Festival de Bayreuth 2011

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Festival de Bayreuth 2011
S
iempre es bueno llegar a Bayreuth luego de la
ceremonia de apertura el día 25 de Julio. Todos
los años se comienza y se termina en los mismos
días y al llegar un día después no se corre el riesgo
de encontrarse con primeros ministros, celebridades
o Prominenten sobre la alfombra roja. Estos días no
hay controversias políticas, a pesar de que la Kanzlerin
acuda desde hace muchos años como público, y el
resto viene como oportunidad fotográfica.
Éste es también el primer año donde se comienza a
sentir la influencia de las hijas de Wolfgang Wagner,
Eva, con su acostumbrada falta de diplomacia, ya
advirtió que se necesitarán mas de 20 millones de euros
para sanear el teatro y que ese dinero deberá llegar
bien rápido, y Katharina no para de llevar al teatro a
la esfera mediática con la que parecería se encuentra
totalmente enceguecida. Para Katharina el arte es un
vehículo que debe ser cambiado por un nuevo modelo
todos los años; no debe ser tomado demasiado en
serio so pena de caer en el pecado de convertirnos
en adoradores del arte y terminar como lo hace Hans
Sachs al final de la actual producción del Festival
firmada por ella: un pequeño burgués.
Pero esto también trae peligros. Por ejemplo: cambios
para los que el público no esta preparado tienden a
enojarlo y a ausentarlo del festival. Por primera vez
en muchos años había entradas a la venta afuera del
festival para quienes las buscaban, y eso que había
sólo un par de obras que habían sido abucheadas.
El futuro dirá cuántas obras desea tolerar el público
y si se ausentará o no. Buscar un nuevo público, lo
que debería ser la meta de Katharina y de Eva, es un
proceso gradual. No se puede generar un público
nuevo de la noche a la mañana, ni ausentar a otro de
un día para el otro. Intellectual cleansing no es una
buena política; Intellectual development es mucho más
deseable.
Una muestra perfecta resultó la ya “cuatroañera”
producción de Parsifal en la que Stefan Herheim
confronta al público con el producto de esas influencias
nefastas que tanto asustan o disgustan a Katharina.
El culto de Parsifal y de sus símbolos, según Herheim,
llevaron a Alemania al borde del precipicio, al nazismo,
a la división y a la destrucción de su propia conciencia.
Una producción perfecta, llena de inteligentes detalles
y de sus propios símbolos que explican la acción y
la hacen fácilmente entendible al público que desee
pensar (y quien no lo desee se entretendrá mucho con
las interesantes imágenes). A través de los años Parsifal
se ha convertido en una especie de religión que llevó a
pro ópera
muchos a actuar como si Alemania fuera un país elegido
y que se comportaba en forma intolerante y violenta
hacia otros. Parsifal vence al nazismo y sanea la herida
de Alemania en su propio Parlamento. Excelentes los
cantantes Simon O’Neill como el niño Parsifal de registro
fácil; Kwagnchul Youn como Gurnemanz alcanzó niveles
superiores de canto y de nobleza en escena; Detlef Roth
fue un malentendido Amfortas; y Thomas Jesatko un
Klingsor semi-hombre, semi-mujer. Danielle Gatti dirigió
con suavidad y bellísimos solos, dando una lectura muy
especial e inteligente.
Mucho menos fácil de comprender resultó la reposición
de Tristan und Isolde firmada por Christoph Marthaler,
quien usó recursos de psicología avanzada para mostrar
los personajes, sus proyecciones y superegos en forma
archiclínica y fría. El público, que no es nada tonto,
respetó más que admiró esta producción, que no le
resultó apetecible intelectualmente a pesar de ser
inteligente. Lo que falló fue la comunicación hacia su
destino, el público. Si éste no entiende, se aburre y
no regresa. Irene Theorín fue una Isolda impetuosa y
juvenil que dio demasiada voz a su rol; Robert Dean
Smith fue un Tristán estático, un muñeco de voz aniñada
y escaso carácter. Pero fue Robert Holl como Marke
quién impresionó y dio vida a su rol como ningún otro,
derrochando dicción, impecable fraseo y una presencia
escénica creíble y real… Y por fin Peter Schneider
confirmó por qué un buen Kapellmeister es preferible a
un variable intérprete: con él se estuvo siempre seguro, el
sonido homogéneo, los tempi seguros y constantes y que
resultaron en una versión de las de antes.
Con Die Meistersinger Katharina revela su credo y
también sus carencias; es cierto que no hay que tomar el
arte como religión, pero también no se debe tomar nada
como religión en forma absoluta. Todo es relativo. Irse al
otro extremo del péndulo con producciones que nadie
entiende ni desea entender tampoco es deseable. Pero
como en años anteriores sus maestros convencieron en
su último año en escena, la provocativa producción no
será vista más. James Rutherford fue un Sachs joven,
de voz redonda, de fuerte carácter, de buen fraseo y uno
deseaba que conquistara a Eva; Burkhard Fritz fue un
Walther anárquico, poco espontáneo y por lo tanto no
resultó chocante que al fin se convirtiera en un pequeño
burgués; Adrian Eröd repitió su inteligente creación del
petulante pero no pequeño burgués Beckmesser; Markus
Eiche destacó como Kothner; Michaela Kaune cantó su
parte con dulzura y actuó con soltura y por supuesto el
coro cantó con excepcional sonido como es costumbre.
Sólo la olvidable dirección de Sebastian Weigle resultó
decepcionante, pues no supo lograr contrastes dinámicos;
septiembre-octubre 2011
Escena de Parsifal
su lectura no tuvo fraseo y resultó aburridísima.
El lector habrá leído acerca del escándalo provocado
durante la première de la nueva producción de
Sebastian Baumgartner de Tannhäuser, y no se
puede criticar al público por haber reaccionado así. La
producción gira alrededor de una gigantesca instalación
procesadora de Biogas. Dentro de esta instalación —que
permanece en escena durante los tres actos— hay pistas
como dos enormes containers de madera marcados
Rom 451 y Rom 457. La idea es que allí se depositan los
pensamientos descartados. (Vaya idea.) Como además
de enormes objetos cilíndricos hay muchas columnas en
el medio, muchos espectadores —incluso aquellos como
quien escribe, sentados en el medio— no pudieron ver
partes cruciales, como por ejemplo la escena del tercer
acto cuando Wolfram empuja a Elisabeth dentro de un
cilindro de BioGas donde muere... Nadie discute que
hubo ideas; lo que sí se discute es qué tipo de ideas
resultaron para una obra como ésta. Tantas ideas y
tantos objetos en escena aplastaron a la obra como si un
elefante se sentara sobre una torta de queso. Al fin no
quedó nada de la obra que pudiera reconocerse. Sólo
la música resultó familiar, y hasta cierto punto porque
el director eligió la versión de Dresde, que la ubica al
principio de la carrera de Wagner, mientras que la versión
septiembre-octubre 2011
de París la ubica en forma mucho más interesante
luego de la revolución musical causada por Tristan und
Isolde y donde el papel de Venus adquiere mucha más
importancia.
Además, el lenguaje cromático se adapta mucho más
al carácter multifacético de Tannhäuser y lo que sucede
alrededor suyo. Hubo dos cantantes dignos de destacar:
la soprano finlandesa Camilla Nylund, de excelente
trayectoria, quien permaneció constante a su arte pese
a las ridiculeces de la producción. Su canto fue exquisito
y actuó con convicción dentro de lo posible. Y Günther
Groissböck mostró una voz de excepcional futuro como
el Landgrave, mientras que el sueco Lars Cleveman
apenas pudo con el rol titular con el que quizás necesite
más tiempo para acostumbrarse. Thomas Hengelbrock
dirigió con tempi fluidos pero por momentos con
demasiado volumen, y sería mejor juzgar su fraseo y su
rendimiento con esta partitura al final de la serie que en
la segunda función que aquí se reseña.
El año que viene se anuncia una nueva producción de
Der Fliegende Holländer y al año siguiente, para el 200
aniversario del nacimiento de Wagner, un nuevo Ring
des Nibelungen. ¿Hacia dónde Bayreuth...? o
por Eduardo Jacobo Benarroch
pro ópera 
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