USO Y ABUSO DE MAEZTU

Anuncio
EL CARISMA IMPOSIBLE:
UNA CRÍTICA DE LOS INTELECTUALES ESPAÑOLES DE
PRIMEROS DE SIGLO
José Luis Villacañas Berlanga
UNIVERSIDAD DE MURCIA
Dedico este ensayo a Juan Marichal,
pues, en cierto modo, es una respuesta a su libro
Los intelectuales y la política.
1. Romper con una tradición. Defenderé dos cuestiones en
esta intervención: la primera, que no disponemos de una
valoración adecuada de nuestros intelectuales señeros, y la
segunda que no tenemos una caracterización oportuna de la
forma del ‘intelectual’ que resultó dominante en la cultura
española, hasta el punto de constituir una tradición autóctona.
Tengo la sospecha de que no estamos en condiciones de
avanzar en el primer problema porque no nos hemos
planteado el segundo. En resumen, si llamamos a esa
tradición cultural, como creo que debemos hacerlo, la
ideología española, entonces hemos de concluir que no
tenemos un esquema crítico de la misma, entendida como
categoría. Mi conclusión será que, cuando abordamos
personajes como Maeztu, Ortega o Unamuno, nos las tenemos
con figuras dudosas desde un punto de vista ético y endebles
desde un punto de vista teórico. Mi recomendación es que
debemos romper de forma radical con esta tradición de
intelectuales porque debemos aspirar a ejercer esta tarea de
otra manera. Esta aspiración se nutre de la certeza de que
nuestra sociedad no necesita de este tipo de figuras, que
obedecen a formas de vida social primitivas, ancladas
definitivamente en el pasado.
Maeztu, en este programa de desvinculación con nuestro
pasado intelectual, nos ofrece el ejemplo arquetípico. Aunque
la misma operación se puede llevar a cabo con Unamuno o
con Ortega, estos dos hombres ofrecen dificultades que no se
dan en el caso de Maeztu. El primero, Unamuno, todavía tiene
un aura de apasionado y sincero. Extrovertido y auténtico,
genera por eso simpatías en muchos lectores que, de esta
manera, no pueden identificar lo inquietante de su
personalidad, lo enfermizo de sus doctrinas, lo insano de su
causa. El segundo, Ortega, es un hombre anguloso y sagaz,
que planea sus escritos como buen periodista, pero que no es
menos dudoso como teórico y como intelectual en sus fines y
objetivos últimos. El primero, Unamuno, sigue figurando
como el representante del alma española, mientras que el
segundo es, al parecer, el ejemplo genuino de nuestra
inteligencia. Cualquiera de nosotros se puede permitir los
caprichos de una personalidad hiperexpresiva, porque
Unamuno hizo de ellos parte sustantiva del alma hispana.
Cualquiera puede citar algún lugar común de Ortega sin
necesidad de acreditar su vigencia. En este sentido, ambos
autores ofrecen resistencias a una operación de desanclaje de
la tradición y siguen ofreciendo un atractivo a las
generaciones actuales, apoyado además por un prestigio
oficial.
No así Maeztu. Para todos es un perro muerto. Los
últimos que lo defendieron hasta el final fueron los integristas
del círculo de Punta Europa, como Vicente Marrero, Vegas
Latapié, o los tecnócratas como Fernández de la Mora,
personajes que ya vivían en otro tiempo cuando la democracia
española echaba a andar. Los que mantuvieron sus tesis hasta
el contubernio de Munich, los hombres del editorial Rialp de
entonces, los que antes fundaron Arbor en estas mismas
estancias, ya habían evolucionado hacia posiciones liberales
cristianas que eran muy cercanas a las del Maeztu medio, el
Maeztu de la dictadura de Primo, pero se sentían incómodos
con un antecedente tan poco moderado, tan fanático en sus
expresiones, tan transparente en su visceralidad. No era el de
Maeztu el estilo de los poderes indirectos que estos hombres
se prestaban a ejercer, siempre entre bambalinas, siempre
camuflados entre tecnócratas. Por lo demás, los enemigos
dentro del régimen, los hombres que evolucionaron desde la
Falange, siempre lo ningunearon. Desde Laín Entralgo, que
no le cita de forma franca en su libro sobre el 98, Maeztu no
existía para ellos. En cierto modo, la sobria expresividad de
aquellos hombres, a pesar de sus almas turbulentas, forjados
en Garcilaso y en el clasicismo, no soportaba la hiperestesia
del energúmeno Maeztu. Por lo demás, su vieja y fraternal
relación con Ortega desde 1902 debía sepultarse. Del mismo
modo, molestaba la evolución común hasta 1924, cuando
todavía Ortega le lanza desmedidos piropos en plena
dictadura de Primo. En realidad, la versión oficial es que
Maeztu, todo lo más, era un vocero de las ideas de Ortega, y
con el maestro había suficiente. Todavía ciertos críticos de mi
libro –como el señor Adolfo Sotelo, de La Vanguardia– han
considerado un error que yo atribuyese influencia de Maeztu
sobre Ortega, como si eso fuese un imposible metafísico. Pero
el mejor argumento contra esos aparentes imposibles
metafísicos son los tozudos hechos: Ortega siguió el camino
de Maeztu hasta 1914, en que le dedicó las Meditaciones. Tras
ese prejuicio ronda otra cosa: nadie quiere a Maeztu. Frente a
los otros dos grandes hombres, Maeztu no es atractivo. Su
imagen es peyorativa desde el principio y, por eso, toda
mimesis hacia él queda bloqueada. Los bandazos superficiales
y externos de su evolución, frente a las sutiles modulaciones
de Ortega; la caballeresca entrega a Primo de Rivera hasta el
final, frente a la mezquina medida en el dar y en el quitar de
Ortega; el fanatismo de su posición en la república frente al
tibio apoyo y la distante rectificación orteguiana, la entrega
final a la peor de las causas, el misticismo de su muerte, todo
lo hace antipático, lejano, irreal. Maeztu era el olvido, desde
luego, y podemos decir que, al no ser reivindicado por nadie,
en él se había cumplido el ideal de desanclaje en la tradición
que propongo. Si esa era la finalidad, la pregunta entonces se
nos impone: ¿por qué escarbar en su tumba? Y sin embargo.
frente a toda evidencia, hay una razón. Ahora deseo
explicarla.
2.– Un arquetipo y un síntoma. Kierkegaard, y después
Schmitt, recomiendan apreciar la verdad esencial en el caso
extremo. Defenderé que Maeztu es arquetípico como lo son
los casos extremos y sólo por eso puede darnos una verdad
esencial del intelectual español como categoría. Si Unamuno y
Ortega resultaran tan lejanos como Maeztu a una inteligencia
actual, estaría cumplida la misión, que estimo pertinente, de
tener otros modelos de vida intelectual. Pero no es así. Ortega
y Unamuno, Azaña y Giménez Caballero, siguen siendo
atractivos para cierta gente. Frente a ellos, Maeztu es
arquetípico porque señala todos los vicios de la forma del
intelectual español. Y sin embargo, la pregunta fundamental
no se ha tocado con ello: ¿cuánto hay de diferente entre
Maeztu y Ortega, entre Maeztu y Unamuno? Quede la
pregunta por ahora como el enunciado de una sospecha. Así
que, finalmente, Maeztu es un arquetipo, pero, también y por
eso, un síntoma. Propongo que lo usemos como tal. En él
podemos ver formas patológicas precisas, monstruosas, que
una vez diferenciadas luego podemos identificar en otros
casos muchos menos radicales, menos brutales, pero
hermanados por una profunda afinidad. Podemos usar a
Maeztu como estudio de muestra, como caso central para
identificar una forma enfermiza de ser intelectual que
concierne a otros muchos, para mostrar las confusiones que
encarnaron otros hombres a la hora de ejercer el ethos del
intelectual.
Por eso dediqué un libro amplio a este hombre, cuya
condena y olvido todavía me parece depender de una
mentira: la de los falsos prestigios que se realzan sobre el
claroscuro de su figura. Me preguntaba por qué era tan
execrable Maeztu como para que nadie se preocupara de él.
Merecía una explicación la obvia desproporción entre la
inmensa bibliografía de unos y la sima de cieno en la que
Maeztu yacía. ¿Qué anidaba tras esa percepción? Maeztu el
energúmeno salva y centra al auténtico Unamuno y al profundo
Ortega, al progresista–republicano Azaña, al vanguardista
Giménez Caballero, etcétera. ¿Qué conocimientos históricos
no deseados ponía en marcha una operación de
reconocimiento de Maeztu, aunque fuera hipercrítica, como
de hecho era la mía? Creo que en el fondo, penetrar en
Maeztu, diluir la costra de silencio que se había tejido a su
alrededor, permitía algo decisivo: que los santos patronos de
las diferentes tradiciones españolas siempre lo consideraron
su igual. Amigo o enemigo, pero igual. Muchos de ellos
lucharon sus luchas, le rindieron homenajes, se pusieron a
veces tras sus rayos, le brindaron su admiración, y muchas
veces dijeron en público frases que harían enrojecer de ser
tomadas con la seriedad que se debe. Nadie quiere sacar a la
luz a Maeztu porque todos temen que, al ver la lepra
declarada en Maeztu, podamos identificar el contagio que los
demás padecían. Pues Maeztu no es sino el caso extremo de
un síntoma que tiene causas muy profundas.
Así que el abuso de Maeztu es mantenerlo en el olvido.
Ese abuso tiene funciones compensatorias para situar en una
atmósfera aurática a otros que no fueron menos energúmenos,
menos monstruosos, menos excéntricos. El uso es, como
sucede con la crítica, tenerlo a la vista para reconocer en su
caso extremo lo que en los demás estaba suficientemente
oculto. Maeztu es un caso clínico, es verdad. En mi estudio,
siempre guiado por Freud, quise analizar ese caso extremo y
creciente de inteligencia paranoide para controlar patologías
no tan extremas en sus manifestaciones, pero mucho más
resistentes por más elaboradas. Maeztu, en cierto modo, no
supo trabajar su paranoia: la dejó ver en carne viva y por eso
resulta muy fácil estudiarla. Pero hay ciertos rasgos
estructurales que podemos transferir a las otras grandes
figuras de nuestros intelectuales, a pesar de que en ellos están
más construidos bajo discursos en apariencia saludables. En el
caso de Ortega y Unamuno, como en el de Azaña, hay que
aguzar mucho la vista. En el caso de Maeztu, y esto es
indudable, podemos incluso hacer una carnicería. Nadie se
lamentará de ello. Al contrario, una de las constantes de mis
críticos es que justamente, en mi libro, no hago
suficientemente sangre. Me han censurado que no use la gama
gruesa de los adjetivos contra él. Mis críticos no han
identificado públicamente –aunque tengo la certeza de que sí
en privado– que el tema de mi libro no era sólo el pobre y al
parecer despreciable Maeztu.
3.– El intelectual y la responsabilidad. ¿De qué se trata?
Ante todo, del ethos del intelectual y de su propia definición.
Hablo como si existiera una sola, y obviamente no es verdad.
Hay más de una tradición e incluso hay muchas opciones
particulares que no han llegado a convertirse en tradición,
pero que están ahí, como casos concretos. Hablo como si
ciertas posibilidades fueran más deseables que otras y sugiero
que tenemos razones para defenderlas. Aunque no pretendo
imponer a nadie mis juicios en esta materia, supongo que me
asiste cierto derecho a mostrar mis preferencias. Por eso, a
efectos de este ensayo me gustaría defender que hay dos
grandes formas de ser intelectual, que pueden ser reconocidas
en la historia europea reciente. Está el intelectual que ancla en
una conciencia normativa más o menos explícita, más o
menos fundada, más o menos abstracta y a ella entrega su
vida y su obra, sea ésta de naturaleza retórica o literaria.
Cualquiera puede identificar de qué hablo si ha tenido la
oportunidad de acercarse al trabajo que antepuse al libro que
recoge algunos artículos de Heinrich Mann y que lleva por
título Por una cultura democrática.1 En verdad, allí hablaba de
Heinrich Mann como literato por vocación. Como saben
ustedes, Thomas Mann llamó a su hermano el literato de la
civilización.2 Yo me atuve a esta figura y la desarrollé.
Hasta ahora he venido hablando del intelectual, he
aplicado esta palabra a los grandes hombres de la España del
primer tercio de siglo, y he sugerido que, en mi opinión,
padecen de una endémica falta de ethos. El literato sin
embargo lo posee, porque tiene una vocación definida que
reside en la defensa, muchas veces cansina y estereotipada, de
una sistema de valores normativos. No niego el derecho a la
evolución ni al cambio al ritmo de la historia. Pero, en los
literatos dominados por el ethos normativo, esta evolución
1
Esta en la editorial Pretextos, en la colección Hestia-Dike, Valencia. 1997.
Pueden verlo en mi ensayo sobre Las consideraciones de un Apolítico en el colectivo Literatura y Político
en la República de Weimar. Verbum, Madrid, 1997.
2
consiste en la regulación de la posición ante el presente a
partir de ciertas ideas claramente identificadas, explícitas. Esta
evolución, con sus complejidades, es consciente y por eso
pueden ofrecer las razones de que, en determinada
oportunidad, las mismas ideas impongan determinadas
posiciones. Así, no es lo mismo defender la democracia en la
república de Weimar que defenderla en la época nazi. Pero el
literato con ethos no alterará su esquema de valores ni se
desprenderá de la idea (en este caso, democrática) como
referente básico. Como es obvio, y aunque sea mi opción, no
quiero decir que sólo la democracia ofrezca un horizonte
normativo estable. Este es desde luego el caso de Heinrich
Mann. Georg Lukács tuvo otro, y Robert Musil otro
ciertamente diferente. Schmitt, incluso en la tristeza con que
saluda una época mundial, se muestra anclado en la forma
existencial nacional. Pero nadie puede decir que sus vidas no
estuvieran atravesada por una sustancia ideal constante.
Esto no se puede decir de nuestros intelectuales a pesar
de sus parecidos. El literato vocacional y el intelectual español
comparten algo: el escenario público. Ambos tipos humanos
escriben libros, artículos, ensayos. Todos hacen literatura,
ejercen una retórica y todos aspiran a tener un público. La
diferencia entre la figura del literato y la figura de nuestros
intelectuales se abre paso en la forma de entender su praxis y
su función social. Si resulta más definida la del primero es
porque tiene un ethos completo al que entrega
responsablemente la vida. Los intelectuales españoles tienen
aparentemente un ethos porque intervienen en todos los
escenarios de la publicidad, pero no se atienen a un conjunto
normativo sólido, reflexivo, constante y coherente. Tienen un
público como personalidades, pero le hacen variar en sus
ideas al ritmo de su propia expresividad.
Un ethos es algo más que la costumbre pertinaz de
escribir y publicar. Es atenerse a una conducción racional de
la vida, donde racional es una auto-vinculación a principios
formales y a estrategias materiales de interpretación
regulativa de aquellos. No existe ethos donde no se dan
principios auto-conscientes, de los que sabemos sus
implicaciones y consecuencias, respecto a los que somos
responsables y en relación con los cuales podemos lanzar a los
demás mensajes creíbles de cuál va a ser nuestra conducta en
determinadas situaciones. Cualquiera que tiene un ethos se
preocupa de identificar estos principios, de considerarlos en
su validez, de identificar sus implicaciones, sus afinidades
electivas, sus contradicciones y hostilidades con otros, sus
transacciones en los casos en que sea necesario, y su camino
práctico de realización o de renuncia. Si es responsable con su
estructura normativa, al menos tendrá un momento en que
diga: conmigo no se cuenta para defender eso. Estos saberes
prácticos que forman el ethos verdadero son supracircunstanciales. En sí mismo, el ethos está diseñado para
establecer diferencias entre oportunismo y coherencia, entre
praxis y adaptación, entre lo interpretable desde valores y lo
interpretable desde intereses. Por eso, el literato puede
albergar un compromiso que está a mitad de camino entre el
filósofo y el hombre de la calle: no es un especialista ni un
improvisador. En cierto modo es un retórico, otra forma de
decir que es un literato. Pero no debemos olvidar que la
literatura tiene una intensa relación con la ética, pues ambas
tienen que ver con el carácter: una lo forma y lo define,
mientras la literatura describe personas que los defienden en
sus consecuencias y sus acciones.
¿Tienen nuestros intelectuales un ethos en este sentido,
parecido al que se puede ver en Heinrich Mann, en Albert
Camus, en Primo Levi, en Andrea Caffi? No lo creo. Y porque
eso es máximamente visible en Maeztu, podemos decir que el
vasco es un intelectual español arquetípico. Pues Maeztu pasó
de ser un extremado nietzscheano a ser un liberal-socialista
casi revolucionario, un anticlerical y un anti-tradicionalista
furioso, y de esto a ser un guildista inglés, un defensor de la
dictadura como estructura de protección del capitalismo
naciente y después un menendez-pelayista político defensor
de una genuina dictadura constituyente del moderno pueblo
español, de su burguesía y del capitalismo hispano. ¿Qué ethos
puede identificarse en un hombre que pasó por estos
territorios? ¿Qué valores coherentemente defendidos podían
subyacer a estas posiciones, de tal manera que se garantizara
un cuerpo normativo respecto al cual ser responsable? ¿Puede
haberlo?
Sin ninguna duda, ni el ensayo más benevolente de
reconstrucción personal podría dar con esta senda única de
valores en una biografía intelectual como la que hemos
apuntado. Pero la pregunta no ha hecho más que empezar.
Pues si no se disponía de un cuerpo de valores definido, ¿por
qué se consideraba necesario, urgente, útil, la intervención
pública con ofertas que, se miren como se miren, incluyen
cláusulas retóricas de un radical montante normativo del tipo
“hay que hacer esto o lo otro”, “mientras no se haga esto”,
etcétera? Pues no cabe la menor duda de que todos estos
hombres salían al escenario público diciendo lo que se debía
hacer. Sin embargo, lo que se debía hacer fue en cada
circunstancia una cosa muy diferente. En Maeztu, acabar con
la hegemonía de los intereses cerealistas en 1898, potenciar
una mayor presencia en España del espíritu de hierro del
homo economicus, organizar a las masas en un partido socialista
dirigido por elites burguesas con amplia visión liberal,
recomponer los valores organicistas de la sociedad desde un
funcionalismo católico, limitar el subjetivismo moderno,
recomponer el espíritu teológico, apostar por las instituciones
tradicionales como una monarquía con cortes encargadas de
elaborar el presupuesto, valorar la dimensión atlántica de la
cultura española, etcétera. Sin embargo, y de esto no cabe
duda, a pesar de todas estas propuestas antitéticas, Maeztu
siempre hablaba como si supiera lo que se debía hacer.
La suya fue una paradójica conciencia normativa que, de
forma libérrima, se brindaba a los lectores españoles. Pero se
trataba de un normativismo concreto, circunstancial, que en
cada caso ofrecía una solución y que, por ello, desdibujaba el
valor vinculante de cada una de las cosas que afirmaba o
proponía. Cuando comparamos esta opción con Heinrich
Mann, por ejemplo, que conoció el mismo arco de tiempo,
encontramos el tipo de literato en su plenitud: desde su
juventud se enfrentó a la personalidad autoritaria y frustrada
del súbdito alemán, a la hipocresía social de la clases nobles
alemanas, a la figura traumatizada de sus mandarinatos
universitarios, a la forma paranoide de sus gobernantes, y
siempre en honor de una valores republicanos, que tenían que
ver con la dignidad del ciudadano, con la igualdad y la
justicia respecto al trabajador, con la acción justa de un Estado
sostenido por las masas democráticas de trabajadores, con una
vida integrada de afectos y de razones, con una voluntad
cosmopolita de paz entre los pueblos de Europa. Podemos
decir lo que queramos de su retórica, como podemos decir lo
que queramos de su literatura: pero no podremos decir que su
conjunto de valores normativos no fuera coherente,
unidireccional, unívoco. Quizás por eso Heinrich Mann
fracasó y por eso sabemos qué habría tenido que suceder para
que él, y no Jünger, hubiese triunfado. Siempre pensó que
Alemania había cometido una injusticia histórica: haber
olvidado su franqueza liberal, dejarse llevar por la farsa de un
imperio violento y vanidoso, impulsar políticas imperialistas
y hostiles a Europa, y haber corrompido el espíritu de su gran
misión de diálogo con los pueblos latinos, embarcándose en
una mitología del superhombre tan compensatoria de la
miseria real como lo fue, a nivel personal, en su propio
filósofo fundador. Cuando miramos su trayectoria,
comprendemos que su vida era relevante no porque fuese su
vida, sino porque se entregó a valores que eran más
poderosos que él, que sus expresiones personales, que sus
motivos y que sus circunstancias.
¿Podemos decir algo semejante de nuestros intelectuales?
Desde luego que no. Para entender en qué fueron coherentes
nuestros intelectuales, para identificar cuál era el conjunto de
sus valores, aquello por lo que podían dar la vida y arriesgar
su patrimonio, no podemos confiarnos en sus declaraciones
explícitas, porque estas nos dicen cosas contrarias para
cualquier observador razonable. Y si alzamos la mano
diciendo que tenemos la impresión de que se están
contradiciendo, estos hombres nos devuelven con todo brío la
acusación y uno nos dice que esto no importa, que eso no es
grave, que lo decisivo es mantenernos vivos, inquietos, alerta
contra los lugares comunes; mientras otro insiste en que, dado
el carácter circunstancial de nuestras vidas, y el carácter fluido
de nuestra realidad, es necesario ir al día, pelearnos con la
circunstancia en cada momento. Esa no es la única estrategia:
hay otra que consiste en la reconstrucción de la propia
trayectoria como si no fuera contradictoria. “En el fondo ya lo
decía yo en 1911”, “ya lo anuncié en 1914”, etcétera: ese tipo
de cláusulas abunda en su literatura, junto con otras de este
tenor “Si yo no hablé en 1923 es porque el nivel del país...”.
4.– Un intelectual sentimental. Así llegamos a la clave de
esta forma nuestra de ser intelectual. Podemos abordarla
desde la vieja diferencia estética entre lo ingenuo y lo
sentimental. Heinrich Mann nos resulta normativamente
ingenuo, como el propio Camus. Debemos entender bien esta
expresión. No quiero decir que sus valores sean ingenuos.
Todos los valores lo son llegados a cierto punto. La
ingenuidad es la forma de la fe y los valores no existen en
ninguna otra parte salvo en la creencia razonada en ellos. Pero
hay una forma ingenua de entregarse a ellos, de hacer
desaparecer en ellos la misma personalidad, de vivir en el
idilio desesperado o combativo que nos ofrecen, siempre
animados por la certeza de que el mundo sería mejor en caso
de realizarse. Por regla general, el ingenuo no ve en sí mismo
nada valioso, salvo en la medida en que participa de
objetividades que se esfuerza por encarnar y a las que
entiende ha de ser fiel.
Frente a esta figura ingenua y normativa, se alza el
intelectual sentimental. Carente de una realidad objetiva en la
que hacer pie, el intelectual sentimental, para realizar
cualquier intervención, tiene primero que organizar la propia
subjetividad desde la que habla. Para ello debe ejercer una
mirada reflexiva, una reordenación del pasado. Puesto que la
realidad no es sino un aspecto de su intervención, ha de hacer
la historia de esa misma actuación para así dar una
explicación inmanente, desde sí mismo, a la nueva tirada.
Dado que esa intervención tiene que mantener un alto nivel
de confianza, de seguridad y de certeza en sí mismo, para
poder emitirse en términos de “lo que hay que hacer”, la
reorganización del pasado ha de ser no sólo auto-referencial,
sino sobre todo auto-ensalzadora. Muy consciente de la falta
de suelo desde el que suele hablar el sujeto, el intelectual
sentimental tiene que esforzarse previamente en poner bajo
sus pies un suelo firme que asegure su acción. Aunque estas
actividades forman parte de lo no dicho, la brega en este
asunto es inocultable.
Aunque estoy dando la falsa impresión de que nuestros
intelectuales no tienen una meta que legitime sus actuaciones,
continuaré un tramo más por este camino, hasta llegar al
momento de una inflexión que luego les propondré. Con ello
llegamos a una finalidad implícita de nuestros intelectuales:
no se trata de antemano de entrar en un combate que deviene
histórico por el telos ideal de los objetivos, sino de autopresentarse bajo el aspecto de gran personalidad. La
aspiración de nuestros intelectuales a ser una gran
personalidad nos sorprende permanentemente en el tono, en
la posse, en las cláusulas retóricas, en los gestos y, sobre todo,
en las falsas modestias en las que Ortega era especialista. Esta
gran personalidad, que en cierto modo puso Nietzsche de
moda, es síntoma de un problema histórico que juzgo central
en la historia de España y que tiene que ver con el llamado
arbitrismo de nuestros intelectuales. En este sentido, podemos
decir que el espíritu del 98 carga con una profunda herencia
que viene desde los tiempos de Martínez de la Mata o de
Celórrigo. Estos intelectuales contemporáneos de nuestros
abuelos son los últimos representantes de una larga tradición
sentimental, que ha integrado desde nuestra más lejana
historia los tintes propios de un pathos mesiánico bien
definido y de un contexto apropiado a su aparición
carismática:
apocalipticismo,
desgarro,
decadencia,
providencialismo decepcionado.
Resulta terrible comprobar hasta qué punto estas
actitudes han calado en Ortega cuando interpreta la guerra
civil como el justo pago por el pecado de rebelión de las
masas, o en Unamuno, cuando cifra lo salvífico en la
intrahistoria de un pueblo que se inclina a vivir en el
minimalismo económico del sermón de la montaña. En medio
de estos territorios tenebrosos de la catástrofe, que ellos
proféticamente han calentado –es sintomático que Unamuno
conciba su misión como inspirador de una guerra civil de los
espíritus– se alza su personalidad con sus cláusulas retóricas
de “lo que hay que hacer”. Esto tiene un nombre: estas
personalidades se han visto a sí mismas como soberanos
carismáticos en una momento de Apocalipsis histórico
caracterizado por un orden político que, se sabe, va a la deriva
sin soberano visible y sin fuerzas capaces de dirección. Aquí,
de nuevo, Maeztu llevó esta opción hasta el extremo de
comprender su vida como martirio, en una imitación
mesiánica sin precedentes. Más sorprendente es que Ortega
pensara que esa era la obligación del intelectual. La
estilización de su personalidad alrededor de esta autocomprensión como “cordero pascual” llevó a Maeztu, en un
gesto cristiano que Kierkegaard o Dreyer habrían
caracterizado de locura, a inmolarse a los pies de una España
primitiva y cerval que, en él fondo, no había querido escuchar
sus recetas de salvación, innovación y modernización. Así, en
un gesto único, Maeztu murió por los pecados de los demás,
pecados que él no había cometido y que venía denunciando
desde finales de siglo.
Así que cuando dije que Maeztu es arquetípico, quise
decir que interpretó su papel de la forma más radical posible:
la del martirio católico. Frente a esta, el héroe cultural de
Ortega, líder de masas, no era sino un subrogado moderno y
artificial. El sacrificio de Ortega consistía en ponerse a la
altura del pueblo para salvarlo. El filósofo se contrae en
periodista como Dios se encarna en Hombre: para sufrir por
los pecados de otros. El gesto de Maeztu, tal y como él mismo
lo entendía, consistió en cargar con la cruz bajo las injurias de
los que no quisieron oírle. Su actitud fue así la más lejana de
aquella otra, propia de Ortega, del olimpismo indiferente de
un dios que, a pesar de rebajarse, fue desdeñado. Si lo propio
de la gran personalidad era la obstinación, el apego al propio
sentido, la necesidad de ser coherente, al menos Maeztu la
sintió y en esto también fue arquetípico. El afán de autojustificación de su peripecia no tuvo que recurrir a nada
extraño: bastó apelar a la metanoia paulina que en tantos
hombres produjo el espectáculo del 14. Al menos tras la
conversión, Maeztu fue coherente. ¿Quién creyó en un solo
gesto de Ortega después de su coqueteo con la dictadura, o de
su rectificación de la República, una por cierto que acabó
celebrando al otrora denostado Maura? Y si Unamuno ha
mantenido intacto su prestigio, tras sus coqueteos con las
juventudes de José Antonio, no ha sido sino por su gesto de
gran personalidad frente a Millán Astray, no por su
coherencia.
Hay, sin embargo, algo terrible en el gesto de Maeztu al
confesar, frente al pelotón, cogido de la mano de Víctor
Pradera, su amor a los que le dispararon: es algo más que la
sospecha de que no eran culpables. Pero todavía hay algo más
siniestro que esto, algo que sólo cabe en el más gnóstico de los
cristianismos, algo que Maeztu no podía dejar de pensar. Y es
que los verdaderos culpables de que existieran pelotones de
fusilamiento dominados por el odio eran aquellos de su
misma causa, los aristócratas madrileños, los latifundistas
andaluces, los generales golpistas. Maeztu había clamado
contra todas estas fuerzas sociales hasta 1923, fecha en que se
dejó llevar por el planteamiento que captó la benevolencia de
todos sus amigos, que Primo venía a barrer el viejo régimen
de la restauración. A partir de ahí su coherencia fue la del
paranoico. Siempre pensó Maeztu que el fallo de la Dictadura
consistió en no ser capaz de constituir una nueva sociedad
que reclamase una nueva política. Pero fallido el acto creador,
Maeztu siempre pensó que se debía confiar en un dictador
capaz de hacerlo. Era un dios chapucero, un dios perverso, un
dios que no quería cambiar su mundo, cuando se le dio el
mensaje de salvación, pero que ahora tendría que cambiarlo
finalmente porque la tragedia se echaba encima. Mas a fin de
cuentas era un dios y por eso Maeztu estaba de su parte,
frente a lo que representaba como una turba llena de
resentimiento, de odio y de decepción desesperada que no
podía constituir nada. Por salvar ese germen de dios perverso,
que ahora se veía forzado a intervenir por la creciente oleada
de mal, Maeztu moría pensando que su muerte daría fruto.
Con la locura de la coherencia final murió como buen
caballero católico. En el fondo, era el extremo de una cultura
de la sentimentalidad añorante de una grandeza perdida, la
encarnación de una norma que encontró en el martirio la
forma de conciliar la gran personalidad y la cultura moderna
que no estaba para estas seriedades mesiánicas.
5.– El déficit de la nación. ¿Era todo gratuito? Quizás lo
más duro que se pueda decir sobre España es que estas
enfermedades no eran gratuitas. Al contrario, más bien
podríamos decir que eran necesarias. Son frutos de la miseria
española de este siglo, que se acumulaba sobre la miseria de
otros siglos. ¿Qué era lo que provocaba estas formas de ser y
de pensar? Obviamente una cosa: la inexistencia de esa
España bajo la forma en que todos estos hombres la soñaron.
Lo que está en la base de las actitudes y tareas de estos
hombres son los déficit de realidad nacional que ellos
apreciaban y que, desde siempre, habían confundido con su
público fiel. Su falta de reconocimiento tenía que ver con su
percepción de una falta de realidad nacional y por eso
extremaron su intervencionismo. En el fondo, se vieron como
líderes espirituales constituyentes de esa nación unida que
distinguían en otros países como la forma suprema de salud y
de vida social. Así percibieron con tino el retraso español en
los procesos de construcción de una burguesía nacional, uno
de cuyos síntomas era la formación de un público lector.
Pero justo cuando llegamos aquí nos damos cuenta de la
excepcionalidad de los intelectuales españoles. En cierto
modo, su figura extrema no es sino una intensificación de
naturaleza compensatoria debida a la ineficacia de otras
instancias constituyentes de la realidad nacional típica a la
que aspiraban. Heinrich Mann, Thomas Mann, Zola, o
Bernard Shaw no eran menos héroes de sus públicos, pero no
se presentan tan patéticos ante nosotros porque no se veían
como los únicos soportes de esa homogeneidad cultural que
se ha dado en llamar nacional. Todos sabían que tenían
aliados en la realidad de las cosas: una inmensa cantidad de
gentes dispuestas a conquistar una dignidad social por la
vinculación a valores ideales. Eran masas de trabajadores que
reclamaban algo más que la utilidad de su función económica,
que aspiraban a ejercer una función política y humana, y que
querían una cultura que los tuviera en cuenta. Por eso, estos
literatos llegaron a ser aliados de otros líderes políticos,
sindicales, empresariales y así, junto con firmes aliados
instalados en el poder político, avanzaron con esa plenitud de
efecto que se ha convertido en típica a la hora de definir el
proceso de construcción nacional con base democrática.
Frente a estos casos, los intelectuales españoles sabían
que tras ellos no tenían nada: un poder político que
organizaba unos intereses minoritarios y oligárquicos, unos
cuadros burocráticos anclados en el tedio, un mercado interior
empobrecido con una inmensa población cuya finalidad era la
supervivencia, unos partidos obreros sin calado cultural y sin
fuerza social, una presencia todavía dominante de la iglesia
católica, un ejército que podía reclamar la función de vértebra
de un Estado que él mismo había fundado y unas empresas
culturales que tenían necesidad de hipotecas, como era el caso
de la revista España, o que como testimonia el ejemplo de El
Sol de Urgoiti, no podían arriesgar una posición sin sufrir
descalabros. La forma nacional la representaban tipos como
Lerroux o como Blasco, pero también tipos como Sales, Gil
Robles o Luis Lucía, los viejos carlistas reconvertidos a una
democracia cristiana que aprovecharon su vieja oposición a la
monarquía alfonsina para justificar su oportunismo respecto a
la forma de régimen. Pero estos líderes no eran intelectuales:
eran agitadores y sólo Blasco de entre ellos entendió algo que
Maeztu vio claro andando el tiempo, algo que luego Azaña
utilizó con íntima repugnancia –como le echó en cara
Giménez Caballero–; a saber: que la construcción nacional se
teje con la potencia tremenda del mito, no con las sutilezas o
las paradojas de los catedráticos. El mito era una fuerza
descarnada, abstracta y no movía a la acción social, sino a la
acción afectiva. En este sentido, era electivamente afín con la
figura carismática del agitador, pero no con la que nuestros
intelectuales querían inútilmente encarnar. Para jugar como
potencia compensatoria de otros déficit de integración social,
nada mejor que el mito, el de la República o el de la
revolución. Maeztu, al apelar a D. Quijote, Don Juan y la
Celestina, se daba cuenta del problema, pero no sabía la
solución. De hecho el tradicionalismo español presentaba aquí
sus limitaciones internas: un mito tradicional era un oximoron.
Por eso para detener el mito de la república, internamente
aliado al de la revolución, se tuvo que invocar la milicia, una
fuerza desnuda de mitología.
6.– La otra forma de ser intelectual. Ante la falta de suelo
nacional, en el sentido moderno del término, los intelectuales
españoles hicieron pie sobre sí mismos y por eso no pudieron
desplegar la actitudes de otra forma de ser intelectual que
ahora hemos de analizar. Pues hay un segundo tipo de
intelectual que no tiene como ideal-tipo estos hombres
normativos. Son los hombres de realidades, hombres de la
objetividad, hombres de la frialdad mortal a la hora de
describir las cosas. Ese hombre podía haber sido Ortega, de
haber sido más tenaz en el estudio, de haber asumido en sus
carnes la teorías de las elites y de haber renunciado a tener
tantos lectores. Por mucho que estos hombres de la
objetividad tengan una norma, la mantienen secreta y la
disfrazan con el curso del destino histórico al que se pliegan.
Por eso, cuando miramos a estos hombres, a veces vemos
cómo tras la descripción de la realidad nos descubren una
oculta pasión. Incluso entonces, cuando creen estar en
sintonía con la realidad, no hablan de norma, sino de la
necesidad de las cosas. El ideal-tipo por excelencia de este
intelectual es Hegel, y su heredero más glorioso es Weber.
Luego se podría citar a Rathenau, a Schumpeter, o a Plessner.
El último que conozco así es Kelsen. Cuando intentamos
identificar la conciencia normativa de Hegel tenemos serios
problemas para hallarla y esto es así porque en ningún sitio se
expone de forma abstracta: surge allí donde la realidad se
penetra con la fuerza de la teoría en sus problemas centrales,
allí donde se disponen las instituciones oportunas para
resolverlos. Pero sin teoría de la realidad, o como diría Weber,
sin la Wirklichkeitswissenschaft, no se comprende su actitud
práctica. Esta queda siempre dominada por las coacciones de
lo que es objetivamente posible. De ahí que para una
conciencia normativa clásica son talentos formidables, pero
dudosos. De ellos es más visible la pasión que ilumina los
entramados internos de la realidad con la vida de su
inteligencia, que la pasión transformadora. Descendientes de
los estoicos, anclados en la categoría de destino, su norma es
no desaprovechar los espacios que están en su mano dirigir, y
despedirse de la tentación de la omnipotencia.
Estos talentos realistas no son caballeros de la fe, ni
mártires evidentes. Pero cuando miramos la producción
científica de un Weber, entendemos que jamás dijo una
palabra sin saber de qué realidad profunda hablaba. Este era
el hombre que estaba en condiciones de dominar encuestas
monumentales sobre los trabajadores del este del Elba, y sobre
estos ingentes esfuerzos científicos proponía lo que
buenamente se podía hacer, dados ciertos valores. Su
ascetismo normativo se extremó respecto de 1895: luego
siempre habló con hipótesis. En el caso de que se quisiera
tener una nación alemana, se tenía que saber cómo superar los
traumas psicológicos que el trabajo fabril producía en las
mentes más bien sencillas de millones de alemanes que
pasaban de la agricultura a la industria pesada en una
generación. Las encuestas sobre las nuevas condiciones de
trabajo fabril fundaban sus diagnósticos sobre la necesidad de
atender los intereses materiales y espirituales de unas masas
cada vez más desprotegidas en un mundo que, de repente, se
había tornado siniestro y hostil. Sobre estos estudios de base,
y sobre los déficit sociales que revelaban, Weber estudió
determinados tipos históricos, que habían sabido dotar al
capitalismo de un espíritu. Si alguien quería guardar un
rescoldo de aquel espíritu, sabían qué tipo de personalidad
debía construir. En este sentido, con desencanto o sin él,
Weber dijo qué debía ser el hombre de responsabilidad y qué
saberes reales, espirituales e históricos debía integrar. Cuando
hubo que regular la política de emigración: allí estaba Weber.
Cuando hubo que reformar el mercado de valores, también.
Cuando hubo que hacer constituciones, allí se alzó su
diagnóstico. Cuando hubo que firmar tratados en París, allí
estaba él, sin negarse a la vergüenza y la humillación, como
uno más. Cuando alguien tuvo que cantarle las verdades a
Ludendorf, sobre la tarima de un teatro, delante la gente, ese
fue Weber. Posiblemente él soñaba tanto como Unamuno con
ser presidente del Reich. Pero se acreditó ante sí mismo
defendiendo una línea coherente, que ofrecía a sus paisanos
ideas claras, constantes, objetivas, comprometidas, firmes y
fundadas. Es un hombre del pasado, desde luego. Nadie
puede compararse con él por el conocimiento histórico y por
el conocimiento del presente. Weber forma parte del mundo
que para siempre nos dejó. Pero ciegos estaríamos si no
comprendiéramos su grandeza, desconocida, distante,
hercúlea, frente a los ligeros, volátiles, irresponsables
intelectuales españoles.
Sorprende el panorama que se obtiene cuando, con estas
figuras, miramos a nuestros intelectuales. Ni dotados de una
norma verosímil, ni dotados de un dominio de la realidad, se
entregan al oportunismo del periódico. Pero sobre todo
sorprende el pésimo grado de realidad que están en
condiciones de asumir. Sorprende el mínimo nivel de estudios
–quizás el joven Unamuno ha estudiado algo de economía–
que han desplegado. Van a la realidad con el sueño desnudo y
abstracto de su idea nacional. Por eso, cuando con el curso de
los años aprendemos a mirar los agentes reales del tiempo, los
Flores de Lemus, los Urgoiti, los Altamira, los Guadhalorce,
no tenemos sino que rendirnos a su inteligencia superior, a su
fiabilidad. Podemos ir a los escritos de los juristas que
fundaron el Instituto de Estudios Sociales: son mucho más
modernos que nuestros modernos intelectuales. Vayamos a los
estudios económicos: José Luis García Delgado ha
demostrado por activa y por pasiva que la realidad española
de 1898 a 1931 no fue catastrófica. Se mantuvo un crecimiento
constante, una recuperación de renta en relación con Europa,
un trasvase permanente de riqueza desde el sector primario al
terciario y secundario, una modernización de herramientas
económicas y administrativas, etc. etc. Como nuestros
intelectuales, los agentes sociales también aspiraban a la
construcción de una burguesía nacional, un mercado nacional,
instituciones económicas nacionales. Quizás eran pasos muy
débiles: pero justo por eso quizás era preciso ser responsables
en extremo. En todo caso, nuestros intelectuales no
mantuvieron una alianza con los agentes sociales objetivos:
reclamaron un papel representativo y directivo, en modo
alguno auxiliar.
Nada de todas estas realidades se transparenta en
nuestros escritores. Es posible que fueran conocidas, pero
jamás descienden a estos asuntos de la vida real. La timidez
de la realidad no es contestada por ellos con el mimo y la
atención piadosa que Azorín ponía en su España atrasada,
sino con el desprecio. Cuando se escapa la monarquía,
sentenciada por Ortega con frases altisonantes, de forma
explícita se niega éste a reflexionar sobre problemas de la
moneda, como si eso no tuviera efectos directos sobre el
conjunto de cosas en las que quiere intervenir. Las polémicas
sobre la modernización y europeización de España no son
fastidiosas porque uno tenga que leer las impertinencias de
Unamuno sobre la africanización y la propuesta de un eterno
Tertuliano como su modelo. Esto no es lo peor. Es más triste la
incoherencia de Ortega, cuando se pasa la vida hablando de
que preciso levantar España sobre la ciencia europea. ¿Pero de
qué ciencia hablaba Ortega? ¿Cuál practicó él? Weber, antes
de dar un paso en el presente, analiza la forma de la
universidad en la evolución histórica de occidente. Cuando
leemos la reflexión sobre la universidad de Ortega nos damos
cuenta que el suyo es el peor de los diagnósticos idealistas, el
que era electivamente afín a su figura carismática. Una por
cierto que, al reclamar efectos políticos inmediatos, tenía que
realizarse en la forma de comunicación del periódico, no del
tratado.
7.– El drama y el pasado. Estos intelectuales de la realidad
también están anclados en el gran problema de la
construcción de una sociedad nacional. Pero conocen los
medios técnicos y sociales que hay que movilizar para
lograrla. En efecto, para todos ellos, la forma a la que se
dirigía la teleología implícita de Occidente era la nación. Más
allá de ella, realmente, y con excepción de Schumpeter y
Kelsen, no supieron ver una forma evolutiva ulterior de
nuestras sociedades. Pero las diferencias emergen tan pronto
nos damos cuenta de lo que significa la nación para unos y
para otros. Para unos era la organización de realidades
sociales objetivas, coronada por una conciencia valorativa
común. Estas realidades, sostenidas por formas económicas
claras, no podían integrarse en el esquema de la comunidad,
sino de la sociedad. En la medida en que disponían de una
realidad económica en su base, las formas de la conciencia
debían integrar los elementos del individualismo, del sujeto
moderno. Porque veían el papel disolvente de estas
estructuras económicas, los teóricos de la realidad moderna
mantuvieron todavía la idea de nación como último reducto
comunitario. Así magnificaron la idea de un capitalismo
nacional, que pronto se descubrió con tensiones internas tan
tremendas que tuvieron que encontrar la espita del
imperialismo. La autocrítica de estos hombres de realidades
no llegó hasta desprenderse de la forma ideológica de la
nación. Pero esto no es lo más importante.
Lo decisivo para nuestros objetivos de hoy reside en
reconocer que, al carecer de base real, al no ver una base
sólida de realidad social nacional, nuestros intelectuales
ensayaron –como siempre sucede– formas compensatorias
comunitaristas. Buscaron la forma nacional no bajo la
estructura moderna de la sociedad económica y el Estado
democrático, sino de la comunidad espiritual. Esta opción les
era afín porque la comunidad es mera conciencia de
pertenencia y por eso ellos, dominadores del lenguaje y de los
medios de comunicación, soñaban con reformar o transformar
la conciencia hispana, con una metanoia salvadora. Una vez
más: concibieron a España bajo la forma de la comunidad
porque sólo de esta manera ellos podían intervenir de forma
soberana en su constitución espiritual nacional. Lo más
ejemplar que podemos decir sobre este desencuentro entre las
formas de la comunidad y las formas de la sociedad, entre la
dimensión constituyente de la conciencia y la dimensión
constituyente de las realidades objetivas de la sociedad, el
mercado, las instituciones y la política real lo ofrece una vez
más Ortega. España invertebrada nos propone un relato sobre
los déficit comunitaristas de la nación de España. Cuando
Ortega intentó desplegar un programa realista de superación
de estos déficit desde el punto de vista de la construcción
social no tuvo más remedio que revisar su posición sobre el
denostado Maura, su ley de administración local y su
programa de redención de las provincias avant la lêtre. No
pasó de allí. Pero en el momento en que las cosas pasaban de
la conciencia comunitarista a las realidades sociales, el
protagonismo de los intelectuales disminuía de forma
intolerable para ellos. Por eso, permanecieron furiosamente
anclados en sus figuras de clercs ideológicos, herederos de una
tradición espiritual que siempre se había legitimado por las
formas de la conciencia y no por las sobrias realidades
sociales.
Pero en todo caso, se trata del pasado. Hoy ya no
podemos anclar en la forma nacional como vértebra de la
organización social ni estatal y por eso nuestros intelectuales,
normativos o realistas, deben ser otros. Hoy cualquier cosa no
debe ser posible y por eso es inverosímil el oportunismo
periodístico de nuestros intelectuales tradicionales. Hoy la
publicidad puede ser una cosa y la ciencia, la universidad, los
discursos de determinadas elites han de mantener una
relación de cierta lejanía con los diarios. Ni las estructuras
objetivas se ordenan sobre la realidad nacional ni las
estructuras comunitarias pueden mantenerse, contra toda
evidencia, en esa idealización imposible de la nación. Hoy
sabemos que el precio de esa idealización sería una violencia
que estrecharía nuestra alma hasta asfixiarla. En todo caso,
quienes hagan de la nación su última ratio, según todos los
indicios, han de decidirse a dar el paso hacia ese suicidio
moral, bien sea por la complicidad en el crimen, bien sea por
la pérdida de toda conciencia moral. Por eso me atrevo a decir
que, desde un reconocimiento de las realidades sociales y
normativas de nuestra época, desde el trabajo intelectual que
se requiere para enfrentarse a ellas, el desanclaje de nuestros
intelectuales tradicionales es un imperativo de la inteligencia
y de la norma. En el caso de Maeztu, es bien fácil. Pero
debería serlo de los que fueron sus iguales más relevantes:
Unamuno y Ortega.
Descargar