Un par de frases, tal vez malinterpretadas y, ya está, uno queda, por enésima vez, absolutamente roto. Uno destroza esquemas, como siempre y, para permanecer fiel a sí mismo, no osa aunque pueda parecer contradictorio, volver a refugiarse en la metáfora. Lanzarse a la piscina… La metáfora se hace verdad cuando el invierno ataca los sentidos y el agua, helada, despierta lo peor, o lo mejor, según se mire, de sí mismo. La metáfora… Siempre recurrente. Uno recuerda algunas de fácil recuerdo. Cómo agua caída del cielo… es su sonrisa. Música para mis oídos… son sus carcajadas. Es un manjar… escuchar su voz. Uno es un juguete roto… si ella no está… Uno se vuelve a mirar en el espejo y el espejo, cruel, transporta a uno a su eterna miseria. Uno encuentra en el pasado, de vuelta, el desamor consentido, sabido, en cierto modo deseado… Uno intenta aferrarse a la consigna establecida: no más deseos frustrados pero uno, por encima de cualquier anhelo, es consciente. Uno se aferra a una cara, dulce e impetuosamente joven, a unos ojos de mirada indefinida, a unas pestañas caídas otorgándole a uno el beneficio de la duda; uno se aferra a una voz cálida pero vibrante, a una sonrisa melancólica, a una carcajada memorable… Uno se aferra al color de un cabello suave, a un cambio de peinado constante, a una boca loca de la que escapan palabras de sosiego; uno se aferra a cualquier susurro y a cualquier sentimiento de reciprocidad, sabiendo, en todo momento que el amor es inalcanzable. Uno se siente feliz por la situación. Uno vuelve a estar vivo. Uno le da vueltas al asunto para llegar a la conclusión de que la vida es absolutamente absurda. Uno sabe de la imposibilidad de lo imposible y se sienta a escribir sus elucubraciones para que la constancia que quede de ellas se convierta en acicate para futuros momentos de lujuria anodina. Uno, por fin, es capaz de comprender que lo onírico es gratuito y sueña, aunque sea despierto, que a menudo es mejor; con quien se siente unido en una relación a dos bandas, a sabiendas que los corazones rotos son, con evidencia, más fructíferos, más despiertos, más abiertos, más locos… Uno abre las puertas de su interior al mundo para poder compartir un sentimiento. Uno, simplemente, se siente simple en su simpleza y, esta vez, no llora, ríe. Uno vuelve a sonreír, si, en un acto de concordancia con sí mismo. Uno se torna frágil en su fortaleza y fuerte en su fragilidad. Uno logra el equilibrio tan anhelado. Uno retiene en su memoria un cuerpo menudo, un cuerpo perfectamente proporcionado, un cuerpo, si cabe, sincero; un cuerpo ponderado, templado, armonioso, sensato, prudente, cuerdo… Un cuerpo que le lleva a la enajenación mental. Uno rememora el nacimiento de la mañana, que no es el amanecer, es el momento del día en que logra contemplar a… su amada y ese momento llega cuando llega. Uno, entre tanto, vuelve a soñar con ella a cada instante, cada segundo de su especial existencia. Uno ama, quiere, necesita, desea… La conocí un día de verano de hace unos cuantos años. La conocí pero ni siquiera fuimos presentados. El tropiezo casual hizo que, poco a poco, nos fuéramos saludando, al principio, con cierta indiferencia, más tarde con cordialidad. Al final nos buscábamos para confesarnos lo inconfesable, para hablar de un libro, de una canción, de una película, de aquellos amores posibles o imposibles… Nunca fue una buena consejera, lo sabe y, por encima de todo, no pretende serlo pero, en mi anhelo por estar con mi amada, siempre le he pedido su opinión. Ni siquiera cuando le he hablado de ella sin mentar su nombre se ha dado cuenta de mis sentimientos. Conocedor de la situación y de mis, en este caso, pobres posibilidades, no he cejado en mi empeño por saber de ella a través de mí. Sé que no le soy indiferente. Sé que me aprecia tanto como… ¿a su vida? No, no tanto, lo sé. Sólo sé que no me ama, simplemente, porque no se ha planteado hacerlo. Y no es presuntuoso, es un dato. Ella, probablemente, no ha amado nunca jamás antes como yo he amado pero, estoy seguro, le llegará su momento. Cada día que la veo y, por desgracia, no son todos los que me gustaría, el astro rey sale para mí. Cada día que su perfume invade mis sentidos me siento fuerte, ligero, sagaz, vivo. Cada día que puedo mirarla a los ojos siento que los míos se abren para captar todas y cada una de sus miradas. No creo que sepa de mis deseos pero no me importa; lo nuestro no tiene ninguna posibilidad. Tal vez en otro momento, en otro lugar… Yo sólo puedo afirmar, sin ningún tipo de duda, que la amo como hacía tiempo que no amaba a nadie y que espero que ella encuentre, algún día, alguien que la ame como yo y que, claro, sea correspondido. Me conoces y, tal vez, algún día leas esto. Lo curioso de esta historia es que tú no sabes quién eres. Es una situación terriblemente divertida para mí. Imagina: estás leyendo una declaración de amor en toda regla, pero no sabes que está dirigida a ti. Y ahora es curioso, porque escribir en segunda persona es destinar a quien está leyendo lo que está escrito. ¿Comprendes? Si, cielo, exacto. Seguramente te levantas todas las mañanas pensando en qué te pondrás. Posiblemente, delante del espejo y, después de la ducha (mmm, quien fuera espejo…), te planteas el peinado con el que te regalarás a los que te vean durante el día e, incluso, puede que pienses en las personas que tú quieras ver; luego el destino decidirá. Probablemente, si me ves, pienses en la posibilidad de que está revelación esté dirigida a ti pero, para tu decepción, te digo que nunca lo sabrás. Caminas pensando si eres buena consejera, por mis palabras. Caminas llevándote las manos a la cabeza para intentar llegar a la conclusión de si eres tú la mujer de mis sueños… o, no. Caminas con paso indeciso si sabes que nuestros caminos se van a cruzar durante el día dudando… No quieres dar pie al malentendido, o, ¿tal vez si? Quizás he ido muy lejos poniendo en conocimiento de tanta humanidad latiente el sentimiento que me corroe por dentro pero, mira chica, me apetecía hacerlo. Durante mi confinamiento forzoso de casi un año tú has sido la luz que ha mantenido mi esperanza cotidiana. Has hecho que me levantara cada mañana de cada día para ver amanecer una nueva jornada y he rezado para que tú aparecieras en ella. He contado y marcado en mi calendario las ocasiones en las que he podido paladear tu compañía, aunque a menudo ha sido efímera. He intentado gozar de ella con todos los sentidos y, creo, lo he conseguido. Ahora, sólo me resta verte de nuevo, contemplar tu imagen una vez más y, sin vergüenza ninguna, considerar la perspectiva de que, de alguna manera u otra, te mantengas en mi mente para poder seguir soñando contigo. Debes seguir comportándote como siempre. Debes seguir conciliando lo irreconciliable, endulzando, como tú sabes, los sinsabores de la vida de nuestros amigos, los mortales. Debes cantarle al mundo tu vida y abrirte a ella con toda la pasión de la que seas capaz. Debes llorar cuando te apetezca, debes reír cuando quieras. Debes ser, por encima de todo, tú misma. Y a ello vamos. Si yo he sido capaz de escribir esto (un compendio de yo que sé qué) y me he quedado tan ancho (ojo, todo lo expuesto es cierto y no hay ni un poquito de incerteza en lo que has leído), tú, que te levantas cada día, que desayunas, que comes, que haces tus quehaceres diarios con la diligencia con la que acostumbras, que, posiblemente, meriendas, que cenas y que te acuestas, como yo, dame una oportunidad y no pienses, si quiera, en la posibilidad de que la mujer de mis sueños seas tú… 10 de Abril de 2016