el problema pakistán - Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO de

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EL PROBLEMA PAKISTÁN
Antonio Hermosa Andújar
(Universidad de Sevilla)
Éramos pocos y al final parió la abuela, podría haber dicho quien, tras la
noticia del asesinato de Benazir Bhutto, rápidamente hubiera alineado a Pakistán
entre esas minas rodantes –Afganistán, con el resurgimiento de los talibanes; Iraq,
con su guerra inacabable e Irán, con su guerra posible, por no hablar del enquistado
conflicto entre palestinos e israelíes- en pos de la ocasión propicia para estallar con
las que buena parte de la Humanidad gusta amenazarse a sí misma de manera
permanente. Pero hubiera sido el suyo un juicio emitido un poco a la ligera, pues
dicha afirmación desconoce los vínculos que reúnen parte de tales problemas en un
drama común, como son el desafío terrorista lanzado por Al Qaeda a occidente o la
política imperial de Washington.
El asesinato de Benazir Bhutto, ¿ha de considerarse un golpe, quizá
definitivo, a la democracia en Pakistán? No y sí, pienso. Sí, porque era una creencia
ampliamente difusa en Pakistán, y acendrada entre sus partidarios, que el futuro de
la democracia pakistaní pasaba por su persona. Creencia que, pese al reciente pacto
con Musharraf, ella se había apresurado a remachar al exigir al chaquetero
presidente la derogación del estado de excepción y la reposición en sus cargos a los
miembros del Tribunal Supremo pakistaní que se habían negado a jurar el nuevo
“Orden Constitucional Provisional” impuesto por el primer -y deslegitimadomandatario del país. También su deseo de mantener al poder judicial independiente
del político o su insistencia en que entre sus enemigos acérrimos se contaban el
ejército y, en el otro extremo constitucional, los fundamentalistas islámicos,
apuntaban en la misma y liberal dirección.
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La propia Bhutto supo sintetizar sus esfuerzos por apuntalar dichas creencias
cuando, tras el pavoroso atentado sufrido el día mismo de su regreso al país tras
años de exilio –murieron unas 150 personas, y ella misma salió ilesa sólo porque la
fortuna la nombró hija predilecta por un día-, valoró así el hecho: “El ataque ha
sido contra lo que yo represento. El ataque ha sido contra la democracia y la
verdadera unidad e integridad de Pakistán. [Los muertos] han hecho un sacrificio
definitivo por la causa de la democracia y de los derechos fundamentales del
pueblo pakistaní” (véase el artículo de Andrew Buncombe en The Independent del
28 de diciembre). Y las creencias, se sabe, por irracionales que sean e infundadas
que estén, son una pieza básica de la realidad por cuanto son fuente de acciones,
tanto individuales como -al ser compartidas- colectivas, lo que les garantiza
siempre una cierta trascendencia política cuando tienen lugar en dicha esfera.
No, en cambio, porque a menos que se posea una mirada maniquea, como la
de Bush o Bin Laden, y se contemple al mundo en blanco y negro –quien no está
conmigo está contra mí-, difícilmente identificará sin más pro-occidental con
democrático, a la manera del Señorito de la Casa Blanca, para el que Musharraf es
el bueno de la película pakistaní única y exclusivamente porque va con él (y
mientras vaya, se entiende: pues si el lazo se rompe, lo rompa quien lo rompa, en
ese mismo instante dejará de serlo). Y el Pakistán de Pervez Musharraf tiene (casi)
tanto de pro-occidental como poco de democrático.
Tampoco Benazir Bhutto, sea cual fuere la imagen que quería vender de sí
misma, escapaba a la realidad de un Pakistán profundamente antidemocrático; ni la
gran mayoría de sus fieles, cualesquiera fuesen sus creencias, tampoco. Con
independencia de que pronto reclamara la derogación de la ley marcial una vez
llegada al país, su presencia en él se debía a un pacto –ideado en Washington,
además- con Musharraf, en virtud del cual quedaban archivadas todas las causas
pendientes en los tribunales -en su mayoría por hechos no probados-, se ponía fin a
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su exilio, se permitía su participación en la campaña electoral y se la reconocería
de nuevo Primera ministra si vencía… junto a Musharraf de Presidente, aunque
ahora portase una chaqueta civil en lugar de la casaca militar. Dicho pacto con el
diablo, que tanto estupor produjo incluso entre sus propias filas, hizo pensar a
muchos pakistaníes que detrás del mismo latiera más el deseo de que se levantaran
los cargos por corrupción que pesaban contra ella que el de acercar la democracia
al país, como nos lo recordara ya en mayo Ayesha Siddiqa desde openDemocracy
[oD]. Fue, en cualquier caso, un dramático error de cálculo, pues suponía la
creencia de que era posible llevar a cabo en Pakistán una transición sin cambios:
creencia que su brutal asesinato ha venido límpidamente a desmentir.
Por lo demás, también el tipo de control que Benazir Bhutto ejercía sobre su
partido, el PPP (Partido Popular Pakistaní), la estructura del mismo, o la
mentalidad y el comportamiento de sus fieles, confirman la fortaleza del
autoritarismo y el fundamentalismo en la cultura política pakistaní. En efecto: la
emperatriz difunta lega su reino –o sea, su partido y su omnímodo poder en él- por
vía hereditaria y vitalicia a su hijo de 19 años, mientras que su marido debe
administrarlo durante el periodo de regencia, por encima de un grupo de barones
feudales que detentan un poder semejante en sus respectivos feudos; y en lo
concerniente a sus fieles, lo primero que hacen es desnaturalizar el magnicidio
político elevándolo a la categoría de martirio; y lo otro primero que también hacen
es acusar sin pruebas al Presidente con ánimo de aplicar la sentencia por sí mismos
y de manera inmediata; promover violentos disturbios en todo el país que causan
decenas de muertos y mostrar su peculiar modo de entender la acción política
causando destrozos en el mobiliario urbano, apedreando vehículos, etc. Casi se
diría que si desaparecieran de pronto las piedras de Pakistán se habrían acabado los
medios de participación política de las masas.
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Empero, y prescindiendo de los truculentos acontecimientos de estos días,
¿le cabe a Pakistán ser un país democrático? Tampoco tendré en cuenta en mi
respuesta ni su joven historia como país independiente, ni su estructura social o
económica; me limitaré únicamente al espacio político como tal. Cuando se
observa a Pakistán desde dicha perspectiva, sólo se advierte a tres actores a lo largo
y ancho del mismo: la religión islámica, el PPP y el ejército.
De la primera, la verdad, no creo exagerar si afirmo que, objetivamente, no
parece que la democracia sea una de sus pasiones; más bien adolece de cierta
hostilidad intrínseca a la misma, comparable a la de la jerarquía eclesiástica
española, si bien niego de todo punto la influencia de la una en la otra o de la otra
en la una, habida cuenta de que los dioses no mezclan sus sangres. Del PPP, por lo
dicho antes, ya es posible intuir que si por arte de birlibirloque se convirtiera en
modelo de sociedad, el resultado estaría mucho más cerca de lo que hoy hay que de
lo que Bhutto y secuaces decían ser. ¿Y el ejército?
Hablar del poder constituido por el medio millón largo de hombres armados
que lo integran es, ni más ni menos, hablar no sólo de política en Pakistán, sino
que casi es hablar de la política pakistaní: no sólo por haber monopolizado el
ejercicio del poder durante más de la mitad de los sesenta años de vida
independiente del país, sino por el resultado a que se ha llegado gracias a eso.
Es preciso reconocer que hablar del ejército en Pakistán en cierto modo
simplifica notablemente las cosas, pues permite distinguir con claridad entre la
permanente sucesión de crisis y la existencia de una crisis permanente, a saber: el
dominio militar de la política (hay más oscuridad, en cambio, cuando se trata de
alumbrar los puentes que las unen, ya que no es difícil que los artificieros del
ejército los vuelen mientras los analistas intentan cruzarlos). Tal dominio es tan
brutal que ya ni necesita ser violento, pues la inercia le ha hecho un sitio entre las
costumbres del país. Ello, naturalmente, no es óbice para que la “integración de los
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intereses de las élites” a la que se asiste en Pakistán, que está desembocando en la
“formación de una élite gobernante pakistaní que abarca una compleja red de
oficiales superiores, industriales de postín, empresarios, terratenientes feudales,
burócratas estatales y, últimamente, incluso gurús de los medios” (A. Siddiqa), no
constituya precisamente una barrera hoy por hoy insuperable para quien desee ver
a la democracia convertida en el orden estatal de Pakistán.
Incluso la expresión Estado aplicada a Pakistán parece más una ilusión que
una realidad. Sé que Tariq Alí, desde las páginas de The Independent, se ha
opuesto incluso a que se le considere “Estado fallido”, a la manera de Congo o
Ruanda, y que aboga por considerarlo un simple “Estado disfuncional”; por lo
visto, con palabras se arregla todo, y si no se puede considerar Estado fallido (en
suma: un no-Estado) a aquél en el que el ejército brinda de todo, como por
ejemplo: una aerolínea si Vd. desea darse un garbeo por ahí, petróleo y gas si desea
estar calentito en casa, bancos por si no sabe dónde guardar los milloncejos
ahorrados fraudulentamente, una compañía de seguros por si se los roban o le
rompen el coche a pedradas –servicios ésos que sólo los miembros de la élite
antevista pueden disfrutar; y también radio y televisión, para que muchos de los
pobres sepan que no sólo de Corán vive el hombre; y, en fin, también puede
contratar servicios agrícolas, enviar a sus hijos a escuelas, o a universidades,
regentadas por militares, etc., etc.; de todo, salvo seguridad, eso sí, pues ni siquiera
consigue asentar su dominio sobre el entero territorio pakistaní, como se ha
demostrado una vez más en estos días en la zona fronteriza con Afganistán: pero
tampoco hay que pedir peras al olmo; si un Estado así, digo, no ha de considerarse
fallido… se debe sencillamente a que no existe como tal, sino que más bien se trata
de una excusa institucional usada por el ejército para legitimar la dominación
social que ejerce sobre el territorio que controla.
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El asesinato de Benazir Bhutto, por tanto, ha agravado una situación de por
sí gravísima. Pero ya en sí mismo Pakistán es problema, porque 160 millones de
habitantes viven en un zona de altísimo riesgo, bajo un régimen que ha elevado la
inestabilidad a obra de arte, en grado similar a como ha transformado la
corrupción, y que es, además, el único país musulmán en poseer la bomba atómica.
Los riesgos de desintegración violenta son inmensos, y las consecuencias, aun sin
llegar a ese extremo, que pueden derivar para la seguridad de la comunidad
internacional, incalculables.
Quizá sea ya hora de que quienes influyen sobre él induzcan a sus dirigencia a
formar un gobierno de unidad nacional que prescinda de su volátil primer
mandatario e intente presionar al ejército para dar un paso atrás en la escena
política. Desde luego, mucho dependerá el futuro de Pakistán de la acción de sus
vecinos, en especial de India, llamada así a ejercer, aun contra su voluntad, un
papel estelar en tan caótico escenario, en el que la paz y la Humanidad se juegan su
futuro; y también del control que la comunidad internacional logre ejercer de
Afganistán. En tanto, le toca vivir la tragedia de procurarse una existencia y un
orden estables, es decir, de darse una forma a la que la urgencia le impide coincidir
punto por punto con la forma democrática.
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