Enrique IV - Luz Aurora Pimentel

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Enrique IV
En busca del rey ideal
Las obras históricas de Shakespeare, ocho de las cuales giran en torno a la casi centenaria
Guerra de las Rosas (1398-1485), ofrecen al espectador contemporáneo grandes obstáculos
para su comprensión. Tales obstáculos son, en gran medida, de orden histórico, ya que ese
período de la historia de Inglaterra es extraordinariamente caótico; batalla sucede a batalla,
reyes entran y salen de la Torre; asesinatos, abdicaciones, deposiciones, usurpaciones sin
fin… Para Shakespeare y sus contemporáneos, sin embargo, éste era un período reciente
que importaba estudiar, porque en el incierto futuro de Inglaterra la historia podía repetirse:
para fines del siglo XVI ya era claro que Isabel I (1533-1603) no dejaría un sucesor directo;
esto podía llevar a Inglaterra al caos una vez más.
Las obras históricas constituyen una exploración dramática de los requisitos y
responsabilidades que un buen gobernante debe llenar y cumplir. En especial, la tetralogía
que culmina con Enrique V es la contribución de Shakespeare a la meditación renacentista
sobre lo que es el gobierno; de este modo, las obras en cuestión son una especie de
respuesta dramática a lo postulado por Machiavello en El Príncipe.
Las obras pueden dividirse en dos grupos: en el primero se agrupan las tres partes de
Enrique VI y Ricardo III, escritas entre 1590 y 1593; en el segundo la tetralogía formada
por Ricardo II, las dos partes de Enrique IV y Enrique V, escritas entre 1594 y 1599. Es
interesante hacer notar que el período álgido y espectacular de la Guerra de las Rosas, el
que se inicia durante el reinado de Enrique VI y culmina con la muerte de Ricardo III,
parece haber atraído más al dramaturgo incipiente; mientras que el Shakespeare de la
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madurez, del llamado período medio, prefiere indagar en la responsabilidad y el potencial
del rey para un buen gobierno. De ahí que sus obras históricas más logradas sean
precisamente las dos partes de Enrique IV y Enrique V. Examinaremos aquí sólo la primera
parte de Enrique IV, y en especial, el tema del honor y de la visión política de un
gobernante, aunque necesariamente habrá que referirse a las otras obras de la tetralogía con
objeto de clarificar o de redondear ciertas líneas de argumentación.
Basadas en la Crónica de Inglaterra, Escocia e Irlanda (1586-7), de Holinshed, las
ocho obras históricas de Shakespeare dramatizan la historia de Inglaterra, desde el reinado
de Ricardo II —y en especial desde su querella con Norfolk y Bolinbroke en 1398—, hasta
la derrota de Ricardo III en 1485 a manos de Enrique Conde de Richmond, descendiente de
Lancaster, quien al casarse con Elizabeth de York, finalmente unifica las dos casas, en
conflicto durante tanto tiempo, y accede al trono como Enrique VII.
Formalmente, la Guerra de las Rosas —la rosa blanca de York, la roja de
Lancaster— se inicia durante el reinado de Enrique VI, pero Shakespeare encuentra el
origen de la inestabilidad política en la muerte de Eduardo III, en 1377. Su hijo, Eduardo el
Príncipe Negro, había muerto un año antes, de tal suerte que el nieto, Ricardo, un niño
apenas, es quien debe sucederlo. En la cosmovisión de esa época el acceso al trono, además
de ser un incuestionable derecho divino, está centrado en el mayorazgo y la línea directa. Si
ésta se extingue, pasaría el derecho al siguiente hermano. Eduardo III tuvo siete hijos, de
los cuales sólo cabe destacar cuatro: Eduardo el Príncipe Negro, Leonel Duque de
Clarence, Juan de Gante Duque de Lancaster y Edmundo Duque de York. Durante la niñez
de Ricardo II, hijo del Príncipe Negro, Inglaterra fue gobernada por un regente, su tío Juan
de Gante Duque de Lancaster. Una y otra vez, a lo largo de todas estas obras, Shakespeare
insiste en los efectos negativos del gobierno de regentes, por aptos y honestos que puedan
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ser, ya que se presta a manipulaciones, o a que el rey proclame su derecho a gobernar antes
de estar preparado. Este es precisamente el caso de Ricardo II —y que Shakespeare
examina en la obra del mismo nombre—, cuyo reinado se ve plagado de parásitos, intrigas,
malos manejos del tesoro real y una extraordinaria incompetencia para gobernar. No hay
que olvidar que estamos en plena Edad Media y, por tanto, en un sistema feudal. En aquel
entonces, los nobles no sólo eran grandes terratenientes sino que, dueños de vida y trabajo,
disponían a su antojo de sus siervos como arma para rebelarse y adquirir poder. Frente a un
rey débil y arbitrario, como Ricardo II, esto es justamente lo que ocurre. Ricardo exilia
durante seis años a Enrique Bolinbroke, hijo de Juan de Gante, y le promete no tocar sus
tierras y bienes si muere el padre antes de que termine el período del exilio. Unos meses
después, sin embargo, muere Juan de Gante y Ricardo rompe su promesa, incautando todos
los bienes del Duque de Lancaster para cubrir sus propias deudas y pagar la expedición a
Irlanda. Indignado, Enrique Bolinbroke regresa a Inglaterra y, con la ayuda de los Percies,
poderosos señores feudales del norte, obliga a Ricardo a abdicar en su favor. Puesto que
Ricardo II no deja descendencia, se extingue así la línea directa del primer hijo de Eduardo
III, Eduardo el Príncipe Negro. Pero Enrique Bolinbroke, ahora Enrique IV, es hijo del
tercer hijo de Eduardo III; estrictamente hablando el derecho al trono de Inglaterra lo tiene
el descendiente en línea directa del segundo hijo, el duque de Clarence, pero ese
descendiente, Edmundo Mortimer Conde de March, aunque en línea directa, ya resulta ser
el tataranieto de Eduardo III, mientras que Enrique IV, más cercano aunque no en línea
directa, es el nieto. Estos embrollos de parentescos son los que inician el conflicto que se
dramatiza en la primera parte de Enrique IV.
El reinado de Enrique IV se inicia con asedios bélicos desde distintos puntos de la
isla: Owen Glendower se rebela contra el rey por la independencia de Gales. El rey manda
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a sus aliados, aquellos que lo ayudaron a conquistar el trono, a sofocar la rebelión. Mientras
tanto, en el norte, invaden Inglaterra los escoceses dirigidos por Douglas. Enrique
“Hotspur”, uno de los Percies, lo derrota. Pero una vez conjurado el peligro del exterior,
surge en el interior el fantasma de la guerra civil. Los Percies se rebelan contra el rey, so
pretexto de negarle los tesoros que como rescate habían obtenido de los derrotados
escoceses y galeses, pero en realidad porque, emparentados por matrimonio con la línea del
Duque de Clarence, los Percies insisten en que Mortimer, el tataranieto de Eduardo III,
tiene más derecho al trono que Enrique IV. Así, aquellos que lo ayudaron a deponer a
Ricardo II se vuelven ahora contra él, apoyando a Mortimer con el mismo reclamo. Los
Percies se alían ahora con los galeses y los escoceses; la guerra civil es ya inevitable.
Finalmente, el destino de la batalla se decide en Shrewsbury (1403) con la muerte de
Hotspur, la captura de Worcester y de Douglas y la rendición de Northumberland, padre de
Hotspur.
En un principio, la obra nos presenta a un rey atormentado por la culpa y la
responsabilidad; por la insurrección de galeses y escoceses, fuera del reino, y la de sus
otrora aliados los Percies, dentro; pero, sobre todo, lo atormenta ver en su hijo, Hal, un
tarambana, dado al vicio y a las malas compañías. Constantemente compara a su hijo,
manchado de oprobio, con el hijo de sus enemigos, Harry Hotspur, cubierto de honor y de
gloria. Teme que la historia se repita, que así como Richard, rey disoluto e impopular, fue
depuesto en favor de él, Bolinbroke, así su hijo, disoluto e irresponsable, podría ser
depuesto en favor de Mortimer, o incluso de Harry Hotspur. Gradualmente el centro de
atención se desplaza del rey, Enrique IV, al Príncipe de Gales, Hal, el muchacho
irresponsable que pasa su vida en tabernas y burdeles, y a sus compañeros, de reputación
bastante menguada, entre los cuales está Sir John Falstaff, personaje plenamente ficticio y,
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quizá una de las mayores creaciones cómicas de Shakespeare. Y es que, a pesar del nombre,
la obra Enrique IV trata no sólo del problema de la usurpación y de sus consecuencias —
dimensión dramática que se desarrolla en la intensa culpa que siente Enrique IV, y en los
impedimentos que frustran constantemente su labor de gobierno—, sino que también trata,
de manera importante, sobre la educación y evolución del futuro rey, Hal, hoy Príncipe de
Gales de reputación dudosa, pero que un día no muy lejano será Enrique V, el rey ideal.
Así, la dimensión puramente histórica de la obra da cuenta de los intrincados
laberintos de la usurpación, mientras que la dimensión cómica está centrada totalmente en
el Príncipe. Tres espacios dramáticos se yuxtaponen constantemente: a) la corte; b) el
espacio doméstico representado por el hogar y la esposa de Hotspur; y c) la taberna, los
barrios bajos de Londres y los caminos despoblados, que son, al parecer, el hábitat natural
del Príncipe de Gales. Todos los actores, quienes a lo largo de la obra quedan confinados a
uno u otro espacio dramático, convergen finalmente en el del campo de batalla. Pero desde
el inicio de la obra, la acción se nos ofrece de manera alternada entre estos diversos
espacios. La brutal yuxtaposición no está desprovista de significado, ya que, en un primer
momento parecería confirmar la opinión del rey con respecto a su hijo: en la corte vemos a
Harry Hotspur rebelándose, hablando de valor, guerra y honor; mientras que en las tabernas
y los despoblados vemos al otro Harry, al Príncipe de Gales, emborrachándose, haciendo
bromas pesadas, incluso involucrándose en robos mezquinos por pura diversión. Pero en el
gran Shakepeare, nunca los personajes se construyen en blanco y negro, los contrastes
tajantes sólo lo son en apariencia y un desarrollo dramático revela su esencial complejidad.
Harry Hotspur, la envidia del rey, el paragón del honor y del valor, es finalmente un
egoísta, sin visión política, irascible y temerario. Para Hotspur sólo existe el honor, cierto,
pero pronto es claro que se trata de una glorificación egoísta de su nombre y de su persona
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con el sólo propósito de obtener fama, sin que su imaginación e intelecto se fatiguen por la
responsabilidad ante la sociedad o por los problemas que implican tomar las riendas del
poder. Hotspur ilustraría un aspecto del ideal de la virtù en Machiavello: fama y honor
logradas a través del ejercicio de la voluntad y la valentía del individuo. Así pues, para este
irascible rival del Príncipe de Gales, el honor no es más que una obsesión y no el
complemento necesario para un buen gobierno, para ganar popularidad o la confianza de
sus súbditos. Nada de esto le interesa a Hotspur, sólo el monopolio de la fama:
By Heaven, methinks it were an easy leap,
To pluck bright honour from the pale-faced moon,
Or dive into the bottom of the deep,
Where fathom line could never touch the ground,
And pluck up drownèd honour by the locks,
So that he that doth redeem her thence might wear
Without corrival all her dignities.(I, iii, 201-207)
[¡Por los cielos! Me parece que sería un salto fácil arrancarle al pálido rostro de la
luna el brillante honor, o sumirse en las profundidades del abismo, allí donde la
sonda no ha llegado jamás, y sacar por los cabellos al honor naufragado, de manera
que le permita al que lo extraiga gozar sin rival de todas sus dignidades.]
Es, como siempre, la poesía la que nos da el tenor de la verdadera significación del
discurso de los personajes. Aquí Hotspur parece simplemente un portavoz exaltado del
concepto caballeresco del honor. Sin embargo hay una clara connotación de violencia, de
capricho casi infantil, que se desprende de la peculiar configuración de las imágenes: el
honor no es algo que se gana sino que se “arrebata” (“pluck”); la segunda imagen incluso
lleva esta idea a los límites de lo grotesco al figurar el honor como una mujer a la que se la
hala de los cabellos para hacerla suya, para intimidar a los posibles rivales. No sólo no es
poética la imagen, como Hotspur lo supondría, es, más bien, cómica en su grotesco exceso.
Su carácter irascible lo hace actuar de manera irresponsable y su temeridad no es más que
índice de su ceguera política. Lo que desde luego redime a Hotspur es la absoluta
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sinceridad de su conducta, lo auténtico de su patética obsesión por el honor. En este
sentido, Hotspur es terreno fértil para la parodia, punto que no escapa al sagaz Príncipe de
Gales, quien ironiza toda la postura ideológica de Hotspur diciendo:
I am not yet of Percy’s mind, the Hotspur of the North, he that kills me some six or
seven dozen Scots at a breakfast, washes his hands, and says to his wife, “Fie upon
this quiet life! I want work.” “O my sweet Harry,” says she, “how many hast thou
killed to-day?” “Give my roan horse a drench,” says he, and answers “Some
fourteen” an hour after - “a trifle, a trifle.” (II, iv, 113-120)
[No tengo aún el humor de Percy, el Hotspur del Norte, que me mata seis o siete
docenas de escoceses antes del desayuno, se lava las manos y dice a su esposa:
“¡Qué asco de vida ésta tan tranquila! ¡Necesito trabajar!” “Oh mi dulce Harry —le
dice ella— ¿Cuántos has matado hoy?” “Dale de abrevar a mi caballo roano” y
luego, pasada una hora, añade: “Como unos catorce. Una bagatela, una bagatela.”]
La parodia tiene un efecto especialmente cómico, ya que apenas en la escena
anterior habíamos presenciado otra parecida —sólo que en registro serio— entre Hotspur y
su esposa, a cuya pregunta solícita, “¿Qué es lo que os aparta de aquí, señor?”, Hotspur
responde, con la distracción del egocéntrico, “Mi caballo, amor mío, mi caballo.” (II, iii,
78-79).
Frente a esta visión exaltada del honor —que tanto se presta a la parodia por estar
en las fronteras de lo ridículo—, Shakespeare nos presenta la otra cara de la moneda, la
actitud cínica de Falstaff, magistralmente caracterizada en su soliloquio sobre el honor:
What need I be so forward with him that calls not on me? Well, ‘tis no matter.
Honour pricks me on. Yea, but how if honour prick me off when I come on? How
then? Can honour set to a leg? No. Or an arm? No. Or take away the grief of a
wound? No. Honour hath no skill in surgery, then? No. What is honour? A word.
What is in that word honour? What is in that honour? Air. A trim reckoning! Who
hath it? He that died o’Wednesday. Doth he feel it? No. Doth he hear it? No. ‘Tis
insensible, then? Yea, to the dead. But will it not live with the living? No. Why?
Detraction will not suffer it. Therefore I’ll none of it. Honour is a mere scutcheon.
And so ends my catechism. (V, i, 130-143)
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[¿Qué necesidad tengo de meterme donde no me llaman? Bah, no importa. El honor
me aguijonea hacia adelante. Sí, pero ¿si el honor me aguijonea hacia atrás cuando
avance? ¿Es que el honor puede reponer una pierna? No. ¿O un brazo? No. ¿O
puede mitigar el dolor de las heridas? No. El honor ¿no tiene pues, ninguna
habilidad en cirugía? No. ¿Qué es el honor? Una palabra. ¿Qué es esa palabra de
honor? Aire. ¡Un adorno costoso! ¿Quién lo posee? El que murió el miércoles. ¿Lo
siente? No. ¿Lo oye? No. ¿Es pues una cosa insensible? Si, para los muertos. Pero
¿no podría vivir con los vivos? No. ¿Por qué? La denigración no lo sufriría; por
tanto no lo quiero. El honor es un simple escudo de armas…, y así acaba mi
catecismo.]
Lo interesante, desde luego, y muy a pesar del abierto cinismo de tal “catecismo”, es
la parte de lucidez que aquí se deja entrever. La confrontación que hace Falstaff del honor,
como abstracción, con las necesidades menudas de la vida cotidiana pone al descubierto los
excesos a los que un Hotspur puede llegar, negando la vida misma en aras de una palabra
—honor— que no es más que aire. Denuncia asimismo el egocentrismo de esta concepción
caballeresca del honor como “cálculo fino”. 1
Nada más opuesto al cálculo que la deliciosa, aunque perversa, espontaneidad de
Falstaff, por lo menos del Falstaff de las tabernas, que no del que aparece más tarde en el
campo de batalla. En Falstaff, Shakespeare caracteriza el goce vital sin restricciones, lleno
de buen humor e incluso de autocrítica, ya que este gordo adorable es capaz de satirizarse a
sí mismo con gran ingenuidad, frente a las constantes agresiones de Hal, lo cual lo hace
todavía más atractivo. Cuando en la carretera Hal lo conmina con insultos a que se eche a
tierra, Falstaff desarma cualquier crítica con la propia:
PRINCE: Peace, you fat-guts! Lie down, lay thine ear close to the ground and list if
thou canst hear the tread of travellers.
FALSTAFF: Have you any leavers to lift me up again, being down? (II, ii, 33-36)
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Astrana traduce esto como “adorno costoso” pero el Shakespeare Lexicon, de Alexander Schmidt (New
York: Dover Books, 1971. 2 vols.), da como significado de “reckoning”: “to cast account, to compute, to
calculate”, y entre los ejemplos cita la frase en cuestión. Para “trim”, en tanto que adjetivo: “nice, fine;
mostly used with irony” y entre las ilustraciones aparece también la frase en cuestión, cuyo tenor es
evidentemente irónico.
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[PRÍNCIPE: ¡Cálmate, gran panzudo! ¡Túmbate, aplica el oído contra la tierra y
escucharás la marcha de los viajeros.
FALSTAFF: ¿Tenéis palancas para levantarme cuando esté en el suelo?]
Ante los insultos de Hal, que entre broma y broma no dejan de ser agresivos,
Falstaff siempre responde de buen humor y con una gran tolerancia de sus defectos y de los
demás. Hal podrá llamarlo “montón de tripas con sesos de barro, tonto de cerebro vacío,
hijo de puta, lujurioso, enorme bola de cebo”, o “enorme cerro de carne” (“thou claybrained guts, thou knotty-pated fool, thou whoreson, obscene, greasy tallow catch”, “this
huge hill of flesh” II, iv, 252-53; 269), Falstaff seguirá llamándolo “sweet wag” (“mi dulce
muñequito”), “lad” (“muchachito”); seguirá desarmando toda crítica mientras admita con
candor su gordura y su debilidad:
Thou knowest in the state of innocence Adam fell, and what should poor Jack
Falstaff do in the days of villany? Thou seest I have more flesh than another man,
and therefore more frailty. (III, iii, 188-190)
[Sabes bien en el estado de inocencia que cayó Adán. ¿Y qué podría hacer, dime, el
pobre Juanito Falstaff en estos tiempos de inmoralidad? Ya lo ves: tengo más carne
que otro hombre, y, consecuentemente, más fragilidad.]
El Falstaff cómico, el adorable, es el de la taberna, el que juega al rey con el
Príncipe, el eterno goloso, el que miente como un niño. Pero el Falstaff del campo de
batalla es deleznable; nada hay que compense su cinismo o su corrupción. Lo deleznable no
sólo está en su cobardía frente a la necesidad de actuar como un guerrero, sino en el hecho
de que se robe el dinero que debió gastar en los pertrechos y el entrenamiento de sus
soldados, en que sea capaz, sin el menor remordimiento, de mandarlos a la muerte como
carne de cañón, sin haberlos entrenado, ni equipado. Su conducta ahora le roba todo el
encanto del principio y nos prepara para su repudio total al final de la segunda parte de
Enrique IV. Y es que el cinismo y la corrupción de hombres como Falstaff, aunque
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atractivos y encantadores en ciertos contextos, resultan sumamente peligrosos para una
convivencia social pacífica y armoniosa. Es por ello que Falstaff queda fuera de la corte
cuando el “dulce muñequito” (“sweet wag”) se convierte en rey. Pero cuál no será el poder
de la creación dramática que por generaciones el público tiende a preferir a Falstaff, a pesar
de su reprensible conducta durante la batalla, y, al igual que Falstaff, no perdona el público
la “traición” del Príncipe.
Finalmente, el Príncipe de Gales recibe en esta obra un tratamiento muy especial, ya
que está sujeto a una espectacular transformación que se inicia en esta obra y que culmina
en Enrique V. En un principio, Hal parece en verdad un joven disoluto al que nada
importan los asuntos de estado. Mientras su padre está agobiado por la inestabilidad del
país, Hal se lanza a con placeres irresponsables, planeando robos para divertirse a expensas
de la debilidad moral y de la gordura de Falstaff. En verdad, al principio Hal parece incluso
más corrupto que Falstaff; dudamos si no tendrá razón el gordo al decir que es el Príncipe
quien lo ha corrompido (I, ii). Pero al final de la segunda escena del primer acto, Hal en un
soliloquio revela sus propósitos:
I know you all, and will a while uphold
The unyoked humor of your idleness.
Yet herein will I imitate the sun,
Who doth permit the base contagious clouds
To smother up his beauty from the world,
That when he please again to be himself,
Being wanted, he may be more wandered at
By breaking through the foul and ugly misas
Of vapours that did seem to strangle him.
If all the year were playing holidays,
To sport would be as tedious as to work
(…)
So when this loose behaviour I throw off
And pay the debt I never promisèd,
By how much better than my word I am,
By so much shall I falsify men’s hopes.
And like bright metal on a sullen ground,
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My reformation, glittering o’er my fault,
Shall show more goodly and attract more eyes
Than that which hath no foil to set it off.
I’ll so offend to make offense a skill,
Redeeming time when men think least I will (I, ii, 218-240)
[Os conozco a todos y quiero alentar por algún tiempo los desenfrenados caprichos
de vuestra molicie. No obstante, imitaré en esto al sol, que permite a las viles nubes
ponzoñosas ocultar su belleza al mundo, para cuando le place ser otra vez el mismo,
porque se le necesita, hacerse admirar más, abriéndose paso a través de las sucias y
feas neblinas de vapor que parecían asfixiarlo. Si todo el año se compusiera de días
festivos, sería tan aburrido divertirse como trabajar (…) Así, cuando yo abandone
esta vida y pague la deuda jamás prometida, por lo mismo que no tengo empeñada
mi palabra, rebasaré las esperanzas que los hombres tengan puestas en mi; y a
semejanza de un brillante metal sobre fondo empañado, mi regeneración al lucir
sobre mis faltas, parecerá más meritoria y atraerá más miradas que una reputación
sin ninguna montura que la haga resaltar. Escandalizaré así para hacer del escándalo
un arte, reparando el tiempo perdido cuando nadie lo sospeche.]
Gracias a este soliloquio, Hal sufre una revaloración a los ojos del público.
Maquiavélico, en otro sentido que el de la virtud de Hotspur, Hal nos muestra las entretelas
de su cálculo político, que el aparente desorden de su vida es una estrategia para resolver el
problema que atormenta a su padre: la usurpación. Para Hal ya no será una culpa directa
que tenga que redimir, pero “hace del escándalo un arte” para desviar la atención, para
generar un contraste favorable a su ulterior redención y que lo cuestionable de su derecho al
trono no quede en un primer plano. Juega, con visión política casi telescópica, con las
expectaciones populares que tanto preocupan a Enrique IV; en efecto Hal deliberadamente
aparece disoluto, como Ricardo II, para que al reformarse, lo reciban como un don del cielo
y no como el hijo del usurpador. Más aún, la estrategia política de Hal conlleva una
sabiduría más allá de la prevista por Maquiavello: el futuro rey debe conocer a sus súbditos,
desde la aristocracia hasta los bajos fondos de la sociedad. Este entrenamiento probará ser
de gran utilidad cuando en los momentos previos a la batalla de Agincourt, en Enrique V,
Hal convertido en rey pasa revista a todos sus soldados y tiene una palabra de amistad para
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cada uno, pues los conoce bien a todos —“I know you all”. Así, la diversión y la aparente
pérdida de tiempo se nos revelan como formas de educación y de entrenamiento para el
futuro rey.
Hal no sólo conoce bien los bajos fondos, sino que también conoce y sabe manejar
con gran diplomacia el mundo de la corte; muestra de ello es la reconciliación con su padre
y la prontitud con que se apresta a defender el reino. En el campo de batalla, Hal actúa en
ese punto medio de equilibrio que lo distingue positivamente de los simbólicos extremos
del honor, Hotspur y Falstaff, que actúan como el “fondo empañado” o la “montura” que
hace resaltar el verdadero sentido del honor. Hotspur no soporta a Hal como rival en el
monopolio del honor; Hal, en cambio admira a Hostpur y pronuncia un conmovedor
discurso al morir Hotspur, discurso equilibrado, lleno de compasión pero también de
comprensión, que sitúa al honor en un lugar importante pero secundario en relación a otros
deberes.
Fare thee well, great heart!
Ill-weaved ambition, how much thou art shrunk!
When that this body did contain a spirit,
A kingdom for it was too small a bound,
But now two paces of the vilest Herat
Is room enough.
(…)
But let my favours hide thy mangled face,
And, even in thy behalf, I’ll thank myself
For doing these fair rites of tenderness.
Adieu, and take thy praise with thee to Heaven! (V, iv, 87-99)
[¡Que te vaya bien, gran corazón! ¡Ambición mal tejida, cuán encogida te ves!
Cuando este cuerpo contenía un alma, un reino no era espacio bastante grande para
él; pero ahora, dos pies de la más vil tierra son una medida suficiente. (…) pero
ahora quiero con mis favores ocultar tu faz estropeada, y, en tu nombre, me
agradeceré a mí mismo estos hermosos ritos de ternura. ¡Adiós, y llévate contigo al
cielo tus alabanzas!]
Luz Aurora Pimentel
Universidad Nacional Autónoma de México
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