Entrevista a Villani en tapa Página 12 Link:

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Entrevista a Villani en tapa Página 12
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Lunes, 28 de noviembre de 2011
Desaparecido: memorias de un cautiverio
Club Atlético, el Banco, el Olimpo, Pozo de Quilmes y ESMA
Mario Villani y Fernando Reati
Colección Latitud Sur
EL PAIS › MARIO VILLANI, SOBREVIVIENTE DE CINCO CAMPOS CLANDESTINOS
“Desaparecido reaparecido, ése fue mi paso por el infierno”
Mario Villani sobrevivió porque arreglaba lo que robaban en los secuestros. Lo obligaron a
reparar la picana y la modificó con menos carga eléctrica. El cautiverio más largo en los campos
clandestinos de la dictadura.
Por Nora Veiras
“Soy un desaparecido, un sobreviviente, o si se quiere un desaparecido reaparecido. Este es el
relato de mi paso por el infierno.” Así se presenta Mario Villani en Desaparecido. Memorias de un
cautiverio. El libro escrito junto a Fernando Reati es mucho más que un testimonio, es una
despiadada y lúcida reflexión sobre el dilema de la vida en cinco centros clandestinos de
detención. A lo largo de cuarenta y cuatro meses pasó por el Club Atlético, El Banco, El Olimpo,
el Pozo de Quilmes y la ESMA. “Maldito si lo haces, maldito si no lo haces”, repite este físico que
a los 72 años desmenuza sin pudor qué significa “colaborar”, cuál es el límite que cada uno le
pudo poner a esa convivencia con el terror. “En mí vieron la posibilidad de utilizarme, de reparar
lo que les robaban a los secuestrados, me tuvieron trabajando de bricoleur”, dice con una ironía
elaborada durante años de pensar en la complejidad de la condición humana de torturadores y
torturados.
Villani contó ante tribunales de Argentina, Francia, Italia, España cómo después de negarse a
reparar la picana eléctrica de Antonio Del Cerro, alias “Colores”, un torturador que se ufanaba de
su arte en la aplicación de tormentos, aceptó hacerlo. Le disminuyó la descarga. Durante una
semana había escuchado los gritos de compañeros sometidos a la corriente directa. Los paros
cardíacos se repetían, las muertes también. En Desaparecido, Villani y Reati, recuerdan esta y
otras historias.
–¿Cómo jugaba la inexistencia de fronteras entre represores y secuestrados en los
centros clandestinos?
–Eso fue determinante para todo. Estábamos inmersos en el espacio del represor. No existía la
posibilidad de discutir entre nosotros, de analizar entre nosotros lo que nos estaba pasando, de
apoyarnos: estábamos siempre mezclados con los torturadores. Ese borrado de fronteras,
además, es unilateral: la libertad que el preso tiene a pesar de estar preso que es el momento
de privacidad en la cárcel, nosotros no lo teníamos. Había torturadores como El Turco Julián, por
ejemplo, que se quedaban a dormir.
–Usted estuvo casi cuatro años secuestrado.
–Estuve en cinco campos: desde noviembre del ’77 a agosto del ’81. He sido uno de los que más
estuvieron. No es común que haya gente que haya estado tanto tiempo y en tantos campos.
Supongo que debe haber influido el hecho de que a mí me usaron para reparar equipos de
electrónica, electrodomésticos, que además eran cosas que se robaban y tenían que ponerlos en
condiciones para llevárselos a sus casas o para venderlos.
–Es increíble cuando usted les pide herramientas y le traen la mesa de trabajo que
había diseñado y tenía en su casa.
–A mí me habían secuestrado el 17 de noviembre del ’77 y eso me lo trajeron alrededor de
marzo-abril del ’78, es decir que en algún lado lo tenían.
–En el libro estremece la reflexión sobre el significado de colaborar en un campo
clandestino. ¿Qué significa colaborar, cuál es el límite?
–Me resultó difícil procesar eso. Todo es colaboración: que te vean vivo ya es una colaboración,
aunque uno simplemente respire delante de otro. El otro recién secuestrado ve que uno está
vivo y piensa a lo mejor “yo me salvo también”, es una forma de controlarlo mejor, es
involuntaria e inconsciente, no es una colaboración deliberada, pero los tipos utilizaban ese
mecanismo. De ahí para adelante hay un montón de escalones de colaboración. Yo colaboré.
Colaboré reparando. No colaboré torturando, no colaboré interrogando, no colaboré entregando
gente. Pero, por ejemplo, secuestraron a uno de mis mejores amigos, en una cita conmigo.
–¿Cuénteme cómo fue?
–A Gorfinkiel lo secuestran a pesar de los esfuerzos que yo había hecho. Yo tenía una cita
agendada codificada para el mismo día en que me secuestraron, no dije nada, me callé la boca y
se dieron cuenta al siguiente, me volvieron a torturar. Supongo que debo haber admitido que sí
porque total había pasado la cita. Además teníamos un convenio los que estábamos en el mismo
ámbito: normalmente usábamos un número de teléfono alquilado para pasarnos mensajes. La
única forma de comunicarnos era a través de lo que llamábamos buzones, pero sospechábamos
que ese teléfono estaba pinchado, entonces decidimos conservar ese buzón para pasar mensajes
de alarma: si un mensaje llegaba a ese buzón había que desconocerlo y pensar “se pudrió todo”.
Cuando me ordenaron llamar, pensé: “Esta es la mía” y dejé un mensaje ahí porque era el que
usábamos como alarma, yo lo llamo a ese buzón y le dejo una cita... Y Jorge fue... No tendría
que haber ido. Poco después, yo repartiendo la comida en el campo, le llevo la comida a la celda
y se pone a llorar y me pide disculpas por no haber cumplido con la consigna. Ahí nos pusimos a
llorar los dos. Yo le dije: “Pero escuchame, soy yo el que te entregó”.
–Usted cuenta que paradójicamente al ser secuestrados sentían cierto alivio por no
seguir siendo perseguidos.
–Además del alivio de no estar perseguido se sumaba el hecho de que yo, por lo menos, no
tenía la certeza de que me iban a matar: pensaba que por ahí me salvaba. Pensaba “se acabó,
no corro más”. Fue pasando el tiempo y llegué a convencerme de que estábamos todos
condenados a muerte. El alivio se terminó, continuó en el sentido que no seguía la pelea, no
tenía que seguir escapando, pero estaba condenado.
–A pesar de todo su objetivo era sobrevivir un día más, renovar la esperanza a pesar
del horror en que vivía...
–Es agotador pero a mí me resultó imprescindible. No me podía permitir hacer planes de futuro,
no me podía permitir lamentarme y decir si salgo en libertad, me voy al exterior, no milito más o
milito más. Me di cuenta de que si hacía eso no estaba prestando atención al aquí-ahora y era
imprescindible que estuviera siempre atento, si no podía ligármela en cualquier momento. El
único plan que me permitía hacer era llegar vivo al día siguiente.
–Usted reflexiona sobre la dificultad de armonizar la necesidad de afecto con la
desconfianza sobre todo. ¿Cómo se resolvía ese dilema?
–La vida en un campo de concentración es una vida esencialmente dilemática. Continuamente
estás frente a situaciones de “Maldito si lo haces” y “Maldito si no lo haces”. A mí me sirvió el
olfato, como línea general sabía que tenía que desconfiar pero no se puede vivir desconfiando.
Llega un momento que uno lo siente por la piel, a veces te equivocás pero es el riesgo que
corrés. Largabas alguna opinión pero no todas, con otro te abrías totalmente. Eso viene
mezclado con la cuestión afectiva que es muy importante, que no es solamente formar pareja, lo
afectivo se puede reducir a una mirada, un roce, los pequeños toques de contenido afectivo son
básicos en un marco como ése. Para mí, la situación más importante fue con Juanita... (N de R:
Juana Armelín, una chica que había militado en el Partido Marxista Leninista de La Plata que
entabló una relación con Villani que el represor Samuel Miara, alias “Cobani”, detectó y usó para
humillarlos hasta que la hizo desaparecer).
–El caso que muestra la perversión de Cobani.
–A Cobani lo tengo acá (se señala entre ceja y ceja). Yo no tengo odio, tengo bronca, pienso que
hay que condenarlos. Pienso que si bien yo en mi interior los condeno, no soy quién para
condenar a nadie, será un juez o la Justicia, pero con Cobani no puedo ser tan objetivo. Por
suerte después conocí a los hijos de Juanita, nos hicimos amigos y a través de esa relación por
lo menos les pude contar.
–¿Cómo superó el saber que hubo secuestrados que colaboraron al punto de torturar a
sus compañeros?
–Es una tortura más para el conjunto: para los prisioneros que ven que hay ex compañeros que
se dieron vuelta, no saben si ellos no pueden llegar a caer en la misma. Antes creían que eran
puros y resulta que terminaron así, en el fondo implica que nadie está a salvo de eso. Por otro
lado, no es lo mismo que te torture un torturador que un ex compañero, pero además esa
tortura no es sólo para el que está siendo torturado sino que el que tortura está sufriendo una
tortura aunque no tenga conciencia de ello.
–Ni siquiera esa degradación extrema les garantizaba la vida, no implicaba un
salvoconducto.
–No fue una garantía. En general fueron bastante despreciados, los usaban porque eran útiles,
salvo algunos que terminaron pasándose con armas y bagajes para el otro lado. En general los
usaban y los tiraban, eran forros.
–Usted cuenta el caso de un hijo de un secuestrado-torturador al que no dejan entrar a
la agrupación Hijos.
–Eso es muy duro: qué culpa tiene el hijo de lo que hizo el padre. Son situaciones muy
complejas, el ser humano es complejo, no es lineal. Esos hijos que no lo dejaron entrar estaban
viendo un retoño del que torturó a sus padres y de un traidor. No se trata de justificar o no, hay
que tratar de entender.
–Usted dice que le sirvió comprender que eran seres humanos los torturadores.
–Hitler era un ser humano. Me sirvió para manejarme con ellos. El relato ése del torturador que
me torturaba y le dije: “No te entiendo”, me abrió los ojos. Cuando le dije que a él lo estaban
usando, me dijo hijo de puta pero paró de torturarme. Otra cosa, todavía hoy tengo que pelear
contra una parte de mí que se pasa de rosca pensando “a estos hijos de puta los quiero
reventar” porque en ese caso yo no me diferencio de ellos. Yo no soy como ellos y eso lo tengo
que defender a muerte. Esa lucha que fue dentro de los campos, sigue hoy. Que ellos me vieran
a mí como una cucaracha, como un ser despreciable, primero es su visión maniquea del mundo.
Si yo tengo esa misma visión, soy igual que ellos.
–¿Cómo vive el desenlace de los juicios a los represores: como una reparación, como
una tarea cumplida?
–Está la parte racional, lo vivo como reparación, como decir gané –no sé si decir gané porque no
creo estar libre del todo como no creo que vos lo estés tampoco–. Logré sí hacer algo que
intentaron impedir que hiciera. Por otro lado hay una cosa que me gratifica: no soy yo solo, es
una sociedad que va cambiando. Todavía hay quien dice por algo será, que deberían haber
matado a todos. Son procesos largos, complejos y contradictorios: como suma me parece que
van en la dirección correcta. Estas condenas son un fruto de muchos años de lucha de mucha
gente, y son un fruto también de la maduración interior de la sociedad.
–El compromiso de dar testimonio, ¿puede implicar que ese horror no se repita?
–Lo que hago está dirigido a que eso pase, pero no es indefectible que pase. Pienso que no hay
que bajar los brazos. Hay que estar atentos siempre porque las fuerzas que hicieron producir
esto están presentes en todo el mundo. Los que tienen en sus manos el poder se defienden con
uñas y dientes: mientras les sirva hacerlo con métodos civilizados lo harán, pero si no recurrirán
a cualquier método.
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