voluntad de dios y obediencia cristiana

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IRÉNÉE HAUSHERR, S.I.
VOLUNTAD DE DIOS Y OBEDIENCIA CRISTIANA
Théologie de la volonté de Dieu et obéissance chrétienne, Revue d'ascétique et de
mystique, 42 (1966) 121-155; 257-286
NATURALEZA DE LA OBEDIENCIA
La perspectiva teológica fundamental - maravillosamente desarrollada por San Ireneoen la que hay que situar la obediencia del creyente- consiste en creer en el Dios de la
revelación. Creer en alguien que ha hecho cuanto existe, ha existido o existirá jamás,
que conduce las cosas hacia un fin previsto desde siempre y que es plenitud y
perfección del amor en Unidad de naturaleza y Trinidad de personas.
Este Dios no crea al hombre porque lo necesita, sino para tener sobre quien derramar
sus beneficios. El hombre es obra suya y la perfección y felicidad humana está en
aceptar y participaren el plan de Dios. "No haces tú a Dios -dice San Ireneo- sino que
Dios te hace a ti. Si, pues, eres su obra, confía en la mano de tu artesano... ; si no crees
en Él y te escapas de sus manos, la causa de tu imperfección estará en ti." Es la fides et
subjectio: fe en la identidad entre la voluntad del Dios-Señor y la caridad del DiosPadre y aceptación integral de este plan paternal.
Esta perfección ideal ha sido vivida realmente por el Hijo de Dios. A lo largo de su vida
terrestre, su único cuidado, su alimento, su gran amor será "hacer la voluntad del que
me envió" (Jn 4,34). "Es menester que el mundo sepa que amo al Padre y que hago
según me ordena" (Jn 14,31).
La cuestión no está, pues, en obedecer o no obedecer, sino en saber cuál es la voluntad
de Dios para adherirse a ella. No se trata de renunciar a ser feliz; es querer serlo y optar
por el único medio de conseguirlo. Ya los paganos -Cleanto, Epicteto- eran conscientes
de que rechazar la sumisión a la divinidad sólo lleva a la infelicidad. Y se trataba de una
divinidad identificada con el destino, la fatalidad, la inexorable Ananké, la impersonal
Heimarméne.
Conocer la voluntad del Dios cristiano -destino de amor, voluntad paternal- sobrepasa
todo conocimiento porque ella se identifica con la caridad de Dios, el único bueno. Es
obra de la fe y seremos cristianos en la medida en que por la fe recibamos este
conocimiento. Si poseemos esta fe, nuestro programa de vida será el "heme aquí, oh
Dios, para hacer tu voluntad" (Heb 10,7), y, como el Verbo, querremos ser obedientes
hasta la muerte. Sólo que nuestra kénosis no consistirá jamás en descender de la
condición divina a la de esclavo, sino simplemente en aceptar nuestra realidad de
criaturas.
Querer escapar a la ley universal de la sumisión, equivale a comportarse como si la
voluntad de Dios pudiese contradecir su amor. Es olvidar que Dios quiere al mismo
tiempo la salvación de todos los hombres, y la docilidad a su voluntad porque son dos
aspectos de un mismo designio de amor. Sin duda entre los cristianos se dan funciones
diferentes. Pero la primera -y común a todos- es la de servidor. Conviene y es necesario.
que el "discípulo se parezca a su maestro" (Mt 10,24). Cristo asegura que el Padre
amará como a su Hijo único a los que tienen sus sentimientos de filial sumisión (Jn
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16,27). Y aquí está la causa primera de nuestra sumisión a Dios: es la gran marca de su
amor, ella misma es un don de Dios. En definitiva, es la acción del Espíritu "cuya
intercesión por los santos corresponde siempre a los planes de Dios" (Ro m 8,27).
SIGNOS DE LA VOLUNTAD DE DIOS
El acontecimiento
De las hipótesis posibles en que Dios puede manifestarme su voluntad -por medio de un
acontecimiento, a través de un mandato o dejándolo a mi decisión- el acontecimiento es
la más universal y, en cierto sentido, la más clara. Desde el momento en que algo
ocurre, se sigue, por lo menos, que Dios no lo ha impedido. Y si no lo ha impedido es
que lo ha permitido, pues "todo fue hecho por Él y sin Él nada se hizo" (Jn 1,3).
Si no se reflexiona suficientemente, dos consideraciones o confusiones pueden
turbarnos: el mal físico que un Dios Bueno no debería permitir y menos querer, y el mal
moral que un Dios Santo no debería tolerar y menos aún cooperar en él. Y más aún
cuando el mal moral de unos -sus vicios, perversiones, egoísmos- se traduce en
indecibles sufrimientos para otros. ¿También esto viene de Dios?
Sin duda, a no ser que ocurra por azar, es decir, sin fin ni razón. Quien comprenda que
la palabra creadora, que ha hecho el universo, continúa operando con la misma eficacia
hasta conducir todas las cosas a su perfección, verá que es soberanamente razonable el
aceptar primero el plan de conjunto y dentro de este plan la totalidad de los detalles. El
detalle tiene sentido, sobre todo, por su función en el conjunto, y el medio tiene valor
por su relación con el fin. Atenerse al detalle como a un todo es una excentricidad:
constituir un centro fuera de su centro. Tomar lo que es esencialmente un medio como
un fin es condenarse doblemente a la decepción: el medio no podrá satisfacernos y se
nos escapará el fin que podría conseguirlo.
a) Su aceptación
Los acontecimientos, pues, nos manifiestan una voluntad de Dios, pero, ¿cuál? Ante
todo; el hecho, considerado en sí mismo, me asegura que Dios lo ha querido como
medio para el fin. Y así lo he de querer yo, aceptándolo al menos con resignación si es
que psicológicamente no puedo recibirlo con exultación. En cualquier caso he de decir
siempre: Padre. Expresión de fe y sumisión.
La Sagrada Es critura contiene libros enteros -Eclesiástico, Job, Tobías -, con la
finalidad de inculcar esta verdad: el justo vive de la fe. Es decir, que, como Abraham, se
fía de Dios y confía en el cumplimiento de sus promesas incluso sacrificando al Señor
aquello que, precisamente, constituye el medio único y necesario de la realización de la
promesa. Este aspecto de prueba aparece sobre todo en la historia de Jesús. Ignorancia o
crimen por parte de Judas, Caifás y sus secuaces, poco importa. Lo que se realiza es el
designio del Padre. Y cuando uno se encuentra en situaciones semejantes tendrá que
luchar el combate de la fe creyendo la Buena nueva de que su "recompensa será grande
en el cielo" (Lc 6,23) y de que "Dios os trata como a hijos" (Heb 12,7).
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b) Su interpretación
El acontecimiento, en cuanto querido por Dios como medio, tiene también un valor de
signo que es necesario interpretar y que me ha de llevar a realizar u omitir algo por
amor de Dios o del prójimo.
Muchos acontecimientos conciernen al prójimo. A través de ellos, uno u otro de mis
contemporáneos aparece con una claridad nueva: lo veo más necesitado de piedad, más
o menos accesible a mis ideas, más o menos capaz de comprender y de colaborar. Para
quien hace profesión de seguir a Cristo, el sentido de lo s acontecimientos es éste: si
encuentro un hombre feliz, me alegraré de su alegría, si lo hallo desgraciado, sentiré su
pena como la mía propia y lo aliviaré en la medida de mis fuerzas. Amar al prójimo
como a nosotros es la más terrible y exigente de las leyes. Supone que he de emplear el
mismo dinamismo de invención y ejecución que utilizo cuando se trata de mis propios
intereses. Su único límite es la imposibilidad física o moral. Lo contrario -una
resignación demasiado solícita ante los sufrimientos de los demás- sería puro sarcasmo.
Otros acontecimientos -la enfermedad, el fracaso- me conciernen sólo a mí. También
éstos tienen una significación y una indicación de cara al futuro. Si vemos en ellos lo
que son -detalles de la Providencia- aceptaremos lo que Dios ha hecho sin mi -voluntad
de Dios cumplida- y al mismo tiempo realizaremos con Él y dependiendo de El cuanto
está en nuestra mano para contrarrestarlos: voluntad de Dios a cumplir.
El mandato
Todo acontecimiento, comenzando por la creación, implicaría un mandato si supiéramos
interpretarlo. El universo es una llamada a la adoración (Rom 1,20-21). Pero es un
lenguaje incomprensible para el que no tiene la clave de interpretación: fe viva en el
Dios vivo y verdadero. De ahí el gran beneficio que supone la Ley, el decálogo, don de
Yahvé a su pueblo.
Queda, con todo, la tarea, tan importante como difícil, de captar en cada nueva ocasión
el verdadero sentido del mandato. ¿Qué quiere decir, por ejemplo, honrar a los padres,
en general, y, para ml, en las presentes circunstancias? Las exégesis más diversas son
posibles según el sentido de la palabra "honrar" en cada época y según la preocupación
del intérprete. De hecho, los fariseos -conocedores y observadores de la ley- merecieron
el reproche de Cristo en este punto (Mt 15,3ss). Y el fariseísmo es un peligro real para
todo hombre consciente de su superioridad.
Origen de la vida religiosa
Porque existe este peligro, ciertos cristianos pensaron hacerse indicar por otros este
camino del servicio de Dios cada vez que dudasen de sus propias luces o desconfiasen
de su rectitud. Y así nació la vida monástica en la Iglesia, no por un acto de autoridad
sino por un deseo de sumisión. Lo importante en la obediencia cristiana no es que sea
dada una orden por un hombre y que ésta sea obedecida por otro. Lo que importa es que
el servidor de Dios testimonie su integral sumisión al Señor por el cuidado que pone en
conocer lo más perfectamente posible su voluntad. La obediencia es un sometimiento a
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Dios y a sólo Él. La intervención de un intermediario no cambia nada ni de su esencia ni
de su mérito, sólo aumenta o facilita la certeza. Nada más fácil que confirmar
documentalmente esta afirmación.
San Antonio, el Padre de los monjes, al oír en la Iglesia el pasaje del joven rico, dejó sus
bienes para obedecer al Evangelio. Comenzó, pues, su carrera ascética por un acto de
obediencia muy consciente para con Dios, sin la intervención de ningún "superior". Más
tarde frecuentó otros servidores de Dios, no para someterse a ellos sino para instruirse
"en aquello en que cada uno sobresalía en el ejercicio de la vida solitaria". En sus ideas
sobre la perfección, trata de la obediencia, pero siempre directamente a Dios.
Los apotegmas de los Padres muestran o suponen la misma situación: nada de
superiores para mandar, ni elegidos por propia iniciativa ni siquiera en virtud de un
mandato recibido de lo alto. Lo único importante es conocer el camino de la salvación,
la verdadera doctrina sobre las virtudes y vicios, en una palabra, la voluntad de Dios.
La vida de San Pacomio habla más claramente aún en el mismo sentido. Su voluntad de
servir a los otros para llevarlos a Dios, dio lugar a la transformación de la vida eremítica
en vida cenobitica, pero esta nueva institución no cambió la noción de obediencia.
Puesto que toda comunidad tiene necesidad de gobierno, a la anarquía impuso -en un
segundo momento- la organización, pero sin cambiar el principio fundamental de su
gobierno: un servicio, jamás un autoritarismo; no un fin, sino un medio para encontrar
la paz del alma en el cumplimiento de todos los deseos de Dios.
La gran idea que dio lugar a la vida monacal fue el deseo de marchar sobre seguro por
las vías de la voluntad de Dios. Superior y súbditos no deben tener otra finalidad. Si se
ha falseado el sentido de esta institución ha sido debido a la arrogancia de los superiores
-al arrogarse derechos que no le corresponden- y a la negligencia de los súbditos,
dejándose llevar por la indiferencia o la resistencia pasiva. En la vida común, superiores
y súbditos son espiritualmente solidarios. Y el único remedio a cualquier desviación es
predicar, primero con el ejemplo y después con la palabra, la caridad en toda su
amplitud, con todas sus exigencias, alegrías y renunciamientos. De lo contrario la
relación jefe-subordinado resultará totalmente humana o inhumana, según los casos,
pero siempre pagana.
La exhortación que San Pedro, primer representante de Cristo y jefe de la Iglesia, dirige
a los "pastores" (1 Pe 5,1ss) contiene este mismo consejo en términos excelentes desde
todos los puntos de vista. Vale la pena notar en este texto que su exhortación a los
superiores es diez veces mayor que la que dirige a los súbditos. San Pedro no teme que
su insistencia en los deberes de los "ancianos" pueda provocar una reacción de
desobediencia en los "más jóvenes". Para ambos considera igualmente necesaria la
humildad. Y queda claro que esta moral sólo se puede practicar constantemente si se
inserta entre la pasión de Cristo y su glorificación.
LA OBEDIENCIA EN LA VIDA RELIGIOSA
Individualmente, todos somos hermanos y ninguno tiene poder legitimo sobre otro. El
poder sobre otra criatura sólo es legítimo cuando es delegado, y se convierte en
usurpación si sobrepasa los límites de la delegación recibida. Puede haber ocasiones en
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que el súbdito deberá imponerse la molestia suplementaria de discernir si el superior le
habla en nombre del mandato recibido o si abusa de este mandato para fines personales.
El solo hecho de la posibilidad de este conflicto demuestra que la obediencia no tiene el
derecho de ser total y absolutamente ciega. Es necesario tener la certeza de no desviarse
obedeciendo. Esta necesidad es la que condujo a la constitución de Ordenes,
Congregaciones y Monasterios en la Iglesia. No es la Iglesia la que funda las Ordenes.
Lo que hace es garantizar que ese espíritu viene de Dios.
Entrar conscientemente en una sociedad religiosa aprobada por la Iglesia equivale a
encontrar suficientemente razonables y prudentes sus constituciones. La aceptación y
sumisión suponen que el estudio de sus textos fundamentales nos ha hecho responder
afirmativamente a la gran cuestión: ¿Siguiendo esta vía, tengo una garantía suficiente de
no equivocarme sobre la voluntad de Dios? A partir de este momento el camino será
una vida de obediencia.
La obediencia del superior
Persuadido de que ningún oficio dispensa del común deber de sumisión a Dios, el
superior, por la reflexión y oración continuas, no olvidará jamás: a) que ha entrado en
religión para obedecer y no para mandar y que el ejercicio de la autoridad no es más que
una forma de obediencia; b) que el ser representante de Dios no quiere decir que Dios
ha abdicado en su favor; c) que sus súbditos representan para él la persona de Cristo; d)
que el ejercicio de la autoridad es un medio para el crecimiento espiritual de los hijos de
Dios, quedando en segundo término la realización de la obra particular de cada sociedad
religiosa.
Con estos principios, desarrollará su voluntad de servir a Dios en todos los campos
poniendo especial cuidado en no caer en la "acepción de personas" y sabiendo que no
puede perseguir legítimamente ningún provecho terrestre ni recibir como suyos -a la
manera del asno portador de reliquias- los "inciensos y cánticos" que se entonan a su
paso. A su cargo le está reservada la cosa más bella del mundo: la caridad en su
ejercicio más próximo al de la paternidad divina, porque, efectivamente, el verdadero
nombre cristiano del Superior es "Abbas, Padre".
La obediencia del súbdito
Subordinado o súbdito no equivale a inferior. El inconveniente del término "superior"
es que implica casi fatal e injustamente el de inferior. Cristo enseña la perfección de la
obediencia y ésta es perfecta precisamente porque respeta toda verdad, lo cual supone el
cumplimiento de toda justicia y la salvaguarda de toda dignidad. La doctrina cristiana de
la obediencia salva el honor y la dignidad de todos: a los superiores les impide caer en
la infatuación o en la grosería de la fuerza bruta. Al súbdito no le permite envilecerse en
un complejo de inferioridad o en una convulsión de revuelta. A unos y a otros les
impone el deber de engrandecerse por la voluntad de servir al único Maestro.
Al súbdito, este servicio o sumisión puede venirle señalado por el superior o la regla y
puede quedar también a su propia decisión.
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En el primer caso, pondrá todo su coraje en obedecer al superior lo más exactamente
posible y "no sólo en las cosas de obligación". Evidentemente, esta prontitud debe ir
acompañada de un buen sentido -no hay huelga más terrible que la aplicación estricta
del reglamento- y no poner al superior en un aprieto por la interpretación demasiado
material de sus palabras. La obediencia tiene valor en cuanto está informada por la
caridad.
Por lo que respecta a las constituciones y reglas, hay que tener en cuenta que sólo
existen para "ayudar a caminar por la vía del divino servicio". Por tanto, es necesario
que cada uno observe las leyes existentes, pero todavía lo es más el no sofocar el
espíritu de la ley. Este espíritu es el amor de la voluntad de Dios que, como todo amor,
supone espontaneidad y conciencia de una radical libertad. A este espíritu se opone el
mantener prescripciones ya superadas y el multiplicar ordenanzas y prohibiciones con el
pretexto de prevenir todas las eventualidades.
El caso en que el servicio queda a la decisión del individuo aparece más complejo,
porque, para los que hacen voto de obediencia, ¿no sería más perfecto el no actuar
nunca por propia iniciativa y siempre por iniciativa de los superiores? Es el problema
del "obedientismo" que sugieren las famosas comparaciones del "bastón" y el "perinde
ac cadáver", que no hay que tomar al pie de la letra si no queremos traicionar la
intención de los primeros que las utilizaron. El gran error en esta materia consiste en
creer, teórica o prácticamente, que Dios ha abdicado. Pero el superior nunca es un viseDios porque Dios jamás está ausente y puede intervenir en cualquier momento. De
hecho, hay un terreno -la enfermedad, la muerte- que Dios se reserva y en el que no
admite intermediarios.
Prescindiendo de estos casos, cuando el súbdito conoce la voluntad de Dios, ¿hay
alguna utilidad para él o para la obra común en que el superior intervenga con un
mandato, consejo o enseñanza? ¿Ha de renunciar a procurarse esta certeza por sus
propios medios? Y el superior, ¿ha de mantener al súbdito en la incapacidad de
formarse un juicio propio o debe ir formándole hasta adquirir esa capacidad de juicio?
Santo Tomás afirma explícitamente que es más perfecto dirigirse por la propia razón
que movido por los consejos de los demás. La capacidad de gobernarse por la propia
prudencia constituye una superioridad humana, porque es una mayor semejanza a Dios.
Por otra parte, la caridad manda desear y comunicar al prójimo los bienes que uno tie ne.
Es conveniente, por tanto, favorecer en todo ser humano la capacidad de decidirse por sí
mismo. Si la obediencia consiste en ponerse enteramente en las manos de Dios, ¿cómo
voy a poder hacerlo si antes otros, y en su nombre, comienzan por expoliarme? La
obediencia no es obediencia si no es voluntaria y libre. Y esto cada vez. Aquí no vale el
"una vez por todas". Obedecer no es soportar pasivamente. Obedecer es, conociendo la
causa, hacer propia la decisión contenida en el acontecimiento o mandato. No se
obedece jamás como un cadáver o un leño.
NECESIDAD Y LIMITES DEL DIÁLOGO
Pero si todos antes de ejecutar las órdenes del superior tomamos tiempo para reflexionar
como si el superior no lo hubiera hecho, ¿dónde iremos a parar?
IRÉNÉE HAUSHERR, S.I.
Para aclarar hay que distinguir los dos terrenos que corresponden a los dos fines de toda
sociedad religiosa: la salvación y perfección de sus miembros y la obra común exterior apostolado o caridad- al servicio del prójimo.
El cargo de Abad comenzó por la función de padre espiritual. Se llamaba Abad al asceta
dotado de carismas, sobre todo el de la discreción, sin ningún superiorato de orden
jurídico. Los que acudían a él sólo pedían consejos para su vida espiritual. A veces ni
siquiera eran necesarios los consejos, el ejemplo bastaba.
El derecho canónico no impone a los súbditos ninguna obligación de abrir su conciencia
a sus superiores, ni en confesión ni fuera de ella. Esta prescripción sorprendió a los que
tenían una legislación contraria. Sin embargo, no es más que una vuelta a los orígenes.
Es acabar con la confusión que considera el gobierno de las almas como la gestión de
una empresa que depende del talento práctico o que cree que la clarividencia espiritual
da, por sí misma, competencia en las obras de orden social. Por esta razón, no puede ser
el mismo tipo de diálogo el que ha de haber entre un padre espiritual y su discípulo que
el de un superior con su súbdito. A menos que se le suprima en ambos casos, lo cual
equivaldría a un desastroso despotismo.
Diálogo con vistas a la santificación personal Padre espiritual-dirigido
La doctrina tradicional y la psicología exigen del discípulo una total abertura de alma al
"anciano" que ha escogido como guía. El padre espiritual es un médico que no puede
indicar los remedios sin un diagnóstico integral. En la jerarquía de causas que hacen
eficaz esta relación hay qué colocar en primer lugar la fe del discípulo. Esta fe supone segunda causa- el carácter espiritual del director, cuya primera y esencial actividad ha
de ser la "oración" por sus hijos espirituales,. En tercer lugar está el carisma que posee
el director de ser el órgano del Espíritu Santo. Sin discutir si tal fe puede ser impuesta
desde fuera, lo cierto es que muere como estrangulada a la primera decepción, en el
momento en que el discípulo advierte que su apertura se utiliza para otra cosa distinta de
su aprovechamiento espiritual. Tanto más cuanto que la misma tradición impone al
discípulo, después del diálogo, una obediencia total.
Diálogo con vistas a la obra común Superior-súbdito
En rigor de principios canónicos, el diálogo superior-súbdito no es necesario. El
superior puede tener una competencia o experiencia personal o poseer unas
informaciones que hagan innecesaria toda consulta. Incluso habrá ocasiones en que
deberá mostrarse duro, aplicando el "summum ius" cuando traten de manejarlo o
cuando se le presente la tentación de ser blando con los temibles y fuerte con los
débiles. Pero salvo esta necesidad, la teología y la psicología le inclinarán a comportarse
con los suyos más amigablemente que despóticamente e incluso más fraternal que
paternal. Nuestra época pretende ser la del diálogo. ¿Acaso puede quedar excluido
precisamente entre superiores y súbditos, que es entre quienes habría de ser más fácil y
agradable?
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a) Antes de la decisión
Ningún diálogo es posible con quien tiene, cree tener o debe tener siempre razón. Sin
embargo, se puede decir que la obediencia no se equivoca nunca y que los superiores
tienen siempre razón. Naturalmente, es a condición de que la obediencia sea hecha
conscientemente a Dios y, por lo que respecta al superior, que éste se rodee de las
precauciones dictadas por la prudencia y no decida más que con una conciencia bien
formada. Y es aquí, en el estadio de información, donde se sitúa el diálo go.
Rechazar el diálogo en ese momento es ir contra Dios, contra los hombres y contra la
sana razón. Este rechazo sólo puede venir del temperamento o de una larga costumbre
de mando.
Cristo no ha suprimido la dirección del hombre por el hombre, pero ha cambiado
radicalmente el espíritu de esta dirección y sujeción.
Nadie está obligado a entrar en la vida religiosa. Si lo hace conscientemente, sabe que
su legítimo superior puede mandarle y que deberá obedecerle en todo caso en que no se
dé pecado ni violación de las constituciones. Salvo en estas dos ocasiones, la orden del
superior indica infaliblemente la voluntad de Dios. Pero esta infalibilidad está de parte
del que obedece, no del que manda. Es la obediencia la que no se equivoca. El que
manda puede equivocarse y la posibilidad de error es un espacio casi sin límites.
Precisamente por esta posibilidad de error y porque el superior tiene una
responsabilidad de la cual libera al súbdito, éste se mostrará dispuesto, en la medida que
se le permita, a ayudar al superior. Este es el verdadero sentido del diálogo, forma
moderna de lo que antes se llamaba "representación". El mandamiento de llevar unos las
cargas de los otros es mutuo. Y la relación superior-súbdito debe ser ante todo, y casi
únicamente, una relación de amistad fraternal con un matiz paternal o filial, según los
casos. Tal es la inmutable doctrina de Cristo.
b) Después de la decisión
Sea lo que sea del diálogo precedente, llega un momento en que es necesario decidir. Y
esto pertenece al superior. Hasta el momento de la decisión hay que mostrarse
doblemente dócil: estando dispuesto a aceptarla y contribuyendo a que sea tomada con
conocimiento de causa. Una vez tomada, el súbdito puede y debe aplicarse a la obra, es
decir, colaborar según los puntos de vista del superior en la obra común.
¿Y qué ocurre con las propias ideas si, por casualidad, difieren de las del superior? La
única respuesta válida es: obediencia de juicio.
Pero aquí más que nunca es necesario aclarar el verdadero sentido de esta frase si no
queremos meternos en un callejón sin salida y hacer del genio del sentido común Ignacio de Loyola- un "minus habens" del género tiránico. Distingamos dos cuestiones.
En primer lugar, ¿qué hay que someter, el entendimiento o los actos del entendimiento?
Ignacio emplea tres expresiones: obediencia de entendimiento, obediencia de juicio,
obediencia de juicios. No se trata, pues, de toda la actividad del entendimiento, sino de
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la facultad en su ejercicio actual. De lo contrario, no sería sumisión sino extinción. No
se trataría de hombres que mortifican su voluntad, sino de hombres que matan su
inteligencia. Exactamente lo contrario de lo que Ignacio quiso y practicó.
En segundo lugar, ¿cuál es el terreno propio de esta sumisión? Como lo demuestra y
afirma en su carta de la obediencia, no se trata de problemas especulativos, sino de
cosas prácticas y, sobre todo, no de certezas, sino de opiniones. En el lenguaje actual
llamaríamos a esto el terreno de la opinión, no el del juicio. Y este campo es mucho
más amplio que el de la certeza. En realidad significa que hay que guardarse de tomar
las reacciones instintivas por intuiciones infalibles y que hay que acostumbrarse a
practicar una sana crítica de las propias ideas. Es decir, evitar todo juicio definitivo
mientras haya un serio argumento en sentido contrario. Es el principio de "estar pronto a
buscar razones para defender" la opinión del interlocutor.
Así, pues, tomada la decisión, ya no es el momento de las discusiones, sino el del leal
esfuerzo para tratar de justificar la orden recibida.
Además de que la mayoría de los problemas sólo tienen una importancia relativa y
pasajera, el conformarse con el veredicto del superior constituye un saludable ejercicio
de higiene nerviosa, moral e intelectual, pues en las "cosas agibles" es necesario que
haya alguien que ponga punto final a los razonamientos y deliberaciones y dé paso a las
actividades realizadoras. En cualquier caso es síntoma de buena salud el apaciguarse y
tomarse el tiempo necesario para reflexionar en la oración. Si entonces aparece que se
impone una representación, se puede hacer.
Evidentemente está permitido recurrir a una autoridad superior. Pero es un error el
esperar la paz del corazón por el triunfo de la propia voluntad e ideas. Es necesario
hablar y actuar por amor de la verdad y no por simpatía de esta verdad. Y si por encima
de lo inmediato amo la verdad viva y personal, al Dios vivo y verdadero,
instintivamente preferiré lo que garantiza mejor mi adoración: la abnegación de mí
mismo.
Epílogo
El único título de nobleza para toda criatura es el de servidor de Dios. Todo lo que no es
puramente servicio de Dios constituye una decadencia, frecuentemente camuflada de
falsa grandeza gracias a la congénita bobería humana. Suprimido el lastre de la tonta
complacencia en sí mismo, nada se opondrá a la cordialidad del diálogo. En este caso como en todos- la sola Persona que salva en verdad la dignidad de los hijos de Dios es
Cristo. Y si queremos hacer la voluntad del que lo envió reconoceremos que esta
doctrina es de Dios.
Tradujo y extractó: MIGUEL SOLAESA
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