MITO Y MEMORIA Luis Landero Yo os quería hablar de la memoria

Anuncio
ENCUENTROS EN VERINES 1991
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
MITO Y MEMORIA
Luis Landero
Yo os quería hablar de la memoria, de mi memoria: es decir, de cuestiones
personales, de experiencias que han ido configurando algo así como un código privado
de mitos. O, si se quiere, de obsesiones literarias, de referencias existenciales. Al fin y al
cabo, si se dice que la novela de hoy no refleja la realidad quizá se deba a que estamos
perdiendo la memoria histórica. Pues bien, el mito es cosa de la memoria colectiva. Por
eso, yo os voy a hablar de cómo en mi infancia la memoria se me fue poblando de
leyendas, de vislumbres míticos, que luego, no sé como, se fueron incorporando a la
escritura.
Yo nací en Alburquerque, un pueblo perdido en esa región perdida que es
Extremadura. Allí transcurrió mi infancia, y recuerdo por ejemplo que había un pozo
donde se ahogaban por la noche los desesperados de amor. Había también un olivar
donde habitaba una colonia de chicharras que retrasaban el amanecer porque, como se
sabe (y como descubría años después en <<Historia de los animales>>, de Claudio
Eliano), las chicharras se alimentan de rocío, de modo que cuando salía el primer sol
ellas se habían comido ya todos los brillos y los rayos no encontraban un asidero donde
afirmarse y prender su lumbre. Según mi abuela, cronista oficial de estos hechos, era
preciso entonces acantonar gallos por aquella parte para que con sus cantos orientasen al
sol y lo ayudasen a salir, y era por eso por lo que, en efecto, había tantos gallos cerca del
olivar.
Yo vivía entonces con la esperanza de que un día el sol no acertara a asomarse y
me quedase sin escuela. Pero al final siempre vencían los gallos. Así que me vestía,
cogía el cabás y el vasito para la leche americana y salía a la calle. Cerca de casa vivía
una niña rubia y repipona que sabía contar hasta más de mil (yo sólo sabía contar hasta
ochenta), y que no sé por qué yo la confundo en la memoria con la Alicia, no menos
cursi, de Lewis Carroll. Algunas mañanas coincidíamos un trecho camino de la escuela,
yo a la nacional y ella a la de monjas. Cada uno por su acera pero a la misma altura,
andando en equilibrio por los bordillos, jugábamos a contar los pasos del otro. Cuando
llegábamos a ochenta, ella se volvía, sacaba la lengua y gritaba: <<¡Ay, pobrecito
Albacete!>>, y salía corriendo y contando muy deprisa los pasos: <<¡Ochenta y uno,
ochenta y dos, ochenta y tres, ochenta y cuatro...!>>, hasta que doblaba la esquina y su
voz se iba borrando en la distancia.
Yo seguía adelante y siempre daba un rodeo para pasar por el pozo y ver si había
dentro algún muerto de amor. Luego entraba en la escuela, me sentaba en el pupitre y
sacaba de la cajonera un cartelito donde ponía: <<Albacete>>.
Yo entonces, en efecto, era sólo Albacete. La primera vez que fui a la escuela mi
padre me dijo: <<Y ya sabes, a ver si consigues ser Ceuta o Melilla, y si no puede ser,
por lo menos Sevilla o Gran Canaria.>> El maestro se llamaba don Pedro y la escuela le
servía de vivienda. El aula estaba en el piso de abajo, y servía de tránsito hacia el corral.
Don Pedro tenía un caballo y todas las mañanas, antes de las nueve, se iba a dar un
galope, y como para entrar en la cuadra debía pasar forzosamente por la clase, pues
irrumpía en la clase montado en el caballo. Y entonces aprovechaba para pasearse entre
las filas de pupitres y, desde la montura, examinar los deberes o tomar la lección. Era
mutilado de guerra, de los de la pata tiesa, y dividía la clase en zona nacional y zona
republicana. Los primeros eran los listos y los otros los torpes. Don Pedro, con la ayuda
de los listos y de una varita de olivo, debía liberar la zona rebelde. Todos empezábamos
de republicanos, y según íbamos engrosando la otra zona nos ponía los nombres de las
ciudades liberadas, y a los primeros en pasar, Ceuta y Melilla. Luego, los que en junio
acabasen de republicanos, suspendían, y los otros, aprobaban, según la ciudad así la
nota. Yo, estudiante mediano, nunca conseguía pasar de ciudades medianas, y cuando
mi padre me preguntaba al volver a casa qué ciudad era, yo bajaba la cabeza y
susurraba: <<Albacete>>. Él me daba entonces un pescozón y decía: <<¡Ay, calamidad,
calamidad, nunca llegarás a nada!>>
Que yo no iba a llegar a nada lo tuve más o menos claro desde que mi abuela me
contaba cuentos y casi todos empezaban así: <<Hace mucho tiempo en un país
lejano.>> De ahí deduje que, viviendo yo en Alburquerque y en el tiempo actual, nada
digno de asombro podría ocurrirme nunca. Todo lo maravilloso pasaba siempre lejos, y
no había milagro que no se debiera a la distancia. Como mucho, allí en el pueblo podía
aspirar a contar hasta mil, porque sólo los números parecían ir para delante, en tanto que
lo demás era un círculo del que no había manera de salir. Cada cual giraba en su
redondel como los astros en los suyos. Semanas y meses se sucedían y repetían sin
tregua. Había, por tanto, que huir de allí y viajar muy lejos, donde estuviesen todos
aquellos prodigios que aparecían en los cuentos. Huir, por ejemplo, al país de
Maricastaña, que era de los lugares maravillosos donde mi abuela instalaba sus relatos.
Cumplí siete años. Un día, en la escuela, don Pedro me preguntó desde arriba del
caballo: <<¡Albacete! ¿Qué cosa grande es Dios?>> Yo no lo sabía pero vi a un
compañero que, por entre las patas del caballo, empezó a hacerme señas. Fingía que
fumaba un puro, exagerando el gesto como si fuese un banquero o un apoderado
taurino. Entonces caí en la cuenta. <<Dios es el Espíritu Puro>>, respondí. Don Pedro
me dijo entonces: <<Muy bien, y en premio vas a elegir la ciudad que prefieras.>> Yo
bajé la cabeza y susurré: <<El país de Maricastaña, don Pedro, ésa es la ciudad que yo
quiero ser.>> Él, desde la altura, me dio con la vara y gritó: <<Con España no hay
bromas que valgan, traidor! ¡En castigo por tu cosmopolitismo, y ya para todo el año,
serás sólo Alburquerque!>>
Y desde entonces, la niña Alicia se burlaba todavía más de mí. Y así pasaron los
años, y emigramos a Madrid, y hoy sé que era entonces, en la infancia, cuando vivía
realmente en un país lejano, lleno de maravillas que no supe ver hasta que la nostalgia
lo rescató de la memoria convertida en poesía. Recuerdo que los primeros cuentos e
intentos de novela que escribí, transcurrían en países remotos o en islas imaginarias. Es
decir: eludía impropio mundo porque pensaba que literariamente carecía de interés, y
que había que buscar otros asuntos y otros espacios más prestigiosos y de más garantía
literaria. Ahora sé que todo escritor, en algún rincón de su alma y de sus experiencias
más profundas, tiene que contar algo que sólo él puede contar. Así que la primera y más
ardua tarea de un escritor es la conquista y colonización literarias de su propio mundo.
Eso no quiere decir que si es de Albacete deba escribir sobre temas albaceteños, pero sí
debe hacerlo sobre lo que conoce y sobre lo que siente, con todas las transposiciones
imaginarias que quiera, pero siendo siempre fiel a sus propios fantasmas. El viaje a uno
mismo, a su infierno interior, es el mejor y quizá el único viaje que un escritor debe
hacer.
Descargar