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LA TERCERA
Carlos Morales
IESHU
P
or más que uno contemple la historia de las civilizaciones con la generosidad más ancha, no será fácil
encontrar un personaje que haya atravesado los muchos
avatares de los tiempos con la misma majestad con que
la ha hecho Jesús de Nazareth. Lo realmente fascinante
es que la insistente permanencia de su figura se levanta
sobre unas fuentes documentales enormemente escasas y
contradictorias, condicionadas en gran medida por las
distintas imágenes que nos hemos querido hacer de él.
Las fuentes judías contemporáneas apenas si repararon en Jesús. Sus escasas apariciones en un pequeño
número de pasajes del Talmud, escritos con seguridad en
la misma época en que desarrolló su actividad pública,
dibujan al Galileo como un personaje bastante secundario cuyas aportaciones al encendido debate religioso de
aquellos años tan difíciles para Palestina fueron poco originales y de mínima entidad. Para los judíos de entonces,
Ieshu –esa era su nombre en arameo– no hizo otra cosa
que repetir las grandes consignas éticas y morales de la
escuela rabínica deuteronómica y, de un modo muy
especial, y casi al pie de la letra, la doctrina de uno de sus
más notables rabinos, el rabí Hillel de Babilonia, cuyos
planteamientos críticos con la actitud rigorista y proromana de los sacerdotes saduceos de Jerusalén hizo furor
entre los fariseos de Samaria y Galilea y sirvieron de
nutriente ideológico para el movimiento nacionalista de
los zelotas, entre los que Jesús encontró una entusiasta
acogida. De otro lado, habría que esperar al siglo II después de Cristo para que algunos historiadores romanos
como Plinio el Joven, Seutonio y, sobre todo, Tácito,
repararan en Jesús, a quien calificaron como un judío
rebelde y sedicioso que, como tal, sería juzgado y condenado a morir en una cruz por la ley de Roma.
Las fuentes escritas cristianas son, obviamente,
mucho más numerosas, pero sus contradicciones son tan
flagrantes que difícilmente pueden ser usadas con tranquilidad en un análisis histórico que busque el rigor en
todas y cada una de sus apreciaciones. La mayoría de los
Evangelios que conocemos fueron escritos medio siglo
después de la muerte del rabí de Galilea, y no fueron otra cosa que un intento desorganizado e individual orientado a ir fijando las decenas de historias
que se contaban a viva voz sobre la que
había sido su vida. Una gran parte de
ellos dibujaba a Jesús como un hombre
justo e iluminado que proponía una
experiencia individual de Dios alejada
de los rigores de la ley y que proponía
una ética social basada en lo que ahora
sabemos que fue la mística de los esenios. De acuerdo con estas visiones
inmediatamente posteriores a su muer-
te, y que guardan estrecha relación con el gnosticismo,
Jesús era ciertamente “Hijo de Dios”, apelativo éste con
que se conocía entonces a los hombres cuya probada
sabiduría y notoria virtud se entendía que sólo podían
ser originadas por un contacto intenso y personal con la
divinidad.
Estas visiones fueron poco a poco sobrepasadas, y no
sin derramamiento de sangre, por aquellas otras heredadas de la exégesis de Pablo de Tarso y de algunos evangelios como el de San Juan, que veían en Jesús la encarnación humana de Dios. Esta visión reproducía en sí misma, y casi al pie de la letra, el itinerario vital con que las
religiones antiguas de naturaleza agraria, que comienzan
a desarrollarse en Egipto y en Mesopotamia 3000 años
antes de Cristo, habían intentado dibujar al dios salvador
que, encarnado en una virgen, traería al mundo un camino de liberación y, sobre todo, la esperanza de redimir al
hombre del destino certísimo de su propia muerte. Sin
embargo, y a pesar de haber contado con un apoyo político similar a aquél con el que contó el credo cristiano
desde Constantino el Grande, ni Osiris, ni Mitra, ni
Dionisos o Adonis fueron capaces en su tiempo de salir
de la marginalidad y, sobre todo, de personificar las
ansias de redención de hombres y mujeres de tiempos y
culturas tan distintos pero igualmente sometidas a vertiginosas y dramáticas transformaciones culturales con la
majestad con que lo ha hecho Jesús de Nazareth.
No. No es fácil explicarse la extremada capacidad de
la figura de aquél humilde carpintero de Galilea para
adaptase a circunstancias tan distintas, ni la ductilidad
que lo ha convertido en un icono sagrado susceptible de
legitimar a la vez los muchos senderos divergentes tras
los que el hombre ha creído encontrar la luz buscada, su
propia redención y un espacio de libertad para su espíritu. Puede que el secreto que ha convertido su palabra en
algo parecido a la rosa de los vientos tenga mucho que
ver con el hecho de que, por primera vez, alguien abrió
las ventanas de los espacios sagrados que salvaguardaban
los misterios de la salvación para el uso cerrado y exclusivos de sus iniciados, para convertirlo en un conjunto
relativamente flexible de opciones éticas y de actos cotidianos sin los que no
era posible un mínimo de dicha así en
el cielo como en la tierra. Pero esto es
sólo una apreciación personal que no
tiene más valor que un puñado de arena en el desierto. En realidad, dudo que
alguien, alguna vez, encuentre una respuesta capaz de dar solución, y de
hacerlo de un modo coherente y riguroso, a este problema fascinante. Y
mientras eso no ocurra, pensar a Jesús
seguirá siendo como sentarse en el centro de un diamante…
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