Papá me puso a trabajar para los hombres en el invierno de mi undécimo año de vida. Estaba descontento con el pequeño sueldo que yo ganaba en el taller de encuadernación, y lo habían despedido hacía poco de la cordelería donde trabajaba, por llegar tarde demasiadas veces y estropear el cáñamo en el hilado. Una noche lluviosa de noviembre llegó a casa con el señor Jacobs. Supongo que lo conoció en algún bar; ¿dónde si no? Oí que papá pronunciaba el nombre de aquel hombre una y otra vez: «Señor Jacobs esto, señor Jacobs lo otro». Uno de los dos se movía dando traspiés, y el ruido de los golpes contra los muebles, así como el volumen de sus voces, me despertó entre las mantas colocadas detrás de la carbonera donde me acostaba cada noche. Allí, cerca de la chimenea, hacía más calor, y al menos sentía que gozaba de un mínimo de intimidad dentro de aquella habitación de alquiler en el segundo piso de la desvencijada vivienda situada junto a Vauxhall Road, en un patio de Back Phoebe Anne Street. —Tiene que estar por aquí, en alguna parte —oí decir a papá—, siempre anda escabulléndose como una ratita. —Y entonces, antes de que tuviera ocasión de comprender por qué me estaba buscando, me sacó a rastras de debajo de las mantas y me llevó hasta el centro de aquella habitación de techo bajo iluminada por una vela. —Creía que habías dicho que tenía once años. —El señor Jacobs tenía una voz ronca, y hablaba comiéndose las palabras debido a la impaciencia. —Y dije bien, señor Jacobs. Ya tiene once años. Los cumplió mucho antes del día de San Miguel. —Es pequeña. Todavía no está muy formada. —Pero tiene un coñito, señor, que usted no tardará en encontrar. Es una chiquilla delicada. Y una muchacha muy guapa: usted mismo puede verlo —dijo papá, retirando mi pelo largo con sus manos callosas y acercándome de un tirón a la vela que había en el centro de la mesa—. ¿Dónde ha visto un pelo así? Rubio y tentador como una perita dulce. Y, como le dije, es pura. Será usted el primero, señor Jacobs, y un hombre muy afortunado. Me aparté de él abriendo y cerrando la boca, horrorizada. —¡Papá! Papá, ¿qué estás diciendo? No, papá. El grueso labio inferior del señor Jacobs se torció en una mueca. —¿Y cómo sé yo que tú y ella no habéis engañado a muchos otros antes que a mí? —Sabrá que es el primero, señor Jacobs. Desde luego que sí. Verá cómo está prieta como el puño de un muerto. Conseguí soltar mi brazo de las garras de papá de un tirón. —No puedes obligarme —dije, retrocediendo hacia la puerta—. No me harás... El señor Jacobs se colocó delante de mí. Solo le quedaba un círculo de pelo canoso, y su calva emitía un brillo grasiento a la luz parpadeante de la vela. En el puente de la nariz tenía un corte, con una costra de sangre seca. —Estás hecha toda una actriz —dijo—. Puedes dejarte de cuentos. Ni tu padre ni tú veréis un penique si descubro que no eres lo que me ha prometido. Papá dio una zancada y me volvió a agarrar del brazo, y me empujó contra el rincón de la habitación que permanecía a oscuras. —Vamos, muchacha —dijo con voz lisonjera—. Es algo que tiene que pasar tarde o temprano. Y mejor que sea aquí, en tu casa, que en algún portal en medio de la lluvia. Muchas chicas ayudan a sus familias cuando atraviesan malos momentos. ¿Por qué ibas a ser tú distinta? Naturalmente, yo sabía que varias chicas mayores del taller de encuadernación —al igual que otras de las refinerías de azúcar, las vidrierías y las alfarerías— trabajaban de vez en cuando algunas horas en las calles estrechas y sinuosas que había cerca del puerto para conseguir unos chelines extra cuando el dinero escaseaba en su casa. Pero siempre había sabido que yo era distinta. Yo no era como ellas, me decía a mí misma. Mi sangre me hacía diferente. —Vamos. Este hombre va a pagar generosamente. —Papá acercó su boca a mi oreja y olí su aliento amargo—. Sabes que ahora que me han despedido del trabajo no nos queda otra salida. Yo siempre he cuidado de ti, y ahora te toca a ti traer a casa algo más que los pocos peniques que ganas. Y no es nada terrible. ¿Acaso no me tuve que joder yo y matarme a trabajar en los barcos cuando tenía tu edad? Y no me pasó nada, ¿verdad? Volví a retroceder cubriéndome el pecho con los brazos. —No, papá. Madre no habría... Me agarró de la parte superior de los brazos y me sacudió con brusquedad. —No menciones a tu madre. Al oír el chasquido de impaciencia del señor Jacobs, papá le dijo por encima del hombro: —Siéntese ahí, en el banco, señor, mientras yo hablo civilizadamente con esta muchacha. Sin embargo, como es natural, no hubo ninguna conversación civilizada; simplemente recibí un golpe en la mandíbula que me mandó volando cuando grité «No puedes obligarme» e intenté echar a correr en dirección a la puerta. Sentí cómo mi mejilla impactaba contra el suelo húmedo y frío y ya no me enteré de nada más hasta que noté un aliento caliente y ansioso sobre mi cara que me hizo recuperar la conciencia. Tenía la combinación levantada en torno a la cintura, y el cuerpo del señor Jacobs reposaba pesadamente sobre el mío. Me hacía daño al restregarme la espalda contra la madera astillada del banco, en pleno ataque de celo, y me golpeaba la parte superior de la cabeza contra la pared con cada embestida. Sentí que un dolor agudo estallaba en mi interior y se acompasaba con sus gruñidos, y vi cómo palpitaba la vena azul que atravesaba su frente, gruesa y prominente como un enorme gusano. El labio superior le relucía del sudor, pese a que el fuego se hallaba apagado y la habitación estaba fría como una tumba. No obstante, casi peor que el dolor y el horror de lo que me estaba ocurriendo al encontrarme a merced del señor Jacobs fue que, al volver la cabeza en busca de papá con la esperanza de que se viera conmovido y acudiera en mi ayuda, lo vi observando desde su taburete, con una expresión fija en el rostro que nunca le había visto antes y la mano ocupada bajo la mesa. Cerré los ojos apretándolos y me quedé inmóvil debajo del señor Jacobs. Sabía que debía resistirme, pero me sentía extrañamente indiferente. El centro de mi cuerpo ardía en carne viva y, sin embargo, mi mente huía de la vena palpitante del señor Jacobs y de la imagen de papá observando. Y entonces oí la voz de mi madre, débil pero clara. Recitaba la segunda estrofa de «El pardillo», su poema favorito, de donde había sacado mi nombre: Uno he señalado, el más alegre huésped de todo este refugio de los bienaventurados: ¡te saludo a ti, más alto que el resto, en alegría de voz y de alas! ¡Tú, pardillo!, en tu traje castaño, espíritu que gobierna hoy aquí, que encabeza las fiestas de mayo: este es tu dominio. Oí ese fragmento entero recitado tres veces, y justo antes de que fuera repetido por cuarta vez, el señor Jacobs soltó un enorme gemido estremeciéndose y se quedó quieto hasta que temí que fuera a asfixiarme. Quería volver a oír la voz de mi madre, pues mientras la escuchaba mi cuerpo había permanecido insensible, pero ahora que había desaparecido cobré conciencia de todo con una terrible claridad. Reparé en la posición de mis piernas, increíblemente abiertas, en la desgarradora humedad, en un dolor que nunca había experimentado ni imaginado, en el insoportable peso del señor Jacobs. Oí el lamento inquieto del niño de la habitación de al lado y la respiración sonora del señor Jacobs. Percibí el desagradable olor de su piel. Mantuve los ojos cerrados de tal forma que vi unos oscuros destellos en la cara interna de mis párpados. Parecía que el tiempo se hubiera detenido. Finalmente, el señor Jacobs se apartó de encima, pero yo me quedé tal y como estaba, con los ojos cerrados e inmóvil, mientras oía el susurro que emitía su ropa al ser abrochada, el breve intercambio de palabras y, a continuación, el chirrido de la puerta cuando raspó contra el suelo al abrirse y cerrarse. Pasaron varios minutos hasta que junté las piernas, me bajé la combinación con las manos temblorosas y, sin abrir aún los ojos, bajé al suelo y volví a gatas a mi pequeña guarida situada tras la carbonera. Los únicos sonidos que se oían entonces eran el murmullo de mi padre mientras contaba el dinero, el ruido metálico de las monedas y el chisporroteo de una vela a punto de apagarse. Me tumbé de lado y me arrebujé con la manta, apretando las rodillas contra el pecho y remetiendo la combinación con las manos en el amasijo sangriento y pegajoso que tenía entre las piernas, llorando por mi madre, que había muerto hacía ya un año, y por lo que había perdido para siempre. Esa misma noche, más tarde, tras encender una vela y limpiarme la sangre seca y el semen de los muslos, juré que nunca volvería a llorar por lo que pudiera hacerme un hombre, pues sabía que no serviría de nada. De nada en absoluto. © 2004, Linda Holeman © 2005, Ignacio Gómez Calvo, por la traducción . © 2005, Random House Mondadori,S.A.