Razón y Revolución nº 17 D OSSIER: EL ESCRITOR AUSENTE... En guardia: los hábitos de los nuevos narradores Marcela Croce* A partir de la lectura de la antología La joven guardia, (Bs. As., Norma, 2005) Marcela Croce examina opciones políticas y literarias de los escritores de la nueva narrativa argentina. Presentación Ni el padrinazgo que acepta Abelardo Castillo en el prefacio ni la catequesis que promulga Maximiliano Tomás en el prólogo alcanzan a sostener la antología que bajo el título La joven guardia (Buenos Aires, Norma, 2005) esparce en 260 páginas a la “nueva narrativa argentina”, siempre que sus ejecutores opten por el cuento y no superen los 35 años al momento de edición del libro. A la falange juvenil pueden corresponderles algunas de las imágenes que abundan en una tapa en la cual se alinean los muñequitos que descansaban en el hueco de los chocolatines Jack (el caso de la saga de Hijitus de García Ferré), pero ya no los más recientes personajes del Cartoon Network, se trate de Dexter y su laboratorio subterráneo o del profesor Utonio y su ingenuo invento de chicas superpoderosas. No importa: se los reúne a todos con la arbitrariedad propia de una selección, y acaso en ese salto temporal se procure dar cuenta del cambio de los '70 a los '90, desde unos dibujos artesanales y esquemáticos difundidos por un canal de aire hasta las series más novedosas que campean en los canales de cable y registran la privatización creciente de los consumos hogareños. Se me dirá que quien armó la antología no es responsable de la cubierta del producto, pero es una objeción que acepto a medias. Primero, porque es sabido que quien estampa su nombre en la tapa reviste peso en las decisiones adyacentes a ese espacio. Y luego, y sobre todo, porque el panorama infantilizado que ocupa el fondo blanco anticipa las veleidades aniñados de parte del interior. El grupo de jóvenes que se inician reclama el espaldarazo del escritor consagrado. Previsiblemente, Castillo hace un rodeo antes de entrar en tema, para terminar confesando que no leyó los relatos que siguen. No importa. Su papel es el de presentador, y como tal hará algo mejor que recomendar los textos: se Docente de la carrera de Letras de la UBA. * 72 Razón y Revolución nº 17 73 dedicará a justificar el género que requiere “el más alto talento” desde la opinión de ese “arquetipo del cuentista” que es Edgar Allan Poe. Por si no fuera suficiente con su invocación, de inmediato sobrevienen todos los rusos para sostener que la literatura nacional apunta a reproducir al Gogol cuentista que escribió “El capote”: el novelista tenaz que fue Dostoievski, el empecinado anarquista que era Kropotkin y el protoanarquista y novelista Tolstoi coinciden en la sospecha que Castillo les adjudica. E inevitablemente, Borges, quien “sin la menor culpa, lo ponía por encima de la novela” (la itálica me pertenece). El mismo Borges glosado en el cierre de las escasas cinco páginas del prefacio, en la admisión de que “no creo ni creí nunca en los géneros literarios. Creo en la literatura, que es una elección y un destino”. Se sabe: para Borges ese destino era básicamente “sudamericano”, y no había iniquidad que -luego de sus escarceos criollistas iniciales- no atribuyera a tal gentilicio. Con estas prevenciones llegamos al prólogo. Maximiliano Tomás es figura central del suplemento literario del semanario Perfil, que como la mayoría de esos instrumentos se dedica más a distribuir enconos y ventilar pequeñas anécdotas y eventuales desavenencias de círculo, que a difundir a autores nuevos, revisar a los viejos, reubicar a los clásicos o publicar ficciones. En medio de esta práctica no resulta extraña su consideración inicial: “Una mirada poco profunda sobre el campo literario argentino actual podría ofrecer la falsa impresión de tierra yerma”. La metáfora de la profundidad -unida a la Waste Land eliotiana- forma serie con otras que aluden a la presunta capacidad de una lectura, sin plantearse la rigurosidad que tiene el término en un espacio carente de volumen. Sin embargo, de inmediato abandona ese vocabulario para reponer la historia con afán explicativo. Es conocido que hubo una dictadura militar que liquidó a una parte de la intelectualidad, anuló a otra y limitó a otra más. También es conocida la crisis económica, pero ella no alcanza a explicar las fusiones de editoriales y las compras de muchas de ellas por grupos inversores extranjeros, lo que responde más a una política explícita de privatizaciones, trustificación e ingreso indiscriminado de capitales internacionales que a una situación crítica coyuntural. Ni una palabra sobre la editorial Norma, responsable del volumen, holding latinoamericano que al menos por su excepcionalidad de origen debería destacarse de ese conjunto apresuradamente reunido en panorama. Con el mismo empeño aséptico, las alternativas de difusión de los jóvenes autores -y convengamos por ahora que los menores de 35 años son “jóvenes”, aunque parece demasiado tolerante la extensión de décadas- no reciben ningún juicio. Certámenes literarios, organismos oficiales y fundaciones privadas aparecen al mismo nivel, como posibilidades igualmente competitivas para darse a conocer, más allá de las implicancias que arrastran. Pareciera que todas las instituciones funcionaran con criterios similares en el momento de realizar una convocatoria para producir luego una selección, y esos criterios resultan compartidos por el prologuista y resumidos en uno solo, más indefinible e inverificable 74 Razón y Revolución nº 17 Teoría-Historia-Política que cualquier otro por el abuso de subjetividad que comporta: el de la “calidad literaria”. ¿Qué es la calidad literaria? Sin ánimo de establecerla, Tomás opta por listar a un grupo de autores a los cuales diversas razones parecen conferírsela: algunos por su éxito mercantil, otros por un reconocimiento institucional, algunos más por su circulación en los medios, algunos otros por su producción constante. Allí nuclea a Aira, Piglia, Saer, Soriano, Viñas, Walsh y Castillo. Pero como la tentación comparativa es grande, inmediatamente los desdibuja: pueden influir en los nuevos, pero no asfixiarlos, de modo que éstos resultan “la generación creadora literariamente más libre que ha existido hasta hoy”. Sobre ellos impactan menos la dictadura militar y las flexibilidades extremas del menemismo, y mucho más la crisis de diciembre de 2001. Es extraño, sin embargo, que tras las preferencias historicistas y sociológicas que circulan en el prólogo, el cierre sea de orden épico, reproduciendo en parte la convicción con la que Castillo volvía sobre Borges: ahora la literatura es “destino o fatalidad”, y tiendo a creer que la develación de ese destino, como en la antigua Grecia, corresponde a la tragedia. El marxismo me autoriza a bromear con la brillante frase que declara que lo que es tragedia cuando ocurre por primera vez, reaparece como farsa en su repetición histórica. Bajo este signo sobreviene la selección. Retrato del artista cachorro El tema que la crítica oficializó como “la figura de escritor”, evitando la incómoda categoría de intelectual que exigía un compromiso con la situación y una carga ideológica irrenunciable, ocupa una parte de los textos. Con variantes, la cuestión insiste. Pedro Mairal -a quien la breve biografía lo destaca por obtener el Premio Clarín de novela en 1998 con Una noche con Sabrina Love- lo toma en su variante frívolo-iniciática: el adolescente que asiste a un taller literario, subraya su pobreza de chico que se mueve por la ciudad en bicicleta e intenta seducir a una compañera que compra libros caros que nunca lee, vive en la zona más elegante de la ciudad y opta por una pareja de su clase, mientras el guardia del edificio se solidariza con el ciclista voluntarioso para advertirle en un lenguaje llano que abjura del melodrama, que la diferencia de clases no se saltea con amor. “Diario de un joven escritor argentino” es la denotación que escoge Juan Terranova para su lamento de escritor pobre, variante melodramática que en este caso abruma con una esposa embarazada y un desperfecto doméstico. Todo en el relato es coherente: si hay una tipificación del escritor -en la que sobreabunda la literatura argentina, El texto tuvo una adaptación cinematográfica interpretada por Tomás Fonzi y Cecilia Roth: el muchachito también gana un premio, y es el de pasar la noche con una prostituta bastante mayor que él y que lo inicia en otras artes que las de la escritura. 75 al menos desde 1916, cuando Manuel Gálvez lanzaba El mal metafísico con su proto-Carriego en una pensión porteña-, la misma impregna a cualquier otra ocupación: los ladrones “se hacen pasar por empleados del cable o de la telefónica”; el plomero es un “tipo [...] con ropa de fajina y una caja de herramientas”. A tal sujeto poco puede importarle la mostración de libros en que incurre el autobiógrafo, poco también esa trinidad que tanto inquieta a su portador, “joven escritor argentino”. Menos aun cuando el mentado se pierde en tecnicismos alusivos a tanques de guerra, defiende la televisión porque “te mantiene alerta, te muestra el mundo al mismo tiempo que te lo niega” y proclama su envidia por un norteamericano traducido por Anagrama y entrevistado en Ajo Blanco o Inrrockuptibles. A su vez, condena a “esos jóvenes viejos” –categoría de la cual se excluye: los redundantes “jóvenes jóvenes” son los que incurren en los referidos Magazines, se insertan en el catálogo de una editorial española, preferentemente cara, y no olvidan mencionar la debacle de diciembre de 2001- cuyas novelas “transcurren en los diecisiete segundos en los cuales Firpo volteó a Dempsey”, lo cual es “pura mierda”. Habría que recordar, frente a este juicio aparentemente inapelable por categórico, que un cuento como “El milagro secreto” de Borges transcurre en los dos minutos que demoró la ejecución de Jaromir Hadlík, quien utilizó fantásticamente ese tiempo para terminar el drama que había comenzado. Tengo para mí que Hladík ejerció allí su venganza: en la obra que muestra a un intelectual en su gabinete, donde se cruza una mujer que es su prometida y ocurren hechos inexplicables con personajes oscuros, la decisión del judío condenado a muerte es revertir el Fausto de Goethe, desestabilizando así la cultura alemana que presuntamente sostenía la empresa de exterminio. Lo cual no parece ser “pura mierda”. Que es, por otra parte, la misma calificación que recibe Casa de las Américas cuando este joven escritor argentino la visita en su luna de miel: “Una mierda. El prestigio se lo había comido todo desde adentro y ahora estaban huecos”. Las oquedades pululan, no ya como diagnóstico sino como ejercicio, y para no creer que es una confesión de incapacidades debo pensar que se trata de una estrategia. ¿Cómo es posible que alguien tenga tanta suficiencia vacua como para declarar que “si la universidad te convierte en un idiota, es que ya eras un idiota de antes”, o que “hasta la literatura, que siempre se come todo, tiene sus límites”? ¿Entonces la literatura es como el prestigio? ¿O el prestigio sólo come desde adentro? ¿Y desde dónde come ese mercado que seduce tanto a este codicioso de Inrrockuptibles? Hernán Arias opta por otra variante: la del escritor consciente de su oficio que hace intervenir todo su saber teórico para producir un cuento. A medias entre el género policial y la crítica de arte, entre la serie negra con su detective inconfundible y el ejercicio de Carlo Guinzburg en su La televisión parece haberle ocultado más de lo que le mostró a este narrador que nunca supo por qué a los gorros de tela similares a los que usaba Alberto Olmedo cuando interpretaba el personaje del Capitán Piluso se los llamaba “pilusos”. 76 Razón y Revolución nº 17 Teoría-Historia-Política paradigma indicial que advierte, como ya antes Aby Warburg, que “Dios está en los detalles”, el narrador se va inclinando hacia una trasposición cinematográfica, indicando cómo debería proceder el director para lograr el efecto que la escritura persigue. Todos los tecnicismos desplegados se olvidan en un final donde la apelación al “querido lector” es incongruente con el público especializado que reclama el cuento y cuyas apelaciones le han dado un tono casi de clase de literatura. Acaso en este punto se comprenda la alusión que hace el prólogo a Piglia como una de las influencias sobre la generación, por la resonancia que “Diez minutos” le concede a esa extensa lección que es Respiración artificial. Una de las formas más tranquilizadoras de ejercer el oficio de escritor es adscribirse a los consagrados. Puede ser bajo la forma de la intertextualidad, retomando temas y fórmulas de los antecesores. También puede hacerse desde la adhesión al modo en que se forma una figura o a la manera en que circula. El primer modo es el que elige Germán Maggiori en “El emperador insomne” que remite al sueño de ChuangTzu elegido por Borges: así como este chino soñó que era una mariposa y al despertar no sabía si era hombre o mariposa y cuál de sus vacilaciones era la soñada, “Yongyan empezó a tener algunos problemas de insomnio, sentía que algo adentro suyo se había extraviado”. Pero no finaliza allí la presencia borgeana, sino que retorna sobre el final, en las variantes que ofrece para el cierre, a la manera de las tres posibilidades barajadas en “La otra muerte”. Y la frase que clausura el relato reproduce el tono de Borges: “Quizá el mensaje último esté equitativamente distribuido y cifrado a lo largo de las infinitas versiones y su conocimiento cabal reservado únicamente a Dios, cuya ilimitada virtud puede soñar al mismo tiempo la compleja historia del pueblo chino”. In hoc signo vinces Si el aspecto de la juventud es resaltado en el prólogo –y verificado a través de los personajes de la mayoría de los relatos- y la condición de escritor aparece en varios cuentos de la selección, la argentinidad como una especie de esencia es el tercer dato que presumimos debe impregnar la colección. A veces explícitamente desde el título, como en “Argentinidad” de Diego Grillo Trubba o en “Recomendaciones de un padre argentino para un cuento español” de Gonzalo Garcés; otras veces en los comportamientos o la adscripción de los protagonistas, como en “Una mañana con el Hombre del Casco Azul” de Washington Cucurto, en “El imbécil del Foliz” de Gabriel Vommaro o en “Morfan dos” de Gabriela Bejerman, con el plus que implica el uso del lunfardo. En “Argentinidad” también se impone el lunfardo. La anécdota es simple: un argentino exiliado en Alemania, que ha huido de la crisis en su país y se instala en Europa pero depende de los envíos dinerarios que le hacen sus padres que habitan en Lomas de Zamora. El protagonista es un heredero de Oliveira en Rayuela y enseña una lengua que seduce a los alemanes con su impronta de cosa semiprohibida y pseudosecreta, regocijándose cuando Hans dice “mina”. El argentino ganador no sólo 77 consigue todas las mujeres que quiere –e incluso más de las que desea-, sino que además se convierte en instructor para una pequeña masonería que desea aprender la técnica del seductor. Pero en realidad es víctima de una trampa: sus “alumnos” lo denuncian a Migraciones por ilegal y él comienza a pensar, en vísperas de su deportación, cómo contará en el suburbio del conurbano su éxito como profesor –a la manera en que los típicos viajeros a Estados Unidos piensan en el regreso antes de irse, para calcular cómo deben relatar el modo en que adquirieron todas las chucherías que ostentarán en el cono sur- que además de lograr que los alemanes hablaran en lunfardo fue capaz de ejemplificar con su vulnerabilidad el significado de “garca”. En “Morfan dos” hay otra forma típica de la argentinidad que no se superpone con la del narrador del éxito europeo sino que se recorta sobre el “vivo”, un buscavidas que tras sucesivos fracasos encuentra el modo de sobrevivir sin esfuerzo. Era el sueño de Arlt y de sus personajes (Barsut termina filmando en Hollywood la historia de Los siete locos), pero se degrada hasta calcar las prácticas de ese tipo que se instala en las Aguafuertes porteñas, “el furbo”, emulado en las últimas décadas por el chanta. El redundante chef que prepara puré Chef se convierte en un desempleado mientras los africanos consiguen reubicarse como cocineros en McDonalds. Pero uno de ellos, Abú, una vez despedido de allí por el gusto salado que las lágrimas de la esclavitud imponían a la comida –escena en que resuena uno de los íconos del bestsellerismo latinoamericano, Como agua para chocolate de Laura Esquivel-, hace una travesía como polizonte hasta la Argentina, llega a Mar del Plata, pesca un pez espada y se reencuentra con “el artista underground famélico Camilo” en las proximidades de Villa Ocampo. Las precisiones son innecesarias: Ocampo + artista underground resulta demasiado. Más si se añaden, como en una receta culinaria, un africano esclavizado, un pez desmesurado y la horda turística veraniega que abusará de “Mar del Plata Morfing 2011”, alimentándose y alimentando a un empresario inescrupuloso que convierte a los cocineros en futuros profesores de una universidad norteamericana. “Una mañana con el Hombre del Casco Azul” es tal vez la mayor atracción del libro. Primero, porque Washington Cucurto es el autor más conocido de esta ristra de jóvenes, tanto por sus publicaciones como por su responsabilidad al frente de la editorial Eloísa Cartonera fundada tras la crisis y sostenida en el reciclaje y el artesanado. Luego, porque el La otra presencia que registra una buena cantidad de antecedentes es la de Florencia Abatte. No me dedicaré a ella aquí: prefiero dejar para otra ocasión el abordaje de Una terraza propia, título evidentemente virginiawoolfiano en el que engloba a escritoras locales, preferentemente jóvenes aunque sin tantas restricciones como las de La joven guardia (acaso porque el género ya determinaba suficiente exclusión). Sólo mencionaré al pasar la particularidad que distingue las biografías de las autoras: a diferencia de la forma clásica en que se organizan en el libro de Tomás, la selección de Abatte se limita a tres o cuatro precisiones que deben proveer ellas mismas: un libro, una canción, un verbo. En este último ítem, las diferencias son tan abismales 78 Teoría-Historia-Política protagonista es un repositor del supermercado Coto, lo que señala una de las escasas referencias a marcas que hay en la antología (a diferencia de lo que ocurre en otras literaturas y, desde ya, en la cinematografía). A partir de ellas se va trazando un itinerario de lugares y tópicos que por momentos agota (Latino Once, Boedo y Estados Unidos, Palermo Carriego,. “Palermo Cheto Puto y Hollywood”) y por momentos abochorna (desde Baudelaire con su lectura como “travesura cómplice” y el diseño de una “hermandad” de lectores hasta la fusión ad nauseam de Gardel y Maradona: “yo soy Gardel del Casco Azul, soy el Hombre de La Pelota no se Mancha de la Pechera Verde”). Por supuesto, la tipología ingresa en esta lógica de exhibición de marcas: Villavicencio y Baggio en las góndolas, “cajeras gordas, feas y viejas” en la línea de cajas, “empleados sanguijuelas” como los buchones del jefe en la trastienda de los locales. Lo que escapa a la lógica es la relación supuestamente causal que lleva de esta exhibición mercantil a la condena del “supermercadismo argentino” cuyos responsables finales no son los dueños sino “la parche peste clase clienteril y consumista”. La misma que en “Un lugar más alejado” de Alejandro Parisi reúne el Museo Sarmiento del Tigre con el celular y que, de refilón, en “Dos huérfanos” de Patricio Pron hace su exhibición de pendantería. ¿O no es consumismo vulgar la cita en alemán para dirigirse a un público argentino, por añadidura extraída de un escritor que no participa del canon germánico que domina en la Argentina? Es una forma de mostrar el andamiaje deliberadamente ambiguo que sostiene a una parte de la colección: la necesidad de ser reconocido como parte de una literatura occidental que tiende a autorizarse en su dimensión europea y queda fijada en las preferencias más decimonónicas que en las del siglo XX. Dicho en otros términos: si en el consumo cotidiano se prefieren los productos norteamericanos, o al menos filtrados por su interposición mercantil (marcas estadounidenses fabricadas en China, con trabajo esclavo o sobrexplotado), en el plano literario sigue campeando la elección europea. Los jóvenes mal alimentados en McDonalds, rodeados de Fords y compradores consuetudinarios de procesadores Microsoft para escribir sus textos no pueden evitar la cita prestigiosa en alemán o en francés ni pueden desprenderse de la sobrecarga teórica que el galicismo mental de al menos dos generaciones previas les ha inculcado en las instituciones por las que transitan y a las que responden orgánicamente, incluso cuando deslizan cierta segregación hacia sus productos más típicos. Todo lo moderno se inventó ayer En ese punto, la joven literatura argentina se vuelve regionalista: pretende alcanzar el mundo desde la pequeña parcela del metropolitanismo subsidiado. Ser un joven escritor porteño (da lo mismo haber nacido en que van desde “fumar” hasta “concebir”, lo que no permite distinguir si se trata de elecciones de vida meditadas o de provocaciones deliberadas. Razón y Revolución nº 17 79 Buenos Aires o haberse instalado allí) arrastra esa particularidad. Tal vez donde se vuelve más notorio es en el afán de obtener reconocimiento en el mercado español y dispararse desde allí hacia el hispanohablante. Era el gesto de Terranova con su lamento por Anagrama; es la dominante en “Recomendaciones de un padre argentino para un cuento español” en el desgarramiento que representa Gonzalo Garcés en una historia cuyos “acentos [...] corresponden a dos continentes”. Pero el relato está impregnado de rasgos locales malgré lui. ¿O ese “mundo crepuscular de títulos nobiliarios y hazañas de sangre [...] que a nosotros, americanos, nos resulta tan ajeno” no es el mismo que se delinea en las obras de Manuel Mujica Láinez o el que impregna La gloria de don Ramiro de Enrique Larreta? Que no se trate del canon que a manera de jaculatoria recita los nombres de Piglia, Saer, Puig, Aira, no significa que sea ajeno a un canon anterior, ya olvidado, que en su borramiento denuncia la superficialidad de cualquier lectura inmediatista. Las recomendaciones paternas sobre un personaje que lee literatura hispanoamericana –y no latinoamericana, con la evidente diferencia que comporta el recorte nominal- se precisan en un lector abocado a la producción argentina, sobre todo la de quienes cuentan “a mediados de los años 2000, residen en España o pasan con frecuencia temporadas en España, que no son pocos”. Argumento cuantitativo que involucra también a los profesores de Princeton como Piglia, cuyo tironeo entre dos mundos se verifica en “las relaciones [...] entre el discurso amoroso europeo y las luchas de independencia americanas”; para decirlo rápida y brutalmente, con una síntesis provocativa: la reunión de Roland Barthes y Felipe Pigna, del goce de una lectura suspicaz a la rigidez de una mitología para principiantes. Lamentablemente, es esta última línea la que prevalece: la que intercala la película Kamchatka (“una familia que se refugia en una quinta durante la dictadura”), la que confunde La invención de Morel con La isla del doctor Moreau, algo que podría ser una ironía si no la malbaratara el prurito correccional de Antonio. Pocos relatos escapan a este somero desaliento: “Siesta” de Gisela Antonuccio, o “La edad de la razón” de Romina Doval, que tiene el mérito de retomar el título sartreano, algo tan vilipendiado en medio de la modernización a ultranza con que se encaran las pretensiones de muchos de los convidados. La presunta resistencia a los desvíos de la política local no es eficaz si redunda en la aceptación de las condiciones de quienes cumplen el papel de mercenarios frente a Latinoamérica. La joven guardia prefiere una equívoca militancia que detrás de su velado inmanentismo y sus eventuales críticas a ciertos gestos de la pequeña burguesía local, no está tan lejos de las fascinaciones que se promueven en el mercado de las ambiciones del cual el ambiente literario no tiene el monopolio pero contribuye activamente a propiciarlo. Este libro parece más una confesión de parte, una autocomplaciente verificación, antes que una muestra. Es uno de los riesgos de la antología. Acaso por eso se trate de una práctica cada vez más infrecuente.