«Acoged la Palabra»

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«Acoged la Palabra»
III. Meditación de Cuaresma al Papa y a
la Curia
Cuaresma 2008 en la Casa Pontificia
Tercera predicación
«ACOGED LA PALABRA»
La Palabra de Dios como camino
de santificación personal
P. Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap
1. La lectio divina
En esta meditación reflexionamos sobre la Palabra de Dios como camino de
santificación personal. Los Lineamenta redactados en preparación del Sínodo de los obispos
(octubre de 2008) tratan de ello en un párrafo del capítulo II, dedicado a «la Palabra de Dios
en la vida del creyente».
Se trata de un tema cuánto más querido a la tradición espiritual de la Iglesia. «La
Palabra de Dios --decía san Ambrosio-- es la sustancia vital de nuestra alma; la alimenta, la
apacienta y la gobierna; no hay nada que pueda hacer vivir el alma del hombre fuera de la
Palabra de Dios» [1]. «Es tanta la eficacia que radica en la palabra de Dios --añade la Dei
Verbum--, que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos,
alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual» [2].
«Es necesario, en particular --escribía Juan Pablo II en la Novo millennio ineunte--, que
la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida
tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que
interpela, orienta y modela la existencia» [3]. Sobre el tema se ha expresado también el Santo
Padre Benedicto XVI con ocasión del Congreso internacional sobre la Sagrada Escritura en la
vida de la Iglesia: «La asidua lectura de la Sagrada Escritura acompañada de la oración realiza
ese íntimo coloquio en el que, leyendo, se escucha a Dios que habla, y orando se le responde
con confiada apertura de corazón» [4].
Con las reflexiones que siguen me introduzco en esta rica tradición, partiendo de lo que
dice sobre este punto la propia Escritura. En la Carta de Santiago leemos este texto sobre la
Palabra de Dios:
«Nos engendró por su propia voluntad, con Palabra de verdad, para que fuéramos como
las primicias de sus criaturas. Tenedlo presente, hermanos míos queridos: que cada uno sea
diligente para escuchar y tardo para hablar, tardo para la ira... Por eso, desechad toda
inmundicia y abundancia de mal y acoged con docilidad la Palabra sembrada en vosotros, que
es capaz de salvar vuestras almas. Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con oírla,
engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla
por obra, ése se parece al que contempla su imagen en un espejo: se contempla, pero, en
cuanto se va, se olvida de cómo es. En cambio el que fija la mirada en la Ley perfecta de la
libertad y se mantiene firme, no como oyente olvidadizo sino como cumplidor de ella, ése,
practicándola, será feliz» (St 1,18-25).
2. Acoger la Palabra
Del texto de Santiago deducimos un esquema de lectio divina en tres etapas u
operaciones sucesivas: acoger la palabra, meditar la palabra, poner por obra la palabra.
La primera etapa es, por lo tanto, la escucha de la Palabra: «Acoged con docilidad la
Palabra sembrada en vosotros». Esta primera etapa abraza todas las formas y modos con que
el cristiano entra en contacto con la Palabra de Dios: escucha de la Palabra en la liturgia,
facilitada ya por el uso de la lengua vulgar y por la sabia elección de los textos distribuidos a lo
largo del año; además, escuelas bíblicas, apoyos escritos e, insustituible, la lectura personal de
la Biblia en la propia casa. Para quien está llamado a enseñar a otros, a todo ello se añade el
estudio sistemático de la Biblia: exégesis, crítica textual, teología bíblica, estudio de las
lenguas originales.
En esta fase hay que guardarse de dos peligros. El primero es el de quedarse en este
primer estadio y transformar la lectura personal de la Palabra de Dios en una lectura
«impersonal». Este peligro actualmente es muy fuerte, sobre todo en los lugares de formación
académica.
Santiago compara la lectura de la Palabra de Dios con contemplarse en el espejo; pero,
observa Kierkegaard, quien se limita a estudiar las fuentes, las variantes, los géneros literarios
de la Biblia, sin hacer nada más, se parece a quien se pasa todo el tiempo mirando el espejo -examinando con atención su forma, el material, el estilo, la época-- sin mirarse jamás en el
espejo. Para él el espejo no cumple su función. La Palabra de Dios ha sido dada para que la
pongas en práctica y no para que te ejercites en la exégesis de sus oscuridades. Existe una
«inflación de hermenéutica» y, lo que es peor, se cree que lo más importante, respecto a la
Biblia, es la hermenéutica, no la práctica [5].
El estudio crítico de la Palabra de Dios es indispensable y jamás se darán bastantes
gracias a quienes emplean su vida en allanar el camino para una comprensión cada vez mejor
del texto sagrado, pero esto no agota por sí solo el sentido de las Escrituras; es necesario,
pero no suficiente.
El otro peligro es el fundamentalismo: tomar todo lo que se lee en la Biblia a la letra,
sin mediación hermenéutica alguna. Este segundo riesgo es mucho menos inocuo de cuanto
pueda parecer a simple vista; el actual debate sobre creacionismo y evolucionismo es
dramática prueba de ello.
Los que defienden la lectura literal del Génesis (el mundo creado hace algunos miles de
años, en seis días, como es ahora), causan un inmenso daño a la fe. «Los jóvenes que han
crecido en familias y en iglesias que insisten en esta forma de creacionismo --escribió el
científico creyente Francis Collins, director del proyecto que llevó al descubrimiento del genoma
humano--, antes o después descubren la aplastante evidencia científica en favor de un
universo bastante más antiguo y la conexión entre sí de todas las criaturas vivientes a través
del proceso de evolución y de selección natural. ¡Qué terrible e inútil elección afrontan!... No
hay que sorprenderse si muchos de estos jóvenes dan la espalda a la fe, concluyendo que no
se puede creer en un Dios que les pide que rechacen lo que la ciencia les enseña con tanta
evidencia en torno mundo natural» [6] .
Sólo en apariencia los dos excesos, hipercriticismo y fundamentalismo, se oponen;
tienen en común el hecho de quedarse en la letra, descuidando el Espíritu.
3. Contemplar la Palabra
La segunda etapa sugerida por Santiago consiste en «fijar la mirada» en la Palabra,
permanecer largamente ante el espejo, en resumen, en la meditación o contemplación de la
Palabra. Los Padres utilizaban al respecto las imágenes de masticar y de rumiar. «La lectura -escribe Guigo II, el teórico de la lectio divina-- ofrece a la boca un alimento sustancioso, la
meditación lo mastica y lo tritura» [7]. «Cuando uno trae a la memora las cosas oídas y
dulcemente las piensa en su corazón, se hace similar al rumiante», dice Agustín [8].
El alma que se mira en el espejo de la Palabra aprende a conocer «cómo es», aprende a
conocerse a sí misma, descubre su deformidad respecto a la imagen de Dios y de Cristo. «Yo
no busco mi gloria», dice Jesús (Jn 8,50): he aquí el espejo ante ti, en inmediatamente ves
qué lejos estás de Jesús; «Bienaventurados los pobres de espíritu»: el espejo vuelve a estar
delante de ti e inmediatamente te descubres lleno todavía de apegamientos y de cosas
superfluas; «la caridad es paciente...», y te das cuenta de lo impaciente que eres, envidioso,
interesado.
Más que «escrutar la Escritura» (Jn 5,39) se trata de dejarse escrutar por la Escritura.
La Palabra de Dios, dice la Carta a los Hebreos, «penetra hasta las fronteras entre el alma y el
espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón»
(Hb 4,12-13). La mejor oración para iniciar el momento de la contemplación de la Palabra es
repetir con el salmista:
«Sóndame, oh Dios, mi corazón conoce,
pruébame, conoce mis deseos;
mira no haya en mí camino de dolor,
y llévame por el camino eterno» (Sal 139).
Pero en el espejo de la Palabra no sólo nos vemos a nosotros mismos; vemos el rostro
de Dios; mejor: vemos el corazón de Dios. La Escritura, dice san Gregorio Magno, es «una
carta de Dios omnipotente a su criatura; en ella se aprende a conocer el corazón de Dios en las
palabras de Dios» [9]. También en cuanto a Dios es válido lo que dijo Jesús: «De lo que rebosa
el corazón habla la boca» (Mt 12,34); Dios nos ha hablado, en la Escritura, de lo que rebosa su
corazón, y lo que colma su corazón es el amor.
La contemplación de la Palabra nos procura de tal modo los dos conocimientos más
importantes para avanzar por el camino de la verdadera sabiduría: el conocimiento de sí y el
conocimiento de Dios. «Que me conozca a mí y que te conozca a ti, noverim me, noverim te -decía a Dios san Agustín--; que me conozca a mí para humillarme y que te conozca a ti para
amarte».
Un ejemplo extraordinario de este doble conocimiento, de sí y de Dios, que se obtiene
de la Palabra de Dios es la carta a la Iglesia de Laodicea en el Apocalipsis, que vale la pena
meditar de vez en cuando, especialmente en este tiempo de Cuaresma (Ap 3,14-20). El
Resucitado pone al descubierto ante todo la situación real del fiel típico de esta comunidad:
«Conozco tu conducta; no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien,
puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca». Impresionante el
contraste entre lo que este fiel piensa de sí y lo que piensa Dios de él: «Tu dices: "Soy rico; me
he enriquecido; nada me falta". Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de
compasión , pobre, ciego y desnudo».
Una página de una dureza insólita, que sin embargo inmediatamente sobresale por una
de las descripciones absolutamente más conmovedoras del amor de Dios: «Mira que estoy a la
puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y
él conmigo». Una imagen que revela su significado real y no sólo metafórico, si se lee, como
sugiere el texto, pensando en el banquete eucarístico.
Además de servir para verificar el estado personal de nuestra alma, esta página del
Apocalipsis nos puede valer para poner al descubierto la situación espiritual de gran parte de la
sociedad moderna ante Dios. Es como una de esas fotografías tomadas con infrarrojos desde
un satélite artificial, que revelan un panorama completamente distinto del habitual, observado
a la luz natural.
También este mundo nuestro, fuerte en sus conquistas científicas y tecnológicas (como
los laodicenos lo estaban en sus fortunas comerciales), se siente satisfecho, rico, sin necesidad
de nadie, tampoco de Dios. Es necesario que alguien le haga conocer el verdadero diagnóstico
de su estado: «No sabes que eres un desgraciado, digno de compasión , pobre, ciego y
desnudo». Necesita que alguien le grite, como hace el niño en el cuento de Andersen: «¡El rey
está desnudo!». Pero por amor y con amor, como hace el Resucitado con los laodicenos.
La Palabra de Dios asegura a toda alma que lo desea una dirección espiritual
fundamental y en sí infalible. Existe una dirección espiritual, por así decirlo, ordinaria y
cotidiana que consiste en descubrir qué quiere Dios en las diversas situaciones en las que el
hombre, habitualmente, se encuentra en la vida. Tal dirección está asegurada por la
meditación de la Palabra de Dios acompañada de la unción interior del Espíritu que traduce la
Palabra en buena «inspiración», y la buena inspiración en resolución práctica. Es lo que
expresa el versículo del Salmo tan querido a los que aman la Palabra: «Para mis pies lámpara
es tu palabra, luz para mi sendero» (Sal 119,105).
Una vez predicaba una misión en Australia. El último día vino a verme un hombre, un
inmigrante italiano que trabajaba allí. Me dijo: «Padre, tengo un grave problema: tengo un hijo
de once años que aún está sin bautizar. La cuestión es que mi esposa se ha hecho testigo de
Jehová y no quiere oír hablar de bautismo en la Iglesia católica. Si le bautizo, habrá una crisis;
si no le bautizo, no me siento tranquilo, porque cuando nos casamos ambos éramos católicos y
habíamos prometido educar en la fe a nuestros hijos. ¿Qué debo hacer?». Le dije: «Déjame
reflexionar esta noche; vuelve mañana y vemos qué hacer». Al día siguiente este hombre
regresó visiblemente sereno y me dijo: «Padre, encontré la solución. Ayer por tarde, en casa,
oré un rato; después abrí la Biblia al azar. Salió el pasaje en el que Abrahán lleva a su hijo
Isaac a la inmolación, y vi que cuando Abrahán lleva a su hijo a inmolarlo no dice nada a su
esposa». Era un discernimiento exegéticamente perfecto. Bauticé yo mismo al chico y fue un
momento de gran alegría para todos.
Abrir al Biblia al azar es algo delicado que hay que hacer con discreción, en un clima de
fe y no antes de haber orado largamente. No se puede, en cambio, ignorar que, en estas
condiciones, ello ha dado con frecuencia maravillosos frutos y lo han practicado también los
santos. De Francisco de Asís se lee, en las fuentes, que descubrió el género de vida al que Dios
le llamaba abriendo tres veces al azar, «después de haber orado devotamente», el libro de los
Evangelios «dispuestos a poner por obra el primer consejo que se les diera» [10]. Agustín
interpretó las palabras «Tolle lege», toma y lee, que oyó de una casa cercana, como una orden
divina de que abriera el libro de las Cartas de san Pablo y leyera el versículo que primero
saltara a su vista [11].
Ha habido almas que se han hecho santas con el único director espiritual de la Palabra
de Dios. «En el Evangelio --escribió santa Teresa de Lisieux-- encuentro todo lo necesario para
mi pobre alma. Descubro siempre en él luces nuevas, significados escondidos y misteriosos.
Entiendo y sé por experiencia que "el reino de Dios está dentro de nosotros" (Lc 17, 21). Jesús
no necesita de libros ni de doctores para instruir a las almas; Él, el Doctor de los doctores,
enseña sin ruido de palabras» [12]. Fue a través de la Palabra de Dios, leyendo uno después
del otro, los capítulos 12 y 13 de la Primera Carta a los Corintios, como la santa descubrió su
vocación profunda y exclamó jubilosa: «¡En el cuerpo místico de Cristo yo seré el corazón que
ama!».
La Biblia nos ofrece una imagen plástica que resume todo lo que se ha dicho sobre
meditar la Palabra: la del libro comido, según se lee en Ezequiel:
«Yo miré; vi una mano que estaba tendida hacia mí, y tenía dentro un libro enrollado.
Lo desenrolló ante mi vista: estaba escrito por el anverso y por el reverso; había escrito:
"Lamentaciones, gemidos y ayes". Y me dijo: "Hijo de hombre, como lo que se te ofrece; come
este rollo y ve luego a hablar a la casa de Israel". Yo abrí mi boca y él me hizo comer el rollo, y
me dijo: "Hijo de hombre, aliméntate y sáciate de este rollo que yo te doy". Lo comí y fue en
mi boca dulce como la miel. » (Ez 2,9-3, 3; v. también Ap 12,10).
Existe una diferencia enorme entre el libro simplemente leído o estudiado y el libro
comido. En el segundo caso, la Palabra se convierte verdaderamente, como decía san
Ambrosio, en «la sustancia de nuestra alma», aquello que informa los pensamientos, plasma el
lenguaje, determina las acciones, crea el hombre «espiritual». La Palabra comida es una
Palabra «asimilada» por el hombre, aunque se trata de una asimilación pasiva (como en el
caso de la Eucaristía), esto es, «ser asimilado» por la Palabra, subyugado y vencido por ella,
que es el principio vital más fuerte.
En la contemplación de la Palabra tenemos un modelo dulcísimo, María; guardaba todas
estas cosas (literalmente: estas palabras) meditándolas en su corazón (Lc 2,19). En Ella la
metáfora del libro comido se ha transformado en realidad hasta física. La Palabra literalmente
le «sació».
4. Poner por obra la Palabra
Llegamos así a la tercera fase del camino propuesto por el apóstol Santiago, aquella en
la que el apóstol insiste más: «Poned por obra la Palabra..., si alguno se contenta con oír la
Palabra sin ponerla por obra...; el que considera atentamente la Ley perfecta de la libertad y se
mantiene firme... como cumplidor de ella, ése, practicándola, será feliz». Es también lo que le
importa más a Jesús: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la
cumplen» (Lc 8,21). Sin este «poner por ora la Palabra», todo se queda en ilusión,
construcción en arena. No se puede siquiera decir que se ha comprendido la Palabra porque,
como escribe san Gregorio Magno, la Palabra de Dios se entiende verdaderamente sólo cuando
se comienza a practicarla [13].
Esta tercera etapa consiste, en la práctica, en obedecer la Palabra. El término griego
empleado en el Nuevo Testamento para designar la obediencia (hypakouein) traducido
literalmente significa «dar escucha», en el sentido de efectuar aquello que se ha escuchado.
«Mi pueblo no escuchó mi voz, Israel no me quiso obedecer», se lamenta Dios en la Biblia (Sal
81,12).
En cuanto se prueba a buscar, en el Nuevo Testamento, en qué consiste el deber de la
obediencia, se hace un descubrimiento sorprendente: la obediencia se ve casi siempre como
obediencia a la Palabra de Dios. San Pablo habla de obediencia a la doctrina (Rm 6,17), de
obediencia al Evangelio (Rm 10,16; 2 Ts 1,8), de obediencia a la verdad (Gal 5,7), de
obediencia a Cristo (2 Co 10,5). Encontramos el mismo lenguaje también en otras partes: en
los Hechos de los Apóstoles se habla de obediencia a la fe (Hch 6,7); la Primera Carta de Pedro
habla de obediencia a Cristo (1 P 1,2) y de obediencia a la verdad (1 P 1,22).
La obediencia misma de Jesús se ejerce sobre todo a través de la obediencia a las
palabras escritas. En el episodio de las tentaciones del desierto, la obediencia de Jesús consiste
en recordar las palabras de Dios y atenerse a ellas: «¡Está escrito!». Su obediencia se ejerce,
de modo particular, en las palabras que están escritas sobre Él y para Él «en la ley, en los
profetas y en los salmos», y que Él, como hombre, descubre a medida que avanza en la
compresión y en el cumplimiento de su misión. Cuando quieren oponerse a su prendimiento,
Jesús dice: «Mas, ¿cómo se cumplirían las Escrituras de que así debe suceder?» (Mt 26,54). La
vida de Jesús está como guiada por una estela luminosa que los demás no ven y que está
formada por las palabras escritas para Él; deduce de las Escrituras el «debe» (dei) que rige
toda su vida.
Las palabras de Dios, bajo la acción actual del Espíritu, se convierten en expresión de la
voluntad viva de Dios para mí, en un momento dado. Un pequeño ejemplo ayudará a
entenderlo. En una situación me di cuenta de que, en comunidad, alguien había tomado por
error un objeto de mi uso. Me disponía a hacerlo notar y a pedir que me fuera devuelto cuando
me topé por casualidad (pero tal vez no fue verdaderamente por casualidad) con la palabra de
Jesús, que dice: «A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames» (Lc
6,30). Comprendí que esa palabra no se aplicaba universalmente y en todos los casos, pero
que ciertamente se aplicaba a mí en aquel momento. Se trataba de obedecer la Palabra.
La obediencia a la Palabra de Dios es la obediencia que podemos realizar siempre.
Obedecer órdenes o a autoridades visibles, ocurre sólo cada tanto, tres o cuatro veces en la
vida, si se trata de obediencias graves; pero obedecer la Palabra de Dios puede presentarse a
cada momento. Es también la obediencia que podemos hacer todos, súbditos y superiores,
clérigos y laicos. Los laicos no tienen, en la Iglesia, un superior a quien obedecer --al menos no
en el sentido con el que lo hacen los religiosos y los clérigos--; ¡pero tienen, por otra parte, un
«Señor» a quien obedecer! ¡Tienen su palabra!
Terminamos esta meditación haciendo nuestra la oración que san Agustín eleva a Dios,
en sus Confesiones, para obtener la compresión de la Palabra de Dios: «Sean tus Escrituras
mis castas delicias: no me engañe yo en ellas, ni engañe a nadie con ellas... Atiende a mi
alma, y óyela, que clama desde lo profundo... Concédeme tiempo para meditar sobre los
secretos de tu Ley, y no cierres sus puertas a los que llaman... Mira que tu voz es mi gozo; tu
voz es un deleite superior a cualquier otro. Dame lo que amo... No deprecies a esta hierba
sedienta... Que al llamar, se me abran las interioridades de tus palabras... Lo pido por nuestro
Señor Jesucristo... en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y ciencia de
Dios (Col 2,3). A Éste busco en tus libros» [14].
------------------------------------------------[1] S. Ambrogio, Exp. Ps. 118, 7,7 (PL 15, 1350).
[2] Dei Verbum, 21.
[3] Giovanni Paolo II, Novo millennio ineunte, 39).
[4] Benedetto XVI, in AAS 97, 2005, p. 957).
[5] S. Kierkegaard, Per l'esame di se stessi. La Lattera di Giacomo, 1,22, in Opere, a
cura di C. Fabro, Firenze 1972, pp. 909 ss.
[6] F. Collins, Le language of God, Free Press 2006, pp. 177 s.
[7] Guigo II, Lettera sulla vita contemplativa (Scala claustralium), 3, in Un itinerario di
contemplazione. Antologia di autori certosini, Edizioni Paoline, 1986, p.22.
[8] S. Agostino, Enarr. in Ps. 46, 1 (CCL 38, 529).
[9] S. Gregorio Magno, Registr. Epist. IV, 31 (PL 77, 706).
[10] Celano, Vita Seconda, X, 15
[11] S. Agostino, Confessioni, 8, 12.
[12] S. Teresa di Lisieux, Manoscritto A, n. 236.
[13] S. Gregorio Magno, Su Ezechiele, I, 10, 31 (CCL 142, p. 159).
[14] S. Agostino, Conf. XI, 2, 3-4.
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