Guerra de guerrillas - Jus Libreros y Editores

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Marxitania Ortega
Guerra de
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Mención de responsabilidad. Autor: Ortega Flores,
Marxitania
Título de la obra: Guerra de guerrillas
Lugar de edición: México, Distrito Federal
Nombre de la editorial a cargo del cuidado: Jus,
Libreros y Editores S. A de C. V.
Número de páginas: 283
Número de edición: Primera edición en Jus
Año de edición: 2014
Medidas: 23x13.5centímetros
ISBN: 978-607-9409-03-6
Temática: Novela
Guerra de guerrillas / Marxitania Ortega
Primera edición, 2014
D.R.©2014, J us, Libreros y Editores, S. A. de C. V.
Donceles 66, Centro Histórico
C.P. 06010, México, D.F.
Tel: 22823100
www.jus.com.mx / www.jus.com.mx/ revista
ISBN: 978-607-9409-03-6, Jus, Libreros y Editores, S. A. de C.V.
Todos los Derechos Reservados. Queda prohibida la reproducción
total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la copia o
la grabación, sin la previa autorización por escrito de los editores.
Diseño de portada: Anabella Mikulan - Victoria Aguiar
PUMPKIN STUDIO
[email protected]
Formación y cuidado editorial: Valentina Tolentino Sanjuan
Impreso en México - Printed in Mexico
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"Para Madelaine L.
Para Antonio y Sara"
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I
El antiguo camino a Santiago
Se sintió ajeno a su propio rostro. Sus ojeras abultadas y los
párpados hinchados agudizaban esa disparidad en la alineación de sus ojos que el espejo se encargaba todas las mañanas
de recordarle. Había días en que esa asimetría era casi
imperceptible, como la cicatriz que cruzaba del nacimiento
de su cabello, junto a la sien izquierda, hacia su pómulo;
pero en otros, como si los músculos faciales pudieran desacomodarse, era muy notoria.
Habían pasado veinte días desde su llegada y aún no se
acostumbraba a la diferencia de horario. Tampoco había
hecho ningún esfuerzo para ajustarse. Con lentitud y abriendo
mucho la mandíbula se dijo: “Hola, ¿cómo estás?” Se lavó los
dientes cepillando bien de arriba abajo los frontales y circularmente los molares. Tomó la navaja de afeitar y rasuró toda la
barba que crecía, pensando que afeitarse era uno de los pocos
esfuerzos de socialización que le quedaban por hacer. “Bien”,
se respondió cuando se sintió limpio, exagerando la gesticulación. Antonio temió que esas fueran las únicas palabras que
pronunciara durante el día.
Abotonó su camisa azul. Abrochó su cinturón en el agujero
más gastado, pero el jeans siguió cayendo hacia su cadera.
Recorrió la hebilla al siguiente hueco. Se puso un cárdigan gris,
amarró las agujetas de sus botines de piel, tomó su gabardina
y salió de prisa. Bajó corriendo las escaleras del pequeño ático
en el que vivía, cerca de Place d’Italie, con su amigo Orestes.
Ya era tarde, quedaban pocas horas de luz.
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Tuvo una agradable sensación al comprobar que la cajetilla
de Gitanes estaba en el bolsillo de su gabardina. No sacó los
cigarros. La entrada del metro estaba a unos pasos y Antonio
no acostumbraba fumar en ningún transporte, a menos que
él estuviera manejando.
Je m’appelle Antoine pensó en un francés impecable mientras
bajaba al anden, aunque sabía que si lo pronunciaba le saldría
algo ininteligible. Si no fuera tan consciente de las posibilidades fonéticas de cada combinación de consonantes y
vocales, Antonio podría hablar un francés decente. Si hubiera
aprendido bien, en una buena escuela, con un maestro que le
enseñara en dónde exactamente se coloca la lengua, por dónde
debe pasar el aire, cómo se fruncen correctamente los labios
para pronunciar sílabas que en español ni se sospechan… pero
así, con su duro oído como guía, exageraba tanto su pronunciación que hasta ahora no había logrado entablar ninguna
conversación y cada vez tenía menos ganas de intentarlo.
Se bajó en Saint-Michel y caminó por el Quai Blanqui hasta
el puente más famoso de París. El viento anunciaba la entrada del otoño. Le vent de la Seine, pensó. El aire frío alivió la
irritación de su rostro recién afeitado y por un momento se
sintió libre. C’est magnifique!
Su breve felicidad se tornó en añoranza cuando recordó
la imagen romántica, idealizada hasta el cansancio, de los
amantes del Puente Nuevo. Deseó con las entrañas que una
mujer, cualquiera, viniese a su encuentro con un paraguas
roto en mano, a protegerlo de la soledad, a ser su cómplice
en la contemplación de esa belleza que en su memoria sin
testigos terminaría por desvanecerse. Una maraña de culpas
y pasiones amenazaba con invadirlo, pero la atajó concentrándose en las manchas del tiempo de la Conciergerie. Los
franceses se empeñan tanto en limpiar y limpiar las piedras
de sus edificios históricos que terminarán por erosionar los
muros, pensó Antonio. La ciudad tiene una belleza resplandeciente, pero algo se pierde con tanto esfuerzo restaurativo.
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Volvió a Saint-Michel. Caminó hacia El Panteón para buscar
aquel lugar vasco al que lo había llevado Orestes. Un restaurante
que ofrecía vino bueno y barato y los escargots más ricos que
probaría en su vida. No eran los caracoles tradicionales, sino
unos más pequeños, “bebés”, de textura suave y mejor sabor.
Mientras bañaba un trozo de pan en la salsa borgoñesa,
volvió a sentir esperanzas. Recordó a su amigo, quien había
logrado que su mujer por fin viniera a París. Orestes se
había ido de México sin saber que Nadia estaba embarazada.
Su hija ya tenía dos años y apenas la conocería. Dos años de
exilio. Dos años y su francés todavía tenía ese fuerte acento
regiomontano que hacía reír al resto de los latinoamericanos.
Je parle très bien le français, pensó Antonio. Excuse-moi, je
ne parle pas français, le dijo al mesero para que le repitiera la
cantidad que debía pagar. El mesero, exasperado, llamó al
vasco que hablaba algo de español. Éste le cobró ochenta
francos y sostuvo con él un breve diálogo.
Nadia había llegado a Madrid y se encontraría con Orestes en
Bilbao. Con familia, el regio necesitaba un lugar amplio para
vivir. "Por lo menos uno en donde no te golpees la cabeza al
levantarte del excusado", decía. Fue Beatrice, una compañera
francesa, contacto importante de las organizaciones revolucionarias de América Latina, quien le había ayudado a pedir
la asistencia financiera que el Estado francés brindaba a los
refugiados políticos y con eso había rentado un departamento pequeño de dos recámaras en la Porte de Saint-Ouen,
en uno de esos edificios enormes construidos en los años
setenta para albergar a las masas de inmigrantes que abarrotaban París. Baraquements, les habían llamado entonces y aún
eran guetos ahora cada vez más llenos de africanos, pero,
argüía Orestes, por lo menos geográficamente todavía se
ubicaban en París. A la banlieue, ahí no iría a vivir. Demasiados
árabes, decía, la negación misma de Francia.
Antonio admiraba la voluntad de su amigo para reconstruir
su familia en el exilio. Él, en cambio, nunca estuvo tentado a
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sucumbir a la promesa de felicidad que sintió cuando nació
su primera hija. Su pecho, lleno de la alegría que abona la
paternidad, se hinchaba de orgullo cuando pensaba que él,
el padre de esa pequeña, luchaba por construirle un futuro
distinto. No era suficiente construir una isla de prosperidad
burguesa en medio de un océano de miseria, era necesario
transformar la realidad, edificar una sociedad diferente.
Al vaciar su copa, en el último trago de vino, Antonio recordó
que no había terminado la carta que comenzó a escribir días
antes del nacimiento de Sara. Una nota sencilla en la que,
emulando el tono de la carta que el Che escribió a sus hijos, le
explicaría a la pequeña por qué la acción revolucionaria sería
su única herencia. Extrañó un segundo las sonrisas chimuelas
de sus hijas, pero no se dio licencia de más.
Aún era temprano para regresar a Tolbiac, caminó por
las calles más turísticas del barrio latino buscando un
bar para matar el tiempo. Encontró un lugar de ambiente
alegre. Una banda de jóvenes tocaba covers de rock clásico.
Entró decidido. “Menos mal que no es jazz”, pensó Antonio
mientras se sentaba cerca de la barra. Había hecho grandes
esfuerzos por entender el jazz, incluso se obligó a comprar
y a escuchar atentamente a los grandes, sobre todo a
Charlie Parker, instigado más por El perseguidor, de Cortázar,
que por curiosidad propia, pero las notas se le escapaban al entendimiento. Podía entender y hasta disfrutar la
melodía de “Summertime”, pero en cuanto empezaban las
improvisaciones que parecían gustarle a todo el mundo,
Antonio comenzaba a sufrir. El jazz era para él ininteligible, un
precipicio de notas que no tenían sentido, como los recuerdos
que quedan al día siguiente de una borrachera. La verdad es que
Cortázar tampoco era su escritor favorito. A él le gustaba el
realismo, la literatura sin juegos, la prosa bien escrita de Ernest
Hemingway y en cuanto a la música, lo suyo era la canción,
la música cantada, hablada, la que se entiende: José Alfredo
Jiménez, Julio Jaramillo, la chanson française, Piaf, Aznavour.
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Al barman le pidió una Blanche. Siempre tomaba Seize pero
esa noche prefirió el gusto casi cítrico de la cerveza belga. Le
sirvieron la cerveza en una copa alargada, perfecta para que
las burbujas del fermentado pudieran viajar desde el cristal
hasta la corona de espuma. Antonio dio el primer trago antes
de que el portavasos de cartón se adhiriera al cristal. El rock
sesentero, feliz y sin complicaciones, lo animó.
Entre las voces y las risas exaltadas que sobresalían,
reconoció el acento familiar de un grupo de jóvenes que
charlaban animosamente, a gritos, a pesar de los acordes del
bajo, a pesar del fuerte acento francés del cantante —vien baby,
light my fire— que a nadie parecía molestar. Brasileiros, adivinó
Antonio. Bebió de la Blanche hasta la mitad de la copa y buscó
la mirada de una de las brasileñas, una mulata hermosa cuyo gran peinado afro bailoteaba graciosamente con ella a
ritmo. Lo encontró y le sonrió sin dejar de moverse. Antonio
vació la copa y se sintió como los otros jóvenes: ligero, feliz,
sin preocupaciones, sin culpas, sin hijas, sin compañeros
de lucha, sin lucha. Pensó que doce, tal vez quince pasos lo
separaban de ella. Quince pasos y cuatro personas. Pidió otra
cerveza. Pocas veces lograba el cuerpo de Antonio imponer
una necesidad, había aprendido a ignorar el hambre, el dolor
y la excreción. Su espontaneidad era calculada. Bebió en
dos sorbos la segunda Blanche de la noche. Se paró, caminó
cuatro pasos, esquivó una mesa, tres más, evitó chocar con
un mesero y rodeó a un joven rubio que, en cuclillas, recitaba
algo al oído de una mujer. Luego ya no tuvo obstáculos, llegó
a la mesa de los brasileños y sin presentación previa le tendió
la mano a la mulata. Ella se paró sosteniendo el ritmo que ya
traía para surfear “The USA”.
Por un instante la falsa seguridad de Antonio estuvo a
punto de desplomarse ante la gracia del baile de la chica,
pero no lo permitió. La observó unos segundos para entender
su danza, sus pies se coordinaron, sus brazos surfearon y se
sintió satisfecho al ver que la mulata se divertía y coqueteaba
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con él. Cuando el rock endureció, fue ella quien lo llevó a su
mesa. João, un brasileño rubicundo que usaba lentes de arillo,
le cedió su silla. Otro le invitó una caipiriña. Se integró a la
mesa y no tardó en sentir que sus facultades lingüísticas eran
amplias e que logo poderia falar português.
Buscó estar cerca de la mulata, quien parecía halagada de
tener su atención. La caipiriña aceleró sus ganas de meter la
nariz entre la maraña africana del cabello de la muchacha,
pero Antonio, seductor experimentado, no quería dar un
paso en falso. La voz aterciopelada de la chica, su risa, sus
manos que aleteaban como palomas cada vez que hablaba, le
indicaban que el beso estaba natural y necesariamente cerca.
Antonio se sentía cada vez más cómodo en esa certeza cuando
los brasileños gritaron emocionados al escuchar unos acordes
que a él nada le dijeron. El bajista había tomado el micrófono y
comenzó a cantar en portugués un rock melodioso. Las chicas
se pararon a bailar y los demás corearon não amo ninguém.
Antonio quiso seguirlos pero su competencia lingüística no
estaba a la altura. Su mulata se contorsionaba y se desplazaba
por todo el lugar. Él quiso levantarse y bailar, pero se sintió
borracho. Se quedó parado esperando que el bajo diera los
últimos acordes, casi los mismos con los que había empezado.
La muchacha vino a su lado, sonriente y feliz. Antonio la besó.
No era el momento pero le apostó al asombro. Apretó contra sí
el cuerpo delgado y firme de la chica. Besó sus labios gruesos.
Los envolvió por completo con los suyos y le metió la lengua,
que ella no sintió como una tosca, torpe y rugosa lengua sino
como una caricia compleja dentro de su boca.
–Voulez-vous venir avec moi? –le preguntó galantemente
cuando pudo hablar.
Ella sonrió muy ampliamente.
–Non merci. Mon mari est là! –respondió señalando al bajista.
Antonio se sintió incómodo, herido en su orgullo e indignado
con esa mujer que había coqueteado con él toda la noche en las
narices de su marido. Se le ocurrió que quizá la chica no era
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feliz, que tal vez a pesar del marido y por encima del marido,
él, Antonio, le gustaba. Decidió esperarla, convencerla,
hostigarla hasta obtener su teléfono y demostrarle que era él
y no el músico, el hombre de su vida. Las botellas de cachaça
estaban vacías. Llamó al mesero para pedir otra caipiriña. Ya
sin música la gente se dispersaba y salía del bar. La mulata
ayudaba a los músicos a guardar los instrumentos y a enredar
los cables. Sin sonrisa ya no parecía ni tan coqueta ni tan
guapa. El mesero le dijo cortante que ya no podían venderle
más bebida. Antonio pagó sus tragos y comenzó a despedirse
de quienes quedaban en la mesa. João, el rubicundo brasileño de lentes iba a la Cité Universitaire. Salieron juntos.
João lo sostuvo del brazo cuando tropezó en la salida. “Por lo
menos puedo hablar mejor”, pensó Antonio cuando escuchó
que su compañero de camino arrastraba la lengua, pero ese
trastabilleo no le impidió al brasileño contarle que llevaba
cuatro años en París haciendo un doctorado en ingeniería agrícola en la École Polytechnique y que pronto terminaría
su tesis sobre el Arachis hypogaea, un cultivo bien conocido
en México, pero originario de la región tropical de América del Sur, también llamado cacahuate. Antonio volteó a verlo
de reojo y pensó que no parecía de treinta y cinco años sino de
cuarenta y cinco, quizá porque era calvo y un poco gordo.
Como el metro ya estaba cerrado, los latinoamericanos
caminaron. Tomaron la rue des Écoles. El mexicano también
tenía la lengua suelta. Le quería contar a João su vida entera,
sus convicciones revolucionarias, que en ese momento sentía
más firmes que nunca. Sabía que sentiría una gran satisfacción
si hablaba de la importancia política y militar de su organización. Sabía que sentiría alivio si le contaba del operativo de
recuperación fallido, de la muerte del compa Efrén, de la casa
de seguridad, de las armas, de las mujeres cuando enloquecen,
porque todas enloquecen, de amor o de despecho, pero
enloquecen. Hasta la puta brasileña que no se quiso ir con
él, enloquecería. Pero Antonio se contuvo. Sólo se permitió
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hablar de generalidades, de la lucha revolucionaria en América
Latina, de la instauración del comunismo y luego del exilio, de
su frustración con la lengua francesa, de la impenetrabilidad
de los galos. Cuando sintió que ya había dicho mucho, hizo a
su acompañante una pregunta obvia, ¿volvería a Brasil? No.
João quería quedarse en Francia. Le faltaba poco para hacer
su disertación doctoral y esperaba trabajar en la universidad
con su mentor. Al pasar por la plaza Paul Painlevé observaron,
frente a ella, el edificio de la Sorbonne, bien iluminado, con
sus cuatro bocas azules como puertas. La bandera francesa
caía flácida del asta.
–La famosa Sorbonne –dijo João.
Antonio sintió en el pecho cierta inflamación que no supo
poner en palabras. El edificio era magnífico, pero más grande era
lo que él sentía adentro. Su mente etílica estaba excitada. Quería
entrar a la Sorbonne. No esa noche como vulgar ladrón. Quería entrar en el día, bien vestido, limpio, como estudiante.
João había continuado la marcha. Antonio lo alcanzó, en la
esquina se acercó a ver la placa azul que nombraba la calle.
–João, ¿sabías que la rue Saint-Jacques es el antiguo camino
a Santiago?
João puso cara de que no entendía lo que estaba diciendo
Antonio, ni le interesaba entender.
–¡El camino a Santiago de Compostela!
“¡Brasileiro bruto!, con razón haces una tesis sobre el
cacahuate” pensó.
Antonio sintió una emoción irreprimible, una mezcla de
deseo, convicción y alegría. Observó la calle con ojos eufóricos,
como si pudiera ver más allá de los edificios que iluminaban
las farolas, quizá hasta Orléans, Tours, Poitiers, Bordeaux,
quizá incluso hasta Pamplona, Logroño y León.
–¡Por aquí han pasado miles de peregrinos, João! ¡Desde el
siglo xiii! ¡Es un camino tan viejo como París!
João miraba a Antonio contenido mientras éste buscaba algo
en su mente, imágenes, quizás palabras.
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–¡Vamos! ¡Hagamos el camino a Santiago! –dijo por fin Antonio.
João soltó la carcajada que ya había estado gestando en su interior.
–¡Bien sûr! Vamos ahora mismo. ¿Qué tan lejos quieres llegar?
A las seis de la mañana llegaremos a la Cité Universitaire.
–¡No entiendes, João! ¡Es el camino francés a Santiago de
Compostela!
–Es fuerte la cachaça ¿verdad, comunista? ¡Quieres ir a ver
un santo! ¿Ya se te olvidó que la religión es el opio del pueblo?
Antonio se sentó en la banqueta, sentía que en cualquier
momento podía vomitar. Escondió la cabeza entre sus rodillas.
Al levantarla, su mirada se topó con un enorme letrero rojo
en la contraesquina.
Au Vieux Campeur
Corrió al aparador. João lo siguió preocupado. Antonio
observaba el dibujo de un hombrecillo flacucho con tenis y
mochila de campismo que estaba en el cristal.
–João, ¡mira! ¡Es una tienda para peregrinos! ¿Te imaginas,
João? Esta tienda ha estado aquí desde la Edad Media, como la
Sorbonne, como el camino.
–¡Sí, y desde entonces venden tenis y esquís!
–No, quizá en ese tiempo vendían sandalias de cuero o
bridas para los caballos.
–Antonio, deja de decir estupideces. Vamos, estoy cansado.
–Vete João. Yo me voy a hacer el camino a Santiago. Ahora mismo.
–Escucha, estamos muy borrachos, mañana que abran
yo mismo te compro tu equipo de campismo si sigues queriendo ir a ver al santo.
–No entiendes. No es el santo lo que me interesa sino el
camino. ¿Puedes imaginarlo? El camino y tus pies. Sólo tú, sin
nadie más, tú y el abandono. El abandono a lo que pueda pasar,
sin ninguna resistencia. Sólo la fe.
–No, no lo imagino; para mí el camino a Compostela y
todas las peregrinaciones son una mezcla de manipulación e
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hipocresía: o vas a expiar tus culpas o vas a exhibir tu piedad.
¿Tú qué culpas tienes que expiar?
–No, no, no son mis culpas, pero eso, ese sentimiento, esa
resignación –dijo Antonio y luego calló para tratar de acomodar
lo que tenía que decir– La fe, João, quiero la fe.
–Pero tú tienes fe Antonio. Tienes fe en tu revolución, en tus
camaradas, en tus principios. ¡Estás dispuesto a dar la vida por eso!
–Te equivocas. Eso no es fe, es convicción. Es la convicción
de que estamos solos, de que nadie va a arreglar el mundo por
nosotros. Es un acto de razón. La fe es muy diferente. Mi padre
–dijo Antonio, aunque no se refería a su padre, sino al marido
de su madre, pero para qué explicar– es de un pueblo que se
llama Matamoros y su patrón, su santo, es el señor Santiago.
Cada año va a verlo. No le pide nada, sólo va y regresa vacío.
Así quiero ir, como peregrino, sin dinero, sin precaución,
confiando en que en el camino te purificas y en que regresarás
siendo otro, alguien mejor.
–¿Santiago el matamoros? ¿Al que también llamaron Santiago
el mataindios en la Nueva España? Creo que no conoces mucho de
esa fe de la que hablas. Tienes sangre india y quizá hasta sangre
mora, y aun así quieres ir a rezarle al que mata indios y moros.
–No, no. ¿Qué sabes tú de eso, si eres un pinche ingeniero
que estudia el cacahuate? –dijo Antonio al sentir que sus ideas
empezaban a ser confusas.
–Eso que llamas fe, revolucionario de mierda, viene de la
necesidad. Cuando se enferma el hijo la madre pide a Dios que
lo cure, cuando el soldado está bajo las balas pide a Dios que lo
salve. Eso es la fe. Luego se mezcla con el odio y se convierte
en bandera. Ahí tienes a tu señor Santiago, que tu padre, quizá
indio también, idolatra.
Antonio se sentía mareado con las palabras de João que le habían
formado una imagen esquizofrénica de sí mismo. Antonio indio,
Antonio moro, Antonio gachupín, matándose uno al otro.
–Basta João. Basta.
–El odio está en nuestra sangre de mestizos. Y luego, como
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si no fuera suficiente, llegan ustedes con su lucha de clases
–João terminó su frase con una risotada que se amplió en el
eco de la calle.
–No, no entiendes. ¡La lucha de clases es diferente! –gritó
Antonio– ¡Es un odio emancipador!
–Sí, yo también leí alguna vez a Ho Chi Minh, pero el odio
mata Antonio, no te equivoques. Y si no mata te pudre el alma.
El mexicano se levantó para seguir caminando, quería
correr, irse lejos del brasileño, pero apenas dio dos pasos y
cayó de bruces. Sintió una presión terrible en el pecho, luego
un dolor que se extendió por todo su cuerpo y le quiso salir por
la garganta. Gritó y lloró con sollozos y con baba. Le dolía todo,
desde la caída de México-Tenochtitlan hasta la lejanía de sus
hijas. Se sentía agredido por el rechazo de la puta brasileña con
la que bailó, odió a su mujer por sus infidelidades, odió a Lorena
por su locura, se odió a sí mismo por ser ese monstruo que era,
ese pobre ser desvalido, abandonado, solitario, sin nadie ni
nada más que la bondad espontánea de un desconocido que
trataba de ayudarlo. João lo levantó cuando vio que estaba
mejor y lo ayudó a andar. Amanecía, el metro había abierto.
Bajaron las escaleras. Llegaron al andén cuando el primer tren
abrió sus puertas. Una pareja trasnochada ocupaba un par de
asientos, todos los demás estaban disponibles, pero Antonio
no se quiso sentar. El bamboleo del vagón no le permitía fijar
la mirada. Sintió un gran vacío dentro y pensó que tenía el
estómago del mundo en su boca, no pudo contenerse más,
vomitó con gran estrépito bañando el piso del vagón con una
pestilente mancha rosa.
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