Solette está atrapada

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REPORTAJE
Solette está atrapada
Jaime E. Ollé Goig
Asociación Catalana para la Prevención y Tratamiento de la Tuberculosis en el Tercer Mundo (ACTMON).
The two central and, in the long run, decisive problems are demographic
and ecological.
The major problem of the world is not how to multiply the wealth of nations,
but how to distribute it for the benefit of their inhabitants*.
E. HOBSBAWN. Age of extremes. The short XX century 1914-1991
Apenas estoy despertando y oigo una voz: «¡Doc Ole, Doc
Ole!» Abro los ojos y por unos momentos no reconozco dónde me encuentro. Ha estado lloviendo toda la noche y el
ambiente es frío y húmedo.
–¿Doc Ole ou là? –insiste la voz.
Progresivamente me voy dando cuenta de mi entorno: estoy
solo en la sencilla morada de un médico amigo en lo casi
más alto de la cadena montañosa de los Cahos, y la que me
llama no es otra que Solette Fleurijean (su nombre siempre
me pareció más propio de un relato del escritor provenzal
Pagnol que de una campesina de los mornes haitianos)1.
Ayer salí muy de mañana del Hospital Albert Schweitzer en
el valle del Artibonite y, después de cruzar el río Estere, que
por fortuna no bajaba muy caudaloso, subir con el vehículo
todo terreno por una pista vertiginosa y andar luego montaña arriba durante un par de horas, llegué –física y mentalmente– agotado a Perodin, que más que una aldea es un
grupo de cabañas de barro y cañabrava desperdigadas por
las empinadas laderas que circundan una diminuta llanura
donde tiene lugar un mercado cada jueves. He dormido mal
porque, a pesar de mi cansancio, el sueño no llegaba, ahuyentado por la visión del profundo precipicio donde yacían
dos vehículos caídos unos meses antes, y que yo debería
encarar durante kilómetros a mi regreso. Recuerdo mi primer viaje, hace casi dos décadas; entonces, y hasta hace
poco tiempo, sólo la fuerza de las propias piernas podía llevarte a Perodin. La excursión ahora se ha acortado, pero
para llegar a buen puerto en estas latitudes sigo confiando
más en mi propio cuerpo que en cualquier motor mecánico.
Salgo e invito a Solette a subir a la terraza para charlar
mientras preparo el café. Hace casi 10 años que no nos vemos. Su rostro ha envejecido notablemente, pero sigue conservando aquella expresión, mezcla de inocencia, dulzura y
temor, que me fascinó cuando nos conocimos; su cuerpo
se mantiene enjuto y recio, resultado de la escasa alimentación y del continuo ejercicio al que se ve sometido: pocos
pasos se pueden dar en estos parajes sin tener que salvar
fuertes desniveles. Juntos recordamos cómo nos encontramos en el sendero que lleva a Bois Carré, un simple cruce
de caminos donde se reúnen las mujeres de la región tres
*Los dos problemas fundamentales, y a largo plazo decisivos, son demográficos
y ecológicos. El mayor problema en el mundo no es cómo multiplicar la riqueza
de las naciones, sino cómo distribuirla para el beneficio de sus habitantes.
Correspondencia: Dr. J.E. Ollé Goig.
Amigó, 76. 08021 Barcelona.
Correo electrónico: [email protected]
Recibido el 13-12-2000; aceptado para su publicación el 10-1-2001
Med Clin (Barc) 2001; 116: 264-266
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Fig. 1. Solette en lo alto del monte Pitón
veces por semana para intercambiar sus escasas mercancías. Yo subía con los asnos y el equipo de vacunación, todos
pesadamente cargados, y ella había ido a vender unas pesadas barras de rapadou (azúcar negro) que había transportado en la cabeza y volvía con su única compra: una escoba. El ascenso era extremadamente dificultoso; llovía, y la
cuesta se me hacía interminable. Mi paso era inseguro, ya
que resultaba fácil resbalar y tropezar con alguna de las numerosas y muy afiladas piedras que la entorpecían. Solette,
que andaba descalza, me adelantó y yo la seguí, fijándome
únicamente en sus tobillos, que a un ritmo rápido me llevaron, cuatro horas más tarde, a lo alto del macizo desde el
cual se podían observar los dos grandes valles: el uno, del
que habíamos partido de madrugada, y el otro, nuestro destino al que llegaríamos una hora más tarde. A partir de
aquel día, y hasta que acabó nuestra estancia, mi amiga me
iba a buscar cada tarde a la casa del cura bretón donde yo
me alojaba. Sus visitas despertaban las sonrisas de mis
compañeros, pero cuando cada tarde marchaba con ella de
paseo por las cimas vecinas las miradas de envidia me seguían hasta lo lejos (fig. 1).
En mi última visita, hace 8 años, Solette estaba ya casada y
tenía dos hijos. Su hogar era una mísera choza hecha de
hojas de plátano, tan minúscula que uno no podía estar de
pie. Me explicó que su marido no tenía tierras propias y que
les costaba mucho sobrevivir; yo le aconsejé que limitara su
descendencia y me aseguró que ella no quería tener más
hijos.
– Solette –le pregunto–, ¿cómo está tu familia?
No me responde y baja los ojos.
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J.E. OLLÉ GOIG.– SOLETTE ESTÁ ATRAPADA
– ¿Cómo están tus hijos?
Me mira avergonzada.
– Ahora tengo cinco –contesta con un hilo de voz (sus nombres para la historia: Raymond, Josette, Guerby, Camelen e
Ivans).
– Pero ¿no habíamos quedado en que no ibas a tener más y
que ibas a hacer planin (planificación familiar)?
– Mi marido no quiere –responde.
Me explica que muchos días no come para poder alimentarlos, pero que su marido se opone a cualquier método de
planificación familiar y no la deja visitar el dispensario donde podrían administrarle una piqui (una inyección de depoprovera).
– ¿Tu marido te quiere?
Me mira asombrada.
– Li pa bat mue [no me pega] contesta.
El sol empieza a calentar, y la bruma que nos rodeaba se va
disipando y nos permite apreciar el extraordinario paisaje en
el que nos encontramos. Andamos por un estrecho sendero
embarrado y, mientras ella me va explicando los avatares de
su vida cotidiana, no puedo dejar de cavilar y buscar respuestas a todos los interrogantes que se agitan en mi cabeza. Aunque geográficamente podamos no estar muy lejos
de Miami, nos encontramos inmersos en tiempos prehistóricos. Solette es analfabeta y recuerdo que, cuando una vez
le llevé unas fotos que le había tomado, no manifestó ninguna alegría: no se reconocía, ya que al no tener un espejo no
se había visto nunca el rostro. Me cuenta que hace varios
años que no baja a la pequeña ciudad de Ti Riviere, distante unos 25 km, porque no tiene nada para vender ni dinero
para comprar cosa alguna. Discurro que ella constituye un
ejemplo claro de la argumentación de Sen, que indica que
la accesibilidad geográfica no es suficiente para poder utilizar determinados bienes y servicios: de poco servirá poder
acceder a ellos si su uso no constituye una prioridad para la
persona a quien van destinados2. Los habitantes de Perodin
poseen el privilegio, único en lo alto de estas montañas, de
tener una pequeña escuela administrada por unas religiosas
y un dispensario regentado por un médico que una organización belga reemplaza cada 2 años. No obstante, la falta
de dinero y los numerosos impedimentos familiares y sociales provocan que Solette no haya recibido instrucción alguna ni acuda al dispensario, salvo para buscar atención a algún problema grave y urgente. El resultado es que, a fines
prácticos, y a pesar de encontrarse a poca distancia de su
morada, ni la escuela ni el centro de salud existen para ella.
Mientras intento seguir su marcha, de pequeños y rápidos
pasos que apenas se posan en el suelo, me pregunto por lo
que he hecho yo durante estos años: ¿hijos?, no he tenido
ninguno… pero he gestionado varios programas de cooperación, he atendido a un buen número de enfermos (algunos se han curado pero no son pocos los que sé que fallecieron), participado en cursos y conferencias, viajado
mucho y escrito algún artículo… ¿Y ella? No es poco: ha logrado sobrevivir en este entorno nada fácil y traer al mundo
cinco hijos sanos… Comparo nuestras vidas y me viene a la
memoria el libro que acabo de leer3. ¿Quién de nosotros dos
es más útil o ha tenido más éxito desde un punto de vista
biológico? ¿Tiene algún sentido asegurarse hoy día y en este
medio, después de los 4.000 millones de años de historia
de nuestro planeta, que las varias decenas de miles de genes que llevan nuestros 23 pares de cromosomas nos sobrevivan? No tengo más que mirar alrededor para ver que
los medios físicos son ya totalmente inadecuados para que
estas gentes puedan llevar una existencia digna. El campo
no sólo es de cultivo dificultoso por su acentuado desnivel
sino que además es absolutamente insuficiente para una
población que va en continuo aumento. Los árboles que veo
desaparecer en cada visita a mayor ritmo son testimonio de
que una de las pocas fuentes de ingreso que quedan la
constituye la venta de carbón; la nueva pista hace ahora
rentable su compra por los comerciantes urbanos. Me parece obvio que la única esperanza para Solette y los suyos es
emigrar a otras tierras. Mas ¿adónde? Analfabetos, sin ninguna profesión y sin ninguna esperanza de poder instruirse,
poco pueden esperar en su propio país, caracterizado por
sus elevados grados de pobreza y desempleo, una economía en constante deterioro y una situación social y política
de inestabilidad permanente. Los guardacostas estadounidenses se encargan de convertir en mera fantasía o en
aventura trágica cualquier idea de trabajo en tierra extranjera. Desconozco adónde me está llevando mi amiga, pero he
llegado ya a la terrible conclusión de que Solette está totalmente atrapada: ha caído en la trampa demográfica4. Y obviamente la solución a sus problemas trasciende el ámbito
local para enmarcarse en uno más amplio del que ni ella ni
yo tenemos ningún control. Mas ¿qué derecho (o deber) tenemos nosotros, los habitantes del lejano valle, provenientes
de una sociedad moderna y opulenta, a visitarla periódicamente para vacunar a todos los recién nacidos y futuras
madres, si no podemos ofrecer también otras medidas que
tengan un impacto positivo para el desarrollo de la comunidad en la que vive? ¿Es suficiente saber que, gracias a
nuestra intervención, los niños no morirán ya de tétanos o
sarampión?
– Antes morían de tétanos al nacer, pero ahora mueren
de hambre unos años más tarde –me comentaba un día
una religiosa con una larga experiencia de trabajo en esta
región5.
La preservación del ecosistema en el que vive Solette no
solamente comprende la reducción del número de sus habitantes, ya sea por un descenso de su natalidad o por movimientos migratorios; nosotros somos también parte interesada y responsable de lo que allí sucede. Será imposible
que la población menos favorecida del planeta pueda mejorar su condición mientras la quinta parte más rica disfruta
del 83% de sus ganancias, y la quinta parte que menos tiene ni siquiera alcanza a obtener el 2% de las mismas; poco
lugar hay para el optimismo si, además, comprobamos que
la diferencia de las ganancias entre ricos y pobres se va
agrandando día a día: era 30 veces más en 1960 y ahora es
80 veces superior6. Parece lógico pensar que para remediar
esta situación la disminución de la natalidad en los países
pobres deberá ir acompañada de un menor consumo en los
países ricos que contribuya a una mejor distribución de
los bienes para provecho de toda la humanidad.
De vuelta, después de largo paseo, observo en el camino un
viejo mojón que indica la separación entre los antiguos territorios francés y español; la fecha está casi borrada, pero
puedo distinguir 17… La marca divisoria entre los dos viejos
poderes coloniales me hace pensar en otro texto que constituye una excelente vacuna contra cualquier inclinación racista7. En él se explica de forma detallada por qué ciertas
poblaciones han experimentado un desarrollo (social, económico, científico, tecnológico, etc.) más rápido que otras.
Durante miles de años han intervenido en diferentes áreas
geográficas factores tales como el número de habitantes y
su densidad, el clima y la agricultura, el tipo de flora y fauna
existentes (p. ej., las gramíneas y los grandes depredadores) y otros que han promovido un cierto tipo y ritmo de crecimiento. Sin embargo, discurro, la bien fundada exposición
del autor no puede aplicarse entre nosotros. La historia nos
enseña que los habitantes de este país tuvieron su no muy
lejano origen en otro continente, que formaban un grupo
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MEDICINA CLÍNICA. VOL. 116. NÚM. 7. 2001
muy heterogéneo y que fueron trasplantados contra su voluntad para ser explotados en estas tierras. No es de extrañar, pues, que, abandonados por todos, no hayan conseguido en dos siglos lo que otros alcanzaron en varios milenios.
Su grado de desarrollo y de cohesión social ha estado marcado, más que por los factores arriba mencionados, por las
luchas de los poderes coloniales y por la influencia de los
mercados internacionales.
Al día siguiente, apenas salido el sol, me apresto a emprender el retorno. En la pequeña planicie del mercado Solette
sale a mi encuentro, me despide y me obsequia con un gallo. Invento un largo viaje en avión y le explico que en ellos
no se pueden transportar animales. Insisto en que el mejor
regalo que me puede hacer sería cocinar un buen caldo de
pollo para sus hijos. No sé si la he convencido pero asiente,
retoma el ave, y yo inicio el descenso.
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Dedicatoria
Dedico este escrito a la memoria de Gwen G. Mellon, cofundadora
del Hospital Albert Schweitzer de Deschapelles, Haití, que falleció
el 29 de noviembre de 2000.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
1. Pagnol M. Jean de Florette. París: Éditions de Fallois, 1988.
2. Jack W. The public economics of tuberculosis control. Health Policy (en
prensa).
3. Matt Ridley. Genome. The autobiography of a species. Londres: Fourth
Estate, 1999.
4. King M. Health is a sustainable state. Lancet 1990; 336: 664-667.
5. Ollé Goig JE. ¿Hay que vacunar a los niños de los países subdesarrollados? Med Clin (Barc) 1990; 95: 454-455.
6. Editor’s choice. The champagne glass of world poverty. Br Med J 1999;
318.
7. Diamond J. Guns, germs, and steel. The fates of human societies. Nueva
York, Londres: WW Norton & Co., 1997.
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