La era del sensacionalismo

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TERCER PREMIO CONCURSO DE RELATO CORTO CENTRO COMERCIAL
THADER-UMU
Título:
Autor:
Seudónimo:
Estudios que cursa:
Universidad
de
destino:
La era del sensacionalismo
Francisca Frutos Frutos
Quentin Tarantino
Segundo ciclo de Periodismo
Universidad de Varsovia. Polonia
ERA DEL SENSACIONALISMO
El día que Adriana Verdú mató a su marido… volvió a nacer.
A la hora en que los mercaderes de Camden Town pelean en plena calle por medio
metro cuadrado de acera, y la mitad de trabajadores de alta gama hacen cola para pagar
el mejor té envasado en cartón de la ciudad, el de Dreamer’s Coffe, Adriana salía de la
redacción de Liverpool echo para dirigirse al kiosco de Arthur Giddens y adquirir
London Daily y The news, máximos exponentes de la prensa londinense.
Ambos cedían su primera página a los vergonzosos movimientos pélvicos que el
presidente del gobierno brindaba a varias señoritas de apariencia nórdica y dudosa
reputación. “No lo puedo creer. Toda la noche escribiendo sobre el Apocalipsis
energético ¡para esta competencia!. ¿Para cuando lo importante en primera página?”, y
para cuando levantó la vista, un coche la arrollaba contra la acera del mejor café de
Londres haciendo volar todas y cada una de las noticias sensacionalistas del país como
una gran fiesta de prensa amarilla. “Oh my god! I’m sorry! Please! Someone calls to an
ambulance!”.
Tras varios minutos de desconcierto, abría los ojos una Adriana confusa, que se
incorporaba del suelo ayudada por la multitud de gente que el drama había reunido, para
sorpresa y descanso del hombre que la atropelló. “It isn’t necessary. I’m well”. Y el
espectáculo apagó su foco acusador para que toda aquella masa de gente se dispersara
como si nada hubiera pasado entre las disculpas y la risa nerviosa del desafortunado
conductor. Adriana, aunque que conocedora del peculiar carácter inglés, quedó
asombrada de la caprichosa fugacidad de la fama.
Fue en ese instante, entre desconcierto y autochequeo corporal, cuando divisó desde la
acera de enfrente unas increíbles ofertas en Fantastic Home. Se dispuso a cruzar la
calle, cautelosa esta vez, aunque no hizo falta pues nadie se encontraba en Greenland
Street; ni un mejor o peor conductor, ningún animal rastreando, ningún turista perdido y
tampoco nadie disfrutando de las ofertas fantásticas que ofrecía la Casa Fantástica.
Si. La gente había desaparecido. Aunque de poco le importaba encandilada por la
llamada de las ofertas del escaparate. Allí, reflejada en el brillo del cristal se percató de
que a pesar de la brutalidad del golpe que acababa de sufrir, su pelo perfectamente
recogido, su vestido negro o su esbelta figura apenas expresaban unas míseras horas de
paseo por la ciudad. Ni un rasguño, ni un pelo fuera de su lugar o un simple botón que
amenazara con desprenderse. Lucía espléndida aún embelesada por el espacio
acristalado como la mismísima Audrey Hepburn en Tiffany’s, de quien había heredado
el nombre más parecido en castellano según su madre, ferviente admiradora del cine de
los 60. Aquí, el resplandor del diamante era sustituido por el filo de un conjunto de
cuchillos profesionales que un cartel anunciaba con algo como “Podrían atravesar un
toro..¡y por una sola libra!”. Abrió su monedero, y una única libra adornada con la cara
de Isabel II por la gracia de Dios, reina y defensora de la Fé, le invitó a usarla con un
guiño de ojos.
Casi sin darse cuenta, había recorrido cinco paradas de metro desde Camden Town a
Lancaster Gate perfectamente peinada, vestida, maquillada y ataviada de un gran bolso
de Vuitton y un manojo de cuchillos de carnicero, para aparecer en Hyde Park y por fin
llegar a casa.
Allí esperaba Jhon Moore. Un rebelde inglés que Adriana conoció durante su estancia
en Liverpool University mediada por una beca Erasmus. Cantando canciones de The
Beatles en La Caverna de Liverpool, se forjó un amor intercultural que el tiempo se
encargó de restarle pasión y fantasía. Las peleas eran constantes, y la separación
asomaba sus intenciones. En esta ocasión y como era de esperar, entre el largo retraso
de la atropellada y la indiferencia del inglés se coció otra pelea a fuego lento. Entre
golpes y alaridos la trifulca se iba de las manos. De repente, la figura de su marido que
vociferaba enérgicamente y recorría una y otra vez el mismo espacio, empezó a mutarse
en siluetas casi inhumanas. Primero desapareció su voz. Su cuerpo se ensanchaba para
volver después a encogerse de forma sobrenatural. Pasó por tantas alteraciones que
Adriana abandonó la discusión para atender atentamente a la metamorfosis de su
marido. Hasta finalmente, provisto de pelo zaino y con gesto desafiante, Jhon Moore se
convirtió en un morlaco más apropiado de la plaza de Las Ventas que de la capital
inglesa.
La periodista, atónita, se dio cuenta en seguida que su salvaje marido tenía intenciones
de atacar. Cuando el de pelo azabache arrancó hacia su esposa, atacada por el pánico,
agarró el cuchillo carnicero y sesgó la cabeza del animal.
Tras unos segundos de agonía, el cuerpo que quedaba tendido en el suelo no era ningún
toro, sino el cuerpo de su marido, que yacía empapado a unos metros de su cabeza,
también humana.
En unos instantes todo se teñía de una inmensa alfombra roja. Ella, dejó caer el cuchillo
intentando recordar cual había sido el motivo de traer a casa un instrumento que en poco
tiempo se había convertido en un arma letal. Así, pálida, arrodillada y en estado de
shock, pasó seis horas velando el cuerpo de su marido.
Poco antes de las siete de la mañana Adriana Verdú se despertaba cansada pero muy
tranquila. Se vistió con uno de sus mejores vestidos y cruzó el umbral de la puerta para
dirigirse a la redacción. Pero pocos metros después, no pudo evitar el sentido de
culpabilidad, la necesidad de afrontar la vida de la mano de su marido con el que tantos
años había decidido compartir de mejor o peor forma. Sin pensarlo más, volvió a su
casa y agarró la cabeza de su marido, que había petrificado su último gesto de dolor, y
salió a la calle balanceando orgullosa a su marido como un buen bolso de Vuitton.
En el metro, la estupefacción de los pasajeros era indescriptible. Algunos reían mirando
hacia ambos lados del techo del vagón. Otros simplemente no quitaban ojo.
Fue tal el alboroto que, algunos medios reeditaron su portada para cederla a este
irrepetible acontecimiento.
En el meridiano de la mañana ocupaba la mitad de primeras páginas del kiosco de
Arthur Giddens. Y a media tarde, prácticamente se había adueñado de todas. “Sacando
de paseo a su marido” decía The Universe, “Entre la segunda y la tercera cervical: un
corte perfecto” esta vez The news, e incluso “Las mujeres amenazan con apoderarse
del mundo..¡por las malas!” titulaba Oxford Mail.
Su cara recorría el barrio, la cuidad, y en pocas horas el país, inmortalizada en diferentes
circunstancias; en el metro, de paseo por el parque, camino del trabajo y de amena
conversación por la ciudad.
El mundo había dejado de existir. No importaba si algún meteorito había hecho
desaparecer media Europa de Este porque en Londres una mujer paseaba con la cabeza
de su marido con suma tranquilidad. La curiosidad de la gente era imparable, y el
sensacionalismo los alimentaba con toda clase de teorías, suposiciones e imágenes que
de poco servían como explicación pero que sí mantenían en alerta el insaciable morbo
de la población. La fama, el morbo, el poder de parar el mundo, de decidir de qué se va
a hablar el resto del día, de la semana, o del mes, de hacer y deshacer a su antojo… eso
es la magia de la primera página de un periódico. Concienciador de conciencias,
pensador de pensamientos, traidor de traiciones, pero ante todo poderoso del poder.
Al día siguiente, al salir a la calle no podía creer lo que veía; mujeres de esmerada
apariencia lucían arrogantes las cabezas de sus maridos, esperando el metro, llamando
un taxi o paseando a sus engalanados perros.
Las mujeres intentaban imitar su forma de andar, su peinado e incluso el de su
decapitado marido. Pronto, no quedaba mujer en Londres que se interesara por la moda
que no tuviera su propia cabeza decapitada. Algunas las adornaban con gorros y otras
les anudaban corbatas que si no fijaban adecuadamente, perdían por el camino. El
mundo estaba a sus pies. De repente, ella era la moda. Era la Jacqueline Kennedy del
siglo XXI.
“Renovarse o morir” dedicaba Herald Express. “Una moda con cabeza” ironizaba
London Daily. En ese momento, la cabeza de Jhon Moore miró a su esposa, sonrió y le
dijo que era feliz, que había vuelto a nacer.
El día 19 de Marzo del 2008, Adriana Verdú despertaba en The London Clinic tras 30
días en estado comatoso por ser arrollada por un despistado conductor en la calle
Greenland Street. Abría los ojos ante la atenta mirada de su marido sonriente que
celebraba su vuelta a la vida sin poder evitar emocionarse. “Di…Dios…Dios
mío…tienes…tienes cabeza…”
Unas semanas después de intensa rehabilitación, se disponían a abandonar el hospital
para volver a casa. Adriana observaba el exterior desde una ventana del hospital sentada
en una silla de ruedas. Mirando la calle observó que la vida seguía su rumbo. La gente
hacía filas para esperar el té, los escaparates lucían ofertas ridículas, las mujeres lucían
con orgullo objetos que no tenían ningún valor y que en alguna parte del mundo alguna
mujer de primera página había puesto de moda, y por supuesto, los periódicos seguían
devorando el espectáculo y el morbo. Nadie la conocía, nunca llevó la cabeza de su
marido por bolso y mucho menos lo puso de moda. Nadie sabía de su existencia. Si
vivía o si soñaba conectada a una máquina, y eso le hizo sumirse en un gran sentimiento
de inferioridad. Mientras, su marido se despedía con emotivos agradecimientos a los
médicos que trataron su caso. “No sabemos cómo va a evolucionar su mujer a partir de
este momento, señor Moore. Confiamos que una mujer joven salga adelante, pero estas
lesiones son muy graves para el cerebro, y, no podemos garantizar la posibilidad de
una vida absolutamente normal. No podemos meternos en su cabeza. Los trastornos u
otras secuelas psíquicas son frecuentes en estos casos”. Jhon Moore miraba a su mujer
ajena a la conversación distraída en la ventana.
Un mes después, la vida había vuelto a su aburrida rutina. Desde las intensivas horas de
trabajo en la redacción del Liverpool Echo, la competencia de la prensa amarilla y hasta
las peleas con su marido.
Al llegar a casa, una vez más, se enfrentaron ideas e intereses que terminaron en una
discusión. Adriana, observando a su marido vociferando por la casa, cogió un cuchillo
de cocina, y mirando a su marido… sonrió.
Nadie está a salvo de las garras de la fama.
Cuiden sus cabezas.
Por Quentin Tarantino
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