Un patético aprendiz de conspirador

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Un patético aprendiz de conspirador
Por Fernando Rodríguez Mansilla1
Hobart and William Smith Colleges
Titulo de la obra: El sueño del celta
Autor: Mario Vargas Llosa
Editorial: Alfaguara
Formato: 464 páginas
Lugar: Madrid, España
Año: 2010
La publicación de la última novela de Mario Vargas Llosa ha coincidido con el
anuncio de su premiación como Nobel de Literatura, justo prez para una obra compuesta a lo largo de más de cuarenta años. El sueño del celta es una novela de lectura
amena, con destellos de gran intensidad y un discreto manejo del drama, virtudes ya
conocidas en su autor. El libro se ocupa de narrar las aventuras de Roger Casement,
activista contra los abusos de la colonización en el Congo belga y contra la explotación
indiscriminada de los indios del Amazonas durante la fiebre del caucho a inicios del
siglo XX. Como irlandés, Casement abrazó la causa independentista de su patria tras su
periplo por África y América, por lo cual acabó siendo procesado por traidor al imperio
británico, que lo había condecorado por su labor diplomática en pro de los indígenas
con el título de caballero.
Fernando Rodríguez Mansilla (Lima, 1979) es profesor universitario. Doctor en literatura española por la Universidad de
Navarra, España. Especialista en literatura del Siglo de Oro y literatura rioplatense del siglo XX. Ha publicado artículos y
reseñas sobre temas de su especialidad en revistas académicas de España, Estados Unidos y Perú. En 2008 publicó una guía de
lectura de “Los cachorros” de Mario Vargas Llosa por la editorial española Cénlit.
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En sí misma, la azarosa vida de Casement posee ya de antemano un perfil eminentemente novelesco. A esta materia tan atractiva, Vargas Llosa le ha agregado una
estructura binaria que se ha convertido, en los últimos años, en una de sus marcas
registradas, tal como otrora lo fueron el monólogo interior y los vasos comunicantes.
Siguiendo el planteamiento narrativo de La fiesta del chivo (2000) o El Paraíso en la
otra esquina (2003), en El sueño del celta contamos con dos líneas argumentales: en
los capítulos impares se nos refiere el momento actual de Roger, prisionero en Londres,
a la espera de un indulto que no tiene cuándo llegar, recibiendo visitas de los pocos
amigos que le quedan y evocando personas que conoció a lo largo de su vida; en los
pares, se da cuenta de los principales episodios de su vida entre el Congo, la Amazonia
y su campaña por la independencia de Irlanda.
No es difícil identificar a Casement con la figura del héroe vargasllosiano, de
convicciones firmes, libertario en contra de lo que en el universo novelesco del arequipeño se concibe como “barbarie”, producida esta vez por la codicia de los europeos,
sea como actores, en el Congo, o como cómplices, en el Amazonas: “Este es un mundo
bárbaro, sin ley ni orden. Ni más ni menos que el Congo, me figuro” (116), es como
describe el cónsul británico a Roger el escenario de la explotación de caucho. Precisamente, durante décadas, la prédica política vargasllosiana, plasmada en sus obras, ha
gravitado en torno a la lucha contra cualquier forma de barbarie, identificada con el
autoritarismo (encarnado en las dictaduras, por ejemplo), la violencia y el caos social.
Tal vez por todo ello, y en rechazo a tal universo viciado, Casement es definido en la
novela como poseedor de “aquella voluntad pugnaz de hacer cualquier cosa para que el
mundo mejorara” (123), o sea un adalid de la justicia.
El héroe de El sueño del celta es descrito como un sujeto sin vicios aparentes,
cual los disciplinados oficiales Gamboa y Pantaleón o el propio Mayta en su etapa
comprometida. No obstante, conforme avanzamos la lectura, descubrimos un rasgo más
humano de Roger que lo vuelve muy sugerente por encima del lugar común vargasllosiano advertido en los personajes antes mencionados: su inclinación homosexual, que
en algunos momentos de su vida se describe en términos de energía feroz que lo lleva a
explorar lugares siniestros a la búsqueda de nuevos amantes transitorios. Este elemento
de la personalidad de Roger, así como su reflexión, constante durante el encierro, sobre
el fracaso de su vida amorosa, dotan al personaje de un brillo de melancolía. Compensar ese fracaso es lo que, se deduce, lo habría conducido a perseguir empresas de un
idealismo sobresaliente, ganándose el mote bien merecido de “Bartolomé de las Casas
británico” (59). Tal es uno los grandes méritos de la novela: la construcción de un personaje fascinante por todas sus aventuras, que presentan una oscilación entre lo más
alto (llegó a poseer un título nobiliario y a frecuentar círculos de poder y distinción
social) y lo más abyecto del mundo:
Hacía menos de dos semanas era un pobre diablo amenazado de muerte en un
hotelucho de Iquitos y, ahora, él, un irlandés que soñaba con la independencia de
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Irlanda, encarnaba a un funcionario enviado por la Corona británica a persuadir
al presidente de los Estados Unidos a que ayudara al Imperio a exigir al Gobierno
peruano que pusiese fin a la ignominia de la Amazonia. ¿No era la vida algo absurdo, una representación dramática que de súbito se volvía farsa? (253)
Estos desplazamientos geográficos y sociales dotan a su labor diplomática de una
cobertura de misterio y espionaje. Y es que en realidad, pese a (o gracias más bien) al
estilo de vida que ha abrazado, Casement nunca deja de ser un conspirador, sea contra
las causas de hombres poderosos sin escrúpulos (como los que regentan las factorías
congolesas o el cauchero amazónico Julio C. Arana) o contra la propia Corona británica. Pero es un conspirador torpe y con errores garrafales producto de su ingenuidad,
según lo demuestra su lamentable final. En algún momento de flaqueza y angustia,
nuestro protagonista siente, acertadamente, que sus rivales británicos lo verían “como
un patético aprendiz de conspirador” (321). Y es que, por ejemplo, si logró sobrevivir
en el Amazonas fue por la simpatía que generaba en algunos que le salvaron el pellejo,
según se viene a enterar después. Al final de su vida, repasando sus acciones fallidas
producto de la falta de sangre fría o cinismo, se reprocha a sí mismo: “Qué ingenuo y
tonto fui” (324). Esa capacidad de darse cuenta de sus propias limitaciones es lo que
vuelve a Roger admirable y menos ridículo de lo que podría llegar a ser frente al lector.
En suma, se trata de un héroe algo ingenuo, romántico y muy conmovedor. A este
reseñista, quizás por el origen europeo del personaje, le ha provocado el recuerdo de
El Paraíso en la otra esquina (2003), como si Casement fuera la fusión de las actitudes vitales representadas por Flora Tristán y Paul Gauguin, las cuales en la novela
mencionada aparecen como dicotómicas. Casement comparte con Gauguin el carácter
intrépido, producto de una fiebre literaria juvenil. Además, la pasión desmedida por los
muchachitos que posee el irlandés es equivalente a la que sentía Koke por las jovencitas
tahitianas, aunque sin el desenlace feliz que tienen los lances del francés. Igualmente,
el protagonista de El sueño del celta comparte la vocación justiciera y finalmente política que poseía Flora Tristán. Como ella, sufre de achaques que no refrenan su ímpetu
de viajar y cumplir con lo que considera un deber. Como le ocurría a Flora, su misión
parece a veces infructuosa y tiene por enemigo el desánimo que provoca la más cruda
realidad que significan las atrocidades cometidas en el Congo y en el Amazonas.
No obstante, he aquí un cambio sagaz: el tratamiento irónico que recibía Flora en
El Paraíso, y que se oponía a la glorificación de Gauguin, se encuentra menguado en el
caso de Casement. En todo caso, el autor ha tenido a bien crear un personaje autoconsciente, que reconoce sus yerros y puede ver más allá de estos, aunque no deje de ser
víctima de los mismos. Quizás esa sutil ridiculización a la que es sometido Casement,
el torpe conspirador, encuentra su puntillazo final en el epílogo de El sueño del celta,
cuando el narrador (identificable con el autor implícito Vargas Llosa) se refiere a uno
de los pocos monumentos erigidos a la memoria del personaje en Irlanda. Aquella imaReseña Nº 01 / Enero 2011
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gen de “la caca blanca de las gaviotas chillonas” que cubre el obelisco en homenaje a
Casement no deja de ser degradadora y dota de fina ironía el panegírico que cierra la
novela.
Más subyugante todavía se presenta la breve trayectoria de agitador político de
Roger, colmada básicamente de buenas intenciones y ningún tipo de destreza para sobrevivir en ello, la cual recuerda a la del propio Vargas Llosa. ¿No suena acaso similar
este párrafo sobre la faceta política de Casement a los recuerdos de la campaña electoral incluidos en El pez en el agua?
Los ocho meses siguientes, Roger tuvo la sensación de que no hacía otra cosa que
subir y bajar de los estrados pronunciando arengas. Solo al principio las leyó,
luego improvisaba a partir de una pequeña guía. Recorrió Irlanda en todas direcciones, asistió a reuniones, encuentros, discusiones, mesas redondas, a veces públicas, a veces secretas, discutiendo, alegando, proponiendo, refutando, a lo largo
de horas y horas, renunciando para ello a menudo a las comidas y al sueño. Esta
entrega total a la acción política a veces lo entusiasmaba y, a veces, le producía
un abatimiento profundo. (308)
Hay que reconocerlo: la faceta política de Roger es tan cándida y entusiasta como
la del propio novelista hace veinte años. No sería de extrañar que, siguiendo la vieja
teoría de los demonios vargasllosianos, El sueño del celta sea una especie de exorcismo
de la participación misma del autor, también ilusa y fracasada, en el terreno político.
Finalmente, si con algo logró trascender e influir Roger Casement fue con sus escritos,
dando fe de que las obras de la pluma pueden ser más contundentes que las de la plaza
o la oficina públicas.
Los autores del Boom hispanoamericano, básicamente la tríada García Márquez-Vargas
Llosa- Cortázar, formaron nuestra sensibilidad literaria con el sello de la experimentación formal. Aquellas innovadoras novelas, que rompieron esquemas al momento de
su recepción inicial, como aquel cross en la mandíbula del que hablaba Roberto Arlt,
son ahora nuestros clásicos. Vargas Llosa, el más joven de la generación y quizás el
último en activo, ha cumplido el aserto de Jorge Luis Borges: con el tiempo, el escritor
abandona el barroquismo que inspira sus primeras obras y abraza, en su madurez, una
economía de recursos literarios que pueden dar la falsa sensación de lo sencillo o espontáneo. De hecho, la ausencia de mayor complejidad en la narración de El sueño del
celta (salvo su estructura binaria que bien puede asimilarse a los flashbacks trillados
del cine) es la que hace saltar las características del personaje como ente autónomo por
encima del discurso narrativo que lo contiene.
Lo observado, obviamente, no es un reproche, sino el reconocimiento de una pericia que solo han llegado a adquirir los maestros. A estas alturas de su carrera, a Vargas Llosa no se le exigen mayores credenciales, pues ya las mostró todas. No obstante,
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para los que gusten de hacer balances, habría que señalar que esta novela no implica
ni un avance ni un retroceso en la calidad de la obra vargasllosiana, absolutamente
consagrada desde La guerra del fin del mundo (1981), pico al que solo logró volver a
escalar con La fiesta del chivo (2000), casi dos décadas después. Imposible pedirle más
a nuestro Premio Nobel. Para los que no se conformen, allí están las monumentales
Conversación en la Catedral y La casa verde. Y de postre, Los cachorros. Finalmente,
El sueño del celta es una novela eficaz, a la altura de su autor, y digna de compartir
sitio en el anaquel junto a Historia de Mayta, Pantaleón y las visitadoras o El Paraíso
en la otra esquina, obras que, sin ser el pico del iceberg, se leen con el placer con el
que se escuchan las variaciones de un virtuoso.
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