EDUCACIÓN: CLAVE PARA EL FORTALECIMIENTO DE LA

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EDUCACIÓN: CLAVE PARA EL FORTALECIMIENTO DE LA DEMOCRACIA
José Antonio Ocampo
Secretario Ejecutivo de la CEPAL
Quiero agradecer a la Fundación Santillana y, en especial, al Presidente de su Patronato,
Jesús de Polanco, y a su Vicepresidente y Director de las Semanas Monográficas, Ricardo Díez
Hochleitner, por la honrosa invitación que me extendieron para participar en este acto inaugural
de la XVII Semana Monográfica. El documento que nos servirá de base para las deliberaciones,
“Aprender para el futuro: Educación para la Convivencia Democrática” nos proporciona una
guía inmejorable de los temas que hemos de abordar. Felicito, por lo tanto, a Ricardo Díez
Hochleitner por este aporte a nuestras deliberaciones.
El análisis de la relación entre educación y democracia llama la atención sobre dos
aspectos: por una parte, sobre el aporte de la educación a la equidad, la inclusión social y, en
definitiva, al alcance de los derechos ciudadanos; y, por otra, sobre su contribución al desarrollo
de una cultura de tolerancia, convivencia y paz. Quiero, por lo tanto, referirme a estos temas
desde el punto de vista de la situación latinoamericana, y agregar algunas consideraciones sobre
el aporte de la educación al desarrollo económico.
Conviene comenzar reconociendo que, pese a los esfuerzos realizados para retomar la
senda del desarrollo y revertir la exclusión social, los países latinoamericanos no han alcanzado
los logros esperados. La región enfrenta hoy altos niveles de vulnerabilidad económica y social,
así como también una elevada segmentación social e inequidad en el acceso al bienestar. De
hecho, como se ha repetido una y otra vez, América Latina se caracteriza por ser la región del
mundo con los mayores niveles de desigualdad en la distribución del ingreso. Por ello, el
principal desafío de la región es el de construir sociedades más equitativas y con pleno ejercicio
de la ciudadanía. Esta es, si se quiere, la vara fundamental con que debe medirse la calidad del
desarrollo.
La inequidad no es, empero, nueva en la región, ya que ha caracterizado la mayoría de los
diversos modelos de desarrollo que han predominado en América Latina. Refleja, así, estructuras
económicas, sociales, de género y étnicas altamente segmentadas, que se han reproducido a lo
largo de siglos. A las tradicionales estructuras distributivas, marcadamente desiguales, se han
agregado en las últimas décadas varios factores: los efectos de los programas de ajuste
macroeconómico, especialmente durante la crisis de la deuda, que ocasionaron un deterioro
distributivo en varios países; la agudización de las brechas en capacidad e inserción productivas
como resultado de las reformas estructurales; y los rezagos y estratificaciones de la educación en
una era que privilegia el conocimiento como fuente de generación de ingresos. Por lo tanto, la
superación de los problemas de equidad exige concentrar los esfuerzos en romper las estructuras
de reproducción intergeneracional de la pobreza y la desigualdad, mediante acciones que apunten
a los cuatro canales fundamentales que las determinan –el educativo, el ocupacional, el
patrimonial y el demográfico—y que a su vez derriben las barreras erigidas por la discriminación
según género y etnia, que la agravan.
Dentro de este marco, la CEPAL ha hecho énfasis en la necesidad de combinar
sinérgicamente las políticas económicas y las políticas sociales. De una parte, sin crecimiento
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económico y desarrollo productivo difícilmente se puede avanzar en reducir la pobreza y
difundir mayores niveles de bienestar. De otra, sociedades con mayores niveles de cohesión
social, democratización de capacidades y protección frente a los riesgos pueden participar con
mayores ventajas en el concierto global y manejar mucho mejor las vulnerabilidades y demandas
de cambio constante que caracterizan el mundo de hoy.
Dentro de este marco, la educación es, indudablemente, una llave maestra, ya que incide
simultáneamente sobre la equidad, el desarrollo y la ciudadanía. La educación es esencial para
desarrollar una competitividad basada en el uso más intensivo del conocimiento. Pero es también un
derecho social y cultural, consagrado como tal en los acuerdos internacionales sobre derechos
humanos. Tener educación permite acceder a trabajos de calidad, participar en las redes por las que
circula el conocimiento e integrarse a la revolución de la información. Por estos motivos, la
educación es crucial para superar la reproducción intergeneracional de la pobreza y la desigualdad.
Su efecto en este ámbito es muy amplio, dado que mejora el ambiente educacional de los hogares
futuros y, con ello, el rendimiento educativo de las próximas generaciones, así como las condiciones
de salud del hogar y las posibilidades de movilidad socio-ocupacional ascendente, entregando
además, herramientas esenciales de la vida moderna que evitan la marginalidad sociocultural y
permiten una participación plena en el sistema democrático.
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Visto en perspectiva histórica, el sistema educativo de la región ha sido, a la vez, un
mecanismo de integración y de segmentación social. Ha integrado en la medida que ha extendido
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progresivamente el acceso a niveles básicos de lecto-escritura y matemáticas, a la socialización
de niños y jóvenes y a la transmisión de otras destrezas. Pero ha segmentado por las enormes
diferencias en la calidad y los logros educativos según niveles de ingreso, género, identidad
cultural y localización geográfica, todo lo cual repercute en las trayectorias laborales y vitales de
los educandos.
Un indicador clave del potencial del sistema educativo para la integración social es la
cobertura escolar. Al respecto, las tasas de cobertura en la educación primaria han avanzado
hacia su universalización, aunque siguen siendo insuficientes en la secundaria (70%) y superior
(26%), así como en el nivel preescolar. Como resultado de los aumentos de cobertura, el nivel
educativo de la fuerza de trabajo ha venido aumentando persistentemente, como se refleja al
estimar la educación media de los trabajadores según su edad: 8.2 años para aquellos con 15 a 29
años, contra 7.6 años de escolaridad en el grupo de edad de 30 a 49 y sólo 5 años en el grupo de
50 años o más. No sin razón, un analista del sistema educativo ha señalado que, pese a las
dificultades económicas del último cuarto de siglo, de ninguna manera puede considerarse como
perdido en materia educativa y, antes bien, ha permitido que América Latina cuente hoy con un
contingente de población educada sin antecedentes en su propia historia. Preocupa, sin embargo,
que pese al avance sostenido en la cobertura de la educación media y superior, los rezagos de
América Latina y en relación con los países asiáticos de rápido desarrollo y de la OCDE son
crecientes.
En cualquier caso, la deserción escolar, aunque decreciente, es aún alta. De acuerdo con
el “Panorama Social” más reciente de la CEPAL, en 1999, 15 de cada 49 millones de jóvenes
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entre 15 y 19 años habían abandonado la escuela, 70% de ellos antes o una vez terminado el
ciclo primario, a lo cual hay que agregar 1.4 millones que nunca asistieron a la escuela o la
abandonaron antes del primer año básico. Los aumentos en cobertura de la educación primaria
han logrado reducir significativamente la brecha según niveles de ingreso de los hogares, pero lo
contrario aconteció durante la última década en varios países en relación con la educación media
y superior, al tiempo que posiblemente se ahondaron las diferencias en la calidad de la educación
recibida por distintos grupos socioeconómicos. Todo esto es particularmente problemático
cuando se considera que, conforme a nuestras estimaciones, actualmente se requiere como
promedio entre 11 y 12 años de estudio, es decir, educación secundaria completa, para tener una
alta probabilidad de no caer en la pobreza.
El análisis del nivel educativo alcanzado por los miembros de distintos hogares pone aún
más en evidencia la relación existente entre la distribución del ingreso y la educación. Así,
dependiendo del país, entre un 72% y 96% de la familias en situación de pobreza o indigencia
tienen padres con menos de nueve años de instrucción en promedio. Las personas que provienen
de hogares con escasos recursos suelen cursar ocho o menos años de estudio y en general no
superan la condición de obrero u operario con un ingreso mensual promedio cercano a 2,5 líneas
de pobreza e insuficientes para asegurar el bienestar familiar. Por el contrario quienes crecen en
hogares con más recursos por lo general cursan 12 o más años, lo que les permite desempeñarse
como profesionales o técnicos o en cargos directivos, o como empleados administrativos o
vendedores con ingresos promedios mensuales superiores a 4 líneas de pobreza.
Complementariamente, se observa una relativa concentración del desempleo en los deciles de
menores ingresos, reforzando el círculo vicioso que une la pobreza al desempleo.
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En cualquier caso, los efectos potenciales de la educación sobre la equidad son de largo
plazo y, lo que es más importante, no se producirán si no hay una dinámica generación de
empleos de calidad. Aquí está, sin duda, el principal “talón de Aquiles” del proceso de reformas
económicas de los últimos quince años en la región, que han mostrado una marcada insuficiencia
en términos de generación de empleo. El reciente “Panorama Social” de América Latina ilustra
este hecho en relación con la población en edad de trabajar con calificaciones técnicas y
profesionales, que experimentó en la década pasada un crecimiento muy rápido, del 7.5% anual.
La capacidad de absorción de la fuerza de trabajo por parte del sistema laboral fue limitado, por
lo cual se estima que poco más de la tercera parte de la población calificada –7.5 de un total de
21.9 millones de personas con calificaciones técnicas y profesionales—se encontraba
subutilizada, ya sea por la vía de inactividad laboral, el desempleo o el subempleo, fenómenos
que eran, además, más marcados en la mano de obra femenina.
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El panorama actual de la región muestra, por lo tanto, que el acceso a una educación de
calidad sigue estando muy segmentado. La educación presenta grandes brechas en materia de logros
y retornos según nivel de ingreso y localización territorial, con lo se reproducen las inequidades en
las futuras trayectorias laborales y familiares. Ello explica, en parte, el alto grado de rigidez de la
estructura social vigente en la región. La superación de este problema debe ser el primer objetivo
en la relación entre educación y democracia.
El doble desafío que se plantea en este campo es avanzar hacia una mayor continuidad
educativa dentro del sistema educacional y una mejora sustancial de la calidad y pertinencia de
la oferta en educación. Esto implica garantizar a los sectores de menores recursos una oferta
educativa y mecanismos de apoyo a la demanda que les ayuden a permanecer más tiempo en el
sistema, adquirir formación oportuna y contar, por lo tanto, con mayores opciones de movilidad
socio-ocupacional en el futuro. En tal sentido, como ya se ha señalado, los estudios de la CEPAL
indican que el objetivo de cobertura educativa debe ser la universalización de la educación
secundaria, ya que éste es el nivel educativo que garantiza una alta probabilidad de no caer en la
pobreza.
Un reto complementario es el de conciliar la equidad social con la diversidad cultural,
conjugando su vocación igualitaria con la atención a las diferencias, mediante adaptaciones
programáticas a grupos específicos, una mayor pertinencia curricular en función de realidades
territoriales y de presencia de minorías étnicas, y acciones intensivas en casos de vulnerabilidad
y precariedad social y económica.
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Avanzar tanto en la equidad como en la calidad de la educación requiere reformas
educacionales
con
vocación
de
integralidad,
para
lo
cual
es
necesario
trabajar
complementariamente en varios frentes. A más de los esfuerzos en cobertura, rezago y deserción
escolar a los que ya he hecho referencia, es indispensable mejorar los procesos de aprendizaje
efectivo; crear mecanismos para promover mayor equidad en logros y procesos educacionales,
entre los que destacan tanto programas de amplia cobertura como otros selectivos, y de alto
impacto, orientados a dar mayor apoyo específico a las escuelas y sectores sociales de menores
rendimientos e ingresos; mayor pertinencia curricular, actualizando contenidos y prácticas
pedagógicas en función de los retos de la emergente sociedad del conocimiento, y de los cambios
en las esferas del trabajo, la cultura y el ejercicio de la ciudadanía; mejoras sostenidas en la
eficiencia y la eficacia, mediante combinaciones óptimas de gestión y administración entre el
ámbito público y el privado; y mecanismos idóneos de evaluación de resultados que permiten ir
corrigiendo y mejorando las modalidades de las reformas; y una mayor disponibilidad de
recursos para invertir en educación.
En este último sentido, uno de los mejores indicadores de la prioridad otorgada a la
educación en las políticas públicas es el aumento que experimentó el gasto público por este
concepto en la década pasada en el conjunto de la región, pasando de 2.9% del PIB en 1990-91 al
4.0% en 1998-99. Sin embargo, este incremento es claramente insuficiente cuando se compara
con la inversión educativa media de los países de la OCDE (en torno al 5% del PIB) y con lo
requerido para alcanzar logros y niveles educativos que permitan incidir con fuerza en igualdad
de oportunidades y competitividad.
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En el caso de la educación superior, es preciso, además, garantizar una participación
dinámica del estamento universitario en los sistemas nacionales de innovación y estrechar los
vínculos con el sector empresarial. Asimismo, en este caso, como en el de la educación técnica,
se deben superar los dualismos existentes en los sistemas educacionales y crear interconexiones
dinámicas, así como posibilidades de ida y regreso permanentes entre el sistema productivo y el
educacional.
Por otra parte, la inclusión social pasa hoy por el acceso al conocimiento, la participación
en redes, el uso de tecnologías actualizadas de información y comunicación, todo lo cual debe
tener su difusión desde el sistema de educación formal. Para ello se requiere avanzar de manera
sostenida en el impulso a las nuevas formas de aprender e incorporar nuevos soportes técnicos
del aprendizaje. La circulación cada vez más veloz del conocimiento plantea, a su vez, cambios
en contenidos y métodos educativos. A fin de mejorar la calidad, los logros y la pertinencia de la
educación, se requiere difundir y utilizar masivamente recursos tecnológicos de información y
comunicaciones que permitan potenciar los aprendizajes y socializar herramientas básicas de la
sociedad del conocimiento.
Es indudable que la escuela constituye el espacio más propicio para asegurar, distribuir y
democratizar el contacto y uso con los nuevos medios y consumos interactivos. Sin embargo, la
incorporación de nuevos soportes requiere un fuerte acompañamiento pedagógico en aras de
optimizar, en el uso de estos soportes tecnológicos, la adquisición y organización del conocimiento.
Esto implica desarrollar las llamadas funciones cognitivas superiores, orientando el aprendizaje
hacia la búsqueda y solución de problemas, la reflexión crítica que permita seleccionar la
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información y contextualizarla, la creatividad en el uso de dicha información, la comprensión
profunda que imprima sentido y continuidad al aprendizaje, y la capacidad de planificar e investigar.
Estas funciones son indispensables en un medio saturado de información.
Muchos de los desafíos aquí planteados subyacen tras el ímpetu de las reformas educativas
emprendidas en la región en las dos últimas décadas. Tales reformas han estado marcadas por
decisiones públicas que tienen como fin mejorar la calidad y la eficiencia de la educación, con
acciones dirigidas a modernizar y descentralizar su gestión, otorgar mayor autonomía escolar,
redefinir los papeles del sector público y el privado, utilizar en forma más amplia las nuevas
tecnologías, capacitar a los docentes, aplicar mecanismos de evaluación de logros, ampliar las
fuentes de financiación del sistema y optimizar los mecanismos de asignación de recursos. No
obstante, a la luz de las demandas que enfrentan nuestros sistemas educativos, las tareas
pendientes siguen siendo inmensas.
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Por último, un sistema educativo que se plantee por objetivo educar para la modernidad y
la democracia supone asumir el desafío de conciliar funciones instrumentales con compromisos
éticos y políticos. Por cierto, la racionalidad instrumental, la eficacia productiva, el progreso
técnico y la capacidad de respuesta a las aspiraciones de consumo son elementos constitutivos de
la modernidad. Pero ellos no garantizan la vigencia de elementos valóricos tales como los
derechos humanos, la solidaridad y cohesión social, la sostenibilidad ambiental y la afirmación
de memorias y proyectos históricos. De allí el imperativo de imprimirle un complemento
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sustantivo a los procesos de adquisición de destrezas y conocimientos. Como lo señala con toda
precisión Ricardo Díez Hochleitner, es esencial desarrollar una educación para la paz, para la
convivencia democrática y el desarrollo sostenible. Este es, en los términos que formulé al
comienzo de mi exposición, el segundo reto en la relación entre educación y democracia.
La consolidación de la democracia como sistema político plantea, en este sentido, el reto de
construir una cultura ciudadana con vocación democrática. El ejercicio de la ciudadanía,
caracterizado esencialmente por el intercambio mediático, el diálogo público, el procesamiento
informado de las demandas de distintos grupos sociales, y la autoafirmación cultural, pasará a ser
imprescindible en los espacios emergentes de la vida social. Por lo mismo, la educación debe
constituir un espacio de socialización y refuerzo que también forme para ejercer la ciudadanía en
una sociedad del conocimiento. Importa, pues, educar con un estilo que induzca a los sujetos a
actuar con mayor autonomía en el uso del conocimiento, a estar más dispuestos a participar en
debates y trabajos de grupo, y a tomar mayor conciencia respecto de sus deberes y derechos.
El fortalecimiento de la ciudadanía es, además, esencial para enfrentar el deterioro de la
cohesión social. En efecto, todas nuestras sociedades vienen experimentando, con mayor o menor
intensidad, una pérdida de sentido de pertenencia de las personas a la sociedad, de identidad con
propósitos colectivos y de desarrollo de lazos de solidaridad. Este hecho destaca la importancia de
fomentar los lazos de solidaridad, desde el Estado o desde la propia sociedad civil. Significa que “lo
público” debe ser visualizado como el espacio de los intereses colectivos más que como “lo estatal”.
Se trata, en otras palabras de alcanzar una participación más activa de todos los sectores sociales en
las instituciones políticas democráticas, pero también de desarrollar múltiples mecanismos propios
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de la sociedad civil que fortalezcan las relaciones de solidaridad y responsabilidad sociales, tanto al
interior de los grupos como entre ellos, y que permitan, ante todo, fortalecer una cultura de
convivencia y desarrollo colectivo, basada en la tolerancia frente a la diferencia y en la solución
negociada de los conflictos. En esta tarea, la educación se yergue una vez más como la llave maestra
que permite incidir simultáneamente sobre la equidad, el desarrollo y la ciudadanía.
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