El diagnóstico psiquiátrico desde una perspectiva enfermera. (Psychiatric diagnosis from a nurse perspective.) FUENTE: PSIQUIATRIA.COM. 2009; 13(1) Germán Pacheco Borrella. Enfermero especialista en Salud Mental. Licenciado en Antropología. Doctorando del programa Enfermería y Cultura de los Cuidados de la Universidad de Alicante. Recibido el 28/02/2009 PALABRAS CLAVE: Diagnóstico psiquiátrico, Construcción social del diagnóstico, Poder del diagnóstico, Diagnóstico enfermero. KEYWORDS: Psychiatric diagnosis, Social construct of diagnosis, Diagnosis power, Nursing diagnosis.) Resumen Partiendo de los modelos de comprensión de los fenómenos mentales, se presenta una revisión conceptual, desde el prisma enfermero del autor, acerca del debate epistémico que tiene planteada la psiquiatría y su relación con el diagnóstico psiquiátrico; el cual, como construcción social, ostenta un poder asimétrico sobre el actor social etiquetado: sujeto pasivo que no tiene influencia en la etiqueta diagnóstica. A diferencia de los diagnósticos enfermeros, que están formulados haciendo referencia a los potenciales de mejora de los actores sociales afectados. Abstract Based on models of understanding mental phenomena, a conceptual review is conducted, from a nurse perspective of the author, about the epistemic debate that has raised the psychiatry and its relationship to psychiatric diagnosis, which, as a social construct, has an asymmetrical power over the labelled social player; taxable who has no influence on the diagnostic label. Unlike nursing diagnoses, which are formulated with reference to the potential improvement of the social actors involved. El diagnóstico psiquiátrico desde los modelos de comprensión de los fenómenos mentales Dependiendo de la adscripción del psiquiatra a uno u otro modelo de comprensión del fenómeno mental, el diagnóstico podrá tener una u otra connotación. Desde el modelo social, la enfermedad mental es un mito (Szasz, 1961/1994); desde el modelo biológico, es una enfermedad del cerebro; y desde el modelo psicológico es la consecuencia de los conflictos internos del sujeto. Luego los abordajes y pronósticos serán igualmente distintos. Según Guimón (1990), las limitaciones del diagnóstico según el modelo biológico, derivan de la utilización discutible del concepto de enfermedad mental y de una apreciación distorsionada de la fiabilidad y de la validez de los diagnósticos que proponen. La ambigüedad del diagnóstico psiquiátrico desde el modelo psicológico, estima Guimón (1990), proviene de una semiología que corresponde a una descripción del funcionamiento mental (contenido manifiesto y latente, procesos secundarios y primario del pensamiento, regresión, transferencia, mecanismos de defensa), de los procesos del cambio y de las resistencias al cambio (compulsión a la repetición, reacción terapéutica negativa, culpabilidad, etc.) y del poco interés (de los psicoanalistas) por sistematizar esos hallazgos semiológicos en construcciones diagnósticas. Y desde el modelo social, se han formulado críticas importantes al diagnóstico psiquiátrico, por los sesgos sociales que afectan al diagnosticador en su labor, y al amparo de la llamada teoría del etiquetamiento, que sostiene que …la predicción conlleva una tal fascinación por el resultado esperado, que el predictor creería observarlo en todos los casos. Se trataría de profecías que se autocumplen y que afectarían al porvenir de los pacientes. (Guimón, 1990, pág. 115) Asimismo, Guimón (1990) hace referencia a estudios realizados por psiquiatras británicos y americanos en los que se ha demostrado la influencia de variables como el entrenamiento, la clase socio-económica, la etnia y el marco cultural de los entrevistadores en el tipo de diagnóstico omitido. Y pone de ejemplo que, en uno de los estudios a los que hace referencia, …para los negros el diagnóstico del hospital tenía una proporción más alta de etiquetas de esquizofrenia que para el diagnóstico de investigación. (Guimón, 1990, pág. 115) El diagnóstico psiquiátrico y el debate epistémico Si en medicina la etiología es raramente unívoca (ahí están las teorías –epidemiológicas- de la multicausalidad, con amplísima bibliografía que la justifica), en psiquiatría la etiopatogenia de los trastornos mentales es abundante e imprecisa. Por ejemplo, Meyer, citado por Guimón (1990), sostuvo que los trastornos mentales son tipos de reacción, regresiones, resultantes de causas múltiples. Y es probable que existan causas anatomofuncionales o bioquímicas de los mismos pero todavía permanecen inasequibles. Privada de esto, la psiquiatría se ve forzada a recurrir al nivel de los síntomas y a la descripción del comportamiento humano. Sostiene Guimón (1990) que la mayoría de las clasificaciones psiquiátricas sólo persiguen, en general, agrupar síntomas o síndromes. Y sin embargo, la sintomatología psiquiátrica depende en buena parte del nivel de tolerancia del grupo social en el que emerge. Según Lolas Stepke (1992), es esencial poder discernir entre etiqueta diagnóstica, trastorno relevante y enfermedad que precisa intervención terapéutica. Y máxime si consideramos que, como sostiene Gónzález Álvarez (2006), ni la psicopatología como supuesta ciencia ni la psiquiatría como práctica profesional tienen definido ni delimitado su objeto que, en nuestros días, además, se extiende y se expande de modo incontenible. Los intereses industriales, mercantiles y corporativos convierten los problemas normales de la existencia en problemas médicos, medicalizan la vida (Blech, 2005). Por otra parte, González Álvarez (2006) hace una síntesis del debate epistémico (VVAA, 2005a, 2005b) que sigue teniendo planteada la psiquiatría: El empeño doctrinal en definir y ordenar categorías como si fuesen verdaderas enfermedades, y su continua remisión al cuerpo, al daño o lesión, que si no se conoce ya se descubrirá, y la compulsiva utilización de escalas, que impiden atender otra cosa que no sea el aquí y ahora del paciente, ignoran y tratan de impedir los dos aspectos fundamentales del trabajo clínico psiquiátrico: … el esclarecimiento de las áreas de la vida mental del paciente perturbadas, el grado de dicha perturbación, y la evaluación de la parte no afectada, «sana» …; y la interpretación del significado (de los significados) del síntoma, lo que nos remite al contexto… inseparablemente unido al significado. Todo comportamiento verbal y no verbal toma su significado del contexto en el cual tiene lugar. Y aunque parece existir una progresiva biologización del fenómeno mental, en detrimento de otros modelos de comprensión del mismo (VVAA, 2005a, 2005b), el debate sigue abierto y, por ahora, no parece haber respuestas concretas y contundentes a cuestiones tales como: ¿qué es el síntoma?, ¿qué significa?, ¿a qué causa responde? La importancia del tema hace que también se haya tratado de responder (o cuando menos reflexionar) a estas y otras similares cuestiones desde el punto de vista antropológico (Martínez Hernáez, 1998). Y se trate de conocer los factores socio-culturales que intervienen, además, en la configuración de los trastornos mentales (López de Pedrique, 2001). Al día de hoy, la psiquiatría sigue teniendo muchas incógnitas: ¿cómo definir qué es enfermedad mental? Y en el caso que esto sea posible, ¿cuál es el origen de la misma?, ¿qué factores etiológicos multicausales (o unicausales) intervienen en su producción? Y por otro lado, para la validez y fiabilidad de los diagnósticos psiquiátricos, ¿se nutren de consensos o de evidencias y criterios científicos?, ¿qué valor tiene lo biológico, lo psicológico y lo social en la producción de un trastorno o enfermedad mental? Con estas perspectivas, el diagnóstico psiquiátrico carece de utilidad predictiva en los dos grandes síndromes psiquiátrico (neurosis y psicosis), toda vez que no revela nada respecto a la evolución del paciente mental, sobre los distintos abordajes terapéuticos que se pueden aplicar o sobre su posible integración social. Y junto a todo lo anterior, tenemos la percepción del enfermar como un elemento clave para la formulación del conocimiento que explique el proceso salud-enfermedad (Alberdi, 1988). La dificultad, en el ámbito de la salud mental, además del condicionamiento cultural, estriba en el hecho de ser consciente o no de la sensación de malestar (síntoma); pues no es lo mismo el sentir que se te va la vida, cuando se tiene un conflicto psíquico (como es el caso de la ansiedad manifestada por padecer un trastorno neurótico), que el sentir una sensación jovial, aparentemente placentera y entrañable y una gran energía, cuando se tiene un trastorno de la identidad psicológica (como es el caso de una psicosis maníaca). Por consiguiente, el síntoma (Alberdi, 1988) constituye un mensaje y es el producto tanto de la influencia socio-cultural como de las vivencias personales del individuo. Escuchar al otro (quien refiere el síntoma) requiere un esfuerzo para tratar de comprender y entender los códigos bajo los que se expresa. Esto, que no es tarea sencilla, exige ubicarse en una posición empática (López de Pedrique, 2001) que permita aproximarnos lo más posible a lo que subyace tras el discurso con el que se nos expresa el malestar subjetivo y el sufrimiento psíquico. Y no sólo esto, sino que hay que considerar las respuestas conductuales (Faura y col., 1985) del individuo (las acciones exhibidas), como reacción a los estímulos internos (intrapsíquicos) y externos (derivados de la interacciones). Sin peder de vista, además, que no todo sufrimiento es un problema nosográfico (Aparicio y Sánchez, 1990) y que aún hoy …nos encontramos con algunos trastornos que ponen en entredicho nuestra capacidad para distinguir y, por ende, nuestras habilidades para tratar, clasificar o denominar, e incluso, simplemente, aceptar o tolerar estos problemas (Delgado y col., 1994). El diagnóstico psiquiátrico como construcción social Los sistemas de clasificación de diagnósticos psiquiátricos actuales (El Diagnostic and Statistical Manual -DSM-IVde la Asociación America de Psiquiatría; y la Clasificación Internacional de Enfermedades -en su décima revisiónCIE-10), son poco más que catálogos razonados de signos y síntomas y criterios de inclusión que tratan de omitir cualquier especulación etiológica o pronóstica. Y también procuran huir de cualquier etiqueta peyorativa como locura, neurosis o histeria. Con estas clasificaciones existe una tendencia a la cosificación; es decir, por el mero hecho del etiquetaje diagnóstico, pareciera que las condiciones a las que aluden existen y constituyen “cosas concretas”. Sin embargo, es una construcción social (el proceso de nominar, en tanto que función esencial del diagnóstico) que produce efectos sociales (en muchas ocasiones) casi irreversibles. Y todo esto a pesar de la ausencia de claras perspectivas etiológicas; la tendencia a la estigmatización de los actores sociales etiquetados; la necesidad de definiciones descriptivas, que puedan generar consenso en la comunidad científica; y los sesgos en la orientación terapéutica, por el poderoso influjo de la industria farmacéutica en la práctica de la psiquiatría clínica (Lolas Stepke, 2000). En este sentido, Healy (2000) sostiene que la influencia de la industria farmacéutica es tan potente sobre la práctica de la psiquiatría clínica que algunos críticos observan que ciertos cuadros clínicos han sido definidos en y desde la posibilidad de intervención farmacológica. Y como quiera que en muchos trastornos mentales es difícil delimitar lo normal de lo patológico, el comportamiento normal del que puede parecer aberrante o incluso alteraciones de la conducta que no producen sufrimiento o perturbación alguna en el individuo, la etiqueta diagnóstica refleja más un consenso de expertos observadores que una prueba clínica irrefutable. Ejemplo de ello es la homosexualidad, en otro tiempo considerada como una patología más de la nosografía psiquiátrica. Según Maldonado (2003), cada vez se medicalizan más los aspectos de la vida (Blech, 2005; González Álvarez, 2006) cuyo lugar debería ser la ética y el derecho; sin embargo, el que denomina la autora como “imperialismo médico” invade cada vez más terrenos de nuestras vidas y pretende explicar actitudes y comportamientos personales que, por el motivo que sea, son considerados inadecuados, utilizando términos como “sano” o “enfermo”. Se trata del proceso al que Foucault (1990, pág. 106)) denominó medicalización indefinida, en el que la medicina parece no tener campo exterior a sí misma. En este sentido, estamos asistiendo a la construcción social de nuevas nominaciones tales como el acoso laboral (Barbudo y Chinchilla, 2003), la vigorexia o complejo de Adonis, el trastorno impulsivo del violador, la depresión de la tumbona (Trias de Bes, 2005) y el síndrome postvacacional, entre otras posibles. Y en el extremo opuesto, estarían las variantes de la personalidad que empiezan a ser patológicas, como sostenía Schneider, citado por Buqueras (1979), cuando sufre quien las exhibe o hace sufrir a otros. Además, sostiene Maldonado (2003) que patologizar unas conductas y considerar otras como sanas o normales, conlleva haber establecido un patrón de normalidad en función del cual se hace una clasificación, operación que conlleva una carga más ideológica que técnica o científica. Y que con el diagnóstico médico-psiquiátrico se patologiza a la persona en su conjunto, se la cuestiona y se la cataloga o clasifica dentro de un tipo particular de personas anormales. Y si esto se afirma (como una determinada imagen de la realidad), acaba teniendo efectos reales. Todo ello a diferencia del derecho, que se refiere sólo a las acciones: …toda tradición jurídica, siempre escrupulosa en no juzgar personas sino acciones, se ciñe en lo posible a la acción delictiva por sí misma (Sánchez Ferlosio, 2000, pág. 390). El propio Foucault (1990) apunta lo contradictorio que es considerar peligroso a un individuo desde postulados psiquiátricos y en relación con un derecho penal basado exclusivamente en la condena de los actos. Sostiene Alberdi (2006) que la comunidad científica, de forma generalizada, acepta que la enfermedad es una construcción cultural, dado que aquello considerado sano en una sociedad o en un determinado tiempo cultural, puede ser considerado patológico en otro momento o en otra sociedad. A partir de esta premisa, la autora refiere que, además, han aparecido dos nuevos elementos como son la globalización y la denominada “construcción industrial de la enfermedad”. En este sentido, también cita a Blech (2005), quien explica con rigor cómo los grupos de interés farmacéutico han conseguido invertir el proceso de definición de las enfermedades. Hasta ahora, desde un punto de vista científico, el proceso consistía en la observación de signos y síntomas, el agrupamiento de los mismos bajo una etiqueta diagnóstica y el establecimiento del tratamiento adecuado. Sin embargo, sustenta Alberdi (2006) que el proceso de construcción de la enfermedad se ha establecido del siguiente modo: determinados grupos de expertos (patrocinados por la industria farmacéutica) definen como patologías (atribuyéndoles un diagnóstico concreto y un tratamiento específico) cuestiones que no son otra cosa que circunstancias de la vida normal (como las ya referidas u otras tales como el “colesterol”, la “menopausia” o el “síndrome de ansiedad social”). Una vez elaborado el “diagnóstico”, se informa a la población con el objeto de conseguir que muchos se sientan “identificados” con él, reconozcan su malestar y confíen en el fármaco que se les ofrece como remedio. Y luego de esto, se trata de introducir, por consenso, el nuevo diagnóstico en las clasificaciones oficiales de enfermedades; con el cual, el diagnóstico será aceptado por la comunidad científica. Por su parte, González Álvarez (2006) mantiene que la psiquiatría, en la actualidad, está caracterizada por un reduccionismo biológico-mecanicista (mimetizando la medicina clínica) y empeñada en delimitar enfermedades en el complejo mundo de los trastornos psicológicos y de la conducta, empeño categorial impuesto por las compañías de seguros y la industria farmacéutica, que contradicen tanto la evidencia clínica como los hallazgos de la reflexión psicopatológica. El poder del diagnóstico psiquiátrico La definición que sobre el poder nos da Weber (1997) es muy simple: hacer que otro haga algo que desde sí no haría. Es útil porque es muy operativa, pero también (el poder) es un problema mucho más complejo. Identificar, nombrar, clasificar, diagnosticar y pronosticar acerca de las conductas humanas, son acciones que, además de contribuir a la construcción social de la anormalidad, se realizan en base a la asimetría de poder (el concedido por el grupo social de referencia al experto) existente entre un actor social (considerado “experto”), que clasifica y etiqueta a otro actor social (sujeto / objeto de su acción) sometido a tal etiquetaje (Alberdi, 1988). Esta asimetría se refuerza con el peso del diagnóstico, ya que a partir de éste el etiquetado será sometido a controles periódicos y a procedimientos “pedagógicos” dirigidos a corregir la anormalidad en forma de psicopatología. A partir de aquí, el sujeto puede ser cosificado, perder su nombre (como seña de identidad) y pasar a ser nombrado por su discapacidad o trastorno: ciego, sordo, “esquizo”, tonto, “neura”, histérico, etc. Práctica que esconde su sentido de protección de los normales frente al peligro de la anormalidad. No obstante, el diagnóstico psiquiátrico no debe servir para definir como persona a un actor social. Uno puede ser extrovertido, romántico, aficionado al fútbol (bético, por ejemplo), apasionado con la música clásica y padecer hipertensión arterial. Sería una necedad definirlo como “hipertenso”, aunque así llegue a constar en su historial médico, ya que de todo lo comentado, la hipertensión es lo único que tiene relevancia médica en tal caso. Por tanto, uno no es “bipolar”, sino que padece un trastorno bipolar, en el sentido de que eso no forma parte de su “ser” (Vieta y Colom, 2003). Uno no es “esquizofrénico” sino una persona con esquizofrenia (Rüsch y col., 2006; Arnaiz y Uriarte, 2006). Este esfuerzo de comprensión, sin embargo, está dificultado por el limitado lenguaje de la nosología psiquiátrica (sólo comprensible para los “especialistas sociales”) y por la función de marginación que lleva aparejada el etiquetado, con el que se traducen los códigos (“síntomas”). El diagnóstico, según Alberdi (1988) al ser una traducción limitada más que un elemento de un proceso de interlocución, desacredita al emisor y perpetúa una relación (asimétrica) de poder. Este ejercicio de poder se puede evidenciar, por ejemplo, en situaciones en las que se exige, bajo la fórmula de la persuasión, el cumplimiento por parte del otro de la prescripción farmacológica (no siempre observando el derecho al consentimiento informado) y en aquellas en las que se prescribe un ingreso involuntario, aun estando hoy regulado por el artículo 763 de la nueva Ley de enjuiciamiento civil de 2000 (Pacheco y col., 2005c). Pero más allá del propio diagnóstico (que trata de ponerle nombre a un conflicto psíquico o a un trastorno de la identidad psicológica, que generan malestar y/o sufrimiento), está la consideración de enfermo mental como categoría que se establece inicialmente desde lo social y se refuerza y sanciona desde el sector sanitario y/o por la comunidad científica. Según Alberdi (2006), otra de las derivaciones de la construcción social de la enfermedad y del poder del diagnóstico, es que el propio diagnóstico es la enfermedad; es decir, aunque la persona se sienta sana y se encuentre en disposición de desarrollar sus potencialidades, cree que está enferma (tiene síndrome de irritabilidad premenstrual, por ejemplo). Y otra cuestión es la imposición de modelos “imposibles” de salud; es decir, la creación de expectativas de bienestar “perfecto”, que son incompatibles con los acontecimientos cotidianos y con la fragilidad que caracteriza al ser humano. Por otra parte, el poder del diagnóstico se pone de manifiesto cuando de su empleo erróneo se derivan perjuicios y riesgos, como la pérdida de la libertad personal, la adhesión a tratamientos potencialmente iatrogénicos, la posibilidad de estigmatización, así como los perjuicios legales y sociales que se derivan de la declaración de un actor social como irresponsable de sus actos, como por ejemplo la pérdida de credibilidad en los distintos ámbitos de su vida de relación (Kaplan y col., 1996). Otra perspectiva del poder del diagnóstico, es su utilización para conseguir fines ajenos al ámbito sanitario. Este sería el caso cuando, por ejemplo, la familia presiona para internar en un centro psiquiátrico a una persona conflictiva, pero no con un trastorno mental específico. En tal caso, es exigible al psiquiatra (que es el único actor social que tiene potestad legal para prescribir un ingreso psiquiátrico) que actúe con la máxima prudencia al emitir un juicio diagnóstico, porque puede haber situaciones que no siempre se correspondan con procesos psicopatológicos. También puede ocurrir que el propio actor social solicite una etiqueta diagnóstica para eludir algún tipo de responsabilidad (su ingreso en prisión, realizar el servicio militar, conseguir un aborto de un hijo no deseado, etc.) (Geijo y Blanco, 2008), o bien para conseguir algún tipo de beneficio secundario (una prestación económica, una baja laboral, una declaración de incapacidad absoluta para el trabajo, etc.). Es cierto que el diagnóstico psiquiátrico facilita la comunicación entre los profesionales y entre la comunidad científica, pero no lo es menos que refuerza la desvaloración, ya que desacredita al etiquetado (Goffman, 1963/2001), y el rechazo social, generado por la separación entre “ellos” y “nosotros” que no poseemos que no poseemos una etiqueta negativa (Rüsch y col., 2006). Genera efectos secundarios como el estigma, la discriminación y la exclusión. Señala “para siempre” al actor social ante los demás (López y col., 2008) y puede tener repercusiones sociales y legales como pérdida de derechos y de oportunidades. Y por su potencialidad para producir estigma, el diagnóstico psiquiátrico plantea problemas éticos en mayor medida que otras especialidades médicas. (Autonell y col., 2001). Diferencia entre el diagnóstico psiquiátrico y el diagnóstico enfermero La evolución científica de la Psiquiatría y la de la Enfermería (mucho más reciente), ha llevado a los profesionales de ambas disciplinas a denominar al diagnóstico (cada uno en el ámbito de sus competencias) de forma diferente. Desde mi punto de vista, el diagnóstico médico-psiquiátrico trata de identificar una enfermedad o trastorno, a partir del cual se aplica un tratamiento que se espera resolutivo y que produzca la curación del problema de salud identificado, siempre que ello sea posible. Mientras que el diagnóstico enfermero se formula a partir de las alteraciones de las respuestas humanas frente a los problemas de salud y enfermedad o trastorno, que implican carencias e incapacidades. Unos y otros estamos centrados en clarificar nuestro objeto de estudio. Luego, este es un tema menor; pero entiendo que es oportuno traerlo a colación, porque más adelante tendré que volver a él cuando aborde los efectos de la construcción social enfermo mental sobre el actor social y sus cuidados y los de sus familias. Y aunque pueda ser una cuestión poco relevante, existen ya algunas reflexiones que tratan de diferenciar uno y otro, como es el caso de Alberdi (2006), quien nos aporta algunas ideas al respecto. Al nombrar los diagnósticos, no sólo se trata del uso de palabras (a veces ininteligibles y ajenas a quien las sufre) sino que el eje que articula la etiqueta diagnóstica (la dolencia) es una cuestión en la que (en la mayoría de casos), quien la padece no puede tener incidencia directa; es sujeto pasivo “obligado”. Pasividad que se produce al no ser posible tener una reacción eficaz que influya o condicione la elección de una etiqueta diagnóstica u otra. Además, los diagnósticos médico-psiquiátricos están formulados y construidos en base a criterios de expertos (sancionados socialmente para ello), quienes a su vez son también los que pueden decidir acerca de la probable resolución de un trastorno mental. Cuestión ésta sobre la que los actores sociales implicados no tienen control directo (ni sobre el efecto que produce en ellos un psicofármaco, ni la desaparición de la atribución diagnóstica, en cuanto desaparezcan los síntomas), es algo que no hace referencia a sus capacidades ni posibilidades. Por el contrario, los diagnósticos enfermeros están formulados haciendo referencia a los potenciales de mejora de los actores sociales afectados. Y tanto es así, que el eje que los articula son precisamente los cambios que se pueden esperar en relación a las capacidades, actitudes o conocimientos del propio actor social, nombrado enfermo mental. Así, por ejemplo, se considera que la persona a quien se cuida presenta un “manejo inefectivo del régimen terapéutico” (NANDA, 2003) cuando –por el motivo que sea- no cumple su tratamiento o no hace correctamente su dieta. O se habla de un “déficit de autocuidados en higiene” (NANDA, 2003) cuando el paciente no realiza adecuadamente algún aspecto de su aseo. Manejo inefectivo y déficit que las intervenciones enfermeras suplirán, mientras no puedan ser resueltos por los pacientes (Alberdi, 2006). Bibliografía Alberdi Castell, RM. (1988) La percepción del enfermar. Rev Rol Enf, 113: 35-38. Alberdi Castell, RM. (2006) La construcción del cuidado: un ensayo sobre el poder del diagnóstico, la presencia cuidadora y las palabras. Rev Presencia ene-jun; 2(3). Disponible en www.indexf.com/presencia/n3/47articulo.php. Consultado el 17 de mayo de 2007. Aparicio, V. Sánchez, AE. (1990) Desinstitucionalización y cronicidad: un futuro incierto. Rev Asoc Esp Neuropsiq, X(34): 363-374. Arnaiz, A. 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