Encuentro amoroso

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Encuentro amoroso
Audra Adams
Encuentro amoroso (1996)
Título Original: The Bachelor's Bride (1995)
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección: Deseo 656
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Reid James y Rachel Morgan
Argumento:
Rachel Morgan descubrió que había concebido un hijo de un hombre de que
ni siquiera se acordaba. Hasta ese momento pensaba que su encuentro
amoroso con un completo desconocido no había sido nada más que un
sueño, pero de pronto se vio obligada a enfrentarse a un nuevo futuro con
un bebé, y quizás hasta con un marido.
Reid James, por su parte, no había olvidado a Rachel. Cuando se enteró de
lo que su pasión compartida había originado, supo que tendría que
convencer a aquella orgullosa mujer para que le permitiera ser parte de la
vida de su hijo, porque si no lo hacía, no le iban a quedar nada más que
recuerdos de aquella noche de amor, y para un hombre como él no era
suficiente.
Audra Adams – Encuentro amoroso
Prólogo
Todo era blanco. Las paredes, las cortinas que la brisa nocturna mecía en la
oscuridad, las sábanas, de una suavidad tal que sólo podían ser de seda, y la tela de
gasa que colgaba del dosel de la cama. Todo prístino, sin mácula.
Blanco.
Ella tenía la cabeza apoyada en la almohada. La luna bañaba la habitación con
su pálida luz. Abrió los ojos y lo vio acercarse lentamente con un cigarrillo en la
mano; también él iba vestido de blanco.
Sonrió y ella le devolvió la sonrisa. No se movió cuando él se sentó en el borde
de la cama y recorrió su rostro con mirada acariciante. Tenía los ojos verdes, de
centelleante color esmeralda, y rodeados por un finísimo anillo azul. Ella le dijo algo
que le provocó la risa, haciéndolo parecer menos inalcanzable.
Él dejó el cigarrillo en un cenicero también blanco, se inclinó hacia delante y la
besó. Fue un beso maravilloso. Se separó de ella y la miró fijamente. La sonrisa había
desaparecido de su rostro, y su lugar lo había ocupado una nueva mirada que
tampoco tenía nada que ver con su distante expresión anterior.
En sus ojos se reflejaba la gravedad del deseo.
No era la primera vez que ella la veía en los ojos de un hombre, pero aquella
vez le pareció especialmente intensa. Levantó la mano para apartar un mechón de
pelo rubio de aquel rostro teñido de deseo y él le besó dulcemente la palma.
Se movió para acercarse a ella, hasta que su cara estuvo a sólo unos milímetros
de la suya.
—Quiero hacer el amor contigo —murmuró.
—Sí… —contestó ella en un fino susurró que él interrumpió acercando la boca a
sus labios.
Introdujo la lengua en su boca y la besó con una delicadeza que causó estragos
en ella. Nunca la habían besado de aquella manera, jamás había sentido aquella
ardiente humedad en los labios, aquel calor. Lo único que era capaz de hacer era
dejarse guiar, y eso fue lo que hizo.
Él empezó a acariciarla, moviendo sus manos lentamente desde su garganta
hasta sus senos. Se detuvo a acariciar los pezones y deslizó después los tirantes del
vestido de sus hombros. Con un ligero tirón, arrastró el vestido hasta la cintura,
exponiendo los senos desnudos a su ardiente mirada.
Frotó los pezones con los dedos, y éstos se endurecieron inmediatamente bajo
sus cuidados. Sonrió otra vez, y susurró algunas palabras de alabanza que la hicieron
estremecerse de placer.
La joven cerró los ojos cuando su boca sustituyó a los dedos, y una vez más, la
sorprendió el ardor de su propia respuesta. Se arqueó y él deslizó las manos bajo el
vestido para buscar la sedosa piel del interior de sus muslos.
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—Separa un poco las piernas —le dijo él. Tenía la cabeza apoyada en su pecho,
y la joven sentía en la piel su excitante respiración.
Ella separó obedientemente las piernas, anhelando sentir el contacto de sus
manos. Pero él se tomó su tiempo. Deslizó un dedo por la parte superior de sus
pantis y empujó el material hasta que pudo atravesar la barrera que encontró debajo.
La joven gritó al sentir su mano y él alzó la cabeza para besarla. Hundió los
dedos en ella haciéndola derretirse bajo aquella íntima caricia.
Estaba húmeda, anhelante. Y quería más. Dejó vagar sus manos por su camisa
entreabierta y deslizó los dedos por su pecho cubierto de vello hasta alcanzar la
cintura del pantalón.
Vaciló un instante antes de continuar su recorrido. Él se sentó y la observó
mientras le desabrochaba el cinturón y le bajaba la cremallera.
Continuaron mirándose fijamente mientras sus respectivas caricias los
conducían hasta el límite de la cordura. Ella fue la primera en apartar la mirada.
Cerró los ojos y dejó que fuera su cuerpo el que tomara el control de la situación.
—Ahora —dijo él, y ella no lo contradijo.
E inmediatamente la penetró. Nunca se había sentido tan llena. Levantó las
caderas e iniciaron al unísono la antigua danza que desde milenios habían
compartido hombres y mujeres. Bailaban en perfecta armonía; era algo tan dulce, tan
puro, tan maravilloso que a ella le resultaba imposible dejar de gemir de placer.
Aunque tampoco lo intentó. Se recreaba en el gozo que le hacía sentir, en su propia
capacidad para sentir todo aquello; y se regocijó cuando lo vio tensarse y se sumieron
juntos en una espiral de estrellas.
Al cabo de un buen rato, él se incorporó y se apoyó sobre sus codos. Tenía una
mirada hipnótica, sus ojos resplandecían bajo la luz de la luna. Sonrió y le dio un
cariñoso beso en la nariz, provocando en ella otra sonrisa.
La joven estudió su rostro. Era un hombre de piel morena, rasgos marcados e
increíblemente atractivo. Le caía por la frente un mechón de pelo rubio que hacía
parecer todavía más perfecto aquel rostro. El rostro de un hombre en el que podría
confiar, al que podría amar, pensó.
Un rostro de ensueño…
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Capítulo Uno
El punto era azul. Rachel Morgan lo levantó frente a la luz para comprobarlo
por segunda vez. Quizá se hubiera confundido.
Pero no. No había duda. Era azul.
Se sentó lentamente en el inodoro del baño de su minúsculo estudio y suspiró.
No tenía sentido volver a repetir la prueba. El resultado sería el mismo.
Estaba embarazada.
Y la pregunta era, ¿cómo podía haberse quedado embarazada?
Empezaron a temblarle las manos. Aquello no podía estar sucediendo, no podía
ser real. Rachel no había tenido ninguna relación afectiva desde que se había ido a
vivir a Nueva York tras la muerte de su madre y la ruptura de su compromiso con
Tom. Ya habían pasado dos años desde entonces, y no había absolutamente nadie en
su vida, si se le podía llamar vida al lío en el que andaba metida, pensó conteniendo
las lágrimas.
Estaba sin trabajo, y para colmo embarazada.
No podía dejara de preguntarse cómo había llegado a esa situación. Rachel era
una persona racional, no podía creer en los embarazos milagrosos, por lo menos en el
caso de una persona tan imperfecta como ella. Pero no tenía otra explicación. El
estómago se le revolvió al pensarlo.
Aquello sólo podía significar que su sueño había sido real.
Sonó el teléfono y se obligó a levantarse para dirigirse a la habitación que servía
de dormitorio, cuarto de estar y cocina. Se sentó en el borde de la cama y levantó el
auricular.
—¿Diga?
—¿Rachel? Soy Trudy. Me alegro de que hayas contestado. Es posible que tenga
un trabajo para ti. Una de nuestras suministradoras está…
—Estoy embarazada.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—¿Y cómo has podido quedarte embarazada?
—Daría cualquier cosa por saberlo.
—No te muevas —le dijo Trudy—. Ahora mismo voy para allá.
Media hora después, sonó el telefonillo de Rachel. La joven presionó el botón de
apertura y esperó en la puerta la llegada de su mejor amiga.
Trudy Levin era una mujer alta, delgada, atractiva y ambiciosa, que había
conseguido alcanzar el éxito en el difícil mundo de la industria de cosméticos.
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Cuando Rachel había llegado a la ciudad, era una joven sin ninguna
experiencia. Ella y Trudy se habían encontrado en el metro, en un momento en el que
Rachel acababa de perder todas sus esperanzas de atravesar la ciudad. Trudy la
había rescatado y desde entonces habían llegado a ser amigas íntimas.
—No puedo creerlo —dijo Trudy, pasando por delante de Rachel para entrar en
el apartamento.
Rachel se volvió y cerró la puerta. En cuanto las dos estuvieron sentadas, Trudy
le pidió que le contara lo sucedido.
Rachel levantó del mostrador la prueba del embarazo con más aplomo del que
sentía, y la sostuvo en aquella posición para que pudiera verla Trudy.
—¿Ves? Es azul —murmuró la joven.
—No puedo creerlo —repitió Trudy.
—¿Y qué crees que siento yo?
Para disimular su nerviosismo, se volvió hacia el fregadero, llenó la tetera de
agua y la puso al fuego.
—Me siento herida. ¿No te conté yo todo sobre Jake cuando lo conocí? ¿No te
conté hasta el último detalle de cada una de nuestras citas? ¿Por qué entonces no me
has dicho que estabas saliendo con alguien? —le preguntó Trudy.
—Porque no lo estoy haciendo.
—Entonces, ¿quién…?
Rachel sacudió la cabeza.
—No lo sé.
—Pero eso es imposible.
—No, es la verdad. No tengo ni idea de quién puede ser el padre.
Trudy se acercó a ella, la agarró por los hombros y la hizo volverse para que la
mirara a la cara.
—Mírame —Rachel obedeció, y Trudy suavizó el tono de su voz al darse cuenta
de que tenía los ojos llenos de lágrimas—. Cariño, sé que cuando viniste aquí no era
precisamente la experiencia lo que te sobraba, pero hasta tú sabes que no es posible
quedarse embarazada por entrar en un servicio público, ni nada parecido.
—Lo sé…
—Entonces…
La tetera empezó a silbar, Rachel la apartó de la cocina y apagó el fuego.
Sostuvo la tetera en el aire mientras miraba a Trudy a los ojos.
—Debe haber sido en un sueño —le dijo.
—¿Un sueño?
—Cuando estuve con gripe te hablé de un sueño que se me había repetido
constantemente durante esos días.
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—¿El sueño blanco?
Rachel le dirigió una irónica sonrisa.
—Sí. El sueño blanco.
Trudy se sentó en la silla.
—De acuerdo. Tenemos que intentar resolver todo este lío.
—¿Te apetece una taza de té?
—Sí, con limón y media…
—Lo sé, con limón y medio paquete de azúcar.
Rachel sacó un par de servilletas y cucharillas que dejó en una mesita y preparó
las tazas de té. Miró después a Trudy sintiéndose un poco más tranquila al saber que
tenía a alguien con quien compartir su problema.
En cuanto estuvieron sentadas una enfrente de otra, y después de dar un primer
sorbo al té, Trudy se inclinó hacia delante y le tomó la mano.
—Ahora, empecemos por el principio.
—No recuerdo el principio, sólo me acuerdo del final.
—Entonces cuéntame el final.
—Debió de ser la noche que me puse enferma. ¿Te acuerdas de esa noche?
—Sí —contestó Trudy—. Viniste conmigo a la fiesta de presentación de un
nuevo perfume. Tenías un buen resfriado.
—Y estaba tomando antibióticos. No debería haber salido, pero tú insististe.
—De modo que es culpa mía.
Rachel sacudió la cabeza.
—No, por supuesto que no. Sólo estaba recordándote que me insististe para que
fuera. Querías que saliera y conociera gente, era posible que pudiera hacer algún
contacto para conseguir trabajo.
—Exacto. Nos quedamos en la fiesta hasta tarde, casi fuimos las últimas en
marcharnos. Recuerdo que había tanta gente en la fiesta que te perdí. Salí
muchísimas veces a buscarte al vestíbulo, pero no te encontré por ninguna parte. Fue
como si hubieras desaparecido.
—Yo no recuerdo nada de eso.
—Al final te encontré sentada en un escalón, con la cabeza apoyada en la
barandilla de la escalera. Te habías quedado dormida. Cuando te desperté, estabas
pálida como el papel y tenías el estómago revuelto. Nos fuimos, llamé a un taxi, te
llevé a tu casa y te metí en la cama. ¿No te acuerdas de nada de eso?
—No, sólo me acuerdo de que fui contigo a la fiesta. Me recuerdo a mí misma
entrando en el vestíbulo y tomando después una especie de ponche.
—El ponche tenía bastante alcohol.
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Rachel se quedó con la mirada perdida.
—Tampoco me acuerdo de eso. Y sobre el resto de la noche no tengo ningún
otro recuerdo.
Trudy le tomó la mano y Rachel advirtió la preocupación que se reflejaba en su
rostro.
—Háblame del sueño —le dijo Trudy.
—Es difícil. Es tan lioso.
—Inténtalo.
Rachel tomó aire y lo soltó lentamente.
—Había un hombre y estábamos…
—Haciendo el amor.
—Sí —contestó Rachel sonrojada.
—¿En la habitación blanca?
—Sí.
—¿Y cuándo tuviste ese sueño por primera vez? —preguntó Trudy.
—Cuando estaba con gripe. Me pasé dos semanas enferma, y durante esos días
el sueño se me repetía constantemente. Después no he vuelto a soñar con eso.
—¿Y cuánto tiempo ha pasado desde entonces?
—Seis semanas.
—¿Y cuánto tiempo se te ha retrasado el período?
—Seis semanas.
—Misterio resuelto.
—Oh, Trudy. No puede ser verdad.
—Cariño, que yo sepa, desapareciste por lo menos durante una hora,
probablemente más. Seguramente te fuiste con alguien. Ahora lo único que tenemos
que averiguar es con quién. Descríbeme al hombre de tus sueños. Quizá eso pueda
servir de ayuda.
—Iba vestido de blanco.
—Un buen dato —repuso Trudy—. Estábamos a mediados de junio. En esa
época del año todos los hombres van vestidos de blanco.
—Era un hombre alto y rubio —se interrumpió—. Y tenía los ojos verdes.
—Ahora ya tenemos algo.
—Estaba fumando. Y sonreía. Tenía arrugas alrededor de los ojos —abrió los
ojos—. Y la voz grave, podría decirse que parecida a la de Rod Stewart. Bueno, ¿se te
ocurre alguien?
—Su boca. Tenía una boca magnífica.
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—¿Qué quieres decir con eso?
—No sé cómo describirla —miró a su amiga y se sonrojó.
—Este no es momento para ser vergonzosa, Rachel, inténtalo.
—Era una boca cálida.
—¿Cálida?
—Sí, cálida.
—Pareces estar recordando más de lo que pensabas.
—Sí, supongo que sí.
—¿Alguna cosa más?
—No se me ocurre nada —se mordió el labio—. Espera, hay algo más. Tenía un
ligero acento, casi no se le notaba. No sé exactamente de dónde, podía ser francés o
inglés.
—O francocanadiense.
—¿Qué? ¿Ya sabes quién es? —le preguntó Rachel excitada.
—No estoy segura. Pero tu descripción me recuerda a alguien que conozco.
—¿A quién? Por el amor de Dios, dímelo Trudy.
—A mi jefe.
—¡No! ¡No puede ser Reid James!
—Sí, es Reid James. La auténtica réplica de Robert Redford.
Rachel se llevó la mano a la boca.
—¡Dios mío! Yo pensaba que había sido un sueño. Trudy bajó la mirada hacia el
estómago de Rachel.
—Pues aparentemente no lo es.
Reid quería que la reunión terminara. Estaba aburrido hasta el agotamiento. No
podía entender por qué aquella gente no exponía de una vez lo que tenía que decir y
se iba. ¿Por que tenían que continuar hablando?
Se llevó la mano a la barbilla y asintió como si estuviera escuchando, esperando
que esa fuera una respuesta indicada. Por supuesto, no sólo era aquella gente la que
lo aburría de una forma infernal. En realidad, lo aburrían todas las personas y los
aspectos de su vida.
A los treinta y cinco años, ya había visto y hecho de todo. Había conseguido
reunir a un conjunto de empresas variadas y levantar un multimillonario
conglomerado en diez años de frenética actividad, que le habían hecho ganarse
tantas críticas como alabanzas.
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Pero estaba cansado. Que se ocuparan otros de los negocios. Él quería
marcharse, tenía ganas de retirarse. Había estado pensando en ello desde la muerte
de su madre, ocurrida tres años atrás. Ya le había demostrado todo lo que tenía que
demostrarle. Y también a su padre, que sólo había sido capaz de reconocer su
existencia después de que ganara su primer millón de dólares.
Aquellos tres años le habían servido para comprender que era mucho más fácil
pensar en marcharse que hacerlo de verdad. Nunca encontraba el momento
oportuno. Siempre había alguna reunión a la que asistir, otra crisis a la que
enfrentarse y otro fuego que apagar.
Pero ya no podía esperar más. Su interés por lo que hacía era nulo. Su faceta de
hombre de negocios estaba acabada.
Necesitaba otra razón para seguir viviendo.
—Perdónenme —dijo Reid, interrumpiendo en medio de una frase a uno de sus
interlocutores. Se levantó y continuó en el silencio que su intervención había
provocado—. Tengo que irme —y se marchó.
Mientras se dirigía hacia la puerta, sentía los ojos de los asistentes a la reunión
en su espalda, pero por supuesto, nadie dijo una sola palabra.
Se dirigió a su despacho a grandes zancadas, aunque realmente no tenía
ninguna prisa por estar allí, deteniéndose por el camino para intercambiar algunas
palabras con los empleados que lo saludaban.
Charlotte Mercier, su secretaria personal, estaba sentada en su escritorio.
Realmente, era ella la que llevaba la oficina; se encargaba de contestar la
correspondencia y firmaba las cartas de Reid en su nombre.
Charlotte levantó la mirada cuando su jefe se acercó a ella, y le entregó una lista
con las llamadas que debía de contestar. Reid le echó un vistazo y le devolvió
algunas para que las despachara ella.
Una de las notas le llamó especialmente la atención.
—¿Cuándo ha llamado Mazelli? —preguntó.
—Hace una media hora, más o menos.
Reid asintió. Tenía mucho interés en Eddy Mazelli. Era un detective privado
que le habían recomendado por ser el mejor en su campo. El problema era que
durante las seis semanas que llevaba trabajando para él, todavía no había tenido
ningún resultado.
Deseaba con todas sus fuerzas poder sacarse aquella noche de la cabeza, pero
no podía. Quizá fuera porque había pasado mucho tiempo desde la última vez que
había estado con una mujer como ella. Mejor dicho, nunca había estado con una
mujer como aquella, ni siquiera la había conocido. Él tiempo que habían pasado
juntos había sido como un sueño. Había estado tan relajada, desinhibida, femenina,
ardiente, sexy, cariñosa… Nunca había esperado encontrar una mujer que reuniera
todas aquellas cualidades.
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Habían hecho el amor, y Reid no podía decir que hubieran hecho algo fuera de
lo normal. No, no había sido el modo de hacer el amor, pero había ocurrido algo
especial entre ellos.
Reid se había perdido en ella. Por supuesto, había leído en alguna parte que
esas cosas sucedían, pero no le había ocurrido con ninguna de las mujeres con las que
se había acostado. Nunca.
Al principio había sentido cierto temor, pero rápidamente había sido sustituido
por un alborozo descontrolado, y después, mucho después, por un sentimiento de
frustración del que le resultaba imposible deshacerse.
Ella había desaparecido. Reid había salido durante unos minutos para ir a
buscar una copa y cuando había vuelto ya no la había encontrado en la cama. Parecía
haberse convertido en humo; como si hubiera sido parte de un sueño.
Pero no había sido un sueño. Su fragancia continuaba impregnada en la
almohada días después. A Reid casi le daba vergüenza recordar que le había pedido
a su ama de llaves que no cambiara las sábanas y sólo había accedido a que lo hiciera
cuando la buena mujer había amenazado con marcharse.
No, todo había sido completamente real. Y desde aquella noche, aquella mujer
consumía sus pensamientos, sus días y sus noches.
—Llame a Mazelli y pásemelo —le dijo a Charlotte, y se dirigió hacia su
despacho.
—Trudy Levin lo está esperando en su despacho —repuso Charlotte, mientras
levantaba el auricular.
—¿Qué quiere?
Charlotte se encogió de hombros.
—No me lo ha dicho. Sólo ha comentado que tenía que verlo. Por lo visto es
algo importante.
—De acuerdo. Ya la veré. Llame a Mazelli —abrió l:i puerta.
—Oh, iba otra mujer con ella.
La voz de Charlotte lo siguió mientras entraba en el despacho. Era una
habitación larga, que ocupaba el mejor cuadrante del último piso del edificio. Era
muy luminosa, y a Reid le gustaba tener todas las cortinas abiertas para que entrara
libremente la luz del sol.
Al oírlo entrar, Trudy se levantó y se volvió hacia él con una sonrisa.
—Hola, Reid.
Reid también sonrió. Aquella joven le gustaba, era una de sus mejores
trabajadoras. Ingeniosa, leal, ambiciosa… Todas las virtudes que a él mismo le
gustaba pensar que tenía.
Reid se acercó a su escritorio.
—Hola Trudy, ¿qué puedo hacer por ti?
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Y entonces reparó en la mujer de pelo oscuro que permanecía de pie en la
esquina de la ventana. Tenía la mano enredada en la cortina mientras admiraba la
vista que desde allí se contemplaba. En ese momento, se volvió y miró a Reid por
encima del hombro.
Al reconocerla, Reid sintió una especie de golpe en el pecho.
—Rachel —suspiró.
Trudy suspiró, suficientemente alto para distraer su atención, aunque solo fuera
por un instante.
—Ya veo —dijo—. No hace falta que os presente.
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Capítulo Dos
—¿Sabe mi nombre?
Raid dio un paso hacia ella.
—Sólo sé que te llamas Rachel, nada más.
Rachel era idéntica a la mujer que Reid recordaba, solo parecía haber cambiado
su humor. La primera vez que la había visto, sonreía despreocupadamente, con una
tranquilidad absoluta. En ese momento estaba nerviosa, tensa. Pero sus ojos eran los
mismos, maravillosamente grises rodeados de una finísima línea más oscura,
haciendo una combinación perfecta con su pelo.
Sonó el intercomunicador y al momento se oyó la voz de Charlotte.
—Mazelli está al teléfono.
Como si temiera que pudiera desaparecer otra vez, Reid mantenía los ojos fijos
en Rachel, mientras se acercaba a su escritorio para descolgar el teléfono.
—No te muevas —le dijo. Tomó el teléfono, contestó y estuvo escuchando en
silencio—. Estupendo, mándeme la cuenta —levantó la mirada hacia Rachel y
después cerró los ojos—. Sí, está bien. Ya no voy a necesitar sus servicios.
Reid colgó el teléfono y se quedó sumido en un silencio sepulcral, mientras
miraba fijamente a Rachel, como si estuviera viendo un fantasma.
Trudy intervino intentando aliviar la tensión.
—Quizá sea mejor que os presente. Rachel Morgan, Reid James.
—Hola —dijo Rachel suavemente.
—¿Hola? ¿Eso es lo único que tienes que decirme después de lo que has hecho?
Rachel se volvió hacia Trudy y después volvió a limar a Reid.
—Yo… No entiendo nada. ¿Qué he hecho?
Reid se quedó boquiabierto.
—Esto es una especie de broma, ¿no?
—No —contestó Rachel, sacudiendo suavemente la cabeza.
—¿Te importaría dejarnos solos un momento? —le pidió entonces Reid a
Trudy.
—No sé si debo. Rachel no está acostumbrada a tus arrebatos, Reid. Y ahora
mismo tienes aspecto de querer matar a alguien.
—Vete y no te preocupes, Trudy. Ya hace años que dejé de asesinar mujeres.
Trudy sacudió la cabeza y le dirigió una sonrisa.
—Insisto en que debería quedarme.
—No, hay ciertas cosas que necesito decir en privado.
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—Creo que sé lo que vas a decir —contestó Trudy.
—¿Lo sabes? —preguntó Reid, arqueando irónicamente una ceja—. Es curioso,
porque yo no tengo ni idea.
Su furia era cada vez mayor. Preocupada, Trudy miró a su amiga, y descubrió
que estaba temblando.
—No te preocupes —le dijo Rachel a Trudy con voz trémula—. Vete, por favor.
Trudy se dirigió hacia la puerta.
—De acuerdo. Pero me quedaré esperándote al otro lado de la puerta. Si me
necesitas, grita —cuando tenía ya la mano en el pomo de la puerta, se volvió hacia
Reid—. Eso va para los dos.
Cuando Trudy salió, Reid rodeó su escritorio y apoyó la mano en el respaldo de
una silla.
—Siéntate —dijo suavemente. Como Rachel no se movió, añadió—. Por favor.
No era una palabra que utilizara a menudo, y no le resultaba fácil pronunciarla,
pero no quería ahuyentar a Rachel por segunda vez. Quizá eso fuera lo que había
hecho después de su primer encuentro. No lo sabía con seguridad, y ahí residía el
problema. Tenía que averiguar quién era Rachel y qué había ocurrido exactamente.
—Por favor —repitió, y aquella vez Rachel obedeció. Se acercó a él y se sentó en
la silla.
Reid se sentó en un sofá frente a ella, lo único que los separaba era una pequeña
mesa de café.
Rachel, que permanecía con las manos tímidamente apoyadas en el regazo, fue
la primera en hablar.
—¿Puede decirme lo que ocurrió aquella noche? —preguntó.
Reid arqueó las cejas extrañado.
—Yo iba a hacerte la misma pregunta.
Rachel sacudió la cabeza.
—No lo sé. Hasta ahora, pensaba que todo había sido un sueño.
—¿Un sueño?
—Sí… Después de aquella noche estuve bastante enferma. Con una gripe
provocada por un extraño virus. El caso es que estaba en muy mal estado. La noche
de la fiesta me desmayé y me temo que no recuerdo demasiadas cosas. Trudy me ha
dicho que usted era el anfitrión.
—Sí. Era la fiesta de presentación de un nuevo perfume. Nos conocimos y
estuvimos hablando —le explicó Reid, escogiendo las palabras con cuidado.
—¿Sí?
¿Realmente pensaba que él podía creer que no recordaba nada de lo ocurrido?,
se preguntó Reid con ironía.
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—Nos fuimos juntos —le explicó Reid. La joven abrió los ojos como platos, se
inclinó hacia delante y lo instó a continuar asintiendo con la cabeza—. Estuvimos
hablando durante un rato. Y terminamos en mi casa. ¿No recuerdas nada de eso?
—No —contestó suavemente—. ¿Qué ocurrió después?
—Después terminaste en mi dormitorio.
Rachel bajó la mirada hacia sus manos. Tenía la sensación de que era imposible
estar más sonrojada.
—Mírame —le pidió Reid, y ella levantó la mirada—. ¿De verdad no te
acuerdas de nada?
—No. Estaba tomando antibióticos y bebí algo con alcohol. El ponche, creo.
—Ese ponche era todo vodka.
—Eso es lo que dice Trudy. No sé si la combinación de los antibióticos con el
alcohol tuvo algo que ver con lo que me pasó, pero el caso es que he olvidado lo que
ocurrió durante el resto de la noche.
—Parecías estar estupendamente —repuso Reid.
—Pero no lo estaba.
—No recuerdas que hiciste el amor.
—No…, sí. Bueno, eso lo recordé después. Pero pensaba que había sido un
sueño.
—¿Y qué te ha hecho cambiar de opinión?
—Ha sucedido algo —contestó en un susurro, y siendo incapaz de disimular su
temblor.
—¿Qué ha pasado?
—Estoy embarazada.
Reid la miró fijamente. Nada podía haberlo impactado más que aquella frase de
Rachel. Pero procuró mantener una expresión neutral, una auténtica hazaña en un
momento en el que el corazón le latía tan violentamente que temía que fueran a
reventársele los botones de la camisa.
—Y has venido aquí para decirme que yo soy el padre.
—No hay otra explicación posible.
—A mí se me ocurren unas cuantas.
Rachel cerró los puños, haciendo un esfuerzo para no perder el control. Era
lógico que Reid no la creyera. ¿Quién no se mostraría escéptico en su lugar?
Pero la creyera o no, aquel hombre tenía derecho a conocer la noticia.
—Sé lo que está pensando.
—No tienes ni la más remota idea de lo que estoy pensando —repuso en un
tono tan fríamente educado que rayaba en el desprecio.
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—Sí, lo sé. Y quiero que sepa que no quiero nada de usted —se levantó—.
Cuando Trudy y yo averiguamos por fin lo que debía haber sucedido, le pedí que me
trajera aquí. Pensaba que tenía derecho a saberlo. Ni más, ni menos —se dirigió hacia
la puerta—. Ya no volveré a molestarle.
—Detente —le ordenó Reid.
—Yo no soy una de sus subalternas, señor James. No tiene por qué darme
órdenes.
—Vuelve —como Rachel no se movía, dijo entre dientes—: Por favor.
Rachel lo miró a los ojos. La intensidad de su mirada la impulsó a obedecer.
—No tengo nada más que decir —le explicó cuando estuvo más cerca de él.
—Bien, pues a mí me gustaría decirte unas cuantas cosas, si no te importa.
—Adelante.
Reid se alejó del sofá y se acercó lentamente al escritorio. Tenía el aspecto
inconfundible de un hombre acostumbrado a salirse siempre con la suya. Abrió una
pitillera de oro y sacó un cigarrillo.
—¿Quieres un cigarro? —le preguntó a Rachel, pero inmediatamente añadió—:
No. Lo olvidaba, no fumas. Intentaste fumarte un cigarro cuando tenías dieciséis
años, pero te pusiste malísima.
Rachel sintió un escalofrío. Por lo visto, le había hablado a Reid sobre ella.
Conocía algunos detalles de su vida, cuando la única información que tenía Rachel
sobre él la había conseguido a través de Trudy o de las noticias que aparecían en los
periódicos. Sólo tenía información de segunda mano.
Sintió una oleada de debilidad que le hizo tambalearse ligeramente.
—Me gustaría sentarme —dijo con un hilo de voz, y se acercó a la silla que
había frente al escritorio de Reid.
—¿Te apetece tomar un café o un té?
—Un té me vendría maravillosamente.
Reid presionó el botón del intercomunicador y le pidió a Charlotte que le
llevara el té.
—No tienes buen aspecto —le dijo a Rachel, con voz preocupada.
—Estoy estupendamente. Sólo un poco mareada —levantó la mirada—.
Supongo que en estas circunstancias es algo normal.
Reid asintió con la cabeza y encendió el cigarrillo. En ese momento entró
Charlotte llevando una taza de té en una bandeja. Había utilizado el servicio de
porcelana China, reservado para los invitados importantes, como dignatarios
extranjeros y personajes de alto rango. Reid miró a su secretaria con una mirada
interrogante, y ella esbozó una sonrisa que indicaba que sabía lo que tenía que saber.
Maldita Trudy. Como no cortara aquello de raíz, la noticia se extendería
rápidamente por todo el edificio.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
—Gracias —dijo Rachel, aceptando la taza de té.
—No tiene por qué darlas —le contestó Charlotte con cariño—. Si necesita algo
más, sólo tienes que llamarme.
—Esto será todo, Charlotte.
Charlotte les dirigió una sonrisa antes de marcharse y Reid hizo un ligero
movimiento de cabeza para advertirle que mantuviera la boca cerrada antes de
volver a prestar atención a la mujer que estaba frente a él.
Intentó conjurar la noche que había pasado con ella, aquella vez desde un punto
de vista más pragmático, sin el ardor y los confusos sentimientos que se apoderaban
de él cada vez que pensaba en Rachel.
El día que la había conocido había sido infernal. A las cinco de la tarde tenía un
terrible dolor de cabeza, y lo último que le apetecía era tener que asistir a la fiesta de
presentación de aquel perfume. Pero había cedido y al final había decidido asistir. El
lugar estaba al límite de su capacidad, y Reid había tenido que recorrerlo varias
veces, estrechando manos y haciendo comentarios amables. La tentación de
marcharse era demasiado grande para combatirla, y estaba a punto de hacerlo
cuando había aparecido Rachel.
Como en una vieja película de amor, la multitud parecía haber desaparecido
mientras sus ojos se encontraban. Sin pensarlo dos veces, Reid había caminado hacia
ella. Rachel le había sonreído, y en ese preciso instante había desaparecido por
completo el dolor de cabeza. Habían empezado a hablar, y Rachel había conseguido
hacerle reír. En mejores circunstancias, no era nada fácil, y aquella noche podría
haber sido considerado un auténtico milagro.
Reid le había preguntado que si le apetecía ir a dar un paseo para tomar un
poco de aire fresco, y ella había aceptado encantada. Moviéndose lentamente entre la
multitud, habían conseguido salir sin que nadie lo advirtiera. Sin proponérselo,
habían terminado cerca de casa de Reid, y éste la había invitado a pasar a tomar una
copa.
Los recuerdos se avivaron cuando vio a Rachel bebiendo el té y mirándolo
sobre el borde de la taza.
Volvieron entonces los confusos sentimientos de aquella noche. A Reid le
resultaba imposible recordar el resto de lo ocurrido sin ellos.
Habían estado hablando como si se conocieran de toda la vida. Cuando Rachel
le había hecho un comentario sobre la decoración, se había ofrecido a hacer un
recorrido con ella por toda la casa, y habían terminado en su dormitorio. Rachel
había empezado a bromear sobre el tamaño de su cama y él le había dicho que la
probara. La joven se había tumbado divertida, deleitándose con la suavidad de las
sábanas de seda.
Entonces habían vuelto a encontrarse sus miradas, y el mismo fuego que lo
había impulsado a acercarse a ella en la fiesta, lo había llevado hasta el borde de la
cama.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
Rachel parecía tan desinhibida que inclinarse hacia ella y besarla le había
parecido la cosa más natural del mundo.
Y desde ese momento había perdido la noción del tiempo y de todo lo que los
rodeaba. Habían hecho el amor tan libremente, con tanta naturalidad como si
hubieran estado haciéndolo durante años.
Esa era la razón de que le resultara imposible olvidar aquel momento.
ella.
Y si había sido algo tan especial para él, también tenía que haberlo sido para
Por eso le resultaba tan difícil creer que lo hubiera olvidado todo.
Todavía no podía saber si aquello era una actuación. Y no podría saberlo hasta
que no tuviera oportunidad de comprobarlo por sí mismo. Pero conocía a Trudy, y
ese era un punto a favor de Rachel. Trudy llevaba mucho tiempo trabajando a su
lado, y confiaba plenamente en ella.
Pero no era la primera vez que le achacaban una paternidad. Cuando tenía
veinte años, le habían hecho responsable de un embarazo, y hasta que no había
podido demostrar que la mujer estaba equivocada y había ganado el caso, se había
visto envuelto en una situación muy complicada.
Desde entonces, se lo pensaba dos veces antes de acostarse con una mujer.
Durante los últimos años, a pesar de que los periódicos se empeñaban en lo
contrario, había habido muy pocas mujeres en su vida. De hecho, la mayor parte de
aquel tiempo la había pasado solo. Y cuando al fin decidía irse a la cama con alguien
era increíblemente cauteloso, casi paranoico, a la hora de utilizar métodos
anticonceptivos. Y también lo había sido con Rachel.
Pero los preservativos no siempre funcionaban. Sus propios padres podían
atestiguarlo. Y por eso se sentía obligado a concederle a Rachel el beneficio de la
duda.
—¿Te encuentras mejor? —le preguntó a Rachel, al verla dejar la taza en la
bandeja.
—Sí, mucho mejor. ¿Qué quería preguntarme?
—Si lo que dices es cierto…
—Lo es.
—Bueno, entonces supongo que debo preguntarte lo que piensas hacer.
—Hay varias opciones —le dijo suavemente.
—¿Y has tomado ya alguna decisión?
—No. Todavía no he decidido nada.
Estuvieron mirándose el uno al otro durante largo tiempo, haciéndose en
silencio montones de preguntas que habían quedado sin respuesta.
—Me gustaría participar en la decisión que tomes.
—¿Así que me cree?
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—No necesariamente.
—¿Entonces por qué molestarse? En cuanto salga de aquí, no tendrá que volver
a verme en su vida.
—Siempre hay alguna posibilidad de que me estés diciendo la verdad —le
dijo—. En ese caso, Rachel, no dudes que me involucraré voluntariamente. Suelo
tomarme mis responsabilidades en serio.
—Yo no soy responsabilidad suya, puedo cuidarme sola.
—Eso ya lo veremos.
—¿Va a investigar mi pasado, señor James? —le preguntó con sarcasmo.
Reid se levantó.
—Desde luego. Y por mí Rachel, creo que podemos prescindir de las
formalidades, ya es un poco tarde para andarnos con tonterías, ¿no crees? Llámame
Reid —la miró a los ojos—. Aquella noche lo hiciste repetidas veces.
A Rachel se le secó la garganta.
—No me acuerdo.
Reid se acercó a ella y apoyó una mano en cada uno de los brazos de la silla.
—Entonces déjame refrescarte la memoria.
Se inclinó para besarla en la boca y Rachel permaneció absolutamente quieta,
sin ofrecer resistencia. Como si fuera lo más natural del mundo, entreabrió los labios
para que Reid introdujera la lengua en su boca y encontrara la suya, dispuestas
ambas a danzar como viejos amantes.
La primera cosa de la que Rachel fue consciente fue del calor. Después de la
fragancia de Reid y de su sabor, y a partir de ahí empezaron a inundarla los
recuerdos. Sintió en el vientre una poderosa punzada de deseo y el calor que Reid le
transmitía llegó hasta los rincones más escondidos de su cuerpo.
El pulso se le aceleró hasta alcanzar una velocidad alarmante. Apoyó la cabeza
contra el respaldo de la silla y Reid continuó profundizando su beso.
Reid se sentía como un alcohólico al que le hubieran negado la bebida durante
mucho tiempo. El corazón y la cabeza le latían al unísono mientras se llenaba de ella.
Rachel gimió, y su gemido vibró en el interior de Reid, en su boca, en su corazón, en
su alma.
Y en ese momento volvió el miedo, que la obligó a liberarla.
Se miraron a los ojos, respirando ambos con dificultad, como si hubieran estado
corriendo.
—Lo siento —dijo Reid suavemente. No sabía por qué, pero aunque no era algo
muy normal en él, tenía la necesidad de disculparse.
—¿Por qué ha hecho eso? —le preguntó Rachel.
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Reid apretó los puños, se dio la vuelta y se alejó un poco de Rachel.
Inmediatamente se volvió para contestar:
—Tenía que comprobar si tu sueño sólo estaba en mi imaginación.
Rachel asintió, sabía lo que quería decir, comprendía su necesidad de
comprobar que lo que habían compartido había sido algo más que un encuentro
casual en una fiesta. Al igual que él, Rachel necesitaba una prueba inmediata y
tangible para tener la seguridad de que lo que había creído un sueño era algo real.
Y el beso se lo había demostrado a los dos.
Reid la había besado, pero ella era consciente de cómo le había besado, de cómo
había respondido a aquel beso. No había sido una respuesta instintiva. Rachel había
entendido desde el momento en el que había rozado sus labios lo que quería de ella y
cómo debía dárselo.
Llamaron a la puerta y Trudy asomó la cabeza.
—¿Estáis bien? —preguntó.
—Sí —contestó Reid, volviéndose hacia su escritorio—. Estamos muy bien.
—¿Puedo entrar?
—Por favor —respondió Rachel.
Miró a Reid para comunicarle en silencio que la conversación había terminado.
Éste pareció responderle que sólo por el momento.
—Si esto ha sido todo… —dijo Rachel, mientras se levantaba.
—¿Puedo llamarte? —le preguntó Reid.
—Yo… Bueno, si quiere puede hacerlo.
—Quiero.
—Iré contigo a casa —dijo Trudy, y después se dirigió a Reid—. Al menos que
me necesites para algo.
Reid sacudió la cabeza.
—No —y acompañó a las dos mujeres a la puerta.
Rachel se volvió hacia él y le tendió la mano sintiéndose ridículamente torpe.
—Adiós.
—Gracias por haber venido —contestó Reid, estrechándole la mano.
Después de que Rachel y Trudy se fueran, Reid permaneció en la puerta con la
mirada perdida. Charlotte lo miró atentamente, esperando que dijera algo, como no
lo hizo, continuó mecanografiando. El sonido de las teclas pareció poner a Reid de
nuevo en funcionamiento.
—Charlotte, vuelve a llamar a Mazelli.
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La visita de Rachel al médico le confirmó lo que ya sabía. Pasó la primera
semana de agosto pensando en las posibles opciones que tenía y llegando a la
conclusión de que no eran tantas como pretendía cuando había hablado con Reid.
Tenía treinta años. No era mayor, pero tampoco era una jovencita. Era la edad
perfecta para asumir la responsabilidad de la maternidad. Si se hubiera casado con
Tom, sería en ese momento cuando habrían empezado a tener familia. Pero no estaba
casada con nadie, y no veía ningún romance en el horizonte.
Cruzó por su cabeza una imagen de Reid y la desechó rápidamente. Reid no
creía en ella y ella no tenía ganas ni fuerzas para intentar convencerlo. Y aunque las
tuviera, Reid James sería el último candidato.
Todavía recordaba letra por letra el artículo que Trudy le había dado, en el que
hablaban de él como del soltero más codiciado de Nueva York. ¡Y aquel hombre
pensaba que ella quería sacarle dinero! ¡Ja! Si hubiera sido de ese tipo de personas,
una sola llamada a la prensa le habría servido para ganar miles de dólares. Pero esa
clase de fama era lo último que quería y necesitaba.
No, no tenía a nadie a su lado, y quisiera o no Reid James participara en la toma
de decisión, era ella la que tenía la última palabra.
Y la última palabra era que quería tener el bebé.
Pero las consecuencias que de ello se derivaban iban a complicarle un poco la
vida. Rachel todavía tenía la mayor parte del dinero que había heredado de su
madre, pero no le duraría mucho si no conseguía un trabajo. Por mucho que le
gustara Nueva York, era una ciudad muy cara para vivir, incluso aunque se acercara
a Reid para conseguir su ayuda.
Y eso era lo último que pretendía. Algo le decía que si se lo permitía había
bastantes posibilidades de que Reid no sólo intentara hacerse cargo de su vida, sino
también de la del niño. Rachel amaba demasiado su independencia para resignarse a
vivir bajo la fama de Reid James, y tampoco quería eso para el bebé, de modo que lo
mejor que podía hacer era volver a Ohio con su padre.
El estómago se le tensó al pensarlo. Su padre había vuelto a casarse sólo dos
meses después de la muerte de su madre y aquella boda había abierto una brecha
entre ellos. Aunque se habían reconciliado y habían quedado en buenos términos,
todavía había cierta tensión entre ellos que hacía que le resultara difícil plantearse
volver a casa.
Se sentó en el borde de la cama y enterró la cabeza en las manos, intentando
olvidar las duras palabras que había cruzado con su padre el día de su segundo
matrimonio. Aquel día había soltado todo el resentimiento que albergaba por la que
a ella le parecía insensible conducta de su padre.
No había podido contenerse. Para su madre, los dos años que habían
antecedido a su muerte habían sido dos años de sufrimiento, y Rachel había sido su
voluntariosa enfermera. Siempre había sabido que el matrimonio de sus padres no
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era el paraíso, pero la enfermedad de su madre había sacado a relucir los peores
aspectos de su progenitor.
Rachel había adorado a su madre y guardado hacia ella una lealtad total hasta
el último momento, incluso seguía adorándola después de su muerte. Pero había
pagado un alto precio por aquella lealtad. La muerte de su madre y el abandono de
Tom eran los dos golpes más fuertes que había recibido en su vida. La gota que había
colmado el vaso había sido que su padre le había presentado a una mujer y le había
dicho que iba a casarse con ella y llevarla a vivir a su casa.
A la casa de su madre.
Rachel no había explotado hasta el día de la boda. Después de una fuerte
discusión, se había marchado de casa y se había ido a vivir con una amiga de la
escuela y su marido hasta que había tenido posibilidades de irse todavía más lejos.
Nueva York había sido un enorme refugio, un lugar en el que perderse y
esconderse. Había conseguido un primer trabajo en la industria textil, como aprendiz
de una diseñadora. Después había encontrado un apartamento, conocido a Trudy, y
había empezado a disfrutar de una vida tranquila por vez primera desde hacía
mucho tiempo.
Una vida que no había tardado mucho en irse a pique. Había perdido su trabajo
por culpa de lo que los directores de la compañía habían llamado «reestructuración
necesaria» y llevaba ya cuatro meses en esa situación.
Así que si lo que quería era tener al niño, lo mejor que podía hacer era volver a
su casa. Eso era lo único de lo que estaba completamente segura.
Sonó el telefonillo y Rachel se levantó de la cama. Trudy le había prometido
pasar por allí después del trabajo para llevarle algo de comida. Aunque Rachel no
tenía ni pizca de hambre, sabía que su amiga le echaría una reprimenda si sabía que
no comía, de modo que había estado de acuerdo. Después de todo, en el estado en el
que se encontraba tenía que comer para dos.
Apretó el botón del telefonillo y puso los cubiertos y las servilletas mientras
esperaba a Trudy, que llegó con una bolsa llena de comida china.
—¿Has comprado todo el restaurante? —le preguntó Rachel con una sonrisa.
—No, sólo lo suficiente para que puedas alimentarte con las sobras. Sé que no
estás cocinando prácticamente nada.
—Eres imposible.
Trudy le palmeó cariñosamente la mejilla mientras dejaba la bolsa en la mesa.
—Pero me quieres de todas formas.
Se sentaron a comer y Trudy le preguntó sonriente:
—¿No crees que nos llevamos muy bien?
—Maravillosamente.
—¿Sabes? Sería magnífico que viviéramos juntas.
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—¿Juntas?
—Sí, estaría bien.
—¿De qué estás hablando?
—De ti y de mí. Podríamos vivir juntas en mi casa.
—Oh, Trudy…
—No habría ningún problema. Yo trabajo durante todo el día, y tú podrías
ayudarme a mantener la casa limpia y todo eso.
—No seas ridícula. Casi no tienes sitio ni para ti.
—Eso no es verdad. Hay una pequeña alcoba que podrías utilizar. Podemos
poner allí la cuna y tú podrías dormir en mi habitación.
—¿Y qué va a pasar con Jake?
—¿Qué tiene que ver él con todo esto?
—Vuestra relación está empezando. ¿Cómo va a encajar Jake en tus planes?
Tres son multitud, y cuando el bebé nazca seremos cuatro.
—¿Y? ¡Vamos, Rachel, podemos hacerlo!
Rachel se inclinó hacia delante y tomó la mano de su amiga, sin intentar
siquiera contener las lágrimas que se escapaban de sus ojos.
—Eres la mejor amiga que he tenido en mi vida. Gracias por ofrecérmelo, pero
no. Ya he pensado lo que tengo que hacer.
—¿Y qué es?
Rachel apartó la mano y bajó la mirada. No contestó inmediatamente, era como
si temiera que al pronunciar lo que a continuación iba a decir ya no pudiera dar
marcha atrás.
—¿Y bien?
Rachel levantó la mirada y miró a su amiga a los ojos.
—Voy a volver a casa.
—No puedes, no soportarás estar allí.
—Ya he llamado a una agencia de viajes.
—¿Pero has llamado a tu padre?
—No. Pero lo llamaré mañana —Trudy la observaba con gesto de
desaprobación—. No tengo alternativa.
—Claro que la tienes.
—¿Sí? Dime qué otras opciones tengo.
—Reid.
Rachel sacudió la cabeza inflexible.
—No.
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—¿Por qué no? Tiene muchísimo dinero. Puede ayudarte, conseguirte trabajo,
ayudarte a establecerte…
—No, ni siquiera voy a pensar en ello. Por ahora no quiero aceptar su dinero.
Quizá lo haga más tarde, cuando el niño tenga que ir al colegio.
—¿Por qué?
Rachel se levantó.
—Porque sería como ponernos a mí y al niño en venta. Estaría obligándolo a
hacerlo. Y eso por no hablar de la publicidad. ¿Te imaginas lo que podrían hacer los
periodistas si se enteraran de todo esto? El soltero más codiciado de Nueva York y
yo. Ya puedo imaginarme los titulares.
—Podrías soportarlo.
—Pero no quiero soportarlo. Quiero tener a mi hijo en paz. No quiero llegar a
ser parte del circo de Reid James. No podría aceptarlo aunque él me lo ofreciera. Y no
lo ha hecho.
—No, pero sé que si…
—¿Si se lo pidiera? Oh, Trudy, ¿te imaginas cómo me sentiría sí tuviera que
hacerlo?
Trudy dejó la mesa, se acercó a Rachel y la abrazó.
—¿Por qué estás siendo tan cabezota? Reid puede hacer algo por ti.
—Me parece que ya ha hecho suficiente, ¿no crees?
—Eso no es justo —repuso Trudy—. Reid es un gran tipo. Un poco brusco,
quizá, pero es lógico si tienes en cuenta su pasado.
—¿Qué ocurre con su pasado?
En ese momento sonó el teléfono. Rachel tomó aire y lo soltó lentamente
mientras iba a levantar el auricular.
—¿Diga?
—¿Rachel? ¿Qué tal estás?
Era Reid. Rachel se sentó en el borde de la cama y le indicó por señas a Trudy
quién era el que llamaba.
—Bien, muy bien.
—Espero que no te importe que te haya llamado. Trudy me dio tu número de
teléfono.
—No, no me importa.
—¡Claro que no! —dijo Trudy en voz alta—. Justo en este momento estábamos
hablando de ti.
Rachel acalló a Trudy con un movimiento de mano.
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—¿Qué puedo hacer por ti? —le preguntó Rachel, decidiéndose a tutearlo, al
igual que lo hacía él.
—Me gustaría verte…, hablar contigo.
Rachel cerró los ojos y apretó los labios con fuerza.
—Ya he tomado una decisión, Reid.
—Y…
—Voy a tener el bebé.
Aunque no tenía ningún sentido, a Rachel le pareció oír un suspiro de alivio.
—Me alegro.
—¿Sí?
—Sí, mucho. ¿Quieres que nos veamos? —preguntó Reid.
—No sé para qué.
—Para hablar conmigo de cómo vamos a llevar esto.
—No tenemos que llevar nada. He decidido volver a mi casa.
—¿A casa?
—A Ohio.
—Oh. ¿Y es una decisión definitiva?
—Sí. Ya lo he arreglado todo para irme —mintió.
Reid se quedó un rato en silencio, y al final dijo.
—Ya veo. Bueno, me imagino que esto es…
—La despedida —terminó Rachel por él.
No se le había ocurrido pensar que pudiera ser tan duro. Realmente, no conocía
de nada a Reid, era un auténtico y extraño, y probablemente nunca volverían a verse.
Al principio, para ella sólo había sido un rostro en un sueño, pero el volver a verlo en
la vida real, había sido, cuando menos, desequilibrante.
Reid era real, y había compartido con él algo muy especial. Sentía hacia él algo
indescriptible.
El nudo que tenía en la garganta era cada vez más doloroso. Rachel no estaba
segura de si iba a poder continuar hablando, así que lo mejor que podía hacer era
poner fin a aquella conversación cuanto antes.
—Tengo que colgar.
—De acuerdo —dijo Reid suavemente, pero como Rachel no colgaba añadió—:
¿Rachel? ¿Todavía estás ahí?
—Sí.
—¿Me avisarás cuando…?
—Sí, por supuesto. Adiós, Reid.
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Colgó y permaneció un buen rato agarrada con fuerza al teléfono.
—Bueno, ya está —dijo Trudy con un tono de desaprobación.
—Sí —contestó Rachel—. Todo ha terminado.
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Capítulo Tres
Pero en lo que a Reid concernía, no todo había terminado. Ni mucho menos.
Rachel Morgan no tenía derecho a creer que podía entrar en su vida, dejar esa
bomba en su regazo y marcharse después como si no hubiera pasado nada.
Después de colgar el auricular, permaneció un buen rato mirando el teléfono.
Se quedó hasta tarde en la oficina, pues no tenía ninguna gana de ir a su casa y
volver al escenario del crimen.
Así que iba a volver a su casa, se dijo con rabia. A Ohio nada menos. Por
supuesto, él no tenía nada contra Ohio. De hecho, tenía muy buenos negocios allí.
Incluso iba por aquel estado de vez en cuando. Pero Ohio no era un lugar en el que
viviría. El estaba allí, en Nueva York, y en esa ciudad quería que estuviera Rachel.
Sobre todo desde que había decidido tener el niño.
Le parecía increíble lo contento que se había puesto cuando se había enterado
de la decisión que había tomado Rachel. Verdaderamente, no sabía lo que habría
hecho si Rachel hubiera optado por otra opción, pero estaba seguro de que habría
hecho algo.
Quería que Rachel estuviera presente en su vida de cualquier forma que ella
deseara, y ése era el quid de la cuestión. Necesitaba inventar una estrategia para
conseguirlo, tenía que trazar algún plan. Afortunadamente, estaba acostumbrado a
hacerlo. Durante toda su vida había estado apuntándose tantos que muchos habían
dado por imposibles, y aquella vez no sería diferente.
La ayudaría a establecerse. Podía conseguirle un apartamento en la zona este,
quizá. Que estuviera cerca del parque para que pudieran llevar allí al niño. Buscaría
una niñera, y también una enfermera. Quería lo mejor para su hijo… o su hija. No le
importaba que fuera niño o niña. Era su hijo. Aunque los informes de Mazelli
llegaran a refutarlo, en el fondo de su corazón sabía que era suyo.
Equivocadamente o no, estuviera bien o mal, Rachel Morgan y Reid James
habían concebido un niño.
Aquella noche se había dado un cúmulo de circunstancias que hacía difícil
pensar en que se tratara de una coincidencia. Algo parecía haberlos unido. Dios, el
destino o las estrellas del universo, pero el caso era que algo mucho más poderoso
que ellos había decretado que debían estar juntos, y su instinto le decía que había
alguna razón para ello.
Reid siempre había confiado en su instinto, incluso cuando la lógica le indicaba
lo contrario o la gente pensaba que estaba haciendo una locura. Y nunca, nunca, se
había equivocado. Aquella vez tampoco lo haría. Rachel y él habían concebido un
hijo, y él tenía intención de ser parte de su vida.
Y eso sólo podía significar una cosa: Rachel no iba a irse a vivir a Ohio. Tenía
que detenerla.
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Debía analizar sus opciones. No la conocía mucho, pero por lo que le había
dicho, acercarse de forma autoritaria no serviría de nada. Habría que recurrir a la
persuasión, y quizá a cierta dosis de realismo y lógica.
Pero Rachel también tenía un lado tierno. Aunque ella no recordara nada de lo
sucedido, él lo recordaba perfectamente.
Reid se llevó el dedo índice a la boca mientras pensaba en el curso que iban a
tomar los acontecimientos. De pronto, sonó el teléfono.
—¿Sí?
—Soy Mazelli. Tengo algo para usted.
—Hable rápido.
—En primer lugar, ya tengo su nombre. Esa mujer ha dejado de ser un misterio.
—Continúe —le pidió, pensando que no podía estar menos de acuerdo con él.
—Tiene treinta años y el pasado típico de una persona de una ciudad pequeña.
Su madre murió hace dos años, estuvo enferma durante mucho tiempo. Rachel fue la
que la atendió hasta el final. Su padre volvió a casarse.
—¿Cuándo?
—Dos meses después de que su esposa muriera.
—Interesante.
—Sí, un auténtico rompecorazones.
—¿Algo más?
—Estuvo comprometida con Tom Walcott. Un vendedor de seguros. Él rompió
el compromiso y se casó con otra mujer. Tiene un niño —Mazelli hizo una pausa—.
Al parecer, la abandonó alrededor de las fechas de la muerte de su madre.
—Otra persona adorable —comentó Reid.
—Se vino después a Nueva York —continuó Mazelli—. Estuvo trabajando para
Modas Forster durante un año y medio y después la despidieron. Actualmente
trabaja de vez en cuando en un restaurante —como Reid continuaba en silencio,
Mazelli añadió—. Esa mujer lo ha tenido que pasar mal.
—Eso parece. ¿Algo más?
—Sólo lo normal, la dirección, el número de teléfono, su situación económica…
Una cosa más. Ha comprado un billete de avión para Ohio.
—¿Para cuándo?
—Para el último viernes de agosto.
Reid marcó el calendario que tenía encima del escritorio.
—Gracias, Mazelli.
—Llámeme cuando quiera.
—Lo haré.
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Reid colgó el teléfono y se quedó mirando fijamente la dirección que había
escrito en el bloc que tenía encima del escritorio. Arrancó la hoja de papel, la dobló y
se la metió en el bolsillo de la camisa. Agarró la chaqueta del respaldo de la silla, se la
puso y se enderezó inconscientemente la corbata mientras se dirigía hacia la puerta.
Rachel se iba a finales de mes. Eso no le dejaba mucho tiempo. Pero él estaba
acostumbrado a trabajar bajo presión, y de hecho no había nada que lo incentivara
más.
Le dejó una nota a Charlotte indicándole que no iría al día siguiente, y que era
posible que faltara a la oficina otro día más. Lo invadió una deliciosa sensación de
regocijo al darse cuenta de que por fin había encontrado lo que había estado
buscando: una buena razón para olvidarse de los negocios, un nuevo desafío.
Ya tenía nuevas razones para vivir. El bebé… y Rachel.
Todo estaba empaquetado. Rachel revisó las escasas cajas que había en la casa y
se deprimió todavía más de lo que ya estaba. Cuando había llegado por vez primera
a Nueva York había alquilado un mobiliario funcional y barato que pudiera servirle
durante algún tiempo. Pero al final el alquiler había durado más tiempo del que en
principio pretendía y nunca había tenido oportunidad de comprar nada de valor.
La agencia que le había alquilado los muebles se los había llevado ya, dejando
solamente las cajas con sus objetos personales. Y allí estaba ella, sentada en una caja
en medio de un apartamento vacío, esperando que llegaran los encargados de la
mudanza. Había pensado pasar la última noche en Nueva York con Trudy, pero
había tenido que adelantar la fecha de partida. Iba a tener que marcharse esa misma
mañana para poder acoplarse a los horarios de su padre. De modo que ella y Trudy
habían compartido una llorosa despedida telefónica esa misma mañana.
Más que a cualquier otra cosa, Rachel iba a echar de menos a su amiga. Trudy
representaba lo mejor de aquella ciudad que Rachel había llegado a considerar suya.
No habría podido sobrevivir sin ella. Sonrió al recordar las últimas palabras de su
amiga: «No lo olvides. Aquí siempre tendrás una casa».
Pero sabía que nunca volvería, ni siquiera de visita. No sería capaz de
soportarlo. Se le encogió el estómago al darse cuenta de que al cabo de unas horas
estaría otra vez en casa de su padre.
Era curioso que durante los dos años que había estado lejos, hubiera dejado de
considerar suya o de su madre la casa en la que había crecido y hubiera llegado a
convertirla en la casa de su padre y su esposa.
Había sido muy difícil decidirse a llamar.
Rachel sacudió la cabeza para salir de su ensimismamiento y miró el reloj.
Todavía le quedaba algún tiempo, pero no mucho. Tampoco importaba, si los
encargados de la mudanza no llegaban antes de que ella se fuera, el portero se
encargaría de recibirlos.
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En ese momento sonó el telefonillo. Con un suspiro de alivio, se levantó a abrir
y dejó la puerta de la casa abierta para que entraran. Dio una última vuelta por el
estudio para comprobar que no había dejado nada sin embalar. Estaba inclinada
encima de una caja cuando llamaron a la puerta.
—Entren. Ya está todo listo.
—¿Rachel?
Rachel volvió la cabeza al oír aquella voz. Reid estaba en el marco de la puerta,
vestido con unos vaqueros y una camisa azul de manga corta.
—¡Reid! ¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Puedo entrar?
—Sí, por supuesto —se enderezó y se pasó la mano por el pelo—. Ha sido un
día muy movido —le dijo con una tímida sonrisa.
—Ya lo veo —cerró la puerta tras él y avanzó—. Al parecer he llegado en el
momento crucial.
—¿En el momento crucial para qué?
—Para convencerte de que no te vayas.
Cuando Trudy le había llamado para advertirle que Rachel iba a irse ese mismo
día en vez del viernes, como había planeado en un principio, Reid se había vestido
rápidamente y había pedido su coche. Aunque sabía que si no la encontraba podría
seguirla hasta Ohio, el sentido común le decía que tendría más oportunidades de
convencerla si hablaba con ella antes de que se subiera al avión. Una vez que
estuviera en su casa, sería mucho más difícil hacerla volver.
Más difícil, pero no imposible.
Rachel sonrió.
—Me temo que ya es demasiado tarde. Mi avión sale dentro de dos horas.
—El avión puede irse sin ti, Rachel.
—Pero no va a hacerlo.
—Me gustaría que, por lo menos, me escucharas antes de marcharte.
Rachel cerró los ojos.
—Por favor, no me hagas esto Reid. Ya te dije por teléfono todo lo que tenía que
decirte. Esto ya es suficientemente difícil para que además vengas a plantearme
problemas en el último momento.
—Quizá el hecho de que te resulte difícil quiera decir algo.
—¿Cómo qué?
—Como que no deberías irte.
Rachel sacudió la cabeza.
—No tengo otra opción.
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—Sí la tienes. Pero has decidido no utilizarla.
—Te refieres a ti.
—Sí.
—Pues no, no quiero utilizarla.
—¿Por qué?
—Porque no quiero nada tuyo. No estoy… El bebé no está en venta.
—Nunca he pretendido nada parecido. Pero hay otras formas de hacerlo,
Rachel. No te estoy ofreciendo dinero, sino ayuda. Así que no hace falta que vuelvas
con tu padre con el rabo entre las piernas.
—¿Qué sabes tú de todo eso?
—No sé nada, sólo me lo imagino.
—Has estado investigándome, ¿verdad?
—Sí, lo he hecho. Para ti las cosas no han sido nada fáciles, ¿verdad, Rachel?
Rachel sintió un nudo en la garganta, y tuvo que hacer un enorme esfuerzo para
contener las lágrimas.
—¿Por qué me estás haciendo esto? —le preguntó a Reid.
—Porque quiero que te quedes.
—Lo que quieres decir es que quieres al niño.
—Algo parecido.
—No a mí.
Reid apretó los labios y la miró a los ojos. Todavía estaban flotando aquellas
palabras en el aire cuando volvió a sonar el telefonillo.
—Ya están aquí los de la mudanza —pasó por delante de Reid para ir a abrirles
el portal.
—Cancela la cita.
—No puedo.
—Claro que puedes.
—No.
Reid se acercó a ella y la agarró por los hombros.
—Dame una oportunidad para hablar contigo fuera de aquí.
—El avión…
—De acuerdo. Tengo el coche abajo. Te llevaré al aeropuerto. Si no he sido
capaz de convencerte antes de que salga el avión, me encargaré personalmente de
que te lleven todo esto a Ohio.
—¿Por qué estás haciendo todo esto?
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Audra Adams – Encuentro amoroso
—Se nos está acabando el tiempo, Rachel. Sólo tengo estas dos horas para
convencerte de que te quedes. Concédeme por lo menos eso, ¿de acuerdo?
En ese momento llamaron a la puerta, librándola de responder.
Reid miró a Rachel a los ojos, le hizo ponerse á un lado de la puerta y la abrió.
Como no protestó, Reid decidió tomar su silencio por consentimiento.
—Ya no les necesitamos —le dijo al hombre que estaba esperando en el
vestíbulo.
—¿Qué? Nos han llamado para que viniéramos a recoger…
—Sí, pero esa llamada ha sido cancelada —contestó Reid. Sacó la billetera y le
entregó un billete—. Por las molestias causadas.
El hombre miró el billete y después a Reid.
—Usted sabrá lo que quiere —se volvió y se dirigió hacia el ascensor hablando
consigo mismo.
Reid cerró la puerta y miró a Rachel.
—Ya está hecho —dijo la joven—. Si se las hubieran llevado hoy, las cajas iban a
tardar una semana en llegar a Ohio. Ahora quién sabe cuándo volveré a verlas.
—Te prometo que las tendrás en menos de una semana, aunque tenga que
alquilar una furgoneta y llevártelas yo mismo.
Rachel desvió la mirada, incapaz de resistir la intensidad de la de Reid. Parecía
estar viendo mucho más de lo que ella estaba mostrando a sus ojos. Parecía estar
viendo cosas que Rachel ni siquiera se había reconocido a sí misma.
No se había dado cuenta de lo frágil que era hasta que había aparecido Reid.
Hasta ese momento pensaba que estaba llevándolo todo perfectamente. La llamada a
su padre había salido estupendamente, con Sally había sido capaz de hablar de forma
amistosa, y en la voz de su padre se adivinaba una calurosa bienvenida.
Pensaba que ya se había reconciliado con la decisión de volver a casa. Incluso se
había convencido a sí misma de que sería divertido volver a estar en su antigua
habitación.
Pero no contaba con que aparecería Reid y conseguiría desenterrar todas las
reservas que se había esforzado en ocultar con tanto esmero.
—Tengo que irme —dijo, sintiéndose repentinamente atrapada.
Reid levantó las dos maletas de Rachel.
—Te llevaré al aeropuerto.
La joven asintió, lo siguió hasta la puerta, salió y miró la llave que tenía en la
mano. Estaba a punto de metérsela en el bolsillo cuando cambió de opinión.
—Toma —le dijo a Reid—. Quédatela. La necesitarás para venir a por mis cosas.
—Me la quedaré, pero no la voy a necesitar.
—Pareces estar muy seguro de que vas a salirte con la tuya.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
Reid apoyó la mano en su espalda y la condujo hacia el ascensor.
—Siempre lo hago.
—Esta vez no lo vas a conseguir.
Reid se inclinó hacia ella; sus rostros estaban tan cerca que la joven podía contar
todas las arrugas que surcaban sus ojos.
—Rachel, no seas ingenua. Esta vez estoy dispuesto a conseguirlo sea como sea.
Salieron fuera del edificio, donde les estaba esperando un chófer en la limosina
de Reid. Mientras se dirigían al aeropuerto de La Guardia, Rachel estudió a Reid por
el rabillo del ojo. Ya llevaban cerca de quince minutos en el coche y todavía no había
dicho una sola palabra.
Por lo que sabía sobre él, era una persona que lo tenía todo. Era rico, atractivo,
inteligente, y a pesar de sus sospechas iniciales, respetuoso. Los periódicos y las
revistas daban cuenta de todas las mujeres con las que salía, sin dejar nunca de
mencionar que no parecía tener el menor interés por continuar su relación con
ninguna de ellas.
Rachel se puso a mirar por la ventanilla. No debería haberle dicho lo del bebé,
se dijo, aunque cuando lo había hecho en lo que había pensado era en que Reid tenía
derecho a saberlo. Pero en ningún momento se le había ocurrido pensar que pudiera
querer involucrarse de ninguna manera en su futuro.
Reid tenía fama de ser un hombre frío y distante en sus relaciones. Trudy le
había dicho que posiblemente eso tenía que ver con el hecho de que hubiera sido un
hijo ilegítimo y hubiera crecido en un orfanato, y probablemente su amiga tenía
razón. Todo indicaba que Reid debía de haber sido siempre un solitario, una persona
que evitaba los compromisos y se crecía con los desafíos, más que con los éxitos.
El bebé era su último reto, pero Rachel estaba convencida de que le iba hacer
una oferta económica que ella rechazaría, y así conseguiría que Reid saliera
definitivamente de su vida. Pero ése no había sido el caso. Incluso a Trudy, que creía
conocerlo tan bien, había conseguido convencerla con aquella persecución
implacable.
¿Qué querría aquel hombre de ella?
Rachel no podía permitirse tener ningún tipo de relación con él. Presentía que
sería su ruina. Pero había algo que la seducía de él, algo que parecía llamarla con
fuerza. Cuando estaba cerca de Reid, se sentía como hechizaba. Actuaba de forma
diferente, era como si perdiera el control de sus sentidos. Reid podía ser encantador,
y también muy convincente. Posiblemente, ese fuera el motivo que la había
impulsado a irse con él el día de la fiesta. Con alcohol o sin él, tenía que reconocer
que era extremadamente sensible a sus encantos.
Eso significaba que Reid podía llegar a hacerle mucho daño, y Rachel ya había
sufrido demasiado durante los últimos años. Sabía que tenía que luchar contra
aquella atracción con cada fibra de su ser, porque si no lo hacía, no iba a poder
soportar el dolor de las heridas. Y aquella vez no estaba sola, tenía que cuidar
también del bebé.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
—¿Por qué crees que ha pasado todo esto? —le preguntó de pronto Reid.
—No sé. Supongo que ha sido un error…
—No, no utilices esa palabra. Hay muchas razones para explicarlo, pero no
podemos hablar de un error.
—De acuerdo, no ha sido un error. ¿Entonces qué ha sido?
—He estado pensando mucho en ello, le he dado vueltas una y otra vez, pero la
respuesta siempre es la misma.
—¿Y cuál es?
—Que quizá fuera necesario que ocurriera.
—¿Te refieres al bebé?
—Sí. Pero a ti también, y a mí.
—¿De verdad lo crees, Reid? Yo no.
—Entonces dime por qué piensas que nos ha ocurrido todo esto.
—No sé —se encogió de hombros—. Esas cosas pasan. No es la primera vez que
ocurre. Supongo que ha sido un accidente.
—No, no pudo ser un accidente. Me puse un preservativo.
—¿Sí?
—Sí.
—Entonces no me sorprende que al principio te costara creerme.
—Pero ahora te creo.
—¿Por qué? ¿Porque has descubierto lo aburrida que es mi vida?
—No. Había cambiado de opinión antes de conocerte. Lo sentía en el corazón.
—¿Y para ti eso es suficiente?
—Si me conocieras, sabrías que es lo único que necesito para juzgar algo.
—Pero no te conozco en absoluto.
Los ojos de Reid resplandecieron como esmeraldas.
—Ya sabes lo más importante sobre mí.
—¿Y qué es? —preguntó Rachel, que empezaba a encontrar divertidas aquellas
frases enigmáticas.
—Que quiero que tú y el niño forméis parte de mi vida. Y que haré todo lo que
esté en mi poder para conseguirlo.
—¿Aunque yo no quiera?
—Ah, pero esa es la pregunta más importante. ¿Te has preguntado a ti misma
lo que quieres, Rachel?
—Sí, lo sé. Quiero quedarme sola, viendo nacer y crecer a mi hijo.
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—¿Y volver a casa, a vivir con tu padre y su esposa?
—De acuerdo, no voy a estar sola, pero es lo único sensato que puedo hacer.
—Mi opción es más sensata.
—Es una opción buena para ti, pero no para mí.
—Puede ser buena para los dos. Pero sobre todo, es la mejor para el niño. Dos
padres son mejor que uno.
—Las mujeres siempre han criado solas a sus hijos, Reid.
—Pero eso no quiere decir que esté bien.
—¿Entonces qué sugieres? —le preguntó Rachel, mirándolo a los ojos—.
¿Instalarme en un apartamento? ¿Conseguirme una niñera para el bebé?
—Al principio era eso lo que pensaba, pero ya no.
—¿Entonces?
—Tengo una casa en Connecticut. Nunca la he utilizado, no había vuelto allí
desde hacía años. La verdad es que no había vuelto a acordarme de ella hasta que me
la recordó Charlotte. Por cierto, creo que no sabes que tienes una ferviente
admiradora en ella.
—Es una mujer muy amable.
—Sí, y también muy sensata. En cualquier caso, en cuanto me comentó lo de la
casa empecé a pensar que sería un lugar mucho más adecuado para un niño que un
apartamento en Manhattan —la miró—. Creo que te gustaría.
Reid paró el coche en el aeropuerto, y Rachel se quedó mirándolo fijamente. Sin
decir nada, Reid salió, le abrió la puerta y la agarró de la muñeca para ayudarla a
salir.
—¿Qué te parece?
—Es una oferta muy generosa, Reid, pero no, creo que no funcionaría.
—¿Por qué no?
—No puedo aceptar la caridad de nadie —contestó con gesto desafiante,
después de habérselo pensado durante algunos segundos.
Reid la miró con expresión sombría.
—Lo que quieres decir es que no estás dispuesta a aceptar mi caridad.
Rachel sacudió la cabeza. Estaban ya en uno de los mostradores del vestíbulo
do salidas.
—No voy a vivir de la caridad de nadie. Voy a volver a mi casa con mi padre.
—Con tu padre y su espesa.
Rachel lo miro horrorizada. Aquel hombre lo sabía todo sobre ella.
—Sí, con mi padre y su esposa.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
Rachel le enseñó a uno de los encargados del aeropuerto su billete, y esperó
hasta que facturó su equipaje y le entregó los tickets correspondientes.
Reid se pasó la mano por el pelo. Nunca había conocido a una mujer tan
exasperante. ¿Qué demonios le pasaba? ¿No entendía que lo que le proponía era lo
mejor para ellos y para el niño? ¿Cómo podía querer volver a una casa en la que iba a
encontrarse con una situación imposible para ella? Pero no iba a darse por vencido.
Rachel se volvió y le tendió la mano.
—Gracias Reid por el viaje y por la oferta, pero tengo que irme.
Reid le estrechó la mano, pero no la dejó marcharse.
—Todavía no he terminado.
—Claro que has terminado —respondió Rachel y se dirigió rápidamente hacia
la puerta de entrada de la terminal.
Reid alcanzó a Rachel cuando estaba a punto de atravesar el detector de
metales. Adelantó sin ninguna contemplación a un montón de gente que había detrás
de ella y la agarró del brazo.
—Reid… —empezó a decir la joven cuando se volvió.
—Lo sé. No te lo he explicado demasiado bien. Lo que estoy intentando decirte
es que la casa es suficientemente grande para que la compartamos cómodamente.
Quiero estar cerca de ti para ver crecer a ese niño, Rachel. No quiero mandarte un
cheque por correo una vez al mes y verlo únicamente los fines de semana.
—¿Qué estás diciendo, Reid? ¿Que quieres vivir conmigo y con el niño?
—De alguna manera, sí.
—¿De qué manera?
—De cualquiera que tú me lo permitas.
—Espero que no estés pensando que puedo llegar a convertirme en la amante
de un millonario.
—No quiero que seas mi amante, Rachel. Lo que estoy diciendo es que no
quiero que me haga falta concertar una cita para ver a mi hijo. Quiero estar siempre a
su lado y sólo hay una forma aceptable de hacerlo.
—¿Y cuál es?
—Lo que quiero, Rachel, es que seas mi esposa.
Rachel se quedó boquiabierta.
—Estás completamente loco.
Los murmullos de la gente que esperaba detrás de ellos eran cada vez más altos
e insistentes, pero la joven los ignoró mientras se dirigía a su puerta de embarque,
seguida por Reid.
—No estoy loco. Sé exactamente lo que estoy haciendo.
La joven lo miró por encima del hombro.
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—¿De verdad?
—Sí.
Rachel se detuvo.
—Entonces dime por qué quieres casarte conmigo.
—Porque eso resolverá nuestros problemas.
—Querrás decir que eso solucionará tus problemas, no los míos.
—¿En quién estás pensando, Rachel? ¿En ti o en el niño?
—En ambos. Estoy dispuesta a sacrificarme por mi hijo, pero no a sacrificar
totalmente mi vida y mis sentimientos. Si yo no soy feliz, el niño tampoco lo será.
—¿Y crees que serías desgraciada si te casaras conmigo?
Rachel soltó una carcajada y asintió.
—Sí, lo sé. No nos conocemos, Reid, pertenecemos a mundos completamente
diferentes. Yo nunca encajaría en el tuyo. Es posible que no estés haciendo esto por
egoísmo, pero créeme, ese niño es mucho más importante para mí que cualquier
mísero acuerdo.
—Esto no tiene nada que ver con el egoísmo.
—Reid, por favor, déjalo. No quiero vivir contigo. No quiero casarme contigo.
Me siento halagada, de verdad, pero sé que no funcionaría. Ni siquiera nos
conocemos. Siento desilusionarte, pero no puedes hacer nada para evitar que me
vaya.
Rachel se volvió para que Reid no pudiera ver sus ojos llenos de lágrimas. Reid
era tan fuerte, tan apremiante… Estaba acostumbrado a salirse siempre con la suya.
¡Hasta había sido capaz de proponerle que se casaran! Aunque en el fondo, Rachel
estaba convencida de que no se casaría con ella por nada del mundo. No podía, no
debía dejarse atrapar por él.
Reid la agarró del brazo cuando el asistente de vuelo la urgió a caminar.
—Rachel, dame otra oportunidad.
—No, piensa en ello, Reid, y pregúntate a ti mismo si me ofrecerías matrimonio
si no estuviera embarazada —Reid abrió la boca para contestar, pero Rachel se lo
impidió—. No, piensa primero en lo que te he preguntado. Y piensa también en otra
cosa: lo que ocurrió entre nosotros fue un error. Tienes que aceptarlo.
Se liberó de la mano de Reid y casi corrió hacia la entrada del avión.
Reid permaneció de espaldas al avión mientras se cerraba la puerta. Caminó
después hacia el enorme ventanal y observó cómo parpadeaban las luces del aparato
mientras se alejaba de la terminal.
No podía aceptarlo. No tenía ninguna necesidad de pensar sobre ello. Reid no
creía en los errores. Desde que podía recordar, siempre le habían estado repitiendo
que él era un error. No lo había aceptado nunca y no iba a empezar a hacerlo ahora,
pensó.
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No, Rachel estaba equivocada. Aquello no había sido un error. Reid James
nunca lo permitiría.
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Capítulo Cuatro
Rachel se sentó a la mesa, enfrente de una sonriente Sally.
—¿Qué piensas hacer mañana, Rachel? —le preguntó Sally, mientras le pasaba
una fuente de judías.
—Será mejor que empieces a buscar trabajo —contestó Al Morgan, antes de que
ella pudiera responder.
—Pensaba hacerlo, papá.
—No es tan fácil como tú te crees —continuó Al—. Aquí hay más desempleo
que en la ciudad. No creas que vas a encontrar lo que quieres nada más llegar.
—Algo encontraré.
—Eso espero.
—Estoy seguro de que lo encontrará —repuso Sally, palmeando la mano a su
esposo.
Ambos intercambiaron una mirada y sonrieron a Rachel. La sonrisa de su padre
era algo extraña; quizá lo fuera la de los dos. Rachel se dijo a sí misma que eso era lo
preocupante. Antes de volver a casa, sabía que iba a ser difícil para todos, pero
llevaba menos de una semana y ya tenía los nervios destrozados.
Durante su estancia en Nueva York, había olvidado cuánto le gustaba discutir a
su padre, discutir era parte integrante de su personalidad. Siempre tenía algo que
decir sobre cualquier tema, y siempre pretendía tener la última palabra. Guando la
madre de Rachel estaba sana, había sido capaz de contenerlo, y durante el tiempo
que había estado enferma, su padre prácticamente había abandonado a las dos
mujeres de su vida.
Así que en realidad Rachel casi no había tenido que tratar con él durante los
últimos años, y desde que había vuelto a casa, los recuerdos más difíciles de su
infancia parecían haber resucitado de nuevo.
Estaba pensando en ello cuando sintió una nausea que le hizo dejar el tenedor
en el plato.
—¿No vas a comer nada más? —le preguntó Sally.
—No, gracias. No tengo mucho apetito.
—No has comido casi nada, y estás en los huesos.
—En eso se parece a mí.
Rachel arrastró la silla hacia atrás y se disculpó.
—Creo que voy a darme una ducha —se levantó.
—No gastes todo el agua caliente —fue lo último que le dijo su padre antes de
que dejara la habitación.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
Rachel se agarró a la barandilla de la escalera y cerró los ojos con fuerza.
Aquello iba a ser más duro de lo que pensaba. Los días que había pasado en su casa
le habían parecido semanas, anhelaba la tranquilidad y la intimidad de su pequeño
apartamento. Había procurado mantenerse al margen de la vida de su padre y de
Sally, pero la casa era pequeña, y se oía todo en todas las habitaciones. Una noche,
los había estado oyendo susurrar en el vestíbulo, y no hacía falta ser un genio para
saber que estaban hablando de ella.
Y eso que todavía no les había contado nada.
Ellos tenían la impresión de que había vuelto a casa porque había perdido su
trabajo, y hasta entonces, Rachel les había dejado que así lo creyeran. Pensaba
haberles dado la noticia sobre el bebé nada más llegar, pero la bienvenida de su
padre había sido tan cariñosa que no había querido hacer ni decir nada que pudiera
estropearla.
Desde entonces, no había encontrado el momento ideal para decírselo, aunque
el día anterior, mientras estaba ayudando a Sally con la lavadora, ésta había
mostrado su buena voluntad, entablando con ella una pequeña conversación «de
mujeres», y había estado a punto de decírselo, pero justo cuando se disponía a
hacerlo había sonado el teléfono.
Sorprendentemente, a Rachel le gustaba Sally. No se lo esperaba. De hecho,
esperaba que le disgustara profundamente la mujer que había ocupado el lugar de su
madre. Pero Sally era una persona dulce, sin ninguna malicia. Había hecho todo lo
posible para que Rachel se sintiera en su casa.
Pero por mucho que Sally lo intentara, ella se sentía como una intrusa. La casa
había cambiado mucho, y en los dos años que llevaba fuera de ella, la vida de Rachel
también había experimentado muchos cambios. Se había hecho más independiente y
había aprendido a aceptarse mucho más de lo que se aceptaba antes de vivir sola.
Rachel subió lentamente la escalera, recogió su bata y su ropa interior y se
metió en el baño. Cerró la puerta con cerrojo, abrió la ducha y se miró en el espejo
mientras se desnudaba.
Su cuerpo no había cambiado todavía, pero ella sentía que pronto lo haría. Sus
senos estaban más llenos, más sensibles, y la suave curva de su vientre no descendía
cuando soltaba la respiración. Se abrazó a sí misma, dejando que el vapor la rodeara
como si se hubiera convertido en los brazos de un amante.
Inmediatamente apareció el rostro de Reid en su mente.
Pensaba continuamente en él, y ninguno de sus argumentos conseguía
ahuyentar los sentimientos que habían nacido en su interior hacia él durante el corto
período de tiempo que habían pasado juntos. Rachel había intentado sacarse a Reid
de la cabeza, pero su corazón no se lo permitía.
A veces se encontraba a sí misma deseando saber de él algo más que los pocos
datos que aparecían en un artículo que le había dado Trudy. En él se explicaba su
escalada a la cima del mundo de los negocios, pero no se decía nada del hombre, de
lo que pensaba y lo que encerraba en el interior de su alma.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
Eso era lo que le intrigaba a Rachel. La persona que se ocultaba tras su fachada
de hombre público y que en un impulso había sido capaz de pedirle que se casara
con él para conseguir lo que quería.
Rachel había tenido tiempo de pensar en su propuesta. ¿Qué habría pasado si
hubiera aceptado? Probablemente se hubiera desmayado, o quizá le hubiera seguido
el juego hasta que hubiera conseguido tenerla atrapada en Nueva York. A Rachel le
resultaba imposible creer que hubiera hablado en serio.
Una llamada a la puerta la sacó de su ensueño.
—¿Te falta mucho, hija?
—No papá.
Se metió en la ducha, se duchó y se secó en un tiempo récord. Se envolvió
después en una toalla, agarró su ropa interior y abrió la puerta. Su padre estaba
esperando fuera.
—Perdón —le dijo, y se fue corriendo a su habitación.
Cerró la puerta, se sentó al borde de la cama y se secó el pelo con una toalla. Por
la ventana entraba una ligera brisa, y volvió la cara hacia ella. Se quitó la toalla y
permaneció durante un buen rato allí sentada, con la mirada perdida en los rayos del
sol que se filtraban entre las hojas de los árboles. Aunque a las siete de la tarde
todavía había luz, los primeros días de septiembre anunciaban ya la despedida del
verano.
Llegaban hasta Rachel los sonidos de la calle: el zumbido lejano de un
cortacéspedes, los gritos de los niños jugando al escondite, el murmullo de los
vecinos, que continuaban la sobremesa en el jardín… Todos ellos contribuyeron a
hacerle pensar que la perspectiva de pasar la noche con un libro en la cama no era
muy apetecible.
Aguzó el oído y oyó a su padre y a Sally murmurando algo y tomó, casi de
forma inconsciente, una decisión. Tenía que alejarse de allí, aunque sólo lucra para ir
a dar un paseo por los alrededores. Se quitó la bata, se puso la ropa interior y buscó
una blusa azul y una falda vaquera en el armario.
Mientras salía de su habitación, se preguntó si debería decirle a su padre que
iba a salir, pero decidió que no iba estar tanto tiempo fuera como para tener que
avisar. Como si fuera un ladrón escondiéndose en la noche, bajó las escaleras de
puntillas y abrió la puerta principal de la casa sin hacer ruido.
Fuera hacía más frío del que esperaba. Se dijo que lo más inteligente sería
volver a por un jersey, pero inteligente o no, no le apetecía nada volver, así que
prefería pasar frío y sentirse libre, aunque sólo fuera durante un rato.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había conducido un
vehículo tan incómodo como aquella furgoneta. Reid se movió en su asiento,
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intentando encontrar una postura mejor, pero por mucho que lo intentara, era
prácticamente imposible estar cómodo. Estaba destrozado.
Los camiones con los que se encontraba lo adelantaban zumbando, y Reid se
tenía que aferrar con fuerza al volante para que no temblara la camioneta. Por culpa
de uno de esos adelantamientos, estuvo a punto de perder un desvío. Soltó una
retahíla de obscenidades, decidió tomar la vida en sus manos y atravesó dos carriles
para encontrar la salida.
Cuando lo consiguió, soltó un suspiro de alivio. Ni siquiera quería pensar en lo
que habría pasado si lo hubiera perdido. Llevaba el mapa abierto en el regazo. Se
había trazado en él minuciosamente el camino que podía llevarlo a la ciudad de
Rachel. Suponía que una vez, allí encontrar su casa sería sencillo. Al fin y al cabo,
¿qué tamaño podría tener aquella ciudad de Ohio?
Pronto descubrió que era bastante grande. Antes de empezar a buscarla, se
obligó a sí mismo a tomar un descanso y se inscribió en un motel que había al otro
lado de la carretera. Pasara lo que pasara con Rachel, no estaba dispuesto a viajar
más aquella noche.
Después de refrescarse, se metió la llave de su habitación en el bolsillo y volvió
a la furgoneta. Se estaba haciendo tarde, sólo quedarían ya una o dos horas de luz. Le
tentó la posibilidad de ir a preguntar a una gasolinera que había cerca de allí, pero al
final decidió fiarse una vez más de su instinto, antes que preguntar la dirección.
A veces, lo sorprendía a sí mismo su propia tenacidad. El primer sentimiento
que lo había asaltado cuando se había ido Rachel había sido el enfado. ¿Quién se
creía aquella mujer que era? Pero había conseguido controlar ese impulso de furia,
consciente de que era inútil socavar de aquella forma sus energías. Era mucho mejor
utilizarlas para conseguir lo que quería.
De modo que había vuelto a la ciudad y había alquilado una furgoneta, había
cargado todas las pertenencias de Rachel, se había comprado un mapa y se había
puesto rumbo a Ohio. Podía haberle pedido a alguien que se ocupara de ello, o tal
vez haberle ordenado a su chófer que se encargara del envío mientras él iba en avión
a Ohio. Pero era algo que quería hacer personalmente.
En realidad, en lo que a él concernía, aquel viaje era una farsa, una excusa para
volver a ver a Rachel y hablar con ella. Aquella vez se lo explicaría mejor, y
conseguiría que Rachel respondiera como esperaba.
Había pensado mucho en ella desde que se había ido de Nueva York, y en
algún momento, la había llegado a convertir en su imaginación en una persona
diferente. Ya no era la mujer deseable que había conocido en la fiesta, ni una taimada
caza fortunas, ni la mejor amiga de Trudy. Se había convertido en otra cosa, en algo
que habría sido inimaginable semanas atrás.
En su imaginación, había llegado a convertirla en su esposa.
Cuando le había dicho a Trudy que pretendía ir a buscar a Rachel, ésta le había
dicho que estaba loco, según su amiga, si Rachel había decidido ir a su casa, allí se
quedaría, pues no había nadie más cabezota.
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Pero sí lo había, pensó Reid, sin atreverse a preguntarse los auténticos motivos
por los que había llegado a imaginarse a Rachel como su mujer.
Verdaderamente, había tenido un extraño comienzo de vida y, por ese motivo,
una infancia solitaria y difícil. Reid había llegado a reconciliarse con aquella etapa de
su vida, tomándose con reservas todos los galimatías psicológicos que le habían
aplicado durante años.
Pero a pesar de su poca predisposición a estar de acuerdo con nada de eso, tenía
que admitir que por primera vez en su vida se sentía unido a alguien. Por muy
sensiblero que sonara, Rachel se había llevado dentro de ella a una parte de sí mismo.
Y Reid no se detendría hasta que consiguiera que ella y el niño formaran parte de su
vida.
Rachel no le prestó excesiva atención a la furgoneta azul, mientras esperaba a
que ésta pasara para cruzar. Pero como la furgoneta no parecía moverse, cruzó y se
dirigió hacia su casa. Y se llevó un buen susto cuando la furgoneta la siguió por el
camino de entrada. El vehículo se detuvo a pocos centímetros de ella, y entonces
pudo ver el rostro del conductor.
—¡Reid! —exclamó, cuando éste saltó de la furgoneta—. ¿Qué estás haciendo
aquí?
—Cumplir una promesa —abrió las puertas traseras para mostrarla a Rachel las
cajas con sus cosas.
A Rachel le parecía increíble la alegría que le habría producido aquel encuentro.
Reid le pareció maravillosamente atractivo, aunque estuviera despeinado y llevara la
camisa por fuera de sus arrugados vaqueros. Sintió muy dentro de sí un dulce
estremecimiento, como si el niño se alegrara de ver a Reid tanto como ella. Rachel
tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no alargar la mano y acariciarlo. Era
tan alto, tan guapo… y estaba allí, a su lado.
Reid permaneció en silencio mientras Rachel lo miraba, deleitándose en
observarla a su vez. Deseaba abrir los brazos para poder ceñirla en un amistoso
abrazo. No quería nada más, al menos de momento. Sólo un mínimo contacto que
pudiera saciar su profunda necesidad de acariciarla. La fuerza de aquel sentimiento
lo sorprendió, y tuvo que meterse las manos en los bolsillos para no tocarla.
—Pareces cansado —le dijo Rachel suavemente.
—No he parado en todo el camino.
—Pues deberías haberlo hecho.
Reid alargó la mano y le acarició la mejilla con un dedo.
—Sí, debería —entonces sonrió.
Al ver chispear sus ojos verdes y contemplar el mechón de pelo que caía por su
frente dándole el aspecto de un niño travieso, Rachel estuvo a punto de ceder a la
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tentación de retirarle aquel rebelde mechón de pelo de la cara, pero entonces oyó la
voz de su padre.
—¿Rachel? ¿Quién está ahí?
—Un amigo, papá. Ha venido a traerme las cosas que me dejé en Nueva York.
Al Morgan abrió la puerta de la casa y bajó cuidadosamente los escalones de la
entrada. Reid alargó la mano mientras se acercaba a la furgoneta, preparándose para
cualquiera que fuese la reacción del hombre que en ese momento se estaba acercando
a él. Era el padre de Rachel, y teniendo en cuenta las circunstancias, tenía derecho a
reprenderlo y echarlo de allí, si así lo decidía.
Los dos hombres se estrecharon la mano mientras Rachel hacía las
presentaciones:
—Bueno, has sido muy amable al recorrer todo este camino por Rachel —dijo
Al, mirándolos con recelo.
—Rachel es una persona muy especial para mí —contestó Reid.
—¿Sí? —le preguntó Al, mirando a su hija.
—¿Por qué no metemos las cajas en casa? —sugirió Rachel, intentando poner fin
a las especulaciones de su padre.
—Claro —repuso Reid, deseando terminar el trabajo cuanto antes, para así
poder quedarse con Rachel.
Reid y Al se llevaron una caja cada uno.
—¿Por qué no nos sujetas la puerta? —le dijo Reid a Rachel.
—Oh, no trates a mi hija como si fuera una flor delicada, seguro que puede
llevar una o dos cajas —contestó Al, mientras se dirigía hacia la casa.
Reid se volvió hacia Rachel, que en ese mismo instante mostró un interés
inusitado por el tapizado de la furgoneta. Dejó la caja en el suelo y la agarró de la
barbilla.
—Mírame —le dijo, y Rachel lo obedeció—. No se lo has dicho, ¿verdad?
Rachel desvió la mirada.
—Ya se lo diré.
—¿Cuándo?
—Pronto.
—¿Cuándo se te empiece a notar?
—No, antes de que se me note.
—¿Y por qué no se lo has dicho antes?
—No he podido, eso es todo.
—¿Por qué?
—¡Tú no puedes entenderlo! —exclamó Rachel, exasperada por su insistencia.
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—Tienes razón, no puedo —volvió a meter la caja en el interior de la furgoneta
y cerró las puertas—. Pero lo haré. Vamos.
Reid la agarró del brazo y la condujo al asiento de pasajeros de la furgoneta.
Una vez allí, abrió la puerta.
—¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó, cuando Reid la levantó para que
se sentara.
—Sacarte de aquí.
—Pero mi padre…
—Ya se lo explicaré —contestó, y cerró la puerta.
Rachel observó a Reid acercarse a su padre, que en ese momento salía de la
casa. Intercambiaron unas cuantas palabras, su padre se encogió de hombros y volvió
a meterse dentro.
—¿Dónde le has dicho que vamos? —le preguntó Rachel a Reid en cuanto éste
se montó en la furgoneta.
—A tomar un café para hablar de los viejos tiempos —le dirigió una tensa
sonrisa.
—¿Y dónde vamos realmente? —preguntó Rachel, mientras Reid aceleraba y
salían de la zona residencial de la ciudad.
Reid no contestó. Focos minutos después, metía la furgoneta en el aparcamiento
del motel.
—Debes haberte vuelto loco —le dijo Rachel.
—Tengo una habitación aquí, me gustaría que vinieras conmigo.
—¿Para qué?
—¿Para qué crees tú? —preguntó a su vez Reid, con una falsa sonrisa.
—No lo sé, por eso te lo pregunto.
Reid se inclinó hacia delante. Su rostro estaba a sólo unos centímetros del de
Rachel.
—Quiero hablar contigo. Tranquilamente, en un lugar en el que no puedan
molestarnos, y creo que mi habitación es el lugar adecuado —como Rachel
permanecía en silencio y no parecía estar muy de acuerdo con él, añadió—. Te
prometo mantener los pies en el suelo y las manos lejos de ti en todo momento.
—No es esto lo que me preocupa.
—¿Entonces qué es lo que te preocupa?
Rachel se mordió el labio. El problema era que no estaba preocupada en
absoluto. Lo que estaba era excitada. No había estado sola con Reid, verdaderamente
sola, desde la noche que se habían conocido. Y además ni siquiera recordaba
totalmente lo que aquella noche había ocurrido.
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Todavía no se había repuesto de la impresión de verlo entrar por el camino de
su casa. Miró a Reid a los ojos y volvió a estremecerse por dentro.
—¿De acuerdo entonces?
Rachel asintió.
—De acuerdo.
La habitación estaba oscura, fría y relativamente limpia para ser un motel de
carretera. Rachel cruzó la habitación y se sentó en una silla mientras Reid encendía la
lámpara que había al lado de la cama de matrimonio.
—Ahora —dijo Reid, volviéndose hacia ella—, cuéntame lo que ha pasado. ¿Por
qué no le has dicho a tu padre lo del bebé?
—Porque no he encontrado el momento oportuno.
—¿Y eso qué significa, Rachel?
—Significa que no he podido decírselo todavía. Estamos llevándonos bien, todo
parece estar funcionando correctamente. No me apetece arruinar mi relación con mi
padre.
—¿Y crees que diciéndole lo del bebé la arruinarías?
—Tú no lo entiendes. Mi padre y yo no tenemos una relación demasiado buena.
—Ya lo sé.
Rachel alzó la barbilla.
—Claro, me había olvidado de tu detective. Por supuesto. Entonces ahórrame
unas cuantas palabras. ¿Qué más sabes de mí?
—Conozco algunos hechos, no los detalles de tu vida.
—¿Como cuáles?
—Como que los últimos años de tu vida no han sido nada fáciles. Tu madre
enfermó y tú te ocupaste de atenderla durante todo el tiempo que estuvo enferma. Y
tu padre se casó poco después de que ella muriera.
Rachel sintió un nudo en la garganta.
—Si sabes eso, también lo sabrás todo sobre Tom.
—¿El vendedor de seguros? Sí. El muy estúpido te abandonó.
Rachel descartó su análisis con un movimiento de mano.
—No me abandonó. Nos fuimos distanciando. No pasó nada más. Tom conoció
a otra persona e hizo bien en acabar con nuestra relación.
—Pero…
—Pero mi padre no fue de la misma opinión. Se enfadó mucho cuando
rompimos el compromiso. Contaba con que me casara y me fuera de casa para así
poder quedarse él sólo con Sally. Mi cambio de planes acababa con los suyos.
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Reid permaneció en silencio, mirándola intensamente. A Rachel se le había
revuelto el estómago con aquellos recuerdos. Se interrumpió durante unos segundos,
y después continuó.
—Yo no podía creer que fuera tan vil. Mi madre había estado tan enferma… —
se detuvo—. Nos peleamos —se mordió el labio para contener las lágrimas que
amenazaban con desbordarse de sus ojos—. Mi padre me dijo cosas terribles, y yo
también las dije.
Rachel ya no podía seguir conteniendo las lágrimas, que se deslizaban a
borbotones por sus mejillas. Avergonzada, intentó secárselas con el dorso de las
manos, pero nada conseguía detenerlas.
—Dios mío —gimió.
Reid recorrió la distancia que la separaba de ella en una décima de segundo.
Las atrajo hacia él y la envolvió en sus brazos. AI sentir los brazos de Reid a su
alrededor, Rachel rompió en incontenibles sollozos.
—No pasa nada —le dijo Reid suavemente—. Continúa, desahógate.
Rachel nunca había llorado tanto; ni siquiera cuando había muerto su madre.
Era como si toda la angustia, la tristeza y el dolor de los últimos años hubieran
estado reprimidos en su interior y en ese momento hubieran decidido estallar,
incapaces de contenerse al ver de nuevo Reid a su lado.
Reid la sostuvo contra su pecho, y la condujo con él hacia la cama.
—Shh… —le dijo, mientras se sentaba en la cabecera de la cama, meciéndola en
sus brazos.
Rachel estuvo sollozando durante un buen rato, y después empezó a hipar,
como si fuera una niña. Se apoderó de Reid una ternura de la que él mismo se creía
incapaz, esbozó una tímida sonrisa, le retiró a Rachel el pelo de la cara y la besó en la
cabeza.
Rachel fue tranquilizándose lentamente, pero sin separarse de Reid, que por su
parte no tenía ninguna prisa por que se apartara.
Continuaron juntos durante mucho tiempo, tanto, que la tenue luz que al
principio se filtraba por la ventana se desvaneció. Rachel sabía que debería separarse
de Reid, pero se sentía tan bien, y hacía tanto tiempo que nadie la consolaba, que le
parecía imposible. Empezaron a cerrársele los ojos, como si aquel desahogo
emocional la hubiera dejado derrotada. Cuando los había cerrado ya, oyó que Reid le
susurraba al oído.
—El día que te fuiste me dijiste una cosa —le dijo con voz grave—. Me dijiste
que si no eras feliz, el bebé tampoco lo sería. Dime, Rachel, ¿estás contenta en esta
situación? ¿Crees que dentro de siete meses podrás ser más feliz aquí que ahora? —
apoyó la barbilla en su cabeza—. ¿Por qué no te vienes conmigo durante algún
tiempo? Siempre podrás volver a tu casa.
Rachel levantó su rostro bañado en lágrimas hacia él.
—¿Qué quieres decir?
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Audra Adams – Encuentro amoroso
Reid la miró, y le secó con un dedo una lágrima solitaria que escapaba en ese
momento por el rabillo del ojo.
—Quiero decir lo mismo que te dije en el aeropuerto. Cásate conmigo, quédate
a mi lado para que pueda ayudarte. Por el bien del bebé, no por el tuyo. Al menos
hasta que nazca. Si después quieres irte, no te detendré.
—¿Quieres decir que nos divorciaremos?
—Si eso es lo que quieres…
—¿Y cómo puedo estar segura de que no estás diciendo todo esto para
conseguir que vuelva a Nueva York?
—Te doy mi palabra, y si así lo quieres, lo pondré por escrito.
Rachel lo miró y abrió la boca para replicar, pero no consiguió salir ni una sola
palabra de su boca. Reid no pudo resistir la imagen de Rachel, que lo miraba con el
rostro convertido en una máscara de sorpresa y confusión y las pestañas brillantes
por las lágrimas. Inclinó la cabeza y le rozó los labios con la boca.
—Oh, Rachel —susurró, y se apoderó completamente de su boca.
No hubo preliminares. Hundió la lengua entre sus labios para explorar todos
los rincones de su interior. Rachel gimió y le acarició tímidamente la lengua. Aquel
simple gesto excitó a Reid a una velocidad alarmante.
Rachel le rodeó el cuello con los brazos, dejando que su mano se deslizara
suavemente desde el cuello hasta su nuca. Reid fue cambiando ligeramente la
posición de su boca para saborear a la joven desde todos los ángulos, olvidándose de
todos los argumentos que hasta allí lo habían llevado, incapaz de responder a nada
que no fuera Rachel.
Aquel era el beso con el que Reid había estado soñando desde la noche que
habían pasado juntos, el beso que lo había impulsado a besarla el día que había ido a
su oficina y con el que sólo había conseguido aumentar su frustración.
Pero por fin había podido quedarse a solas con Rachel, como tantas veces había
imaginado. Deseaba devorarla, absorberla en su interior, hacer que formara parte de
él tan profundamente que nunca pudiera preguntarse quién era ella o quién era él.
Quería que se uniera tan intensamente a él que nunca quisiera abandonarlo.
Cuando Reid se separó de ella, Rachel lo miró con los ojos brillantes. Estaba
muy confundida. Reid era muy consciente de lo que podría suceder si decidía
aprovecharse de aquella confusión: era más que probable que terminaran haciendo el
amor.
De lo que no estaba nada seguro era de lo que ocurriría después.
Pero no, no quería volver a repetir el mismo error. La próxima vez que hicieran
el amor, y estaba absolutamente convencido de que iba a haber una próxima vez,
Rachel tenía que ser totalmente consciente de con quién, por qué y dónde estaba
haciendo el amor.
Retrocedió y le dio un beso a Rachel en la punta de la nariz.
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—No me contestes ahora. Piensa en lo que te he dicho —le apoyó suavemente
la cabeza contra su pecho.
—¿Reid?
—No me contestes ahora. Descansa.
Rachel cerró los ojos y suspiró. El ardor de su beso la había dejado agotada.
Tenía la cabeza hecha un auténtico lío, pero su espíritu parecía haberse elevado a un
lugar fuera del mundo que no podía describir ni se atrevía a nombrar. Nadie la había
hecho sentirse nunca de aquella manera. Reid era tan letalmente embriagador como
podía serlo la mezcla de las drogas y el alcohol. Rachel sentía descender sobre ella
una tranquilidad total, y era consciente de que era un sentimiento totalmente
incongruente en las circunstancias en las que se encontraba.
Sabía que debería moverse, hacer algo para poner fin a aquella situación.
Cerró los ojos, mientras intentaba aclarar sus pensamientos. Pero no era fácil
pensar en esa posición. Reid era todo lo que la rodeaba. Sentía su olor, su contacto,
los latidos de su corazón contra su oído.
Reid advirtió que se debilitaba en sus brazos y comprendió que estaba dormida.
Deslizó suavemente la mano desde su cintura hacia su vientre y susurró mientras la
acariciaba con inmenso cariño:
—Hola, bebé.
Apoyó la cabeza en la almohada. Estaba cansado y tenía los sentimientos en
carne viva. Cerró los ojos un momento e intentó pensar en el próximo movimiento
que tendría que hacer si Rachel continuaba negándose a irse con él. Sabía que estaba
llegando al final. No tenía nada más que ofrecerle desde un punto de vista material, y
tampoco mucho más que pudiera resultarte atrayente desde una perspectiva moral.
Reid notaba cómo se resistía Rachel a él. Pero le resultaba inconcebible perder
esa batalla que había llegado a convertirse en una cuestión vital, más importante
incluso que la que había sostenido con sus padres.
Tenía que haber algo que pudiera hacer para impulsarla a cambiar de opinión.
Algo que le hiciera darse cuenta de que él tenía razón, de que sería lo mejor para el
bebé y para ella, para los tres. Se aferró con fuerza a la falda de Rachel y después,
poco a poco, él también fue quedándose dormido.
Cuando Rachel se despertó estaba oscuro, la única luz que había era la de la
lámpara de noche. Levantó la cabeza desorientada y se humedeció con la lengua los
labios resecos. Intentó levantarse, pero tenía algo en la espalda que se lo impedía. La
mano de Reid.
Inclinó lentamente la cabeza para mirarlo. Reid tenía la cabeza apoyada
haciendo un ángulo extraño, y los ojos cerrados con fuerza, como si tuviera una
intensa necesidad de dormir. Rachel fue separándose poco a poco de él para no
despertarlo y se levantó.
Se dirigió hacia la puerta y giró lentamente el pomo. El aire de la noche la
recibió al salir. Volvió la puerta tras ella, sin cerrarla del todo, y tomó aire. Era tarde
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Audra Adams – Encuentro amoroso
y tenía que volver a casa de su padre. Este estaría preocupado, o quizá enfadado, y
Rachel no tenía ninguna gana de pasarse el resto de la noche pidiendo excusas.
Reid se había ganado un tanto cuando le había repetido sus propias palabras. Y
tenía razón; nunca sería feliz viviendo con su padre. Y no por culpa de la antigua
animosidad que había albergado hacia él tras la muerte de su madre. Rachel había
llegado a aceptar que Sally y su padre vivieran juntos en la casa familiar. El problema
era que había encontrado una nueva vida en Nueva York, una vida que le gustaba y
que siempre echaría de menos.
La puerta de la habitación se abrió tras ella.
—Oh —exclamó Reid, pasándose la mano por la incipiente barba—. Pensaba
que te habías ido… —consiguió detener a tiempo las palabras «otra vez», pero
quedaron flotando entre ellos.
—No —repuso Rachel, entrando de nuevo en la habitación—. Sólo he salido a
tomar un poco el aire, y a pensar.
—¿A pensar?
—Sí.
—¿En qué?
—En mi padre y en lo que me has dicho.
Reid iba a volverse loco. No tenía ni idea de a dónde iba a conducirlo aquello,
pero sentía la adrenalina corriendo por sus venas. Se dirigió a la mesilla, agarró una
cajetilla de cigarrillos, sacó uno y lo encendió.
—¿Y? —como Rachel no le contestó inmediatamente, alzó la mirada—. ¿Rachel?
Te he preguntado…
—Deberías dejar de fumar —le dijo Rachel.
Reid entrecerró los ojos y la estudió en silencio antes de contestar.
—Lo haré.
—¿Cuándo?
—Uno de estos días.
—¿Qué día será ése?
—¿A ti qué más te da?
Rachel se encogió de hombros.
—Es malo para la salud.
—Eso es problema mío.
—Y de todos los que están a tu alrededor.
Reid sostuvo el cigarrillo frente a él y lo examinó de cabo a rabo. Después miró
a Rachel y sonrió.
—Si te casas conmigo, dejaré de fumar.
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Rachel soltó una carcajada y sacudió la cabeza.
—Nunca te das por vencido, ¿verdad?
—Nunca.
—¿Y qué pasará si acepto?
—Di sí y lo averiguarás.
Se miraron sonrientes, pero poco a poco fueron desvaneciéndose sus sonrisas.
Reid recorrió el rostro de Rachel con la mirada y descubrió la confusión que se
reflejaba en sus hermosos ojos grises. Pero no dijo nada. No podía. El balón estaba en
el campo de Rachel, era ella la que tenía que dar una respuesta.
El corazón le latía en el pecho como si estuviera esperando la sentencia de un
jurado. Con aire desafiante, se llevó el cigarrillo a los labios y dio una profunda
calada. Soltó el humo y lo observó elevarse en el aire.
—Vamos Rachel, dilo —dijo burlón.
Rachel caminó lentamente hacia él, y como si estuviera tocando la cosa más
repugnante del mundo, le quitó el cigarrillo de los dedos y lo aplastó en el cenicero.
Rachel lo miró, consciente de la gravedad de lo que acababa de hacer. El rostro
de Reid se iluminó con una sonrisa, y sus ojos chispeantes lo dijeron todo sin
necesidad de que pronunciara palabra.
Se movió hacia ella y Rachel levantó la mano para detenerlo.
—Un año, Reid. Lo intentaré durante un año. Hasta después de que el niño
haya nacido.
—Lo que tú digas —contestó Reid con una sonrisa de triunfo.
Le alzó la barbilla y la miró atentamente a los ojos. En ese momento, Rachel
habría sido incapaz de moverse aunque hubiera querido. Entonces Reid le rozó los
labios, le besó después delicadamente la barbilla y le susurró al oído:
—Vamos a casa.
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Capítulo Cinco
Fue una ceremonia sencilla.
Rachel llevaba un traje color malva pálido con una pamela a juego que Trudy
había insistido en comprar. Rachel y Reid permanecían uno al lado del otro ante el
juez, dispuestos a hacer sus votos matrimoniales.
A Rachel todo le había parecido como un sueño. Era como si le estuviera
sucediendo a otra persona y ella lo estuviera viendo todo desde el aire.
Cuando dijo «sí quiero», Reid la besó. Fue un beso frío, rutinario, que no hizo
nada para inspirar a Rachel ninguna confianza en que aquella unión pudiera llegar a
convertirse en algo más que lo que realmente era: una farsa.
—¿Estás lista? —le preguntó Reid, después de que firmaran los papeles
indicados y le estrecharan la mano al juez.
—Sí —contestó Rachel.
Salieron del Palacio de Justicia. Un joven y emprendedor fotógrafo, consiguió
dispararles un par de fotografías mientras bajaban a toda velocidad los escalones de
la entrada y se metían en la limusina que los estaba esperando.
A Rachel le temblaba todo el cuerpo. Reid le agarró el ramo de orquídeas que
llevaba en la mano y se volvió hacia ella con una sonrisa.
—¿Todo va bien? —le preguntó, y Rachel asintió.
Pero no estaba bien en absoluto. En realidad estaba desesperada por estar en
cualquier otra parte. ¿En dónde demonios se había metido? ¿Por qué habría estado
de acuerdo en celebrar aquella boda? En aquel momento le resultaba imposible
imaginarse una situación más angustiosa. Tenía una extraña imagen en su mente. Se
veía a sí misma atrapada, atada de pies y manos e incapaz de moverse.
Trudy, que estaba sentada a su lado le estrechó la mano. Las dos amigas se
miraron a los ojos, y Rachel tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para
devolverle a Trudy la sonrisa. Su amiga empezó a parlotear, hizo algún comentario
sobre el tráfico y sobre lo maravilloso que había sido el día.
Rachel desvió la mirada hacia la sortija que brillaba en su dedo. El diamante de
la alianza que Reid le había regalado reflejaba los rayos del sol, transformándolos en
un arcoíris.
Era una hermosa sortija; el símbolo de algo en lo que Rachel no había pensado
hasta ese momento: aquella unión era legal. Cerró la mano en la que llevaba la
alianza y puso la otra encima, intentando esconder algo evidente. Le gustara o no, se
había convertido en la señora de Reid James, era su esposa y para bien o para mal,
tendría que serlo hasta dentro de un año.
El coche llegó hasta una casa de piedra rojiza y todo el mundo salió. Se suponía
que aquello iba a ser una especie de banquete de bodas. Aturdida, subió los
escalones de la entrada, y en el último estuvo a punto de tropezar.
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—¿Estás bien? —le preguntó Reid, agarrándola del brazo.
—Sí, estoy bien —contestó con una falsa sonrisa.
Entraron en el frío vestíbulo, en el que resonaba la voz de Trudy, que no paraba
de hablar. Rachel iba dejando que la realidad se filtrara poco a poco en su interior. Se
dio cuenta de que Trudy estaba nerviosa y se preguntó qué motivo podría tener para
ello. Trudy había hecho todo lo que había podido para que llegaran a aquel acuerdo;
hasta el punto de que había asumido el papel de fiel aliada de Reid desde que Rachel
había vuelto de Ohio. Ni siquiera le había dejado a Rachel tiempo para pensar en lo
que estaba haciendo.
Pero Rachel tenía que admitir que todo había salido mejor de lo que esperaba,
incluso la conversación con su padre. Rachel no lo había visto tan contento desde
antes de que su madre enfermara.
Así que todo el mundo estaba contento. Se suponía que aquel acuerdo al que
había llegado con Reid era lo mejor que podía haber hecho, pero entonces, ¿por qué
tenía el estómago hecho un nudo? ¿Tan terrible le resultaba la perspectiva de
compartir una casa con Reid, aunque fuera sólo durante un año?
Lo observó caminar por el vestíbulo, acompañando a los invitados al comedor
en el que habían preparado el banquete. Cuanto más veía, más la maravillaba. Tenía
tanto estilo que, si no hubiera sabido su pasado, habría jurado que había nacido y
crecido en aquel ambiente. Se movía lenta, pero resueltamente; sus movimientos
recordaban a los de una pantera jugando con su presa. Emanaba cierto aire de
peligrosidad bajo aquella apariencia educada y proyectaba una masculinidad intensa
en todos sus gestos.
Intentando disimular su tensión, Rachel se quitó la pamela y la dejó en una silla.
Observó a Reid y a Trudy, enredados como siempre con sus bromas. Todo el mundo
sonreía. Al parecer, nadie reaccionaba ante Reid como ella lo hacía.
Le parecía increíble ser la única que se sintiera de aquella manera. Las manos le
temblaban y las rodillas se le debilitaban cada vez que su mirada se cruzaba con la
del hombre que acababa de convertirse en su marido.
Como en ese preciso instante.
Reid le pasó una copa de champán, y Rachel la rechazó, prefiriendo tomar un
vaso de agua mineral.
—Buena chica —le dijo Reid con una sonrisa, acariciándole cariñosamente la
mejilla con un dedo.
Fue un contacto ardiente, eléctrico, y demasiado rápido. Rachel se inclinó
inconscientemente hacia delante para prolongarlo, y estuvo a punto de perder el
equilibrio, pues Reid se volvió bruscamente, dispuesto a contestar otra de las pullas
de Trudy. El sentimiento de temor retornó a Rachel con todas sus fuerzas. ¿Qué
poder tenía aquel hombre sobre ella? ¿Sería el de la simple atracción sexual, que a
esas alturas ya no podía negar, o sería algo más? Era una pregunta en la que no le
apetecía profundizar demasiado. Le había costado demasiado tiempo conquistar su
independencia para entregársela voluntariamente a cualquiera.
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Pero fuera sexual o no, la atracción estaba allí. Y SI se sentía al borde del
desmayo cada vez que oía su voz o lo veía caminar por la habitación, no se atrevía
siquiera a imaginar lo que ocurriría si volvía a acariciarla otra vez. Otra vez.
Ése era parte del problema. Los recuerdos de la noche que habían pasado juntos
volvían a la mente de Rachel con una frecuencia alarmante. Muchas veces, se
descubría a sí misma sonrojándose ante aquellos recuerdos.
Le parecía increíble que todo hubiera ocurrido de aquella manera, pero al
parecer así había sido, lo cual no explicaba ni el entusiasmo de Reid por ella ni la
aprensión que Reid le inspiraba.
Después de todo, nunca habían hablado de cómo iba a ser su matrimonio. Reid
había tenido otras mujeres en su vida antes que ella; por lo poco que Rachel sabía,
Reid se había ganado la fama de mujeriego que tenía. ¿Habría acabado aquella vida
para Reíd después de la boda, o continuaría siendo un mujeriego? Y lo más
importante, ¿cómo encajaba ella en todo ello? ¿Qué esperaba Reid de su mujer?
Reid le señaló una silla a Rachel y, después de que tomara asiento, se dirigió
hacia el otro extremo de la mesa y se sentó en la cabecera.
Miró a Rachel a través de la mesa, en la que había todo tipo de ensaladas,
carnes y salsas, acompañadas por el mejor champán francés. Pero Rachel optó de
nuevo por el agua mineral, para alegría de Reid. Le gustaba que su esposa se
preocupara de sí misma y del bebé.
En realidad Rachel llevaba todo el día preocupada, y Reid se preguntaba qué
demonios tendría en la cabeza. Incluso cuando habían hecho sus promesas
matrimoniales, estaba tan ensimismada que Trudy había tenido que darle un codazo
para que contestara.
¿Estaría arrepintiéndose del paso que acababa de dar? Reid esperaba que no
fuera así. Esa era una de las razones por la que le había pedido a Jules que llegara
temprano. Quería estar seguro de que su contrato matrimonial se firmara a tiempo y
estuviera todo en orden antes de la boda. Le había prometido a Rachel dejar el
acuerdo por escrito y había querido cumplir su promesa, aunque sólo fuera para
demostrarle que podía confiar en él.
No sabía por qué era tan importante que lo hiciera, posiblemente porque la
confianza era algo que pocas veces le habían otorgado, y tenía aquel sentimiento en
muy alta estima. Además, sabía que aquella confianza también era importante para
ella. Reid había descubierto el motivo de su rechazo inicial a casarse con él: el temor a
hacerse dependiente de otra persona.
Salió de su ensimismamiento cuando Trudy hizo tintinear su copa con una
cucharilla.
—Damas y caballeros, quiero proponer un brindis por los novios —Jules y
Charlotte alzaron sus copas—. Por Reid y por Rachel.
—¡Por Reid y por Rachel! —exclamó Jules, antes de apurar el contenido de su
copa de champán.
Charlotte se llevó el pañuelo a los ojos.
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—Me alegro tanto por ti —le dijo a Reid, agarrándolo con fuerza de la
muñeca—. Esto es justo lo que necesitas.
—Ah —le contestó Reid con una sonrisa—, ¿pero estás preparada para asumir
las consecuencias?
Todo el mundo se volvió hacia él.
—¿Las consecuencias? —preguntó Charlotte—. ¿De qué?
—De lo que ha pasado hoy. Me voy a tomar un largo descanso, un descanso
indefinido. La oficina es toda tuya, Charlotte.
Jules soltó una carcajada nerviosa.
—¿Qué quieres decir exactamente, Reid? —preguntó.
—Exactamente lo que habéis oído. Dejo la administración de la empresa
durante un tiempo.
—¿Durante cuánto tiempo? —volvió a preguntar Jules.
—Todavía no lo he decidido —miró a Rachel—. Un año… o quizá más.
—Pero Reid, es imposible que estés pensando en serio en retirarte…
—Claro que es posible, Jules. Charlotte puede hacerse cargo de prácticamente
todo. De hecho ha estado haciéndolo desde hace mucho tiempo —alargó la mano
para estrechársela a Charlotte—. No protestes, Charlotte. Y no te hagas la
sorprendida. Hemos hablado muchas veces sobre esto.
—Sí, pero no sabía que hablabas en serio.
—Yo siempre he sido una persona muy seria, Charlotte.
—No lo entiendo —comentó Jules sorprendido—. Nunca habías hablado de
dejar tu trabajo, Reid.
—Nunca he tenido razones para ello —miró fijamente a Rachel—. Ahora las
tengo.
Había estado pendiente de la reacción de Rachel ante aquel anuncio, pero de
momento no había cambiado visiblemente su expresión. De pronto, se encontró
deseando que todo el mundo se marchara. Quería quedarse a solas con ella,
abrazarla y decirle que todo iba a salir bien. Él haría todo lo posible para que así
fuera, aunque fuera lo último que hiciera en su vida.
—¿Y a qué te vas a dedicar? —preguntó Jules.
—A vivir —respondió Trudy.
Reid se volvió hacia ella.
—Sí, Trudy, gracias —volvió a mirar a su abogado—. Quiero dedicarme a vivir.
Ya tengo dinero suficiente para poder hacerlo, ¿no crees?
Jules lo miraba con los ojos abiertos de par en par.
—Tienes dinero suficiente para hacer lo que quieras.
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—Y es lo que pienso hacer —Reid arrastró su silla hacia atrás—. Si nos
perdonáis, Rachel y yo tenemos algunas cosas que hablar.
—Pero hay que arreglar algunas cosas…
—Dentro de cinco minutos nos veremos en el estudio.
Se acercó al otro extremo de la mesa.
—¿Vamos, Rachel?
Aunque esperaba poder quedarse a solas con Reid aquella brusca salida la
había tomado de sorpresa. De todas formas obedeció.
—¿Algo anda mal? —le preguntó a Reid cuando éste cerró tras ella la puerta de
su despacho.
—Quería hacerte algunas preguntas —dijo Reid, sacando un palillo del bolsillo
de la chaqueta y llevándoselo a la boca.
Rachel lo observó con interés. Parecía que estaba nervioso. ¿Pero por qué?
Evidentemente, no podía ser por ella.
—¿Qué quieres preguntarme?
—¿Por qué durante todo el día has estado distraída, como si estuvieras en otra
parte?
Rachel se encogió de hombros y se acercó a la ventana.
—Es un día especial para mí —dijo suavemente—. No me caso todo los días.
—Yo tampoco.
Rachel se volvió hacia él. De acuerdo, se dijo a sí misma. Había llegado el
momento de hablar en serio.
—¿Qué tipo de matrimonio va a ser el nuestro exactamente?
—Exactamente el que tú quieras.
Rachel apretó los labios.
—Me cuesta creerlo, Reid.
—Puedes creer lo que quieras. Yo estoy dispuesto a darte mi palabra de honor.
—¿Más promesas? ¿Además de las que has hecho ante el juez?
Reid la miró con los ojos entrecerrados.
—¿A dónde quieres llegar?
—Tienes cierta fama, Reid.
—Enormemente exagerada.
—Es posible, pero me gustaría que te quedara algo claro. No voy a dejar que me
humillen.
—¿Me estás preguntando si habrá otras mujeres?
—Sí.
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—No habrá otras mujeres, Rachel.
La joven, que no esperaba llegar tan rápidamente a un acuerdo, arqueó las cejas
sorprendida.
—¿Quieres decir que tú no… quiero decir, que pretendes permanecer…?
—¿Célibe? Si eso es lo que quieres…
—Quiero que dejes de decir eso y me contestes.
Reid se sacó el palillo de la boca y lo dejó en el cenicero. Con deliberada
lentitud, se acercó a Rachel y la miró a los ojos. Estaba tan cerca de ella que Rachel
sentía nítidamente su fragancia, y su cuerpo reaccionó inmediatamente ante aquel
estímulo. Reid la miró a los ojos y Rachel fue incapaz de desviar la mirada.
Reid posó las manos en su cintura y la estrechó contra él.
—¿Qué quieres decirme, Rachel? ¿Quieres saber si nuestro matrimonio va a ser
real? ¿Si sólo vamos a vivir juntos o si vamos a compartir también la cama? ¿Quieres
oírme decirte que te deseo, que quiero volver a hacer el amor contigo? —mientras
hablaba, iba desabrochándole lentamente los botones de la blusa, exponiendo a su
mirada el sujetador de encaje—. ¿Quieres oírmelo decir? ¿Quieres que te pida que
seas mi esposa en todos los aspectos? —le acarició suavemente los pezones, que se
endurecieron al instante. Al advertir la rapidez de su respuesta, sonrió, inclinó la
cabeza hacia delante y le susurró al oído—: En ese caso, Rachel, tú lo has querido.
Antes de que Rachel pudiera decir una sola palabra, la estrechó contra él y la
besó en la boca. La joven cerró los ojos, extasiada por la suavidad de su contacto.
—Sí, Rachel, tú lo has querido —volvió a besarla con una delicadeza exquisita y
después le entreabrió los labios con el pulgar.
—Desabróchame —dijo, y Rachel deslizó las manos desde sus hombros hasta su
pecho, como si le resultara imposible desobedecer sus órdenes.
Cuando sus lenguas se encontraron, Rachel se entregó a aquel beso. Reid
exploraba el interior de su boca con movimientos excitantes, saboreando y
absorbiendo con la lengua todo lo que su esposa podía darle.
Rachel se dejó envolver por el deseo. Las imágenes de las veces que la había
besado revoloteaban en su mente mientras Reid deslizaba las manos por su espalda y
por su cintura para detenerlas al final en su trasero y estrecharla nuevamente contra
él.
Al advertir la firmeza de su excitación, Rachel pensó que iba a consumirse en el
fuego que empezaba a devorarla. Lo deseaba. Nunca había deseado nada como
deseaba a Reid en ese momento. Había conseguido recuperar los recuerdos de la
última y única noche que habían pasado juntos, pero la realidad era mucho mejor.
Reid la acariciaba como si supiera instintivamente cómo debía hacerlo para encender
en ella un deseo que parecía no tener límites.
Pero de pronto, Reid se separó de Rachel. Lo hizo tan bruscamente que ésta
estuvo a punto de perder el equilibrio. Respiraba con dificultad y a Rachel la
sorprendió la rigidez y la tensión de su cuerpo.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
Durante unos segundos, se quedaron mirándose en silencio. A Rachel le ardían
los labios por la pasión de los besos de Reid, y su cuerpo vibraba todavía por el
recuerdo de sus caricias.
Reid dio un paso hacia ella y le abrochó rápida y eficientemente la camisa y la
chaqueta.
—¿He contestado con esto a todas tus preguntas?
Rachel intentó decir algo, pero las palabras se negaban a salir de sus labios. La
respuesta de Reid la había dejado tan contenta y estupefacta a la vez, que se dijo que
si a éste se le ocurría dar un paso más hacia ella, iba a arrojarse en sus brazos y a
susurrarle «sí», una y otra vez. En ese momento llamaron discretamente a la puerta,
pero Reid decidió ignorar la llamada.
—Bueno Rachel. ¿Crees que ya he contestado a tus preguntas?
—Sí —contestó Rachel.
—¿Y tu respuesta cuál es?
Rachel sacudió la cabeza y se alejó de él.
—No lo sé…
Pero sí lo sabía, sabía que en lo más profundo de su corazón deseaba lo mismo
que Reid. Nada en el mundo podría causarle más placer que el que su matrimonio
funcionara, quería que fuera un matrimonio verdadero. Deseaba compartir su cama
con Reid, estar desnuda en sus brazos, despertarse a su lado y poder mostrarle día a
día cómo crecía el bebé en su vientre. Pero había algo que le impedía decírselo.
En su interior todavía albergaba el miedo de que aquello no fuera real, de que
todo fuera una especie de broma. Temía que Reid estuviera jugando con ella para
conseguir lo que verdaderamente quería: el bebé.
Al fin y al cabo, ¿qué podía gustarle a una persona como Reid de alguien como
ella? No, Rachel no se menospreciaba, pero era consciente de que Reid habría podido
conseguir a cualquier mujer que se le antojara. Lo único que la hacía a ella especial
era el bebé.
Sintió que Reid estaba detrás de ella, volvió la cabeza y se obligó a mirarlo. Este
la estudió en silencio, como si estuviera buscando una respuesta en su rostro. Rachel
tuvo que luchar contra el deseo de alargar el brazo para acariciarle y confesarle lo
que deseaba.
Afortunadamente, volvieron a llamar a la puerta.
—Será mejor que abras —dijo Rachel apretando los puños.
Reid apretó los labios. Se sentía frustrado y humillado por aquel rechazo. Pero
todavía no pensaba darse por vencido.
Tomó aire y lo soltó. De acuerdo, se dijo. Había tenido una oportunidad y la
había perdido. No era la primera vez que se comportaba como un estúpido y
tampoco sería la última. Aquella situación era tan nueva para Rachel como para él. Si
lo que ella necesitaba era tiempo, estaba dispuesto a concedérselo.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
Llamaron a la puerta con más insistencia.
—¿Sí? —preguntó Reid.
Jules abrió tímidamente la puerta y asomó la cabeza.
—¿Puedes atenderme un momento? —le preguntó a Reid.
—Entra.
Rachel asintió cuando Jules la miró. Lo observó sentarse en el sofá y colocar su
maletín encima de la mesita del café. Lo abrió, sacó unas cuantas carpetas y las
extendió delante de él. Escogió después una y se la pasó a Rachel.
—¿Es para mí?
—Sí —contestó Jules, mirando alternativamente a Reid y a Rachel—. ¿No te lo
ha explicado Reid?
—No. ¿Qué…?
—Léelo —la interrumpió Reid.
Rachel le dirigió una dura mirada.
—¿Puedo sentarme?
—Por favor.
Sin haberse recuperado todavía de los besos y las caricias de Reid, Rachel se
sentó con toda la dignidad que fue capaz de reunir en el borde de una silla. Cuando
abrió la carpeta y leyó las primeras palabras allí escritas, sintió que el corazón se le
caía a los pies. La carpeta que le había entregado Jules era un contrato matrimonial.
—Esto es… —dijo la joven, levantando la mirada hacia Reid.
—Te prometí dejarlo por escrito y he cumplido mi promesa —se miraron a los
ojos—. Te sugiero que lo leas —continuó con más suavidad.
Y Rachel leyó el contrato página por página, con deliberada lentitud. Aunque el
lenguaje jurídico dificultaba en algunos momentos la lectura, el mensaje estaba más
que claro.
—¿Por qué has hecho esto? —le preguntó a Reid.
—Pensaba que era lo que querías —contestó Reid, desconcertado por aquella
pregunta.
—Sólo quería que me dieras tu palabra.
—Y ahora la tienes.
—Tu palabra, Reid —agitó los papeles en la mano—. No un contrato.
—Este contrato sirve para protegerte, Rachel.
—¿Lo has leído?
—Sé lo que dice.
—¿Sí? ¿Y te importaría decírmelo?
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Audra Adams – Encuentro amoroso
—Esencialmente, deja establecido que al cabo de un año serás libre de irte,
continuar conmigo o hacer lo que desees. Y propone un acuerdo en el que se
adelanten las condiciones en las que quedaréis tú y el niño.
—¿Y eso qué significa? —preguntó Rachel—. Tú dijiste que…
—Rachel, tienes que entenderlo —intercedió Jules—. Reid es un hombre muy
rico. Un divorcio podría ponerlo en una situación muy difícil. Este acuerdo servirá
para protegeros a ambos.
—Parece que se me considera como una caza fortunas —repuso, preguntándose
indignada cómo podría tener Reid valor para entregarle ese contrato después de lo
que había dicho—. Te doy mi palabra de que cuando ese año termine, no iré detrás
de tu dinero. Tendrá que bastarte con eso —se levantó y dejó la carpeta encima de la
mesita del café—. Nunca he buscado tu dinero. No estoy en venta, y no pienso firmar
eso.
—Tienes que hacerlo —dijo Jules aturdido.
—Ya basta, Jules —lo interrumpió Reid.
—Pero Reid, escúchame. Si llega a convertirse en tu ex esposa, tendrá derecho a
la mitad de todas tus pertenencias.
Reid se volvió hacia Jules con una mirada glacial.
—Si Rachel se quedara con la mitad de mi dinero, ¿cuánto me quedaría a mí?
—Bueno…, exactamente no lo sé. Eso habría que determinarlo en función de…
—¿Crees que me quedaría sumido en la pobreza?
—¿En la pobreza? Dios mío Reid, por supuesto que no.
—Entonces no es algo por lo que tenga que preocuparme, ¿verdad? —miró a
Rachel—. Déjanos solos, ¿quieres, Jules?
—Reid, no estoy de acuerdo contigo. Como abogado tuyo, tengo el deber de
aconsejarte…
Sin apartar los ojos de Rachel, Reid insistió:
—Vete, Jules. Ahora.
Rachel oyó cómo recogía Jules los papeles y lo vio abandonar la habitación por
el rabillo del ojo. Lo escuchó cerrar la puerta tras él, y después se impuso el silencio.
Estaban solos.
Reid le tendió la mano, pero Rachel no quiso aceptarla.
—Todo lo que has dicho antes era una farsa, ¿verdad, Reid?
—Todo lo que he dicho es cierto.
—¿Entonces qué sentido tiene ese contrato?
—Pensaba que lo querías.
Rachel sacudió la cabeza.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
—Pues no, no lo quiero.
Reid agarró la carpeta de la mesa y se dirigió hacia el otro extremo de la
habitación. Una vez allí, la tiró a una papelera.
—Considéralo anulado.
Rachel se relajó considerablemente ante aquel gesto. No sabía por qué había
reaccionado de esa forma al ver el contrato, pero el caso era que la había hecho
sentirse como si la estuvieran comprando, como si su única labor fuera tener un hijo
para Reid y después tuviera que seguir su propia vida.
Aunque le costara reconocerlo, esperaba más de Reid. Mucho más. Se le
llenaron los ojos de lágrimas al pensarlo.
—Yo no pretendía causarle a Jules ningún problema —dijo cuando Reid volvió
a su lado.
—No te preocupes por Jules.
—La verdad es que no sé lo que estoy haciendo aquí, Reid. Todo ha ocurrido
demasiado rápido —lo miró sintiendo que las lágrimas volvían a humedecer sus
ojos—. Estoy asustada.
—¿Y crees que yo no?
~¿Tú?
—Sí, yo. Toda esta experiencia también es nueva para mí.
—¿Hablabas en serio cuando dijiste que ibas a renunciar a tu trabajo?
—Completamente.
—¿Y qué piensas hacer?
—Exactamente lo que ha sugerido Trudy: vivir —extendió las manos—. Y
quiero hacerlo contigo —Rachel posó vacilante la mano en su palma, y Reid se la
estrechó—. Confía en mí, Rachel. Si esta boda no está basada en el dinero, tendrá que
estarlo en la confianza. Tenemos una oportunidad, posiblemente la mayor que
hemos tenido en nuestras vidas. Y yo estoy dispuesto a intentar que esto funcione.
—Confío en ti, Reid. No sé exactamente por qué, pero confío en ti.
—Ese es el primer paso.
Rachel estaba a punto de preguntarle cuál era el segundo cuando llamó Trudy a
la puerta.
—¿Puedo pasar? Charlotte y yo tenemos que irnos a la oficina. Sólo queremos
despedirnos de vosotros.
Reid les indicó con un gesto que pasaran. Charlotte caminó hacia él y estuvo
haciéndole algunas preguntas relativas al trabajo, mientras Trudy se dirigía como
una flecha hacia Rachel.
En el momento de la despedida, le susurró al oído a su amiga:
—¿Vas a dormir esta noche con él?
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Audra Adams – Encuentro amoroso
—¡Trudy!
—¿Sí o no?
—Yo no… No, claro que no.
—¿Te lo ha pedido?
—Bueno, sí…, de alguna manera me lo ha pedido, pero…
—¿Tú no quieres?
—Trudy, por favor. Ni siquiera he pensado en ello —mintió Rachel, dirigiendo
una rápida mirada a Charlotte y a Reid para asegurarse de que todavía estaban
enzarzados en su conversación.
—No me lo creo.
—Pues es verdad.
—Entonces estás más loca de lo que pensaba. Debe de haber cerca de un millón
de mujeres sólo en esta ciudad que estarían dispuestas a matar para ocupar tu lugar.
—Es posible, pero soy yo la que tengo que tomar una decisión.
—Seguramente te gustará.
Rachel le dirigió a su amiga una sonrisa cargada de ironía.
—Eso es precisamente lo que temo.
—¿Estás lista? —le preguntó entonces Charlotte a Trudy.
—Vamos —contestó Trudy, y le dio a su amiga otro abrazo—. Llámame
mañana por la mañana —le pidió.
Charlotte se acercó a ellas y le dio a Rachel un beso en la mejilla.
—Ten paciencia con él —susurró—. Es un hombre maravilloso, mucho más de
lo que él mismo piensa.
—Lo intentaré.
Trudy le tiró un beso a Reid mientras caminaba hacia la puerta que éste
sostenía.
—Cuídala —le pidió Trudy.
—Pienso hacerlo —contestó Reid.
—¿Sabes? —le dijo Trudy poniendo los brazos en jarras—. Si utilizas una
pequeña parte de ese famoso encanto que te caracteriza con Rachel, te sorprenderás
de lo que puedes conseguir.
—¿A qué te refieres?
—Es muy posible que se enamore de ti.
Reid soltó una carcajada.
—Lo veo muy poco probable.
—Quizá te enamores tú de ella.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
Reid dejó de reír inmediatamente.
—Vuelve al trabajo, Trudy.
Trudy sonrió.
—Esto promete ser divertido —canturreó, mientras salía delante de Charlotte.
Reid cerró la puerta y permaneció de espaldas a Rachel. Cuando se volvió, la
joven descubrió una misteriosa expresión en su rostro; se sentía como si la estuviera
examinando con un microscopio.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
Reid sacudió la cabeza.
—Nada —contestó, sin poder dejar de pensar en las palabras de Trudy.
Enamorarse. ¡Ridículo! Trudy debía de haberse vuelto loca. Aquella boda tenía
tan poco que ver con el amor como con el dinero, y estaba convencido de que Rachel
estaría de acuerdo con él. La confianza, el compañerismo, los intereses comunes, ver
crecer juntos al bebé… esas eran las únicas cosas que importaban. El amor no era
necesario. Esa clase de sentimientos sólo servía para confundir las cosas. Nunca
había necesitado el amor y le había ido estupendamente sin él.
De hecho, ni siquiera estaba seguro de que existiera.
Miró a Rachel. Esta lo estaba mirando como si fuera un ser completamente
extraño. Y quizá lo fuera.
—Me gustaría refrescarme un poco —dijo Rachel.
—Claro —le contestó Reid—. Tienes tus maletas en el piso de arriba —señaló la
escalera de caracol y Rachel las subió.
De pronto, se encontró en la habitación blanca de su sueño.
—Había pensado que podíamos pasar la noche aquí y salir hacia Connecticut
mañana —dijo Reid a su espalda.
El pánico se apoderó de Rachel. No podía pasar la noche en aquella habitación,
y mucho menos en aquella cama.
Sin pensarlo dos veces, se volvió hacia Reid y dijo:
—No puedo.
—¿Qué?
—Que no puedo quedarme aquí.
—¿Por qué no?
—Es esta habitación. No puedo dormir aquí.
Reid la miró con los ojos entrecerrados.
—¿Estás empezando a recordar?
—Algo.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
—¿Y los recuerdos te resultan tan horribles que no puedes quedarte aquí? —al
propio Reid le resultaba imposible creer cuánto lo molestaba la evidente repugnancia
de Rachel hacia su habitación, hada su cama.
Rachel sacudió la cabeza.
—No, por supuesto que no.
—¿Entonces por qué…?
—Hace calor.
—Podernos poner más fuerte el aire acondicionado.
—¡Es que todo es blanco!
—¿Y odias el blanco?
—Preferiría no quedarme aquí, eso es todo.
Paciencia, se dijo Reid, procurando no perder la calma.
—De acuerdo. Saldremos esta tarde hacia Connecticut. Allí hace más frío que
aquí, hay tres dormitorios y ninguno decorado en blanco. Así podrás elegir.
Rachel sabía que estaba molesto, pero no podía hacer nada para remediarlo. No
podría dormir aquella noche en esa cama por nada del mundo.
—Sí, preferiría que nos fuéramos.
—De acuerdo. Te espero en el piso de abajo —cuando llegó a la puerta se
detuvo—. ¿Rachel?
—¿Sí?
—Sé que no hemos llegado a ningún acuerdo, pero mientras vivamos como
marido y mujer, pienso hacer todo lo que pueda para que este matrimonio sea
perfectamente legal.
—Yo pensaba que ya lo era.
—Legal en todos los sentidos.
Rachel se llevó la mano al cuello.
—¿Te importaría ser más específico? —le preguntó, intentando sonar decidida.
—Sí, ya sea en Connecticut o aquí, pienso consumar el matrimonio.
—Ya veo —Rachel tragó saliva—. ¿Y cuándo te propones que lo hagamos?
—Pronto. Si no tienes ningún problema, claro.
Reid le estaba ofreciendo una forma de escapar. Podría fingir que no se
encontraba bien, culpar a su embarazo y prolongar aquella situación durante algún
tiempo. Sabía que Reid estaba demasiado preocupado por ella y por el bebé como
para forzarla a hacer algo que no quería, pero aun así, no era capaz de mentir.
—¿Cuándo? —volvió a preguntarle.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
Reid se sintió atravesado por un intenso deseo ante la respuesta que Rachel
estaba dando a su solicitud.
—No se me ocurre ninguna razón para retrasar el momento.
—No —repuso rápidamente Rachel—. Será cuando tú lo propongas.
—Esta noche entonces.
—De acuerdo —contestó Rachel, asintiendo lentamente con la cabeza.
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Capítulo Seis
La casa de Connecticut no tenía nada que ver con lo que Rachel se imaginaba.
Se esperaba una casa grande y elegante, la versión campestre de la casa que tenía en
la ciudad. Pero no tenía nada que ver con lo que había pensado.
Era una casa maravillosa.
Situada a más de media milla de la carretera, era el lugar ideal para retirarse a
disfrutar de la vida del campo. No había artificialidades de ningún tipo. Los robles
que la rodeaban le daban un aspecto rústico que nunca se le habría ocurrido asociar
con Reid James. Al menos con el Reid James que ella, y la mayor parte de la gente,
conocía.
Si la casa de Nueva York era propia de un refinado urbanista, la de Connecticut
representaba todo lo contrario.
Era una casa pintoresca, pero a la vez acogedora. Mientras Rachel salía del
coche, tuvo la sensación de que el porche extendía unos enormes brazos imaginarios
para darle la bienvenida.
Permaneció detrás de Reid mientras éste se enfrentaba a la vieja cerradura, con
una luminosa y expectante sonrisa en el rostro.
Cuando la puerta se abrió con un suave chirrido, Reid se volvió hacia ella. Al
verle la cara, Rachel se quedó helada: estaba mortalmente serio.
—¿Qué pasa? —le preguntó asustada.
—Quiero que hagamos las cosas bien.
Y antes de que Rachel pudiera decir nada, la levantó en brazos y atravesó con
ella el umbral.
Rachel se aferró con fuerza a su cuello, y Reid no la soltó mientras
inspeccionaba con curiosidad el interior de la casa.
—Hace años que no vengo por aquí —le dijo a Rachel, como si quisiera
disculparse—. Es una casa muy sencilla.
—Sí, muy sencilla —repitió Rachel en un susurro.
Reid observó sus ojos claros, abiertos de par en par por la sorpresa. Hasta que
no había metido la llave en la cerradura no se había dado cuenta de cuánto deseaba
que a Rachel le gustara el que iba a ser su hogar. Por la expresión de su rostro, debía
de estar sorprendida. Probablemente esperaba encontrarse con una mansión. Y
aunque fuera absurdo, él sentía la necesidad de compensarla por aquella pobre
muestra.
Sin pensarlo dos veces, se inclinó hacia delante y le rozó la boca. Rachel
respondió entreabriendo los labios, y Reid no tardó ni una décima de segundo en
profundizar su beso. Guando saboreó con la lengua el húmedo interior de la boca de
Rachel, se apoderó de él un intenso deseo, pero era consciente de que debía detenerse
antes de perder el control y terminar tumbándola en medio del vestíbulo para hacer
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el amor con ella. El día había sido interminable, y el viaje muy tenso, y además lo
asustaba lo que pudiera pasar si lo hacía. Si terminaban haciendo el amor aquella
noche, tendría que ser algo especial, tan perfecto que Rachel tuviera que recordarlo
eternamente… y tan satisfactorio que nunca dejaría de desearlo.
Separó los labios de los de Rachel.
—Ha sido un beso para desearte buena suerte —dijo con una sonrisa,
intentando aliviar la tensión y disipar la evidente confusión de Rachel mientras la
ponía de pie frente a él.
Retrocedió un paso y se pasó la mano por el pelo con el propósito de ocultar los
sentimientos que lo embargaban. Le había pillado de sorpresa la intensidad de los
mismos. Ver a Rachel en aquella casa, en el único lugar del mundo que consideraba
verdaderamente suyo, lo había impactado infinitamente más de lo que esperaba.
La miró tratando de disimular la emoción que probablemente debía reflejarse
en su rostro y con un movimiento de mano le indicó que pasara al cuarto de estar.
—Todavía quedan muchas cosas por hacer. Puedes decorarlo como quieras —le
explicó antes de entrar.
Rachel se quedó detrás de él mientras miraba a su alrededor.
—Por lo que he visto hasta ahora, la casa me parece perfecta como está.
Reid se volvió hacia ella, le enmarcó el rostro con las manos diciéndose que a él
le sucedía lo mismo con ella y sonrió.
—Vamos. Quiero que lo veas todo.
Le tendió la mano y Rachel se la aceptó mientras pasaba con él al cuarto de
estar.
No era grande, pero sí muy acogedor. En el centro de una de las paredes había
una enorme chimenea, y frente a ella dos cómodos sofás y una mecedora.
La mente de Rachel empezó a correr mientras Reid la conducía por el resto de
las habitaciones del primer piso. Le enseñó la cocina, con vistas al patio trasero, que a
juzgar por la maleza que lo cubría andaba falto de cuidados.
Reid quitó con la mano unas telarañas que colgaban de la ventana.
—Como puedes ver, no se ha usado mucho esta cocina.
Rachel se sentó en una silla de madera y estiró las piernas.
—Tengo que reconocer que estoy sorprendida.
—Y desilusionada —añadió Reid.
—No, en absoluto. Todo lo contrario. Me encanta esta casa, pero me esperaba
algo más grande, pensaba que se parecería a la casa que tienes en Nueva York.
—Sí, supongo que esa es una de las razones por las que me compré esta casa.
—¿Y cuáles son las otras?
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Reid la rodeó para sentarse en el alféizar de la ventana. No le contestó, se volvió
y se quedó mirando fijamente el patio, pero su tenso silencio era más elocuente que
cualquier palabra. Permaneció en aquella postura durante un largo rato.
No se oía nada en aquella habitación de la que empezaban a desaparecer los
últimos rayos del sol. Rachel cruzó las manos en el regazo, dispuesta a esperar hasta
que Reid quisiera decir algo. Se sentía como si hubiera escapado del mundo, como si
estuviera fuera del tiempo. Esperaba que Reid quisiera compartir con ella lo que
estaba pensando, que aquella fuera una oportunidad para conocerlo mejor, para
poder averiguar quién era realmente Reid James.
Y Reid no la desilusionó.
—¿De verdad quieres saberlo? —dijo al fin, mirándola por encima del hombro.
—Sí, quiero.
Reid esbozó una media sonrisa que hizo que a Rachel le diera un vuelco el
corazón.
—Cuando estaba en el orfanato, soñaba muchas veces en poder vivir en un
lugar como éste, en tener una casa en el campo. No quería que fuera grande, ni que
tuviera nada en especial. Me bastaba con una casa común y corriente. Como ésta, con
un patio alrededor y una chimenea delante de la que pudiera reunirse la familia en
Navidad para decorar el árbol…
—Reid, no hace falta que…
—No te preocupes, Rachel. No estoy intentando conmoverte, y tampoco me
estoy quejando. La mayoría de la gente ha tenido una infancia peor que la mía.
Rachel pensó en su propia niñez, en la delicadeza de su madre, en su capacidad
para hacerle sentirse alguien especial. Debía de haber sido terrible para Reid no
haber conocido nunca a sus propios padres. Al pensar en ello, se le hizo un nudo en
la garganta y se llevó la mano al vientre, como si quisiera proteger al bebé que
llevaba en su interior.
Se levantó, se acercó a Reid y le puso la mano en el hombro.
—Debes haberte sentido muy sólo.
Reid se levantó bruscamente y se encogió de hombros, obligando a Rachel a
retirar la mano.
—No más que otros niños en situaciones parecidas, supongo. Vamos, tenemos
que terminar de ver la casa. Me imagino que te apetecerá empezar a pensar en todos
los cambios que quieres hacer.
Rachel lo agarró del brazo.
—No quiero cambiar nada —lo miró a los ojos—. Me gusta así, tal como está.
Reid la observó como si estuviera midiendo la sinceridad de sus palabras.
—Todavía no has visto el piso de arriba.
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—No hace falta. Todo lo que he visto me ha parecido mucho mejor de lo que me
había imaginado.
—¿De verdad?
—De verdad.
Reid le sonrió, extraordinariamente contento por el hecho de que a Rachel le
gustara tanto la casa que no estuviera pensando en realizar ningún cambio. A él le
había ocurrido lo mismo cuando había decidido comprarla cinco años atrás. Volvía
por aquella carretera de un viaje poco digno de recordar, con una rubia menos
memorable todavía cuando había leído el letrero que indicaba que estaba en venta.
En ese momento había sonado una campana de advertencia en su cabeza. Sin
pararse a pensar, había parado el coche y llamado a la puerta, que no había tardado
en abrirle una anciana. Esta le había contado que había enviudado y quería irse a
vivir a una zona más cálida. Reid le había firmado un cheque allí mismo, pero desde
entonces sólo había vuelto por la casa un par de veces, como si estuviera esperando a
tener una razón especial para hacerlo.
Aparte de su matrimonio con Rachel, la compra de aquella casa había sido una
de las cosas más impulsivas que Reid había hecho en su vida. Aunque nunca se había
tomado la molestia de analizarlo, en algún lugar de su subconsciente, tener aquella
casa le proporcionaba una sensación de seguridad que muy probablemente
necesitaba.
Reid le tomó la mano.
—Vamos a ver el piso de arriba.
Rachel permitió que la condujera al segundo piso. Mientras subían, miraba con
atención desde la escalera. Sintiéndose como una niña en una casa de muñecas, se
asomaba por la barandilla que servía de protección entre los dos pisos.
él.
Cuando llegaron al pasillo, Reid se detuvo bruscamente y Rachel chocó contra
—El primer dormitorio —anunció, abrió la puerta y retrocedió para dejar que
entrara Rachel antes que él—. Como podrás observar, no es blanco.
Rachel lo miró por encima del hombro.
—No, no es blanco.
En el dormitorio había dos camas separadas por una mesilla de noche. Eran
muebles funcionales, de aspecto sencillo. La segunda habitación era más pequeña, en
ella sólo había una cama y un tocador. En cuanto la vio, Rachel pensó que sería la
cama ideal para una niñera. Al final del vestíbulo, había dos escalones que daban a
un descansillo desde el que se accedía al tercer dormitorio.
Al verlo, el entusiasmo de Rachel aumentó. No era una habitación grande, ni
especialmente bonita. Pero los ya débiles rayos del sol que se filtraban por la ventana
creaban una atmósfera casi mágica con su luz dorada. Rachel se dijo que en un lugar
como aquél podría aparecer un ángel en cualquier momento.
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Había un armario de madera de cerezo, un tocador, dos mesitas de noche a
cada lado de la enorme cama y en una esquina, una mesa redonda con unas faldas
hechas de retales de tela de diferentes colores a juego con la colcha y las cortinas.
Rachel sonrió mientras acariciaba las faldas de la mesa camilla. Reid se detuvo a
su lado.
—¿Te gusta?
Rachel asintió.
—Esta será tu habitación.
Había dicho «tu habitación», no la nuestra.
—Gracias —fue lo único que se le ocurrió contestar a Rachel.
—Bueno, ya has visto la casa. ¿Te apetece cenar algo? ¿Tienes hambre?
En el mismo instante en el que Reid pronunció aquellas palabras, se apoderó de
Rachel un deseo inexplicable de comer arroz frito. Desde que Trudy le había llevado
la comida china el día que había ido al médico, había desarrollado una necesidad casi
histérica por la comida china que se manifestaba a las horas más extrañas del día y la
noche.
—Estoy desfallecida.
—Podemos salir fuera —Rachel le miró con cierto disgusto—. ¿Qué te gustaría
comer entonces?
—Me encantaría cenar comida china.
—¿China? —Reid soltó una carcajada—. Bueno, si eso es lo que te apetece…
Reid no podía haber sido más complaciente. Sacó las maletas del coche,
rechazando la ayuda que Rachel le ofrecía, y después se fue a buscar un restaurante
chino por todos los rincones de Connecticut. No fue tarea fácil y tardó más de una
hora en volver.
—Arroz frito, pan chino, brócoli, pollo con guisantes…
—¡Guau! ¿Cuántas cosas has comprado?
—Se me ha olvidado preguntarte lo que querías, así que he traído una ración de
cada cosa.
Cuando se pusieron a comer, Reid rechazó los cubiertos que Rachel había
puesto en la mesa y utilizó los palillos.
—¿Cómo has aprendido a usarlos tan bien? —le preguntó Rachel, entre bocado
y bocado.
—Hace algunos años tuve que hacer varios negocios en Hong Kong y aprendí
—le tendió un camarón con los palillos—. Inténtalo tú.
—No creo que…
—Vamos, Rachel. Haz un intento. Abre…
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Reid blandió el alimento antes sus labios de modo que Rachel tuvo que levantar
la cabeza y abrir la boca para recibir aquel manjar. Reid introdujo el alimento con los
palillos en su boca, y cuando la cerró, sacó lentamente los palillos.
Se miraron a los ojos. Rachel tardó algunos segundos en empezar a masticar el
alimento, y cuando lo hizo, Reid siguió con la mirada sus movimientos.
—En cuanto consigues atrapar la comida es muy fácil —dijo suavemente.
—No creo que pueda aprenderlo nunca. No soy muy habilidosa con las manos.
Reid la miró sonriente.
—Yo no diría eso. Al igual que en otras cosas, se necesita práctica. Y cuanto más
se practica, más se disfruta.
Rachel era consciente de que ya no estaban hablando de los palillos, y también
de que se había sonrojado notablemente, de modo que agachó la cabeza y empezó a
prestarle una atención inusitada a la comida que tenía en el plato.
—¿Te apetece un té?
Rachel levantó la mirada. Reid ya tenía la tetera en la mano.
—Sí, por favor —contestó, adelantando su taza.
Reid se la llenó y la empujó hacia ella antes de llenar su taza. Rachel dio un
sorbo a su bebida y cerró los ojos mientras sentía cómo el té pasaba por su garganta.
—Estás cansada —le dijo Reid.
—Un poco.
—Estás muy cansada. ¿Por qué no te preparas y te vas a la cama? Yo me
encargaré de limpiar esto.
Rachel lo miró intentando descifrar lo que había querido decir. ¿A qué se refería
al decir que se preparara? ¿Pretendería reunirse más tarde en la cama con ella?
—De acuerdo —dijo, y se levantó con la taza en la mano.
—Buenas noches, Rachel.
—¿Tú no vas a venir? —le preguntó vacilante.
—No, todavía tengo algunas cosas que hacer.
—Bueno, entonces buenas noches.
Rachel examinó el camisón. El fino satén resplandecía bajo la luz del fuego de la
chimenea que Reid había encendido en cuanto se había puesto el sol y había
empezado a enfriarse la casa. Pasó distraídamente la mano por el brillante tejido. Por
supuesto, no pensaba ponérselo.
Se lo había comprado Trudy para que fuera haciendo su ajuar, según sus
propias palabras y Rachel era demasiado educada para rechazarlo, pero por
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supuesto no tenía idea de ponérselo. Cuando se lo había regalado Trudy, estaba
segura de que no tendría ninguna ocasión para estrenarlo.
Pero en ese momento la tenía.
Reid se lo había pedido y ella había estado de acuerdo. Aquella noche sería su
noche.
A pesar del fuego que caldeaba la habitación, sintió un escalofrío. Reid no la
había seguido al piso de arriba, y aunque Rachel apreciaba el poder disfrutar de su
soledad, todavía tenía sentimientos contradictorios sobre lo que podría depararle la
noche.
Poco después de haber subido a su habitación, se vio obligada a reconocer una
verdad a la que no se había atrevido a enfrentarse en todo el día.
Quería hacer el amor con él. Lo deseaba más de lo que había deseado cualquier
otra cosa en el mundo.
Pero estaba asustada.
La mujer que había pasado aquella hermosa noche en la habitación blanca de
Reid no era ella. Aquella mujer era un producto de la imaginación de Reid, y quizá
también de la suya. Era una mujer despreocupada, desinhibida, dispuesta a
descubrir todo lo que Reid le ofrecía.
Era posible que aquella mujer apasionada existiera en su más profundo interior,
pero Rachel no podía conjurarla cuando quisiera. A pesar de su escasa experiencia
sexual, era consciente de que no era la mejor de las amantes. ¿Qué podría esperar
Reid de ella?
Rachel dejó el camisón en la cama y hundió la cabeza en las manos. Sabía que
iba a desilusionar terriblemente a Reid y no quería que eso sucediera, y menos
aquella noche, posiblemente la única en la que volverían a hacer el amor.
Pensar en ello le destrozaba el corazón. Todo era tan inseguro, tan transitorio,
que le costaba encontrar algún motivo de alegría. Quería a Reid, lo deseaba, pero
sólo podría esperar algo de él durante un tiempo limitado. Y no podía quejarse por
ello. Reid había dejado muy claras las reglas y había seguido meticulosamente sus
deseos. El nacimiento del bebé era la otra cara de la moneda. Quería a ese niño más
que a su propia vida, aunque la aterrorizara pensar lo que ocurriría en cuanto
naciera.
El tic-tac del viejo despertador resonaba en la habitación. Ya era tarde, y Reid
todavía no había aparecido. Quizá no apareciera en toda la noche. Seguir
planteándose aquellas dudas era una estupidez, se regañó.
Lo que tenía que hacer era bajar y preguntarle directamente cuáles eran sus
intenciones.
Pero no se sentía capaz de hacerlo. Parecería como si le estuviera pidiendo que
hiciera el amor con ella. ¿Pero qué importancia podría tener eso? ¿Por qué le parecía
mal ser ella la que tomara la iniciativa? Debería ponerse aquel bonito camisón, bajar a
la cocina y preguntárselo.
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—Perdóname, Reid —dijo en voz alta, como si estuviera representando la
escena—. ¿Vamos a consumar este matrimonio esta noche, o no?
El sólo hecho de imaginárselo le hizo echarse a reír. ¿A quién pretendía
engañar? Jamás sería capaz de hacer una cosa así. El propio Reid se desmayaría si le
lanzaba aquella pregunta a bocajarro.
Y seguramente se lo tendría merecido, por haberla dejado sola, sin saber si
debía vestirse o desnudarse, si debía tumbarse con una postura seductora en la cama
o acurrucarse bajo las sábanas para pasar la noche.
Decidió hacer ambas cosas. Se quitó el vestido, se puso el camisón y se miró en
el espejo, complacida e intimidada a la vez por el reflejo que éste le ofrecía.
Sus senos, henchidos por el embarazo, se perfilaban claramente debajo de la tela
del camisón y asomaban ligeramente por el escote. A pesar de que era consciente de
que era más por el efecto del camisón que por su propio cuerpo, Rachel tenía que
reconocer que tenía un aspecto seductor.
Se cruzó de brazos y se preguntó si eso sería bueno o malo.
Apagó la lámpara de noche y se subió a la cama. Se deslizó bajo las sábanas y se
cubrió hasta el pecho. El calor de la chimenea y su cansancio le dejaron poco tiempo
para pensar en su destino. Cerró los ojos y, a los pocos minutos, se quedó dormida.
Se despertó sobresaltada en medio de la noche sin saber por qué. Pero pronto lo
averiguó. Reid estaba parado en el marco de la puerta. Rachel no sabía la hora que
era ni si llevaba mucho tiempo durmiendo, y por supuesto, desconocía desde cuándo
estaba Reid allí.
—Dime si te parece bien que esté aquí —preguntó de repente Reid,
sobresaltándola.
Apoyándose en un tembloroso brazo, Rachel se incorporó en la cama.
—Sí, me parece bien que estés aquí.
Reid no se acercó a la cama, ni cerró la puerta tras él, tampoco era necesario.
Estaban solos en la casa. Se acercó a la chimenea y colocó otro tronco entre las brasas
que quedaban. Rachel advirtió que llevaba un palillo en la boca, señal de que estaba
nervioso o sumido en profundos pensamientos.
—¿Qué hora es? —le preguntó suavemente.
—Está a punto de amanecer. No he conseguido dormir —le contestó. Estaba de
espaldas a ella, con una mano apoyada en la repisa de la chimenea—. ¿Quieres que
me vaya? —le preguntó, mirándola por encima del hombro.
Rachel sabía que había advertido su miedo, pero sacudió la cabeza con firmeza.
—No.
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Reid arrojó el palillo al fuego y se acercó a los pies de la cama. Rachel se retiró
entonces el pelo de la cara, y al hacerlo, las sábanas se deslizaron hasta su cintura.
Reid recorrió con la mirada el pronunciado escote del camisón, alcanzó las sábanas y
tiró de ellas.
—Me gusta —dijo, observando detenidamente cada centímetro del camisón.
—Me lo regaló Trudy.
—Recuérdame que le dé un ascenso.
Rachel rió nerviosa. Reid todavía llevaba puestos la camisa y los vaqueros. Se
preguntó que habría estado haciendo mientras ella dormía. Tampoco estaba segura
de lo que estaba haciendo allí en ese momento, cuando ya estaba a punto de
amanecer.
Rezando en silencio y retándose a sí misma, se hizo a un lado para hacerle un
sitio en la cama. Sin decir una sola palabra e intentando ignorar su temblor, palmeó
el espacio que había dejado a su lado.
—¿Tienes idea de cuánto te deseo? —le preguntó Reid con una suavidad y una
sencillez que hicieron derretirse a Rachel.
—No, dímelo.
—Preferiría demostrártelo.
Rachel alargó la mano para posarla en su rostro.
—Entonces hazlo, por favor, Reid.
Se acercó a él para que pudiera alcanzar su boca y entreabrió los labios, como a
él le gustaba, permitiéndole acceder libremente al interior de su boca. La intensidad
del deseo que se apoderó de ella la sorprendió, aunque ya debería haber
comprendido que cada vez que Reid la besaba ocurría lo mismo. Siempre se sentía a
punto de desmayarse de deseo, de entregarle a Reid su cuerpo de la misma forma
que ya le había entregado su alma.
Reid la abrazó y la estrechó contra él. Rachel no acertaba a comprender qué
tenía aquel hombre para hacerla derretirse de aquella manera. ¿Sería capaz de hacer
lo mismo con cualquier otra mujer, o sólo tendría ese efecto en ella?
—Relájate —le susurró Reid, mientras trazaba un camino de besos por su
cuello.
—No puedo.
Reid agarró los tirantes del camisón y los deslizó por sus hombros. Después
acarició los senos suaves y llenos que había dejado casi totalmente al descubierto.
—Si quieres que me detenga, lo haré.
—No, no quiero.
Reid le bajó entonces el camisón hasta la cintura y se apoderó de sus senos.
Entonces Rachel retrocedió asustada.
—¿Sabes que me estás volviendo loco? —le reprochó Reid, separándose de ella.
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—No, por favor, quédate.
—Rachel, decídete de una vez. ¿Qué quieres que haga?
—Quédate, quiero que te quedes. Pero…
—¿Pero qué?
—Quizá fuera mejor que te quitaras la ropa.
—¿Toda?
Rachel tragó saliva.
—Sí.
Reid se levantó de la cama y empezó a desabrocharse la camisa y los zapatos a
una velocidad extraordinaria, como si temiera que Rachel pudiera volver a cambiar
de opinión. Lo cual era bastante probable.
Con valentía, desafiándose a sí misma y sin preocuparse de colocarse bien el
camisón, Rachel se puso de rodillas y llegó frente a Reid justo en el momento en el
que estaba quitándose la camisa.
Permaneció con las manos extendidas frente a él, sin atreverse a tocarlo. Reid
convirtió la camisa en un ovillo y la tiró al suelo.
—¿Quieres ayudarme? —le preguntó Reid suavemente. Como Rachel no se
movía, acortó la distancia que le separaba de ella y se desabrochó los pantalones,
pero en vez de bajarse la cremallera, le ofreció a Rachel que lo hiciera por él—. Sigue
tú, Rachel.
Rachel cerró los ojos, se inclinó hacia delante y apoyó la cabeza en su pecho,
posando al hacerlo sus senos desnudos en los fuertes músculos de su marido. Se
restregó contra él como si fuera un gato mimoso. Después empezó a desabrocharle
con deliberada lentitud los pantalones. Sintió los fuertes latidos del corazón de Reid
y aquel sonido la impulsó a deslizar los dedos por la cintura del pantalón con
intención de bajárselo.
Sintió la textura sedosa de los calzoncillos antes de verlos, y cuando ya le había
bajado los pantalones hasta la altura de los muslos, introdujo las manos por su
trasero. Al sentir el calor de su piel a través de la seda, se estremeció.
Le besó el pecho sin dejar de acariciarlo, dejando que sus manos vagaran cada
vez más intrépidas alrededor de la fuente del deseo. La dificultosa respiración de
Reid le indicó antes de que le tocara que ya estaba excitado y listo para emprender
un nuevo asalto a sus sentidos.
—Rachel…
Pero estaba diciendo mucho más que su nombre, aquella palabra era una
súplica, un gemido nacido en las profundidades de su alma, y Rachel se deleitó en
ella. Acarició lentamente el centro de su virilidad, primero de arriba hacia abajo, para
después rodearlo con la mano, a través de la finísima tela.
Rachel no sabía que tocar a un hombre de aquella manera, intentando
enloquecerlo de deseo, pudiera ser tan excitante y satisfactorio para ella misma. Se
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sentó sobre sus rodillas y bajó la cabeza, humedeciendo el sedoso material con su
aliento mientras observaba de cerca su excitación.
Reid, para el que aquello empezaba a ser insoportable e insuficiente al mismo
tiempo, la agarró de los brazos y le hizo levantar el rostro hada él. Introdujo la
lengua en su boca y la besó apasionadamente, hasta hacerla estremecerse.
Después la soltó, y Rachel se tumbó en la cama. Sin detenerse un segundo, Reid
se deshizo de la última prenda que le quedaba y se tumbó a su lado para posar sobre
sus senos una lluvia de besos tan suaves como plumas, antes de empezar a succionar
delicadamente los pezones.
—Rachel… —gemía una y otra vez, acariciándole los senos con su aliento.
Rachel cambió de postura, se volvió hacia él y le rodeó la pierna con la suya.
Reid deslizó la mano debajo del camisón de Rachel e inmediatamente sintió la dulce
humedad de su excitación.
Cerró los ojos, admirando en silencio la capacidad de Rachel para sorprenderlo
siempre, para emocionarlo. Rachel, la tímida y dulce Rachel, era ambas cosas y a la
vez ninguna de ellas. Era la mujer con la que siempre había deseado compartir su
vida, su cama, y ver aquel sueño convertido en realidad era demasiado impactante
para él.
Rachel estaba un poco abochornada por lo excitada que Reid la había
encontrado. Intentó mantener las piernas juntas, pero ya era demasiado tarde. Reid
tenía allí su mano, y la estaba acariciando suavemente con el pulgar, encendiéndola
como nadie lo había hecho en su vida.
—No cariño, no te resistas. Déjame, déjame. Abre las piernas para mí. Así, así.
Oh Rachel, estás tan húmeda, tan preparada ya para mí.
Levantó el camisón lentamente con la otra mano, hasta llevarlo a la altura de la
cintura. La contempló entonces en silencio, sin estar demasiado seguro de lo que
pretendía hacer. Con una admiración reverencial, le besó el vientre y desde allí fue
descendiendo hasta el corazón de su femineidad. Lo saboreó con la punta de la
lengua, deleitándose en su perfume femenino.
Rachel levantó las caderas para darle la bienvenida y volvió la cabeza. Se sentía
como si estuviera cayendo de cabeza por un escarpado precipicio. Sus piernas
parecían tener voluntad propia y su cuerpo se regocijaba bajo las tiernas caricias de la
lengua de Reid.
El orgasmo le llegó mucho antes de que estuviera preparada para recibirlo. Su
cuerpo se tensó y el gemido que había estado intentando contener casi desde el
principio escapó de sus labios convertido en un aullido. Rachel se aferró a la
almohada y la enterró contra su rostro, mientras se retorcía de placer.
—Mírame —le pidió Reid. Rachel sacudió la cabeza—. Rachel, mírame.
—No puedo.
—Sí, claro que puedes. Sólo tienes que volver la cabeza y abrir los ojos.
—No, me da vergüenza.
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—¿Por qué?
—Por lo que has dicho.
—¿Te avergüenzan las cosas que te digo?
—Y también las que digo yo.
—¿Te da vergüenza tu forma de reaccionar? A mí me emociona —se incorporó
y la obligó a mirarlo—. Soy yo, Rachel. No te avergüences. ¿No te atreves a decirlo?
Rachel lo miró fijamente a los ojos.
—Te deseo muchísimo —le dijo Reid—. ¿Tú también me deseas?
—Sí… —susurró.
Reid posó la mano en el todavía minúsculo abultamiento de su vientre.
—No quiero hacer nada que pueda hacerte daño.
—No vas a hacerme daño.
—Si te encuentras mal me lo dirás, ¿verdad?
—Sí.
Rachel se volvió entonces hacia él y le rodeó el cuello con los brazos. Reid se
colocó encima de ella y la penetró suavemente mientras ella se relajaba permitiendo
que su cuerpo se ajustara al suyo. Al momento, Rachel levantó la cabeza para darle la
bienvenida, encantada y emocionada al sentirse llena de Reid.
—Oh, Rachel —le susurró Reid al oído, mientras se hundía en ella—. No te
muevas todavía.
Rachel le clavó las uñas en la espalda, haciendo que Reid se estremeciera y
empezara a moverse lentamente una y otra vez.
Y de pronto se tensó. Rachel sintió cómo se endurecían los músculos de su
espalda bajo sus manos.
—Oh Reid, sigue así, Reid —lo urgió mientras lo sentía liberarse e inundarla de
fuego y saboreaba la sensación de sentir su cuerpo sobre el suyo.
Reid levantó la cabeza al cabo de unos minutos y la miró fijamente. Una sonrisa
cruzó lentamente sus labios e iluminó después su mirada.
—Creo que peso demasiado para ti —dijo contento.
—No, claro que no.
—Sí —la contradijo Reid, y dio media vuelta para tumbarse a su lado.
Rachel lo miró, alegrándose de que no se hubiera ido a la otra habitación y
deseando que pasara la noche a su lado.
Reid le acarició con un dedo la punta de la nariz.
—¿En qué estás pensando?
—Estaba haciéndome algunas preguntas.
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—¿Sobre qué?
—Sobre la consumación de nuestro matrimonio. ¿Ahora ya estamos
oficialmente casados?
Reid soltó una sonora carcajada, la acercó a él y la besó en los labios.
—Sí, Rachel, puedes estar tranquila. Creo que ahora estamos absolutamente
casados.
Rachel sonrió y cerró los ojos.
—¿Pero no estás absolutamente seguro?
Reid la miró con curiosidad mientras se sentaba a horcajadas sobre él.
vez.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó, complacido y confundido a la
En respuesta, Rachel se inclinó hacia delante y lo besó. Reid levantó los brazos y
le rodeó con ellos la cintura.
—Tienes razón —le dijo mirándola a los ojos—. Quizá tengamos que hacerlo
una vez más, sólo para tener mayor seguridad —susurró contra sus labios.
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Capítulo Siete
—¿Dónde está Reid? —le preguntó Trudy mientras se separaba de Rachel,
después de que ésta le diera un abrazo de bienvenida.
—Está fuera, segando el césped.
—¿Que está haciendo qué?
—Ya me has oído. Está cortando el césped. En estas últimas dos semanas ha
crecido mucho con las lluvias. Así que él se está encargando del jardín.
Además de lluviosas, habían sido dos semanas maravillosas. Rachel se
pellizcaba todas las mañanas al levantarse para asegurarse de que no estaba
soñando, de que lo que estaba viviendo era real.
Después de hacer el amor durante la noche de bodas, Rachel había
permanecido dormida hasta bien entrada la mañana. El olor a café recién hecho la
había sacado de la cama, había bajado al piso de abajo y había encontrado a Reid en
la cocina, ordenando lo que parecía haber sido un intento de hacer bizcochos de
mantequilla.
Aquella visión lo había hecho mucho más atractivo ante sus ojos, atractivo que
se había unido a la confusión provocada por todo lo que había sucedido la noche
anterior. Había sido una noche tan maravillosa que Rachel se había descubierto
deseando que no terminara nunca, y desde entonces, esperaba con ansiedad que
volviera a repetirse un milagro como el de aquella noche.
Pero sus esperanzas no se habían visto cumplidas.
Reid no había vuelto a su cama. Era educado y amable con ella, pero procuraba
mantener siempre una prudente distancia, incluso evitaba tener con Rachel el más
leve contacto que pudiera producirse durante su vida en común.
Aun así, se mostraba especialmente atento a todas sus necesidades, de modo
que, aparte del hecho de que procurara guardar cierta distancia, Rachel no tenía
ninguna queja de Reid.
—Esto es increíble —comentó Trudy mientras observaba a Reid por la ventana
de la cocina—. Me gustaría tener una cámara de fotos para que pudieran creerme.
—Está realmente en su papel —comentó Rachel, mientras se acercaba a
Trudy—. Todas las mañanas va a la ferretería y compra alguna otra herramienta para
el jardín. El tendero está encantado con él. Incluso ha venido a entregar
personalmente los últimos pedidos.
Reid vio a las dos mujeres asomadas a la ventana, las saludó con la mano y
detuvo la máquina.
—Parece verdaderamente feliz —dijo Trudy suavemente.
Rachel miró a su amiga.
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—Pareces sorprendida, y sin embargo tú fuiste la que le diste la idea de que se
dedicara a vivir.
—Porque creía que no sabía cómo hacerlo.
—¡Mira quien está aquí! —Reid se limpió los zapatos en el felpudo antes de
entrar en la cocina y darle la bienvenida a Trudy con un fuerte abrazo.
—Uff —dijo la joven, separándolo de ella—. Estás completamente sudado. Y
hueles a —olfateó exageradamente—… hierba.
Reid soltó una carcajada y volvió a abrazarla.
—Es maravilloso, ¿no crees?
—Odio la hierba. Deberías construir un patio de cemento —sugirió Rachel.
—¿Qué te trae por aquí? —le preguntó Reid.
—Es viernes, y tú me dijiste que trajera hoy los papeles que tenías que firmar.
—¿Ya es viernes?
Rachel levantó la mano para quitarle del pelo una brizna de hierba. Reid se la
apartó bruscamente, y Rachel advirtió la mirada de curiosidad de su amiga.
—¿Y qué tal os va? —preguntó Trudy, mirándolos alternativamente.
—Fenomenal.
—Maravillosamente.
Trudy asintió.
—Ya veo. Me alegro de oírlo.
—¿Y cómo van las cosas por la oficina? —preguntó Reid, fingiendo interés.
—Estamos muy ocupados. Los teléfonos no paran de sonar.
—¿De verdad?
—Bueno, supongo que puedes imaginarte el revuelo que ha ocasionado tu
ausencia. Eso por no hablar de tu matrimonio. La ciudad está literalmente llena de
corazones rotos.
Reid desvió la mirada hacia Rachel.
—Trudy está exagerando.
—¿Sí?
—Claro que sí.
—¿De verdad que no has roto ningún corazón, Reid? —insistió Rachel.
—Ninguno que yo sepa.
—¿Y qué me dices de esa rubia de Long Island? —le preguntó Trudy,
disfrutando de aquella inesperada, pero divertida conversación con su jefe y amigo.
—No conozco a ninguna rubia de Long Island —repuso Reid, advirtiéndole con
la mirada que cerrara la boca.
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—Claro que sí. Me refiero a aquella que iba contigo a todos los actos benéficos
el año pasado. Creo que se llamaba Tiffany. Ha estado llamando continuamente. Por
tu línea privada, debo añadir. Se niega a hablar ni una sola palabra con Charlotte,
dice que quiere hablar personalmente contigo. Yo le dije a Charlotte que le diera este
número.
—No te habrás atrevido.
—Pero Charlotte no se lo ha dado —Trudy se puso seria—. Creo que deberías
hacer alguna declaración sobre la boda, o algo parecido. Todo el mundo está
preguntándose quién es la misteriosa novia. Deberías llevar a Rachel a la ciudad y
cortar los rumores de raíz.
Aunque por el momento no había querido compartir ni a Rachel ni a su nueva
vida con nadie, Reid sabía que por el bien de su esposa, el del niño y el suyo propio,
sería aconsejable hacer una aparición pública en Nueva York.
—Está bien, lo haremos.
—¿Qué es lo que haremos? —preguntó Rachel, sin entender del todo lo que
Reid y Trudy estaban planeando.
—Una fiesta —contestó Reid—. No tiene porqué ser especialmente grande. La
celebraremos en la casa de la ciudad. Llamaré a Charlotte, ella sabrá a quién invitar.
—¿Para qué vamos a hacer una fiesta? —preguntó Rachel.
—No Rachel, deberías preguntar para quién. Quiero que hagamos las cosas
bien y presentar públicamente a mi mujer.
—Buena idea —exclamó Trudy.
—No veo la necesidad de… —empezó a decir Rachel.
—Pero la hay, Rachel —repuso Reid—. Cuando nazca el niño no quiero que
haya preguntas, ni ningún tipo de dudas.
Rachel lo comprendía. Crecer sin padre debía haberle hecho especialmente
sensible a ese tipo de rumores. Pero la sola idea de hacer una fiesta para ser
presentada en público la intimidaba. Daría cualquier cosa por no tener que asistir,
pero sabía que iría, y además con una sonrisa radiante en el rostro.
Lo haría por Reid. Porque él lo necesitaba, y a medida que iban pasando los
días, las necesidades de Reid estaban empezando a convertirse en las suyas propias.
Aunque la asustaba admitirlo, estaba enamorándose de Reid.
—Si crees que eso es lo que tenemos que hacer, estoy de acuerdo… —dijo
Rachel.
—Entonces no hay más que hablar —contestó Reid, y se dirigió hacia el
vestíbulo a grandes zancadas—. Trudy, ¿por qué no te cambias de ropa y te pones
algo más cómodo mientras me ducho? Nos pondremos a ver esos papeles más tarde.
—Claro, Reid —contestó Trudy mientras lo observaba marcharse. Después se
volvió hacia Rachel—. ¿Qué es lo que os pasa?
Rachel bajó la mirada hacia sus manos.
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—No nos pasa nada.
—No mientas. Cada vez que uno de los dos piensa que el otro no le está
mirando, no podéis quitaros la vista de encima, y Reid se ha sobresaltado cuando has
intentado quitarle la brizna de hierba que tenía en el pelo.
—No seas ridícula.
—Y tú no me digas eso. Me gano la vida observando a los demás y vosotros dos
andáis el uno alrededor de la otra como si os diera miedo romper algo. Ahora
explícame a qué se debe esa actitud. ¿No estáis durmiendo juntos?
—Sólo hemos dormido juntos una vez.
mal?
—¿Qué? ¿Una sola vez? ¿En dos semanas? ¿Pero por qué? ¿Es que te encuentras
—Me encuentro perfectamente. No me he sentido mejor en toda mi vida. Sé que
tú piensas que estar embarazada es casi lo mismo que estar enferma, pero yo me
encuentro maravillosamente.
—¿Entonces cuál es el problema?
—El problema es Reid. No me toca, y tampoco me permite que lo toque.
—¿Tiene algún tipo de problema con el sexo?
—No —contestó Rachel con voz suave, recordando la noche que habían pasado
juntos—. En absoluto.
—Ahórrame los detalles —repuso Trudy—. Entonces no comprendo cuál es la
razón por la que está tan distante. No tiene sentido que haya hecho el amor contigo
una noche si no tiene intención de continuar la relación.
—La razón es que quería consumar el matrimonio.
—¿Qué?
—Ya lo has oído, quería que consumáramos el matrimonio —repitió.
—¿Eso lo ha dicho él?
—Con esas mismas palabras.
—Dios mío, a veces parece incapaz de desprenderse de su pasado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Rachel—. ¿Te refieres al orfanato?
—Sí, y a las monjas y al sentido de la culpabilidad. Consumar. ¡Qué palabra!
—¿Y qué piensas que debería hacer yo?
Trudy la miró.
—Intentar seducirlo, por supuesto.
—Debes de estar bromeando.
—No, estoy hablando totalmente en serio. Es evidente que está esperando que
hagas el próximo movimiento.
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—Eso es una locura —repuso Rachel, sacudiendo la cabeza—. Te aseguro que
no estaba nada cohibido la noche que… Bueno, es una locura pensar que está
esperando que yo haga algo.
Trudy se levantó, se acercó a Rachel y la agarró de los hombros.
—¿No te das cuenta? Él sugirió que debíais consumar el matrimonio y tú lo
aceptaste. Cree que sólo lo hiciste para cumplir con tu deber y que como ya habéis
consumado el matrimonio no hay por qué repetirlo. Al menos, por supuesto, que a ti
te apetezca.
—¿De verdad lo crees?
—¿Se te ocurre alguna idea mejor? —preguntó Trudy.
—Ninguna.
—¿Entonces qué tienes que perder?
Rachel se llevó la mano al estómago y presionó el pequeño abultamiento que
seguía creciendo día adía.
—Nada.
Las visitas que Trudy les hacía los viernes, pronto se convirtieron en parte de la
rutina semanal, pero a pesar de la insistencia de Reid, que la invitaba a quedarse con
ellos todo el fin de semana, siempre se marchaba a primera hora del sábado por la
mañana. Para él era un verdadero alivio que hubiera alguien entre él y Rachel. Estar
tan cerca de ella durante todo el día era agotador para sus nervios, pero la noche que
habían hecho el amor, se había prometido no volver a acercarse a ella.
Al fin y al cabo, Rachel ni siquiera deseaba casarse con él. Al principio, no había
querido comprometerse bajo ningún concepto, y no había querido hacer el amor
hasta que él le había revelado la intensidad de su deseo. Para Reid era más que
evidente que Rachel necesitaba conocerlo mejor, y por ello estaba haciendo todo lo
que podía para que no se sintiera intimidada.
Pero para Reid era imposible dejar de desearla. Rachel le había repetido una y
otra vez que no recordaba la primera noche que habían pasado juntos, pero estaba
seguro de que no podría decir lo mismo de su noche de bodas. A pesar de lo
tranquila y reservada que se mostraba normalmente, se transformaba en una mujer
absolutamente desinhibida cuando apagaban las luces.
Reid se preguntaba si sería consciente de ese cambio, o si al menos se daría
cuenta de que era capaz de volverlo completamente loco. Muchas veces, lo llevaba al
borde del delirio. Para despertar su deseo le bastaba una sola palabra de Rachel,
hasta el más leve roce lo ponía al filo del abismo.
De modo que había decidido no tocarla en ningún momento, ni siquiera por
accidente. Sabía que en el momento que lo hiciera, le resultaría imposible detenerse.
Pensaba continuamente en lo que haría si Rachel se acercara a él. La desnudaría,
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tomaría sus senos y le lamería los pezones hasta que se irguieran bajo sus caricias.
Después la estrecharía contra él antes de hundirse en su interior… y entonces ella
empezaría a moverse, trasladándolo a un lugar y a un tiempo mágicos, que sólo ella
podía crear para él.
Apagó el cortacésped con manos temblorosas. Aquellos pensamientos,
demasiado eróticas para tener el más mínimo viso de realidad, habían conseguido
ponerlo nervioso. Se obligó a pensar en otras cosas. En la hierba, en el jardín… en
cualquier cosa que pudiera alejar a Rachel de su mente.
Ella no tenía idea de todas las restricciones que se estaba imponiendo, ni de
cómo la observaba Reid mientras deambulaba por la casa. Su cuerpo estaba
cambiando día a día, convirtiéndola en una tentación cada vez mayor.
Las palabras de Trudy, anunciándole que podría enamorarse de ella, se repetían
en su mente. Siempre le había parecido algo imposible, pero desde que conocía a
Rachel, aquella preocupación se había instalado clandestinamente en su cabeza. ¿Qué
ocurriría si al final se enamoraba de ella y al cabo del año Rachel decidía
abandonarlo?
El sentimiento de terror que lo sobrecogía cada vez que pensaba en ello era
indescriptible. Reid se había pasado toda su vida de adulto, desde que a los dieciséis
había averiguado la identidad de su padre, negándose sus sentimientos, rechazando
todas sus esperanzas y deseos. Había centrado su vida alrededor de las cosas,
olvidándose de la gente y la idea de confiar su amor a una mujer le resultaba
totalmente incomprensible.
Pero con Rachel estaba acercándose peligrosamente a esa situación. Esa era la
razón del temor que había sentido la noche en la que se habían conocido. Su instinto
había reconocido el peligro. Le gustara o no, Rachel lo asustaba.
Llevó el cortacésped hasta el borde de los pinos que separaban de forma natural
del patio del bosque que había detrás.
El trabajo físico lo ayudaba más que cualquier ejercicio de gimnasio. Adoraba la
fragancia del aire, la suave brisa de octubre, el calor del día y el frío de la noche.
Había averiguado por qué había comprado tan impulsivamente aquel lugar en
cuanto había visto un anuncio. Se sentía vivo, como si hubiera vuelto a nacer. Se
sentía parte del cielo, de la tierra… y jamás se había sentido tan libre.
Deseaba que aquel período no terminara nunca, pero su antigua vida empezaba
a inmiscuirse en aquella paz.
Esa misma noche sería la fiesta de presentación de su esposa. Habían decidido
pasar el día en Connecticut y salir hacia Nueva York por la tarde. No quería estar
mucho tiempo fuera de allí. Cualquiera que fuera la causa, en aquel lugar se sentía
cargado de energía, dispuesto a hacer cualquier cosa. Y su nivel de testosterona
estaba en todo momento tan alto, que lo mejor que podía hacer era esperar que
Rachel se mantuviera apartada de su vista.
Pero por supuesto, ella no lo hacía. Incluso en ese momento podía verla por el
rabillo del ojo mientras se dirigía hacia él. Quizá a ella también le resultaba imposible
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alejarse de él, se dijo Reid, y pese a que desestimó inmediatamente aquel
sentimiento, no pudo evitar que contribuyera a consolidar su casi permanente estado
de excitación.
—Hola —lo saludó Rachel con una sonrisa—. Te he traído agua fría.
Reid apagó la máquina.
—Gracias —dijo, agarró el vaso de plástico que Rachel le ofrecía y bebió
sediento.
—¿Podemos comer ya? —le preguntó Rachel.
—Estoy a punto de terminar.
—He metido una quiche de queso en el horno. ¿Te apetece?
—Lo que me apetece es una hamburguesa doble con bacon y queso.
Rachel sonrió.
—Te veo un poco hambriento.
—Estoy totalmente desfallecido —respondió Reid, tendiéndole el vaso vacío.
Rachel agarró el vaso procurando que no se rozaran sus dedos. Durante una
decima de segundo, se miraron a los ojos.
—Veré lo que puedo hacer —dijo mientras se metía la otra mano en el bolsillo.
—¿Por qué no empiezas a comer sin mí? —le preguntó Reid.
—No me importa esperarte.
Reid se señaló así mismo con un gesto.
—Tengo que lavarme. Estoy hecho un desastre —se pasó las manos por los
pantalones cortos y al hacerlo salieron volando un montón de briznas de hierba.
—Bueno —dijo Rachel, dejando el vaso de plástico en el suelo—. Déjame
ayudarte.
Rachel empezó a quitarle las hierbas de las piernas y después ascendió por sus
brazos.
—Dios mío, estás hecho un auténtico desastre —le dijo con una breve carcajada
mientras empezaba a acariciarle el pecho, pero entonces se dio cuenta de que Reid
estaba completamente quieto.
Levantó la cabeza, y al mirarlo a los ojos fue inmediatamente consciente de su
error. Lo había tocado. Aunque nadie hubiera hablado de ello, sabía que no tocarlo
era una de las normas y ella la había quebrantado.
Bajó la mirada hada sus manos, todavía enredadas en el vello del pecho de Reid
y las apartó lentamente.
—Lo siento —dijo con un hilo de voz—. No pretendía…
Reid la agarró de la muñeca antes de que pudiera alejarse.
—Rachel, mírame.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
Al hacerlo, Rachel vio sus ojos llenos de un deseo que ella compartía
incondicionalmente, pero la forma de agarrarla de Reid, parecía querer desmentir lo
que reflejaba su mirada. Con aquel gesto, Reid le estaba diciendo que se alejara, la
estaba empujando hacia la casa.
Pero ella no quería irse, de modo que decidió probar la teoría de Trudy y dar el
primer paso. Se acercó más a él, se puso de puntillas y le rozó la boca con los labios.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó Reid.
—Besándote.
—Voy a ponerte perdida de hierba.
Rachel le acarició suavemente el pecho antes de rodearle el cuello con los
brazos.
—No me importa.
Deslizó la lengua entre sus labios, al principio tentativamente, pero en cuanto
advirtió que Reid la rodeaba con los brazos, con mucha más audacia. Reid inclinó la
cabeza para devolverle el beso y poder besarle el cuello, que lo atraía como si fuera
un potente imán.
dijo:
Consciente de que si no paraba en ese momento ya no iba a poder hacerlo, le
—Rachel, no sigas.
—¿Por qué? —le preguntó mientras se bajaba el top y restregaba sus senos
desnudos en el pecho de Reid, obteniendo a cambio un satisfactorio gemido.
—Porque —Reid le tomó un seno con cada mano y empezó a acariciarlos
lentamente—. Porque… no voy… a poder parar.
—No quiero que te detengas.
—¿Y qué es lo que quieres? ¿Hacer el amor aquí mismo?
Rachel se movió de forma insinuante y lo agarró por los hombros.
—Es un lugar encantador.
Reid continuó acariciándole los pezones hasta hacerla derretirse en sus brazos.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo, cariño.
Y antes de que Rachel pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, la
tumbó en la hierba.
—¿Así es como te gusta? —le preguntó, haciendo cada vez más intensas sus
caricias.
—Sí… —suspiró—, pero quiero más.
Reid llevó las manos hasta el abultado vientre en el que crecía su hijo y miró a
Rachel a los ojos.
Rachel puso la mano encima de la suya y la presionó contra su vientre.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
—Te deseo —susurró.
—Dilo otra vez —le pidió Reid.
Rachel se incorporó apoyándose en un codo. Introdujo la mano por la cintura
de los pantalones de Reid y empezó a acariciarlo más íntimamente. Le encantó
comprobar que Reid ya estaba listo para hacer el amor y esbozó una sonrisa triunfal.
—Reid, te deseo aquí y ahora.
Reid se inclinó hacia delante y Rachel lo imitó para ser ella la primera en
alcanzarle los labios. Sus bocas se fundieron con tanta naturalidad como si fueran las
dos mitades de un todo y Rachel entreabrió los labios para recibir sus caricias, su
calor.
Y desde luego Reid sabía cómo acariciarla. Cuando volvió a buscar con la mano
el más escondido rincón del placer, Rachel abrió las piernas y levantó las caderas
dándole la bienvenida. Su cuerpo ardía, como si se hubiera convertido en fuego
líquido, cuando Reid se dispuso a explorar todos los secretos de su boca, sin dejar de
acariciarla a la vez de la forma más íntima posible.
Después inundó de besos el rostro de Rachel, era tal su pasión que parecía un
hombre que hubiera encontrado de pronto el alimento después de semanas de
inanición.
Bajó la cabeza hasta su cuello, saboreando su piel y mordisqueándola
suavemente hasta encontrar de nuevo sus pezones. Allí abrió la boca para
acariciarlos con toda la ternura y la delicadeza de la que era capaz. Rachel sintió un
rayo de deseo en su vientre, una bola de fuego en el corazón del deseo y se abrió
completamente para él.
Tomó el sexo de Reid con la mano, y lo acarició lentamente.
Reid se tensó y se estrechó suplicante contra ella, desesperado por hundirse en
su interior y poder liberarse.
Se desnudaron mutuamente, urgidos por el mismo deseo y Reid la penetró.
—¿Te hago daño? —preguntó Reid, mientras se hundía en ella.
—No, Reid, no. Por favor, no te detengas.
Reid inclinó hacia delante las caderas. Rachel le acariciaba todo el cuerpo con
las manos y le rodeaba la cintura con las piernas.
—Sí —susurraba, mientras Reid salía casi por completo para hundirse, una y
otra vez, nuevamente en su interior.
Bajó los labios hasta su boca y la besó; fue un beso largo, agridulce. Era como si
su cuerpo quisiera confesar todas sus esperanzas y sus sueños, su amor por ella.
Rachel se sentía tan bien, tan absolutamente llena de él que se abandonó a los
sentidos. Cerró los ojos a todo, menos a la vocecilla interior que la invitaba a disfrutar
plenamente del placer que la aguardaba.
Echaba hacia delante las caderas una y otra vez para encontrarse con él, y
susurraba su nombre al mismo ritmo.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
—Reid, Reid, Reid.
—Rachel… —le susurró Reid al oído con la voz ronca por el deseo—, ya no
puedo aguantar más.
—No…
—Rachel, cariño… Rachel.
La inundó de fuego y Rachel cruzó las piernas a su alrededor para que se
mantuviera dentro de ella y absorber plenamente su esencia.
Sus ojos se encontraron. Reid levantó la mano para quitarle unas briznas de
hierba de la cara y el pelo.
—Rachel…
—Dime.
—Yo…
—¿Señor James? ¿Está allí atrás? Traigo esas podadoras que me encargó.
Ambos se levantaron al mismo tiempo. Reid se puso a una velocidad pasmosa
los pantalones mientras murmuraba toda serie de obscenidades. Rachel se puso las
medias, el top y la falda en un tiempo récord. En el momento en el que el propietario
de la ferretería los encontró, los dos estaban perfectamente vestidos, aunque su
expresión era algo extraña.
—¡Aquí está! —lo saludo el señor McCaffery, miró a Rachel y se llevó la mano a
la gorra con el emblema de la tienda que llevaba en la cabeza—. Señora —se volvió
hacia Reid—. Tenía que venir por esta zona y se me ha ocurrido pasarme por su casa
para ahorrarle un viaje a la tienda.
—Bueno, gracias, señor McCaffery, pero no tenía que haberse molestado —
contestó Reid, agarrando las herramientas que le llevaba.
—Para mí no es ninguna molestia —miró a Rachel y a Reid con una amplia
sonrisa y después le dijo al último—: ¿Estaba usando la máquina que le vendí?
—Eh… bueno, sí, la estaba utilizando —contestó Reid.
—No debería expulsar tanta hierba. ¡Mire como están ustedes dos, todos
cubiertos de hierba! Permítame echarle un vistazo.
El señor McCaffery examinó la segadora, intentando encontrar sus defectos.
Reid miró a Rachel y sonrió. La joven tuvo que morderse el labio para contener una
carcajada.
—Creo que voy a ir a echarle un vistazo a la comida.
McCaffery levantó rápidamente la cabeza hacia ella.
—Oh, debería habérselo dicho antes. Al pasar he visto que estaba saliendo
humo por la ventana de la cocina.
—¡Mi quiche! —exclamó Rachel, y salió corriendo hacia la cocina.
—¿«Quiche»? —preguntó McCaffrey.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
—Es una especie de pastel de queso.
—No me parece lo más apropiado para un almuerzo.
—No lo es.
—Al principio de nuestro matrimonio mi mujer hacía lo mismo —comentó
McCaffrey sacudiendo la cabeza—. Pero no se preocupe por eso. Las recién casadas
tardan algún tiempo en aprender cómo se satisface el apetito de un hombre.
Rachel observó el contoneo de las caderas de Rachel mientras ésta subía los
escalones de entrada a la casa.
—Ya lo está
estupendamente.
aprendiendo,
señor
McCaffrey.
Lo
está
aprendiendo
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Audra Adams – Encuentro amoroso
Capítulo Ocho
Rachel y Reid llegaron más tarde de lo razonable a su propia fiesta.
Charlotte salió a recibirlos en cuanto los vio, y exclamó con una extraña sonrisa:
—Menos mal que habéis llegado.
El grupo de invitados que Charlotte había reunido escrupulosamente aplaudió
a la pareja cuándo ésta hizo su entrada al salón.
Todos se precipitaron hacia ellos, obligando a la siempre eficiente Charlotte a
organizados en línea. Todo el mundo estaba pendiente de la recién casada, y Rachel
se sentía como si fuera un nuevo oso panda exhibiéndose en el zoo.
Los invitados fueron pasando uno tras otro delante de ella. Rachel les
estrechaba amablemente la mano y no se molestaba siquiera en retener sus nombres.
Cada uno de los asistentes a la fiesta fue a darles la enhorabuena por la boda, y todos
recorrían a Rachel de pies a cabeza con la mirada, para detenerse después en sus ojos,
como si estuvieran intentando averiguar la razón por la que Reid se había casado con
ella.
Para empeorar la situación, no había nadie a quien no se le ocurriera algún
comentario sobre su tardanza. Reid se excusó responsabilizando al tráfico de su
retraso, pero Rachel se sonrojó como si pensara que todo el mundo sabía exactamente
lo que los había hecho llegar tarde.
Pero a pesar de su azoro, Rachel estaba de un humor inmejorable. Aquella
gente, aquella fiesta sólo era un ruido de fondo sobre lo que realmente ocupaba sus
pensamientos. Después de su encuentro en el patio, había florecido algo nuevo entre
ella y Reid. Aunque no hubieran hablado de ello, habían alcanzado un nuevo nivel
en su relación.
Podía parecer estúpido, pero el hecho de poder tocarlo era un importante
progreso. Sorprendentemente, una vez que había dado aquel paso para romper el
tabú, Reid no había sido capaz de mantener las manos lejos de ella en ningún
momento.
Cuando le había pedido que la ayudara a subirse la cremallera del vestido que
se había puesto para la fiesta, en vez de hacerlo rápidamente, se había entretenido
acariciándole la espalda con las yemas de los dedos, como si dispusieran de todo el
tiempo del mundo. Cuando había llegado al cuello, la había besado, haciéndola
estremecerse de pies a cabeza al sentir la suavidad de su aliento en la nuca. La idea
de terminar de abrocharse el vestido había desaparecido completamente de su mente
cuando Reid le había hecho apoyar la espalda contra él y había empezado a
acariciarle los senos. Mientras la hacía sentir la fuerza de su excitación, estrechándola
más firmemente contra él, había empezado a susurrar su nombre de forma
suplicante, no dejándole la menor duda de lo que quería y de cómo iba a terminar
aquello.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
Habían hecho el amor, aquella vez de pie, apoyados contra la puerta, aunque la
cama estaba a solo unos pasos. Lo habían hecho de manera apasionada, salvaje, como
si llevaran años sin tocarse.
El vestido había terminado completamente arrugado, y como no tenía otro,
Rachel se había tenido que poner a plancharlo, de modo que no le había quedado
tiempo para terminar de arreglarse. Se había cepillado el pelo rápidamente y se había
maquillado en el coche, mirándose en el espejo retrovisor.
Desde luego, no había sido la mejor forma de prepararse para su presentación
en público.
Suspiró y se ajustó el pañuelo alrededor del cuello, un añadido que se le había
ocurrido agarrar en el último minuto para disimular un poco el pronunciado escote
del vestido.
Miró a Reid a los ojos cuando éste la empujó suavemente hacia un grupo de
colegas y socios de trabajo. Reid le sonrió y le pasó posesivamente el brazo alrededor
de la cintura, completamente ajeno a la preocupación de Rachel por su aspecto. Él,
por supuesto, estaba perfecto con aquel traje diseñado en Italia.
Rachel sonrió a los miembros del grupo, convencida de que todos ellos estaban
pensando que era una mediocre imitación de lo que debería haber sido la esposa de
Reid James. Desde luego, prefería no imaginarse lo que pensarían cuando se
enteraran de que estaba embarazada.
Permaneció al lado de su esposo mientras éste se enfrascaba en una
conversación de negocios con sus colegas, pero se puso a buscar a su amiga Trudy
con la mirada. Entre aquel mar de cabezas, era prácticamente imposible encontrarla.
Al final, la descubrió saliendo de la cocina y le hizo una seña con la mano para que se
encontraran en el piso de arriba. Le pidió excusas a Reid y atravesó la multitud para
dirigirse al dormitorio principal.
Trudy entró en el dormitorio detrás de Rachel que se había repantingado en la
mecedora y se estaba quitando los zapatos.
—Así que esta es la famosa habitación blanca —dijo Trudy.
—Trudy…
Trudy permanecía en el centro de la habitación con una mano en la cadera y
mirando con curiosidad a su alrededor.
—Oh, déjame entretenerme un poco. Nunca había estado aquí.
—¡Me alegro de oírlo! —Rachel volvió rápidamente la cabeza hacia su amiga—.
¿Alguna vez lo has deseado?
—¿Venir aquí con Reid? —preguntó Trudy, y Rachel asintió—. Claro, al
principio. Pero la respuesta de Reid fue una negativa —se encogió de hombros—. No
creo que haya una sola mujer en la ciudad que no lo intentara. Estoy segura de que
ahora mismo hay por lo menos veinte mujeres en el piso de abajo que alguna vez han
fantaseado con esa posibilidad.
—¿Pero alguna la ha visto hecha realidad?
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—Supongo que algunas, pero yo sólo conozco a una de ellas.
—¿Quieres decir que abajo está una de las antiguas novias de Reid? —preguntó
Rachel con incredulidad.
—La rubia de Long Island. Ha conseguido que alguien la trajera. Supongo que
no ha podido resistir la tentación de verte.
Rachel intentó localizar mentalmente a la mujer de la que hablaba Trudy.
—Hay varias mujeres rubias en la fiesta, y Reid no parece especialmente
interesado en ninguna de ellas.
—No lo está —miró a Rachel a los ojos—. Dios mío, no te has dado cuenta,
¿verdad?
—¿No me he dado cuenta de qué?
—De que ese hombre sólo tiene ojos para ti. Está completamente loco por su
esposa.
—No digas eso, no es verdad.
—¿Por qué iba a inventármelo? Claro que es verdad.
—No, no lo es. ¿No crees que yo lo sabría si de verdad fuera así? Estoy segura
de que me habría dicho algo.
—No, no lo creo. No sabe cómo hacerlo, si quieres oírlo, vas a tener que
arrancárselo.
—Bueno, no quiero que sigamos hablando de eso —Rachel no podía permitirse
pensar en la posibilidad de que Reid pudiera sentir algo por ella. Porque la verdad
era que estaba empezando a creérselo, y si descubría que no era cierto… si terminaba
dándose cuenta de que Reid…
Trudy interrumpió el curso de sus pensamientos al pasarle un brazo por los
hombros.
—No tienes ningún motivo para estar celosa, Rachel. Reid es tu marido.
—¿Celosa? ¡Debes de estar bromeando! —mintió. Rachel se sentía incapaz de
desprenderse del aguijón de los celos—. Sólo quiero saber cuál es la mujer con la que
Reid salía.
—Te la señalaré cuando bajemos.
—Estupendo.
Rachel se levantó y se asomó a la ventana. Desde allí observó la ciudad que se
extendía bajo sus pies.
—¡Qué vista tan hermosa! —dijo, y se llevó la mano al vientre.
Trudy se acercó a ella.
—Y también es una bonita habitación.
—Sí, lo es.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
—¿Todavía la odias? —le preguntó Trudy a Rachel, que volvió a sentarse en la
mecedora.
Rachel miró a su alrededor y se encogió de hombros.
—Está empezando a gustarme.
—Eso no es todo —dijo Trudy mientras le quitaba a su amiga algo del pelo.
—¿Qué quieres decir?
—Esto —le enseñó a Rachel una brizna de hierba—. Estoy deseando oír cómo
ha llegado esto a tu pelo.
Rachel se puso completamente roja.
—¡Mira cómo te has puesto! Cuéntame lo que ha pasado. ¿Has seguido mi
consejo y lo has seducido? —como Rachel no contestaba, Trudy insistió—. Lo has
hecho, ¿verdad?
Rachel intentó disimular una sonrisa de culpabilidad, pero Trudy era
demasiado perspicaz.
—¿Y ha funcionado? —continuó preguntando. Rachel se levantó y se ajustó el
pañuelo. Entonces Trudy abrió los ojos de par en par—. ¡Dios mío! ¿Has visto cómo
tienes el cuello?
—No es tan terrible —contestó Rachel, intentando cubrir con el pañuelo las
marcas dejadas por Reid.
—¿Que no es tan malo? ¿Apareces en tu fiesta de presentación con un chupetón
en el cuello y dices que no es tan malo?
—No seas tan grosera, no es un chupetón.
—¿Ah, no? —Trudy le quitó el pañuelo—. ¿Entonces qué es esto?
—Sólo una marca.
—No me lo creo. Eso es un chupetón que te ha hecho Reid. ¿Dónde te lo ha
hecho?
—¡Trudy!
—Vamos, cuéntamelo —de pronto se le iluminaron los ojos—. ¡En la hierba!
Claro, se pasa el día moviendo esa estúpida máquina para cortar el césped. Por eso
tenías una brizna en el pelo. ¡Esto es fabuloso!
—¿Qué es tan fabuloso?
Las dos mujeres se volvieron a la vez al oír la voz de Reid.
—Eh, bueno… Estábamos hablando del vestido de Rachel —contestó Trudy,
volviendo a poner a su amiga el pañuelo alrededor del cuello—. Le estaba diciendo
que me parece fabuloso.
Reid se puso al lado de su esposa.
—Sí —dijo suavemente, acariciándole la mejilla—.
especialmente radiante. Todo el mundo lo ha comentado.
Esta
noche
está
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Audra Adams – Encuentro amoroso
Reid no podía apartar los ojos de su esposa. Cuando había mirado alrededor del
salón y no la había visto, le había entrado un ataque de pánico, al recordar cómo
había desaparecido después de su primer encuentro.
La mera idea de que pudiera haber ocurrido otra vez lo aterrorizaba. Le
resultaba imposible imaginarse su vida sin poder tocarla, sin poder acariciarla, sin
poder estar a su lado. No podía imaginarse una vida sin las esperanzas y los desafíos
que para ellos supondría el nacimiento del bebé. Reid era consciente de que su
esposa no sabía lo que sentía ni lo que pensaba de ella. No sabía cómo decírselo. El
que había sabido resolver y levantar tantos negocios, no era capaz de encontrar las
palabras adecuadas para decirle a su mujer lo que sentía por ella, lo que para él
significaba.
Lo único que podía hacer era demostrárselo y rezar para que Rachel lo
comprendiera.
Se miraron a los ojos. Durante un largo momento, Reid escudriñó su rostro,
dejando que se prolongara el silencio hasta que Trudy carraspeó con la intención de
recordarles que no estaban solos.
—Voy a bajar —dijo Trudy con una sonrisa. Y después de guiñarle un ojo a
Rachel se marchó.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó entonces Reid a su esposa.
—Sí, estoy estupendamente.
Reid le tendió las manos.
—Entonces creo que será mejor que vayamos a atender a nuestros invitados.
—Por supuesto.
Rachel deslizó los pies en los zapatos mientras Reid le tomaba las manos,
cerrando los dedos alrededor de los suyos y volviendo a mirarla a los ojos. Rachel se
sonrojó todavía más de lo que ya estaba.
—¿Estás segura de que te encuentras bien? Estás muy colorada.
—No estoy bien, es que hace un poco de calor aquí.
—Entonces quítate el pañuelo.
—No, está bien así.
—Rachel, ¿por qué estás incómoda? Quítatelo —tiró de una punta del pañuelo
y se lo quitó, descubriendo al mismo tiempo las marcas que tenía en el cuello.
—Por eso no quería quitármelo —le explicó Rachel.
—¿Te lo he hecho yo?
Rachel asintió.
—Lo siento —dijo. Acarició los moretones con las yemas de los dedos y le
susurró a Rachel al oído—. Es mentira. No lo siento en absoluto —la besó con una
delicadeza y una ternura infinitas y le sugirió—: Quedémonos aquí.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
—No podemos, todo el mundo nos está esperando…
—No les importará…
—Pero Charlotte.
Reid se separó de ella y suspiró frustrado.
—Tienes razón —volvió a ponerle el pañuelo alrededor del cuello—. Vamos.
La condujo al piso de abajo y volvieron a encontrarse con la multitud de
invitados que allí los esperaba. Reid fue empujado casi inmediatamente hacia un
grupo de socios de negocios que estaban ansiosos por escuchar su opinión sobre sus
últimas inversiones. Rachel le hizo un gesto y se dispuso a encontrar a Charlotte para
averiguar a qué hora se suponía que debía de terminar la fiesta.
Estaba cansada y alborozada al mismo tiempo. Los acontecimientos del día la
habían hecho sentirse como si estuviera montada en una montaña rusa. Reid no
podía haber sido más cariñoso. Sonrió para sí misma, bendiciendo a Trudy por su
sugerencia.
—¿Te apetece un ponche?
Rachel se volvió y se encontró a Jules Laraby tendiéndole una copa.
—Gracias —le dijo, aceptando la bebida. Se la llevó a los labios, pero antes de
beber vaciló—. No tiene alcohol, ¿verdad? —le preguntó con una sonrisa, consciente
de que Jules era una de las pocas personas que sabía la verdadera razón por la que
estaba allí.
—No, es un zumo —soltó una carcajada.
Rachel dio un sorbo a su bebida y repitió las gracias.
—¿Te gusta la fiesta que te han preparado?
—Está siendo una fiesta muy agradable, Charlotte ha hecho un buen trabajo.
—Es una mujer muy eficiente —dijo Jules—. Pero no es Reid.
—¿Qué se supone que quieres decir, Jules?
Jules se encogió de hombros.
—Exactamente lo que he dicho. Charlotte es una trabajadora estupenda, pero
no es Reid James. Es capaz de hacer un trabajo competente a corto plazo, pero a largo
plazo… En fin, creo que la compañía va a sufrir la ausencia de Reid.
—Reid sólo se ha tomado un período de descanso. No se ha retirado.
—Eso es lo que él dice, pero la verdad es que lo ha dejado todo por ti.
—Eso es absurdo.
—Estoy de acuerdo. Además, hay que tener en cuenta que cuanto más tiempo
pase lejos del negocio, más duro le resultará volver. Perderá su credibilidad, y su
poder.
—Y tú no quieres que eso suceda, ¿verdad, Jules?
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—Por supuesto que no. Nadie lo quiere. Y menos que nadie el propio Reid.
Creo que no es consciente de lo que esta pequeña escapada puede costarle al final.
A Rachel se le pusieron los pelos de punta. Aquella «pequeña escapada» eran
ella y el niño.
—Reid es un hombre muy inteligente. No ha levantado la compañía sin saber lo
que estaba haciendo. Estoy segura de que tiene algún plan.
Jules sonrió.
—Tienes razón —dijo, señalando hacia Reid—. Sólo hace falta verlo. Está
disfrutando completamente de la fiesta. Ha vuelto a donde quiere estar,
enfrentándose a la gente como sólo él puede hacerlo. No creo que sea capaz de
aguantar mucho tiempo lejos de todo esto.
Rachel siguió la mirada de Jules y observó a Reid estrechando manos y
moviéndose por la habitación como un pez en el agua.
Tenía razón. ¿Cuánto tiempo tardaría en aburrirse de estar encerrado en casa
con la única compañía de su esposa? ¿Sería capaz de soportar un invierno sin ningún
tipo de actividad en Connecticut?
Jules pareció leerle el pensamiento.
—Cuando empiecen a caer las primeras nieves ya estará cansado de los
encantos de la vida en el campo. Además, antes de que nos demos cuenta el niño ya
habrá nacido y el contrato estará a punto de vencer.
—¿Qué quieres decir? Yo no he firmado ningún contrato.
Jules se encogió de hombros.
—Lo hayas firmado o no, ya se está aplicando. Reid y tú llegasteis a un acuerdo
verbal del que yo fui testigo —le palmeó amistosamente el brazo y bajó la voz—. No
te preocupes, Rachel. Reid es un hombre de palabra, y dejó absolutamente claro que
para él no hay nada más importante que ese niño. Quiere que seas feliz. Cuando
termine este año, serás libre para irte, justo como querías.
—Gracias por recordármelo, Jules.
—Si tienes cualquier duda sobre tu situación legal, o sobre la del niño, llámame.
Estaré encantado de contestarte a cualquier pregunta.
—Gracias, eres muy amable.
—Haría cualquier cosa por ti y por Reid, al fin y al cabo fui vuestro padrino de
boda.
Rachel consiguió esbozar una sonrisa antes de que Jules se marchara, pero
estaba destrozada.
Con contrato o sin él, en cuanto el niño naciera tendría que irse. ¿Cómo podía
haber sido tan estúpida? Reid era un importante hombre de negocios, un ejecutivo de
los mejores. Todo lo que hacía, cada uno de sus actos, estaba perfectamente calculado
para conseguir lo que quería. Y en primer lugar la había querido a ella, pero para
obtener algo que consideraba mucho más importante, lo principal: el niño.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
Rachel tuvo que hacer un enorme esfuerzo para contener las lágrimas y el
temblor que dominaba sus manos. Estaba llevándose el zumo a los labios para
ayudarse cuando se le acercó Charlotte.
—Estás siendo todo un éxito.
—¿Yo? —preguntó Rachel, mirando con extrañeza a Charlotte.
—Sí, me refería a ti… Rachel, ¿qué te pasa?
—Nada —suspiró—. Nada en absoluto. Es una fiesta preciosa, Charlotte, has
hecho un buen trabajo.
—¿Estás segura de que te encuentras bien? ¿De verdad no estás mareada?
—No, estoy bien. Sólo un poco cansada.
—Estar entre tanta gente desconocida debe de ser agotador. Pero no te
preocupes, pronto terminará todo. ¿Vais a pasar aquí la noche o pensáis volver a
Connecticut?
—No tengo ni idea. Yo preferiría ir a Connecticut, pero supongo que es Reid el
que tiene que decidir. Al fin y al cabo es el que conduce.
—¿A dónde tengo que llevarte? —Reid se acercó por detrás y la agarró por la
cintura.
—A Connecticut.
—¿Esta noche?
—Si no te importara claro —contestó Rachel.
—Yo pensaba que nos quedáramos aquí.
—Y yo que nos fuéramos.
Reid se encogió de hombros y sonrió.
—Lo había olvidado —dijo mirando a Charlotte—. Tiene algún problema con el
color blanco. De acuerdo, supongo que al final de la fiesta todavía tendré fuerzas
para conducir.
—Creo que hasta serías capaz de traer la luna si te lo propusieras —contestó
Charlotte riendo.
—Y probablemente tengas razón.
—Bueno —dijo Charlotte—. He visto gente arremolinándose cerca de la puerta.
Esto debe de ser el principio del fin. Perdonadme.
Reid apartó los brazos de la cintura de Rachel y se puso a su lado.
—Aquí te sientes más en tu casa que en Connecticut, ¿verdad, Reid?
Reid le hizo volver el rostro hacia él.
—Me gusta pensar que ambas casas son mi verdadero hogar.
—Un hermoso pensamiento.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
Reid la miró confundido.
—Sí, lo es. Y además es cierto. ¿Qué te ocurre, Rachel?
Rachel sacudió la cabeza y se obligó a sonreír. Aquel no era el momento más
indicado para plantear sus dudas sobre sus intenciones. Lo agarró del brazo y se
libró de responder, pues en ese momento apareció Charlotte con algunos invitados
que querían despedirse de ellos.
La noche estaba a punto de terminar, pero en vez de sentirse triunfante después
de su debut en los círculos de Reid, Rachel sentía un vacío en su corazón que jamás
iba a poder llenar.
—Gracias por la noche.
ojo.
—No tienes por qué dármelas —contestó Rachel, mirándolo por el rabillo del
Reid arrancó el coche y lo sacó del garaje. Nunca olvidaría aquella noche. No
era capaz de imaginarse una satisfacción mayor que la que había sentido al poder
aparecer con Rachel en la fiesta. No recordaba nada comparable a aquel momento, ni
siquiera el día en el que su padre había reconocido su existencia.
Si aquel había sido un momento dulce, aquella noche lo había sido mucho más.
Rachel estaba preciosa y él se había sentido orgulloso de presentar a su esposa.
Pero había algo más. Se sentía tan absolutamente lleno durante la noche que había
tenido que esforzarse más de una vez para que sus sentimientos no salieran a la
superficie.
Le entraban ganas de anunciar a gritos que iba a tener un niño, que crecía
acurrucado día a día en el vientre de su esposa, de su mujer, de Rachel.
Aquel día habían hecho el amor. Rachel se había acercado a él tal como aparecía
en sus fantasías más atrevidas. Y Rachel estaba exultante de felicidad.
Pero algo había pasado en la fiesta. Rachel había dejado muy claro que quería
volver a Connecticut. Al parecer, todavía no había desaparecido su aversión hacia la
casa, pero además, durante el tiempo que habían estado separados en la fiesta debía
de haber ocurrido algo que la había hecho cambiar de humor. La Rachel cariñosa y
dulce se había ido, dejando en su lugar a una mujer fría y reservada. ¿Pero qué
podría haber ocurrido?
—¿Estás cansada?
—Sí.
—¿Y malhumorada?
—No.
—Pues lo pareces. ¿Quieres que hablemos de lo que te ocurre?
—No hay nada que hablar.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
—Yo creo que sí. Al principio de esta noche estabas estupendamente, y ahora te
veo muy distante. ¿Qué ha sucedido entre entonces y ahora? ¿No te ha gustado la
fiesta?
—La fiesta ha sido maravillosa. Charlotte ha hecho un buen trabajo.
—Sí, pero no es eso lo que te estoy preguntando. ¿Te lo has pasado bien?
—He cumplido con mi deber.
—¿Con tu deber?
—Sí, he representado el papel de la mujer de Reid James, y creo que yo también
he hecho un buen trabajo.
Reid apretó los dientes.
—Así que para ti esto es un juego.
—¿Y no lo es?
—Para mí no.
—Estamos solos, Reid. Ya no tienes que seguir fingiendo.
—No sé de qué me estás hablando, Rachel. ¿Qué te pasa esta noche?
—Digamos que me han abierto los ojos.
—¿Por qué dices eso?
Rachel se mordió el labio. No tenía ninguna gana de causarle problemas a Jules.
—La rubia de Long Island —mintió Rachel—, estaba allí, ¿no?
—¿Tiffany? ¿Quién te lo ha dicho? No, no hace falta qué contestes. Estoy seguro
de que ha sido Trudy.
—No la culpes a ella.
—Tiene una boca muy grande.
—Pero ella no ha invitado a esa mujer.
—Nadie lo ha hecho. Se las ha arreglado como ha podido para entrar.
—Sólo para verte a ti.
—No, a mí no. Quería verte a ti.
—¡Claro! Quería conocer a la radiante novia.
—Decir la arpía de la novia sería más apropiado.
—¿Cómo te atreves a llamarme eso? —preguntó Rachel, indignada.
—Te sienta como un guante.
Rachel no contestó. Estaba demasiado enfadada, demasiado herida para decir
nada. Tenía la cabeza hecha un torbellino y las hormonas totalmente desbocadas. Era
consciente de que no tenía razón, y se debatía entre el amor y el odio. Quería besarlo
y al mismo tiempo decirle que se alejara de su lado.
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Audra Adams – Encuentro amoroso
Pero tenía que ser realista. No podía esperar de su matrimonió más de lo que
era. Habían hecho un trato y Reid lo estaba cumpliendo condenadamente bien. Ella
no podía ser menos.
—De acuerdo —dijo al cabo de unos minutos.
—¿En qué estás de acuerdo?
—Tienes razón. Estoy siendo una arpía. Olvidémoslo.
—Me gustaría saber qué tengo que olvidar.
—Supongo que el embarazo tiene algo que ver con todo esto. Estoy más
sensible de lo que pensaba. Las fiestas en la ciudad y ciertas rubias me afectan más
de lo normal.
Reid la miró de soslayo y volvió a fijar la mirada en la carretera. Estaba seguro
de que había algo más que eso. ¿Habría dicho sinceramente que sólo estaba
representando el papel de esposa? En ese momento estaba siendo sarcástica, pero a
veces la verdad se escondía detrás de ese tipo de ironías. Nadie lo sabía mejor que él.
Sacudió la cabeza, burlándose de su propia ingenuidad. Aquella noche se había
sentido orgulloso mostrando a su mujer, cuando lo único que estaba haciendo Rachel
era cumplir su parte de un contrato.
Sintió una dolorosa presión en el pecho. Le dolía pensar que para Rachel sólo
era un padre, una posible protección para su hijo.
¿Pero qué otra cosa podía esperar de ella? Apenas se conocían, así que ¿por qué
iba a tener que sentir algo por él cuando la gente que se suponía debería haberlo
querido no había encontrado ninguna razón para hacerlo?
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Audra Adams – Encuentro amoroso
Capítulo Nueve
Con las primeras nevadas caídas a finales de noviembre, las palabras de Jules se
hicieron proféticas. Reid empezó a ir a Nueva York una vez a la semana. En
diciembre ya eran dos los días que iba a la oficina, y después de año nuevo se
convirtieron en tres.
El bebé parecía crecer por momentos, y Rachel se veía obligada a llevar vestidos
pre-mamá, que aunque no eran demasiado bonitos, eran infinitamente más cómodos.
Durante la última visita que había hecho al médico le habían hecho una ecografía
mediante la que le habían mostrado a un bebé saludable, pero del que no habían
podido determinar el sexo.
En febrero, Rachel se dedicó a preparar la habitación del bebé, con una
dedicación de la que se habría burlado sólo unos meses atrás. Había llegado a
conocer a mucha gente del lugar, y ya empezaba a sentirse como si fuera una más.
Hasta habría llegado a creerse que era una verdadera esposa, si no fuera porque
Reid había decidido dormir en otra habitación.
Había dicho que era para no molestarla.
Había instalado un ordenador en su habitación y lo había conectado al de la
oficina, para poder estar siempre informado de lo que allí ocurría. A veces se
quedaba a trabajar por las noches, y a pesar de que Rachel le había repetido
numerosas veces que no le importaría que lo hiciera en su dormitorio, ésa era la
excusa que había puesto para no dormir con ella.
Para empeorar las cosas no habían vuelto a hacer el amor. Rachel había
intentado decirse que Reid lo hacía por consideración hacia ella, pero sabía que no
era verdad. Él también estaba en la consulta del médico cuando éste había dicho que
podían tener la misma vida sexual que siempre mientras Rachel se sintiera cómoda.
También se había dicho que quizá Reid ya no la deseara, pero a veces lo había
sorprendido mirándola de una forma inconfundible.
De modo que después de mucho pensarlo, había llegado a la conclusión de que
si bien Reid se había retirado durante una temporada con la intención de «vivir», ella
no formaba parte de su vida. Y la asustaba imaginarse siquiera lo que ocurriría
cuando naciera el bebé. Tenía la sensación de que Reid estaba luchando contra ella,
contra sí mismo y contra el amor que alguna vez habían empezado a sentir el uno
por el otro.
Pero el momento del nacimiento del bebé se acercaba, y Rachel todavía no había
conseguido perforar la armadura de acero que parecía haber erigido Reid a su
alrededor. En una ocasión, había intentado sacar el tema de su infancia en el
orfanato, pero Reid no le había dado mucha importancia, como si en realidad no
hubiera sido algo tan malo.
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Rachel deseaba con todas sus fuerzas que hubiera alguna forma de acercarse a
él, de hacerle ver que podía ser algo más para él, que cada uno de ellos podía llegar a
ser para el otro mucho más que el padre de un niño.
La oportunidad llegó como un rayo luminoso una mañana de domingo, cuando
estaban sentados uno frente a otro leyendo el periódico delante de la chimenea. Y
llegó de la mejor forma posible, de la misma que los había unido.
El bebé se puso a dar patadas.
Rachel se llevó la mano al vientre.
—Reid…
—¿Qué pasa?
—Ven aquí —señaló su vientre.
Reid se levantó y se inclinó sobre ella.
—¿Algo va mal?
Rachel negó con la cabeza e inclinó la mecedora hacia él.
—No —le tomó la mano y se la llevó al vientre, para que advirtiera cómo se
movía—. Siéntelo.
Como si los estuviera oyendo, el bebé dio en ese momento una patada más
fuerte.
—Dios mío. ¿Hace esto otras veces?
Rachel sonrió abiertamente y asintió.
—Muchas, pero es la primera vez que lo hace estando tú en casa.
Reid comprendió que se merecía aquella pequeña reprimenda por sus
ausencias. Pero ella no podía entender el motivo por el que procuraba estar tanto
tiempo fuera, no sabía que no era su interés por el trabajo el que lo alejaba de la casa,
si no sus sentimientos hacia ella.
El bebé pronto iba a nacer, y Rachel tendría que tomar la decisión de quedarse o
alejarse de su vida. Las cosas se habían enfriado entre ellos después de la fiesta, y él
era el principal culpable de ello. Estaba alejándola de su lado y lo sabía, pero por
mucho que lo intentara, no se sentía capaz de hacer otra cosa.
Era algo que le había perseguido durante toda su vida y de lo que creía haberse
liberado al conocer a Rachel, pero por lo visto no había sido ese el caso. El modelo ya
estaba establecido: en cuanto se descubría a sí mismo congeniando con alguien, las
dudas volvían a aparecer. Los años de terapia no habían servido para librarlo de su
incapacidad para comprometerse con nadie, de su incapacidad para confiar en
nadie… para amar.
Había llegado a estar tan cerca de Rachel que durante algún tiempo había
llegado a pensar que era eso lo que debía sentir. Pero entonces había empezado a
sonar esa quisquillosa vocecilla interior que lo obligaba a ignorar sus sentimientos, a
racionalizarlo todo y a protegerse del seguro olvido de Rachel.
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—Aquí —dijo Rachel, interrumpiendo el curso de sus pensamientos y
haciéndole colocar la mano en el lugar indicado—. Mueve la mano, a veces reacciona.
Reid estuvo frotándole el vientre con las yemas de los dedos durante un buen
rato. Estaba a punto de apartarla cuando el bebé dio una patada que fue seguida
inmediatamente por un movimiento extraño.
—La niña se está dando la vuelta —dijo Rachel, bajando la voz como si
estuviera en una iglesia.
—¿La niña? —susurró Reid.
—Ajá.
—¿Cómo sabes que es una niña?
—No lo sé, sólo lo siento. ¿Te importaría que fuera niña?
—En absoluto.
Reid colocó la otra mano en el vientre maravillado, luchando al mismo tiempo
con el nudo que tenía en la garganta y amenazaba con dejarle sin respiración. Aquel
bebé, que era parte de él, estaba moviéndose bajo su mano, y en lo único que se le
ocurría pensar era en sí mismo, en sus necesidades y en sus deseos.
Miró a Rachel. Estaba radiante, su rostro estaba iluminado por la luz de la vida.
Lo único que podía ver en él era amor.
Reid tragó saliva y apoyó la cabeza en su vientre.
—Es increíble —dijo en un susurro.
—Sí —contestó Rachel, y en ese momento el bebé dejó de moverse.
Reid levantó la cabeza y Rachel observó sus ojos humedecidos por las lágrimas.
—Reid…
Reid se levantó, y se echó hacia delante con los brazos apoyados en la
mecedora, de manera que su rostro quedó a sólo unos centímetros del de Rachel.
«Bésame, por favor», suplicaba Rachel en silencio. Y, como si hubiera escuchado
sus súplicas, Reid inclinó la cabeza y la besó. Sólo rozó sus labios, pero eso fue
suficiente para encender el deseo entre ellos. Un gemido escapó de la garganta de
Reid, que impulsado por la pasión, decidió ignorar la odiosa y prudente vocecilla
interior y arrojar al viento sus recelos.
Empezó a devorar sus labios, deleitándose en la bienvenida que le estaba
ofreciendo Rachel. La joven acariciaba su lengua con la suya, disfrutando de aquel
sabor tan especial, de la humedad y el calor de la boca de Reid.
Reid cerró los ojos con fuerza, consciente de que se estaba perdiendo en ella,
sabiendo que de un minuto a otro terminaría haciendo el amor con ella en la
mecedora, en el suelo, o en el lugar al que la pasión los arrastrara. Sabía que debería
alejarse, protegerse para tener un recuerdo menos que llorar cuando Rachel se fuera.
Pero en vez de obedecer a la razón, le tomó el rostro con las manos, hundió los dedos
en su maravilloso pelo y profundizó el beso.
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«Sólo un minuto más», se decía, «sólo un segundo».
Pero no podía detenerse. Cuando consiguió apartar su boca de la de Rachel,
buscó con ella su cuello, mientras deslizaba las manos por su cuerpo y acariciaba sus
senos con una ternura absoluta. Rachel se echó hacia delante, pidiendo más, y él
hundió los labios en su pecho para buscar su seno.
Después le abrió totalmente el vestido y apoyó las manos en su abultado
vientre. Rachel cerró los ojos, complaciéndose en aquella reverencial caricia. Nunca
había sentido un deseo como aquel, ni siquiera durante la noche de bodas.
Levantó la mirada hacia el rostro de Rachel. Y comprendió que ella también lo
deseaba, que lo necesitaba. Y, aunque eso no iba a ayudarlo nada, le parecía adorable
que el deseo consiguiera dominar a Rachel de la misma forma que lo dominaba a él,
que Rachel lo necesitara tanto como él la necesitaba a ella. Sentirse necesitado era
algo tan nuevo para él…
Comprendió que podía hacer algo para satisfacer el deseo de su esposa, algo
que podría apaciguar su ansiedad sin herirle ni a ella ni al bebé, aunque no
consiguiera aliviar su propio deseo.
Se situó entre sus piernas, de espaldas a la mesita del café.
—Reid yo…
—Rachel, por favor…
Y aquella simple palabra obró el milagro. Reid nunca suplicaba y rara vez le
había pedido algo a Rachel. Ésta, aunque no entendía sus razones, comprendió que
debía de ser importante para él y, lentamente, se reclinó en la mecedora.
—Cierra los ojos —le dijo Reid—, y relájate —le besó el interior de uno de los
muslos, y después el otro—. Quiero que te concentres en lo que sientes. ¿Crees que
podrás hacerlo?
Mientras hablaba, Reid iba bajándole los pantis.
—Sí.
—Bien —Reid buscó con el dedo la fuente del placer de Rachel, y la joven se
abrió inmediatamente para él—. Oh, cariño. Eres tan perfecta…
Y entonces su lengua ocupó el lugar que segundos antes ocupaba su dedo.
Rachel arqueó la espalda.
—Tranquila —le susurró Reid, y Rachel sintió su aliento en aquella zona tan
sensible.
Continuó acariciándola con la lengua una y otra vez, hasta que Rachel tuvo que
aferrarse a la mecedora para no empezar a gritar su nombre.
Reid estaba tan excitado como ella. Su esencia lo embriagaba, y su sabor
penetraba todos sus sentidos.
Rachel estaba perdida y tan desesperadamente enamorada de él que empezó a
moverse al ritmo que marcaba Reid con la lengua. El corazón le latía con fuerza en el
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pecho mientras permitía que Reid continuara adentrándose de aquella forma tan
especial.
Cuando Reid introdujo sus dedos en ella, Rachel se estremeció de placer. La
necesidad de gritar el nombre de aquel hombre al que adoraba fue más fuerte que
ella y dejó que la dominara, pero después de un intenso gemido de placer, se levantó
y le suplicó que se detuviera, que dejara de someterla a ese gozo tan intenso que se
hacía casi doloroso.
Reid obedeció inmediatamente. Se levantó y le arregló el vestido.
—Estás tan bonita —le dijo acariciándole delicadamente la mejilla—. Y te deseo
tanto…
Rachel se acercó a él y empezó a decir:
—Podemos…
—No, no podemos —la interrumpió Reid.
—Pero el médico dijo…
—Yo no puedo —Reid se levantó y se alejó de Rachel, como si quisiera evitar
todo contacto físico con ella.
—¿Por qué? —le preguntó Rachel, levantándose—. ¿Por qué no puedes?
—Porque no sería una actitud inteligente por mi parte.
—¿Qué no sería inteligente? ¿Hacer el amor conmigo? Esto no es sólo un
problema de sexo, ¿verdad Reid?
—Yo pensaba que te estaba gustando. Que eso era lo que te apetecía.
—Cuando hago el amor me gusta que las cosas sean entre dos, debe ser algo
mutuo, un momento en el que das tanto como recibes. Tiene que haber algo especial.
—Tiene que haber placer, y yo te lo estaba dando.
—No, tiene que haber amor —suspiró—. Y yo te amo Reid.
Reid la miró estupefacto.
—No digas eso.
—¿Por qué no?
—Porque no es verdad.
—Sí que es verdad. ¿Por qué no puedes confiar en mis sentimientos? Tú me
pediste que confiara en ti y yo lo hice. Me casé contigo y me vine a vivir contigo. ¿Por
qué no puedes confiar tú en mí?
Reid no contestó, se limitó a sacudir lentamente la cabeza.
—No tienes idea de lo que te estoy hablando, ¿verdad? —le preguntó Rachel—.
Y supongo que yo tampoco te entiendo.
—No espero que lo hagas.
Rachel lo miró a los ojos.
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—Me gustaría que intentaras explicármelo.
—No puedo. Es algo que hay dentro de mí. Me resulta imposible darte lo que
estás esperando.
—¿Estás diciendo que no puedes amar a nadie? No sé lo que te ocurrió cuando
eras niño, Reid, pero no puedo creerte.
—Puedes creer lo que quieras, Rachel. Tú querías que estuviéramos un año
juntos, ¿no es así? Pues ya está casi a punto de acabar y ahora tenemos que pensar en
el bebé. No empecemos a enredar las cosas con promesas y palabras vacías.
—No son palabras vacías.
—No sabes lo que estás diciendo. En este momento estás muy sensible.
—¿Y tú no?
Reid se volvió hacia las escaleras con los ojos llenos de lágrimas.
—No confundas mis sentimientos hacia el bebé con otra cosa. Hay muchas
cosas sobre mí que no puedes entender.
—Entonces ayúdame a hacerlo. Confía en mí, Reid.
Reid sacudió la cabeza, negándole a Rachel toda posibilidad de acercamiento, y
empezó a subir las escaleras.
Rachel lo oyó cerrar la puerta de la habitación que había convertido en su
refugio y suspiró cansada.
Se dirigió hacia la cocina, arrastrando con ella una profunda tristeza. Quería
llorar, pero no podía. Las lágrimas parecían negarse a salir, como si hubieran
decidido esperar una ocasión en la que pudiera necesitarlo más.
Rachel llenó la tetera de agua y se asomó a la ventana. Estaba nevando, y los
copos de nieve cubrían el lugar en el que habían hecho el amor.
¿Cómo podía haber estado Rachel tan equivocada entonces? La noche de la
fiesta Reid parecía tan feliz, parecía estar tan orgulloso de haberse casado con ella…
Quizá, sus propias dudas y temores habían conseguido acabar con la posibilidad de
que aquel matrimonio fuera algo más que un acuerdo de conveniencia por el bien del
bebé.
No podía estar segura de ello. Lo único que sabía era que el invierno había
cambiado a Reid. Desde que había llegado, las cosas habían ido empeorando a pasos
agigantados, y en aquel momento vivían como si fueran auténticos desconocidos
entre los que prácticamente no había ninguna comunicación.
Rachel cruzó los brazos sobre su estómago y dejó que su imaginación
retrocediera hasta el día en el que para Reid era una mujer, y no una máquina de
hacer bebés. ¿Pero a quién pretendía engañar?, se regañó, ¿de verdad creía que
alguna vez había sido para Reid una verdadera mujer, una mujer a la que podía
desear y hasta llegar a amar?
Se dijo que debería llamar a Trudy al día siguiente. Si las cosas iban a continuar
así, era necesario que empezara a hacer planes. Tenía que ponerse a pensar en sí
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misma y en el bebé, pues le gustara o no, el año de convivencia pactado con Reid
estaba a punto de acabar.
Agachó la cabeza, y las lágrimas empezaron a rodar lentamente por sus
mejillas.
Reid paseaba como un animal enjaulado por su pequeña habitación. Tenía la
cabeza hecha un torbellino. Agarró un lapicero de su escritorio y empezó a
mordisquearlo. Llevaba seis meses sin fumar y todavía anhelaba el alivio que un
cigarrillo le podía proporcionar.
Estaba excitado, dispuesto a hacer cualquier cosa. Y había dejado a Rachel
abajo, ofreciéndole que hicieran el amor. ¿Cómo podía ser tan estúpido como para
haberse marchado por culpa de una discusión terminológica? ¿Cuántas veces le
había dicho a una mujer que la amaba, si era eso lo que quería oír? ¿Por qué le
resultaba tan difícil hacer una cosa así con Rachel?
Conocía de sobra la respuesta. Con Rachel las cosas eran diferentes. Nunca
había estado tan cerca de enamorarse de nadie como lo había estado de Rachel.
Quizá ya lo estuviera.
Podía bajar en ese momento, decírselo y terminar haciendo el amor con ella.
Pero ésa sería la peor respuesta a su problema. Se sentiría momentáneamente
aliviado, pero el muro seguiría allí, y le habría añadido una nueva línea de ladrillos,
un nuevo recuerdo con el que atormentarse en un futuro ya no muy lejano.
No, lo que tenía que hacer era intentar olvidarse de todo aquel absurdo. De
manera que se sentó frente a su ordenador y estuvo revisando las últimas
operaciones de alto riesgo que había acometido.
Alto riesgo. Toda su vida había estado llena de riesgos y eso nunca lo había
asustado. ¿Por qué no podía aplicar las mismas reglas que había aplicado a otros
aspectos de su vida a su vida amorosa?
Continuar en aquella situación le resultaba imposible. Rachel tenía razón, ella
había confiado en él al casarse e irse a vivir con un hombre al que prácticamente no
conocía. Había hecho todo lo que Reid le había pedido para que su matrimonio
funcionara, y aun así, él todavía no era capaz de confiar en ella lo suficiente como
para contarle su vida.
¿Qué podía hacer?, se preguntó desesperado. Pero en el fondo conocía la
respuesta. Lo que debería hacer era intentar confesarlo todo, explicarle con franqueza
hasta el más sucio detalle de su vida.
Reid pulsó una tecla del ordenador y la pantalla se quedó en blanco. Apagó
después el ordenador y arrojó el lápiz mordisqueado encima del escritorio.
«Ahora o nunca», pensó. Se levantó y se dirigió hacia la puerta.
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—¿De verdad piensas lo que antes has dicho?
Rachel se sobresaltó al oír la voz de Reid. Con el corazón latiéndole
violentamente en el pecho, se volvió hacia él.
—¿Qué dices? —preguntó, mientras se secaba las lágrimas.
—Te he preguntado que si hablabas en serio cuando antes has dicho que te
ayudara a comprender.
Rachel asintió, sin estar muy segura de a dónde podría llevarles aquella
conversación.
—Sí, hablaba en serio.
—Entonces, ¿te gustaría salir conmigo?
—¿Quieres que salgamos?
—Sí. Te propongo hacer un viaje un poco largo. ¿Te encuentras suficientemente
bien para hacerlo?
Rachel no sabía lo que quería de ella, pero por la intensidad de su mirada, era
consciente de lo importante que era para Reid que aceptara su propuesta.
—Sí, me encuentro muy bien. Me encantaría ir contigo.
—De acuerdo. Entonces iré a preparar el coche.
Reid no había mentido. Fue una salida mucho más larga de lo que Rachel
esperaba. Al principio, Rachel intentó entablar conversación con él, pero Reid andaba
perdido en sus propios pensamientos y se limitaba a responder con monosílabos, así
que al cabo de un rato renunció y puso la radio. La suave melodía que emitía fue
tranquilizándola poco a poco, y al final, se quedó dormida.
—Ya estamos —dijo Reid.
Rachel se enderezó en su asiento y miró el reloj. Habían pasado más de dos
horas desde que habían salido de casa. Se frotó los ojos y miró a su alrededor.
Estaban en medio de un lugar que sólo podía ser descrito como una duna cubierta de
nieve. Frente a ellos había, como surgida de en medio de la nada, una casa
Victoriana.
¿Dónde estaban?, se preguntó Rachel, mientras se bajaba del coche antes de que
Reid pudiera rodearlo para abrirle la puerta. Cuando llegó a su lado, Reid la agarró
del codo y la condujo hacia el porche de la entrada. La casa parecía estar muy
cuidada, a pesar de sus muchos años. Se desprendía de ella una tranquilidad y una
serenidad absolutas.
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Reid levantó el llamador y golpeó la puerta una vez. Rachel lo miró con
expresión interrogante, pero Reid no volvió la cabeza en su dirección. Cuando la
puerta se abrió, Rachel empezó a comprender lo que estaba pasando.
Reid la había llevado a un convento.
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Capítulo Diez
—¡Reid! —exclamó la mujer que les abrió la puerta, una monja de avanzada
edad—. ¡Qué sorpresa tan maravillosa! —lo agarró de las manos y lo hizo pasar al
vestíbulo—. ¡Hermana Constance, mire quién ha venido a vernos!
Al momento vieron detrás de ella a otra de las hermanas.
—¿Quién, hermana Margaret? ¡Oh, Dios mío! ¡Es Reid!
—¿Qué tal están, hermanas? —les preguntó Reid, después de besarlas
cariñosamente en las mejillas.
—Bien, muy bien, gracias —contestaron al unísono.
—Hermanas, esta es mi esposa, Rachel.
—¡Tu esposa! ¡Alabado sea el Señor!
—Pensaban que era imposible que llegara a casarme, ¿eh? —les preguntó Reid,
divertido.
—Desde luego —avanzaron un paso y tomaron cada una de ellas una mano de
Rachel—. Bienvenida seas —dijo la hermana Margaret—. No sabes lo mucho que
para nosotras significa conocerte.
La Hermana Constance señaló el vientre abultado de Rachel.
—¡Mira Margaret! ¡Está esperando un bebé!
Rachel se aclaró la garganta antes de contestar:
—Para mí también es un placer conocerlas.
Por supuesto, las monjas no tenían ni idea que para Rachel aquel encuentro
había sido tan inesperado como para ellas. Y, desde luego, bastante más embarazoso,
se dijo mientras las dos hermanas la observaban sin disimular su curiosidad.
—¿Van a quedarse así toda la mañana o van a ofrecernos algo de comer? —
preguntó Reid, para interrumpir aquel escrutinio.
Las dos hermanas le soltaron las manos a Rachel, chasquearon la lengua y los
hicieron pasar a la sala de visitas.
—Este chico nunca cambiará —dijo la hermana Constance.
—Siempre ha tenido un apetito voraz —añadió la hermana Margaret, mientras
ayudaba a Rachel a quitarse el abrigo.
—Ahora poneos cómodos e iré a buscar un refrigerio —los aconsejó la hermana
Constance antes de irse corriendo a la cocina.
Pero en vez de sentarse, Reid se dedicó a recorrer la habitación. Al cabo de unos
minutos miró a Rachel, que lo estaba observando con expresión seria. ¿Qué pensaría
de todo aquello?, se preguntó Reid. Debía de resultarle extraño estar allí sentada, al
lado de dos monjas que se dedicaban a contar anécdotas sobre su infancia. A pesar
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de los problemas que había tenido con su padre, estaba acostumbrada a la vida de
una familia tradicional, y su infancia había sido cualquier cosa menos tradicional.
Se miraron a los ojos, y Reid deseó con todas sus fuerzas que el brillo que
iluminaba la mirada de Rachel fuera de amor, y no de compasión. No podía soportar
la compasión de nadie, y mucho menos la de Rachel.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve aquí —comentó
Reid—. Pero el lugar no ha cambiado mucho.
—Ya sabes que no estamos para cambios, Reid —dijo la hermana Margaret, y
después se volvió hacia Rachel—. La casa tiene el mismo aspecto que hace siete años,
cuando nos trajo Reid aquí. El convento que teníamos en Canadá se quemó y no
teníamos medios para reconstruirlo. Decidimos separarnos, pero Reid no quiso ni oír
hablar de ello, así que nos compró esta casa e hizo que nos trajeran aquí las pocas
cosas que nos quedaban. Reid es muy bueno con nosotras.
—No sabía nada —dijo Rachel, preguntándose si el motivo de aquella visita
sería que Reid quería mostrarle un aspecto más benevolente de su personalidad.
Reid le dirigió a la hermana Margaret una mirada cargada de reproches.
—Pensaba que al menos habrían comprado algún mueble nuevo.
—Sé que nos enviaste dinero para que lo hiciéramos, pero nosotras lo enviamos
a las misiones. Allí lo necesitan mucho más que nosotras.
Reid sacudió la cabeza y soltó una carcajada.
—Hermana Margaret, usted nunca cambiará.
—Por supuesto que no.
Rachel observaba la facilidad con la que intercambiaban bromas Reid y la
monja. Tenía la impresión de haber retrocedido en el tiempo y estar en otra época.
Incluso la habitación parecía pertenecer a otro siglo. Le parecía increíble pensar que
Reid hubiera crecido en un lugar como aquél.
La hermana Constance volvió con un carrito en el que llevaba una tetera y una
fuente rebosante de bizcochos y galletas. Después de terminar de servir el té, se sentó
y le comentó a Rachel:
—Era un niño muy travieso. Siempre estaba entrando y saliendo de la sacristía
del padre Walsh, revolviéndole todas las sotanas. Era una fuente continua de trabajo
para todas nosotras.
—Pero también era el niño más bonito y dulce del mundo —añadió la hermana
Margaret.
té.
—Es raro que no lo adoptaran —comentó Rachel, después de dar un sorbo a su
Las sonrisas que iluminaban el rostro de las hermanas se desvanecieron.
—¿He dicho algo malo? —preguntó Rachel al advertir el tenso silencio que de
pronto presidía la habitación.
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Reid esbozó una media sonrisa.
—No Rachel, no has dicho nada malo. Es una pregunta muy normal, de hecho,
yo me la hice muchas veces cuando era niño. Adoptaban a otros, pero nunca a mí —
se volvió hacia las hermanas con una triste sonrisa—. Ellas me decían que era porque
yo era especial.
—No lo comprendo —dijo Rachel.
—En realidad es bastante simple. El padre Walsh recibía considerables
donativos de la familia de mi madre para que cuidasen de mí. Si me adoptaban, el
dinero desaparecería y todo el orfanato sufriría las consecuencias, incluso podría
desaparecer. De modo que lo mejor para todos era que yo me quedara en el orfanato.
—¿Y ustedes lo sabían? —les preguntó Rachel a las hermanas.
—Al principio no, pero al cabo de unos años lo averiguamos.
—¿Y no pudieron hacer nada para evitar esa situación? —preguntó Rachel,
indignada.
—Desgraciadamente no, eso estaba en manos del padre Walsh, y nosotras le
debíamos obediencia.
—Así que Reid se quedó en el orfanato —dijo Rachel.
—Hasta los dieciséis años —contestó la hermana Constance.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Eso tendrá que contártelo Reid —le dijo la hermana Margaret.
Rachel miró a Reid a los ojos.
—Cuando llegue el momento —le dijo éste—. No quiero sobrecargarte de
información.
—No lo estás haciendo.
Pero en vez de contestar, Reid se levantó y le tendió la mano.
—Vamos. Quiero que conozcas a alguien. ¿Está en el piso de arriba?
La hermana Margaret se volvió hacia la hermana Constance.
—¿Todavía está dormida?
—Sí, he ido a verla un momento mientras preparaba el té.
—Entonces esperaré, no quiero despertarla —dijo Reid.
—Estoy segura de que le encantará que lo hagas. ¿Por qué no subes a verla?
—De acuerdo —dijo Reid, y condujo a Rachel hacia las escaleras que había en la
esquina de la habitación.
—¿A quién vamos a ver ahora? —le preguntó Rachel.
—A la mujer que me crió, la hermana Therese. Ya es muy mayor, y sufrió una
apoplejía hace unos años, por eso está encerrada en su habitación. Pero para mí es
muy importante que la conozcas. Es lo más cercano a una madre que he tenido.
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Rachel lo agarró del brazo y lo detuvo.
—Reid, ¿estás llevando bien todo esto?
—No creo que sea nada fácil enfrentarse al pasado —respondió Reid,
agarrándole la mano—. ¿Recuerdas cómo te sentiste cuando volviste a casa de tu
padre? —Rachel asintió—. Bueno, supongo que yo siento algo parecido. Aunque la
verdad es que me encuentro sorprendentemente bien. Si hubiera sabido que era tan
fácil, lo habría hecho hace años.
—¿Te refieres a esta visita?
—Me refiero a hablarle de esto a alguien.
—¿Nadie conoce este lugar?
—Nadie, sólo tú.
Rachel se quedó desconcertada ante aquella muestra de confianza. Quería decir
algo, pero la emoción se lo impedía, de modo que se acercó a él, apoyó la cabeza en
su pecho y le rodeó la cintura con los brazos.
—Cariño —susurró Reid, tan emocionado como ella—. Me haces sentirme tan
bien…
—¿Sí? —preguntó Rachel, levantando la cabeza.
—Sí —le dio un beso en la frente—, de verdad.
—Y yo me alegro de que me hayas traído aquí.
—Yo también —contestó Reid con una sonrisa—. ¿Vamos?
Rachel dejó que Reid la condujera hasta una luminosa habitación sencillamente
amueblada. Además de la doble ventana, sólo había una cama y una mesita con una
vela en una palmatoria, una figurita y una fotografía… de Reid.
La monja que estaba en la cama llevaba un velo blanco alrededor de la cabeza,
como si incluso estando enferma quisiera seguir observando los preceptos de la
orden.
Reid se acercó a la cama y le tomó la mano. La hermana Therese abrió los ojos y
tardó algunas décimas de segundo en reconocerle.
—¡James! —dijo con una sonrisa.
—Sí, estoy aquí —se inclinó hacia delante y la besó—. ¿Cómo está, hermana?
—Feliz de verte.
Se quedaron mirándose a los ojos, y al cabo de unos segundos, Reid le indicó a
Rachel que se acercara a él.
—Hay alguien a quien quiero que conozca —le dijo a la hermana.
—Hola hermana —dijo Rachel—. Es un placer conocerla.
—Ésta es mi esposa —le explicó Reid a la anciana.
—Oh, James, si supieras cuánto he rezado…
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Audra Adams – Encuentro amoroso
La hermana Theresa levantó la mano para pedirle a Rachel que se inclinara
hacia ella y le acarició la cara.
—¡Qué bonita es, James! —la recorrió de pies a cabeza con la mirada—. ¡Y viene
un bebé en camino! No sabes lo feliz que me haces —le dijo a Rachel con una
luminosa sonrisa—. Reid era un niño lleno de vida y amor. Pero un buen día lo
perdió todo. Me alegro de que haya vuelto a encontrarlo.
A Rachel se le hizo un nudo en la garganta al oír aquellas palabras.
Reid se dispuso a poner al tanto de los últimos acontecimientos de su vida a la
anciana monja, que sonreía animada. Pero se cansaba fácilmente, y tanto Reid como
Rachel, comprendieron al cabo de unos minutos que tenían que poner fin a la visita.
—Será mejor que no nos vayamos y la dejemos descansar —dijo Reid, y se
agachó para darle un beso—. Volveremos con el bebé dentro de unos meses.
—Me encantará conocerlo —dijo la hermana, con una voz notablemente más
débil que cuando habían llegado.
Después de que les diera su bendición, Reid y Rachel salieron de la habitación.
Ésta última con la cabeza llena de preguntas.
—¿Por qué te llama James? —fue la primera que le hizo mientras bajaban las
escaleras.
—El padre Walsh siempre me llamaba «el niño Reid», pues ese era el apellido
de la familia de mi madre, la hermana Therese pensó que era un sacrilegio que yo no
tuviera el nombre de ningún santo, así que decidió llamarme James.
—¿Y tú te pusiste los dos nombres juntos?
—Sí, cuando me fui de aquí, a los dieciséis años.
Llegaron de nuevo al recibidor.
—¿Qué te ocurrió a los dieciséis años?
Reid la agarró por la cintura y le dio un beso en la sien.
—Creo que por ahora ya has oído bastante.
—No, nunca me cansaré de oír cosas sobre ti.
Reid inclinó la cabeza y la besó en la boca. Rachel entreabrió los labios para él,
deseando ofrecerle todo su amor en aquel beso.
—Será mejor que salgamos de aquí —le dijo Reid en un susurro—. Estoy
empezando a sentirme muy poco religioso.
Rachel sonrió y le acarició el labio inferior con un dedo.
—En ese caso será mejor que nos vayamos. No me gustaría asustar a las
hermanas.
Reid volvió a besarla. Aquella vez fue un beso corto, pero encerraba muchas
promesas.
—¡Oh, perdón!
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Se separaron bruscamente en cuanto oyeron a la hermana Constance.
—Iba a echarle un vistazo a la hermana Therese —dijo tímidamente la monja.
—Estaba cansada, así que hemos decidido que era mejor que nos fuésemos —
dijo Reid, sin apartar su brazo de Rachel.
—Sí, últimamente se cansa con facilidad. Voy a ver si necesita algo.
—Entonces nos despediremos ya de usted, hermana Constance —dijo Reid—.
Tenemos que ponernos ya en camino.
—Volved pronto —les dijo la monja después de abrazarlos.
—Lo haremos.
La hermana Margaret estaba esperándolos para acompañarlos hasta el porche.
—Cuidaos mucho —les dijo mientras Reid ayudaba a Rachel a meterse en el
coche—. ¡Y volved con el bebé!
Reid y Rachel la despidieron ondeando la mano mientras emprendían el
camino de vuelta.
—Gracias por traerme aquí —le dijo Rachel a Reid cuando perdieron de vista el
convento.
—Y gracias por no haberte mostrado asombrada.
—¿Cómo iba a hacer una cosa así? ¡Si son encantadoras!
—Ésa no es la palabra que yo habría utilizado cuando vivía con ellas. Para mí
eran como brujas.
—Hicieron un maravilloso trabajo contigo.
—Sí, es posible que al final no haya salido tan mal.
—No, no ha estado tan mal.
Permanecieron en silencio durante algún tiempo, hasta que Rachel le preguntó:
—Cuéntame el resto.
—El resto no es tan bonito.
—De todas formas quiero oírlo.
Aquella era la parte más dura, la que Reid no le había contado jamás a nadie.
Pero él mismo había empezado todo aquello llevando a Rachel al convento. Rachel
tenía derecho a conocer todo lo demás.
—La verdad es que no sé por dónde empezar —suspiró—. El caso es que a los
dieciséis años encontré mi certificado de nacimiento.
—¿Y?
—Y descubrí que era un hijo ilegítimo. Estaba husmeando por el despacho del
padre Walsh y encontré el archivo en el que estaban mis datos. Allí descubrí que mi
madre se llamaba Joan Reid y mi padre Xavier Montserrat. Ella pertenecía a una
adinerada familia anglocanadiense y él a una familia francocanadiense, también de
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mucho dinero. No necesito decirte que sus respectivas familias no se llevaban bien.
El caso es que se casaron y su matrimonio fue anulado al poco tiempo.
—¿Antes de que tú nacieras?
—Antes de que ninguno de los dos hubiera sospechado siquiera mi existencia.
El matrimonio sólo duró cinco días.
—No lo entiendo.
—Yo tampoco.
—Yo tampoco lo entendía hasta que salí del orfanato y me fui a buscar a mi
madre.
—¿La encontraste?
—Sí, aunque muchas veces he deseado con todas mis fuerzas no haberlo hecho,
el caso es que la encontré.
—Presumo que no fue una experiencia muy agradable.
—En absoluto. Se había vuelto a casar, tenía otros hijos y era la respetable
madre que su familia siempre había pretendido que fuera. No tenía ninguna gana de
recordar el escándalo en el que se había visto envuelta años atrás, así que me pidió
que me fuera y no volviera nunca.
—¿Cómo pudo hacerte eso? ¡Eras su hijo!
—Ella no lo sentía así; tenía sólo quince años cuando me tuvo y sus padres la
obligaron a entregarme al padre Walsh. Mi padre no era mucho mayor. Al parecer, se
habían escapado juntos y se habían casado, pero sus familias tenían otros planes para
sus hijos. Al cabo de unos días, mis propios padres descubrieron que no les apetecía
seguir juntos. Eran unos jovencitos mimados y egoístas, y al parecer confundieron su
deseo con el verdadero amor. No pusieron ningún inconveniente cuando sus padres
anularon el matrimonio.
—¿Y tu padre? ¿Por qué él no hizo nada?
—No supo nada de mí hasta que fui a verle poco después del desafortunado
encuentro con mi madre. Hasta negaba que hubiera tenido un hijo con ella. Me dijo
que con mi madre había usado preservativos, y que no podía ser mi padre. En
aquella época no había ningún tipo de prueba para demostrar la paternidad, así que
tuve que marcharme con el rabo entre las piernas.
—Por eso tenías tantos recelos cuando fui a verte.
—Al principio sí, pero también fue esa la razón de que te concediera el beneficio
de la duda. Yo soy la prueba evidente de que los preservativos no siempre
funcionan.
—Así que tu madre no te quiso y tu padre negó que lo fuera —alargó la mano y
le frotó cariñosamente el brazo—. Oh, Reid, qué mal te debías sentir.
—No he dicho que fuera fácil. Estuve enfadado durante mucho tiempo.
Después de intercambiar unas cuantas palabras con el padre Walsh, dejé el orfanato
y me fui a buscarme la vida. Estuve haciendo todo tipo de trabajos durante años,
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hasta que aterricé en una pequeña compañía en el norte del estado. Al dueño le
gusté, y cuando se retiró, me dio la posibilidad de quedarme con la empresa. La
compré a base de préstamos y trabajo, pero conseguí volver a venderla al cabo de un
tiempo por el doble de dinero. Así empezó todo, el resto ya lo conoces.
Rachel le acarició el brazo.
—Tus padres fueron débiles, y cometieron un terrible error. Estoy segura de
que son conscientes de ello.
—Quizá, pero nunca lo sabré. Lo único de lo que puedo estar seguro es de que
no me quisieron.
—No digas eso.
—Es la verdad, Rachel, fui un hijo no deseado.
—Para el coche.
—¿Qué…?
—Para el coche.
Reid obedeció y dejó el coche a un lado de la carretera. Rachel levantó la mano
y le acarició delicadamente la mejilla.
—Al diablo con ellos. Yo sí que te quiero —se inclinó hacia delante y lo besó
con toda la pasión de la que era capaz. Guando se separaron, lo miró a los ojos y
repitió—. Yo sí te quiero. Te quiero mucho.
Y cuando llegaron a casa aquella noche, le demostró cuánto.
Fin
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