los dos nom bres vascos, el que predom ina
en toda la p arte occidental del país, para decir «horca, lu gar de ejecución, patíbulo», como consignó ya en 1653 el
bilbaíno Rafael de M icoleta. El otro es urkabe, que sin más
nos trae a la m em oria el m onte U rkabe que dom ina el barrio
de Elizalde del vecino valle de Oyarzun. El m onte tiene
hasta leyenda. Si hem os de creer a P edro M anuel de Soraluce, era ahí «donde, según la tradición p o p u lar, los ro m anos solían ahorcar o crucificar en su cima a los prisioneros
éuskaros o a los que se desm andaban de entre los numerosos
esclavos extranjeros que trab ajab an en las m inas de las cercanías», que eran conducidos a la últim a pena «por la em p inada calzada, eriotz-estrata, que desde el pueblo va a la
cima». Lo malo con Soraluce es que no establecía una separación muy precisa entre realidades y fantasías, por lo que
es difícil saber si oyó o inventó la leyenda de Urkabe.
Que horcas y verdugos estuvieron m uy lejos de ser una
rareza entre nosotros lo dem uestran, entre m uchas otras cosas, los abundantes refranes antiguos que de ellos hacen m ención, como aquel tan desengañado que d ic e : Igazko lapurrok,
aurtengoen urkatzalla «Ladrones de antaño, verdugos de los
de hogaño». La cuestión está en saber si las alturas fueron
lugar preferido para el establecim iento de estos, si así puede
decirse, instrum entos.
Hay buena constancia de ello por lo menos en un caso.
Como puede verse en la excelente H istoria de Oñate de mi
buen amigo Ignacio Zum alde, la horca local estaba instalada
en Jaum endi o Jaum endia, es decir, en el m onte del Señor,
«en un alto que se paresce desde la dicha Villa». Consta
además por un docum ento de Oñate de principios del siglo X V II que la horca no se colocaba nunca dentro de los
pueblos, sino en despoblados. En M ondragón había estado
en el arrab al, pero fue quitada de allí.
Esta especie de gorro de Gessler, m acabra personificación
del Señor o al menos de su poder, siem pre presente aun en
ausencia del Conde, no dejó de conocer algunas vicisitudes,
como es bien sabido. Un glorioso día de 1538, el Concejo y
vecinos de Oñate, en plena rebeldía, d erribaron la afrentosa
horca. P ero los partidarios de la abolición de la pena de
m uerte que lean esto no deben felicitarse dem asiado pronto.
Los oñatiarras de aquel entonces no pueden ser contados
entre sus precursores, porque acto seguido colocaron otra
en lugar de la d errib ad a, convencidos sin duda de las ventajas que había de rep o rtar a los ejecutados el ser colgados
de la horca del Concejo en vez de serlo como hasta entonces
de la del Conde. Bien es verdad que nadie llegó a gozar de
esos beneficios, porque no tardó en venir la represión del
de Guevara y con ella una nueva sustitución de horcas.
Lo cierto es que nuestros antepasados no hacían dem asiados remilgos a las ejecuciones. Es más : estaban convencidos
de su valor ejem plar y hasta pedagógico. Lo dem uestra la
costum bre de que el padre llevara a los hijos a presenciar
un ajusticiam iento, que puede verse descrita, por ejem plo,
en Garoa de Domingo Aguirre. Yo mismo la he oído contar
de personas que la conocieron. Y cuando el niño era algo
travieso, según me decían, el p adre le p lantaba una bofetada en el m om ento culm inante, sin duda para que el espectáculo pudiera grabarse más eficazmente en su m em oria y
le ap artara de posibles tentaciones futuras.
A hora esto nos parecería a todos una práctica b árb ara,
p or no decir algo peor. Hoy mismo h ab ría , sin em bargo,
quien com prendiera la u tilid ad de alguna que otra horca en
buen estado de conservación, adorno pintoresco del paisaje,
como atracción para los turistas amigos de emociones fu e rtes. Lo m alo es que, por estar hechas de m ateria más deleznable, no han durado tanto como los castillos. Ni siquiera
esto sería en realidad un obstáculo im posible de salvar. Bastaría con unas buenas im itaciones, que sin gran dificultad
podrían ser más aceptables que algunos de los falsos castillos que se han levantado en nuestro país.
( C on tin úa en la siguiente página )
Acuarelas descoloridas
E ntristece de veras consta ta r cómo cam bia en el
transcurso de bien poco
tiem po, después de todo, la
fisonomía de aquellos no
apartados rincones, sino de
más céntricos lugares que
fueron escenario de m il correrías infantiles y que se
nos h ubieran antojado in conmovibles entonces, de
haber pasado p o r nuestra
im aginación la idea de su
posible m utalidad. Y con
la fisonomía, —lo que es
aún más duro de aceplar
incluso el topónim o que los determ inaba en el ám bito
del pueblo. ¿Quién es hoy capaz en R entería de situar, por
ejem plo, en el plano de la villa, Atzeko-atia, cuartel general
de nuestras m ataperradas de chicos, cincuenta y ... años atrás?
Ya, p o r no existir, ni traza queda de la erreka de P ekín,
que bañaba sus pies, entre juncos e iyak, allí donde el ria chuelo describía una graciosa curva, antes de que asomara
su sorprendido rostro agreste bajo el puente de la carretera.
¿Saben ustedes que ha existido un puente en la Calle Carretera — después de V iteri— para salvar el regato de P ekín,
cuyas aguas corrían luego paralelas al camino real, hasta
desembocar en el Oarso, por las m arism as de Loitarte? Todo
esto, que es de un inm ediato ayer, no pueden ni figurárselo
muchos de los actuales renteriancs.
Las casas de la Calle M agdalena —y las de la Plaza de
los Fueros (que aún no se llam aba tal) de p or ese lado—
tenían huertos que daban a A tzeko -atia; y los huertos, además de sus consabidas tapias, estupendos árboles frutales.
M ushikas y peras fueron nuestros m ejores profesores de una
gimnasia precursora de la sueca, que nos hizo m uy duchos
en tre p a r y escalar por aquellos musgosos y escurridizos p a redones.
Conocíamos m uy bien dónde la erizada cresta de cristales que coronaba los m uros había perdido su eficacia defensivo-ofensiva, así como las kroshkas en que poder apoyarnos
para subir. Pero, ¡ a y !, en el huerto de los árboles más
incitantes, ignorábam os desde qué camuflados parapetos se
nos iba a disparar, tan pronto levantásemos la cabeza m edia
cuarta p or sobre el m uro, el confite, como avellana de grande, lanzado por un tiragom as, que con gusto lo h u b iera tro cado David, por su honda de m arras, de haberse conocido
tiragom as en su tiem po.
H orca y cuchillo
P ero, aunque hay una Sociedad de Amigos de los Castillos, cosa de buen tono y hasta aristocrática, no existe n in guna, que yo sepa, de Amigos de las Horcas. Si alguna se
constituyera, correría el riesgo de no tener más socios que
Camilo José de Cela, Bidazti y yo, ya que A raquistain y
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La lucha era noble y sin ventajas po r p arte del R ubillo :
arm a apropiada a nuestra condición de crios o de pájaros
rapaces. P ero el R ubillo poseía una experiencia que a nosotros nos faltaba, lograda tras la experiencia de la vida. P o rque el rubillo había dejado de ser chico hacía años, m uchísimos años ya, en su E lorrio natal. Y donde ponía el ojo,
ponía la piedra. De joven había aprendido su oficio de confitero en M adrid, nada menos que con el famoso M artin h o ;
y su tienda exhibía el flam ante diplom a de «Proveedor de
la Real Casa». ¡Toda una institución!
El R ubillo, gordo y chaparro, además de su genio rech inado poseía una debilidad, que nuestras indiscretas ascensiones chafaban de todas todas. P or eso el disparar de su
tiragom as, no por las peras ni las m ushikas. E ra un chiflado
de los ruiseñores. P or oírlos cantar, en quellos altos chopos
que bordeaban la vía del tren , desde la negra chim enea m etálica de la P apelera, hasta el barracón de la estación, a la
vera de la carretera —no existía entonces el b arrio de las
Casas Nuevas— , se tom aba la pena de levantarse a diario,
allá para las cuatro de la m adrugada, sin curarse ni poco ni
m ucho de que le confundieran los carabineros con alguno
de los muchos paqueteros lezotarras, que en traban alijo en
el pueblo, previo ingenuo apagón de los faroles de petróleo
que jalonaban su itinerario.
T an a lo hondo de su alma llegaban los melifluos gor.
jeos de los ruiseñores, que dio en querer dom esticarlos. Sabido es lo fieras que estas aves son para dejarse reducir y
lo difícil que resulta su alim entación. Ignoro cómo se hizo
con ellas y de qué m anera se las arreglaba —el buen confitero— para dom esticarlas; lo que sí sé es el régim en dietético a que las som etió, puesto que en la tejavana del huerto
de A tzeko-atia, le vi más de una vez m anip u lar — ¡toda una
fa e n a !— en un trasunto de obrador que se había im provisado, con chichares y cucarachas m achacadas — que a la hora
de la siesta solía llevar en un bote de pim ientos— y a saber
qué com ponentes m ás, una pringosa pasta, que se le escurría
por entre sus am orcillados dedos, igualito que cuando am asaba h o jald re o em butía yema en las anguilas de Navidad.
Desde entonces, perdieron para m í m uchos puntos estas
golosinas, y sólo de m ayor llegué a calibrar el corazón del
buen anciano, cuyo guisai-char no llegaban a edulcorar los
alm íbares de su trastienda. Sólo contaba para él el canto de
los ruiseñores.
Y
esto es casi tan estupendo como h ab er conocido a
Bécquer.
V. C O BRERO S URANGA
demás entusiastas de las leyendas medievales fallecieron hace
ya m uchos años. Y, sin em bargo, si alguna vez Jaum endi ha
podido ser el equivalente exacto de U rkam endi, lo uno no
deja de tener bastante relación con lo otro.
LU IS M IC H E LEN A
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