machupi

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Cuadernos de viajes
RECORDANDO A UN AMIGO
D
esde que empecé a volar en parapente, siempre he soñado con hacerlo en lugares
que tuvieran un significado especial para mi, dando otra dimensión al vuelo
además de la propia que encierra el hecho de volar. Hay muchos lugares en el mundo
donde me gustaría volar, porque poseen esa magia y misticismo que los hace diferentes.
Sitios que por su ubicación geográfica, su historia, su belleza o por la dificultad de
acceder a ellos, se convierten en espacios sagrados para un piloto de parapente o vuelo
libre.
La primera vez que supe de la existencia de Machu Picchu fue hace ya algunos
años. Siendo aún niño, mi padre llegó un día a casa con un libro de sugerente título:
"MARAVILLAS DEL MUNDO". El libro en sí, solo se limitaba a exponer de una
manera escueta y somera, algunas de las más significativas maravillas arquitectónicas o
naturales que tenemos en el Planeta; y entre todas ellas descubrí una que me llamó
poderosamente la atención. Unas fotografías que mostraban las últimas páginas del libro
me cautivaron y me atrajeron más que otras en particular: Eran las ruinas de la
imponente y pétrea fortaleza incaica de Machu Picchu. Por aquel entonces, no solo aún
no existía el parapente, sino que apenas se tenía conocimiento del ala delta, y el vuelo
libre todavía estaba por desarrollarse.
Machu Picchu quedó grabado en mi mente sólidamente; al igual que se
trabajaron las aristas y ángulos de sus piedras para que encajasen matemáticamente unas
con otras, y supe que algún día subiría y bajaría por los miles de escalones que
serpentean por la Fortaleza, escalaría hasta lo alto del escarpado Huayna Picchu y
contemplaría el profundo valle del Urubamba desde ese velado refugio de los Hijos del
Sol.
Muchos años después de hacer esa reflexión, parece ser que ese sueño, ese deseo
de la infancia iba a hacerse realidad, y un día cualquiera del mes de noviembre, me
encuentro por fin en la ciudad de Cuzco, en quechua "ombligo del mundo". Hoy en día,
la que fue capital del gran Imperio Incaico, es ahora la capital cultural del Perú además
de la antesala obligatoria para llegar a las ruinas incas de Machu Picchu.
Me instalo en un pequeño hostal frente a la Plaza de Armas de la ciudad junto
con mi amigo Takaki Sato por el que corre sangre latina y del país del Sol Naciente.
Taka y yo hemos llegado al Perú con el fin de viajar por estas enigmáticas tierras, pero
sobre todo con el fin de volar en parapente, enriqueciéndonos de su geografía, su cultura
y sus gentes.
Antes de llegar a Cuzco ya habíamos recorrido parte de los parajes sureños del
Perú: Camaná, Arequipa, Puno, el Lago Titicaca y sus islas, como la isla de Taquile,
donde sus habitantes, los taquileños, viven pausada y sosegadamente, entre sus labores
artesanales y agrícolas al tiempo que mascan hojas de coca, con la misma naturalidad
que aquí nos tomamos un café; y las islas flotantes de los Uros, comunidad indígena que
construyen sus propios asentamientos sobre el lago a base de totora, una especie de
cañizo muy abundante en el Titicaca. A partir de ahí, Machu Picchu nos esperaba.
Pretendíamos que nuestras velas de colores desplegaran sus alas en toda su envergadura
y volaran con nosotros suspendidos, entre las enormes y milenarias rocas ciclópeas de la
ciudad perdida de los incas. Sabíamos que no iba a ser fácil pues se nos iban a presentar
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tres problemas. El primero sería el burocrático. Machu Picchu es un patrimonio de toda
la humanidad, y hacer entender a personas que suelen pertrecharse tras la mesa de un
despacho, y a las que han aleccionado concienzudamente sobre lo que debe o no debe
ser; sobre lo que está bien o no, o sencillamente sobre todo lo "establecido" que, dos
locos viajeros de aspecto más o menos descuidado pretenden lanzarse desde las ruinas
sagradas con unos trapos a los que llaman parapente ó "paranoseque", con el fin de volar
y aterrizar posteriormente en el fondo del cañón junto al furioso río Urubamba, como
digo, se me antojaba un problema serio. Pero evidentemente ahí no quedaba todo. Por lo
que sabíamos de Machu Picchu, su orientación es contraria al curso de bajada del río,
más o menos Este-Sureste, y el viento siempre sube por el angosto desfiladero; por lo
que de esta forma, el despegue quedaba a sotavento, y esto, nos planteaba el segundo
problema.
El tercer problema sería la propia ubicación del despegue, por lo que esplicaré
más adelante. El único lugar posible tendría que ser alguna de las terrazas donde los
antiguos pobladores establecieron sus cementerios en el nivel más alto de las ruinas.
Llegué a la estación de Puente Ruinas después de algunas horas de viajar en el
viejo tren que parte diariamente desde Cuzco. La parte final del recorrido se hace cada
vez más profunda y exhuberante, y el tren se estira y serpentea siguiendo el cauce del río
Urubamba, el río de los incas, entre enormes riscos que se elevan verticales desde el
fondo del angosto valle hacia las alturas, como queriendo orodar aún más el
impresionante cañón que, a lo largo de los siglos ha ido esculpiendo la fuerte corriente
del río. El acceso final a las ruinas se puede realizar de dos formas: Una, subiendo por
un antiguo sendero inca y salvando los 600 m. de desnivel a pie; y otra, utilizando unos
pequeños microbuses que ascienden por un contorneante camino sin asfaltar hasta la
misma entrada del complejo arqueológico donde se ubica el Hotel de Turistas. Cargado
como iba con todo el equipo de vuelo, tanto Takaki como yo, decidimos que en
ocasiones así el progreso manda, y optamos por el microbús.
Una vez arriba, dejamos los parapentes en la recepción de hotel y nos dispusimos
a perdernos entre la maraña de piedras que forman la montaña sagrada. Todo Machu
Picchu es piedra, enormes y esculpidos bloques de piedra granítica moldearon estas
montañas: El Templo del Sol, el Intihuatana, donde supuestamente se sacrificaban las
víctimas al Sol, la Tumba Real, etc, se iban apareciendo ante mí sorprendiéndome a
cada paso que daba. Mientras disfrutaba del paisaje y me dejaba embargar por el halo de
misterio que allí se respiraba, buscamos el lugar idóneo que pudiera reunir las
condiciones para, en su momento, poder despegar con garantías. Solo una de las terrazas
del cementerio reunía unas pocas cualidades para un despegue en parapente. La terraza
era completamente llana y sin ninguna inclinación, y terminaba bruscamente en un
cortado muro de tres metros del que salía otra pequeña terraza y de ahí el precipicio.
Esta circunstancia, sin el viento adecuado, convertiría el despegue en una maniobra
difícil y comprometida. Pero no había más opciones. Era el único lugar posible y desde
allí tendríamos que intentar el "mágico vuelo".
El Sr. Badit, administrador y director del complejo arqueológico, nos recibió
amablemente en su despacho. Tomé la palabra y le expliqué, tratando de emplear todos
mis mejores argumentos y poderes de persuasión, la lúdica intención, entre otras, que
nos había llevado a Machu Picchu. Curiosamente, el Sr. Badit y un poco en contra de lo
me había imaginado en un principio, se mostró entusiasmado con la idea y se dispuso a
ofrecernos todo su incondicional apoyo. Tras una breve consulta por radio a su
inmediato superior en Cuzco, lo que en un principio parecía inalcanzable, se convirtió
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en algo realizable y posible. La autorización estaba dada, y la posibilidad de volar en
Machu Picchu se encontraba aún más a nuestro alcance.
La tarde caía en las montañas y empezaba a llover. El último microbús se
disponía a bajar hacia Puente Ruinas y de ahí hasta Aguas Calientes, un pequeño
poblado con aguas termales donde pasaríamos la noche.
Bañarse en las termas de Aguas Calientes con la luna y millones de estrellas
reflejándose en las humeantes aguas, fue una agradable experiencia que abrió mi apetito
y relajó los músculos y la tensión acumulada durante la jornada.
Al día siguiente me levanté antes del amanecer mientras, que al tiempo, caía un
fuerte aguacero. Quería subir con el primer vehículo que llevaba a las ruinas y así lo
hice. Taka y yo aprovechamos la partida del personal empleado en el hotel y el resto del
complejo, y subimos en su transporte. La lluvia cayendo incesantemente y el barro que
se acumulaba en el camino, provocaban que el pequeño microbús subiera a duras penas
aquel resbaladizo trayecto. Pero metro a metro, al fin consiguió casi después de una
hora, dejarnos a la entrada del Hotel de Turistas, donde aguardamos pacientemente a
que la lluvia cesara y se disipase la densa niebla.
La espera se hacía interminable. La mañana pasaba y la lluvia no cesaba.
Empezaban a llegar los primeros turistas y en algunos momentos el aguacero parecía
querer remitir; pero el sol que ya tenía cierta altura calentaba los bosques del fondo del
valle y el vapor subía como si se desprendiera de una gigantesca caldera. La niebla se
condensaba y volvía a convertirse en agua. El ciclo de la Naturaleza era imparable y ese
día no se iba a poder volar. La tarde cayó y de nuevo hubo que bajar hacia el poblado de
Aguas Calientes. En esas latitudes, el clima siempre es un enigma. Era cuestión de
esperar y esperaría toda la semana si fuese necesario. Takaki y yo, no habíamos llegado
hasta allí para tirar la toalla ante los primeros contratiempos que se nos presentaran, y
después de una ducha y una buena cena el optimismo y el buen humor volvían a ser
nuestros mejores compañeros.
La noche quiso de nuevo que estuviera pasada por agua, y al amanecer nos
comportamos igual que el día anterior. Subimos temprano y aguardamos con paciencia.
La mañana prometía y el día comenzaba a abrirse. Esperé a que se secara el suelo y subí
al cementerio para realizar los preparativos. Las horas pasaban y hacía un sol
espléndido, pero el despegue era imposible, pues un fuerte viento descendente de cola
impedía inflar las velas. La espera se hacía insoportable. Tanto Taka como yo,
enfundados en nuestros monos de vuelo, con el casco y los guantes puestos, nos
cocíamos casi al "Baño María" por efecto del calor y la humedad. Nos encontrábamos a
más de 2000 m. de altitud y en la antesala de la selva peruana y el sol de Machu Picchu
en las horas del medio día calentaba con toda su energía.
Otro día más sin poder volar. El Sr. Badit nos animaba y no entendía muy bien
porqué no habíamos despegado con el día tan magnífico que había hecho, aunque nos
esforzábamos en intentar explicarle que el viento tenía que entrar encarado y con una
cierta constancia e intensidad para poder despegar; él en su afán de vernos volar sobre
las ruinas, y después de habernos dado todas las facilidades y ofrecernos su hospitalidad,
estaba tan deseoso y entusiasmado en nuestro vuelo como nosotros mismos. No
obstante, la jornada había sido entretenida. Algunas excursiones de estudiantes, querían
fotografiarse con nosotros , y nos pasamos parte del día posando con unos y otros.
También aprovechamos para subir de nuevo por el interminable y vertical sendero que
conduce al Huayna Picchu, perdiéndonos una vez más, entre las miles de piedras de la
Fortaleza.
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Una nueva jornada en Machu Picchu. Empezaba a impacientarme. Perú aún tenía
que mostrarme infinidad de bellos lugares y no podía pasarme los días en el mismo sitio,
aunque Machu Picchu lo mereciera.
La mañana se levantó radiante y los riscos presumían su exuberante vegetación
llena de vida. El azul del cielo era más azul y el verde de la selva era aún más verde.
Si conseguíamos volar ese día, el reportaje fotográfico nos compensaría de las largas
jornadas de espera.
Por enésima vez consecutiva, nos encontrábamos en el cementerio de Machu Picchu. Yo
me asaba bajo la vestimenta y mi equipo de vuelo, sobre lo que un día fueron cientos de
tumbas incaicas. La idea era volar hasta el fondo del cañón y aterrizar junto la estación
de Puente Ruinas, pero el viento dominante, una vez más, entraba de cola y solo unas
débiles y rotas burbujas térmicas se enfrentaban de vez en cuando unos breves
segundos. Definitivamente, había que aprovechar alguna de esas débiles pompas para
poder elevar el parapente y salir volando; pero tendríamos que desistir de hacerlo hacia
el fondo del desfiladero. Los vientos descendentes y cambiantes podrían hacer el vuelo
muy peligroso con la selva amenazante y el caudaloso río Urubamba acechando. De esta
forma, solo quedaba una opción, y era aterrizar en el centro de las propias ruinas, en lo
que se denomina La Plaza, el único punto despejado de toda la fortaleza donde los
antiguos incas se reunían para sus celebraciones. Lo intentábamos una y otra vez pero la
vela escoraba de un lado o de otro, o simplemente se venía abajo en el último instante.
Si no se volaba entonces habría que esperar otro día y la impaciencia no sería la mejor
compañera.
Por fin, una pequeña racha térmica se enfrenta con cierta consistencia. Puede ser
la única oportunidad clara para despegar durante casi una semana de espera. La vela
sube y se estabiliza sobre la cabeza, y de repente: Se aparece la quinta dimensión. Los
Dioses han sido benévolos y nos han abierto las puertas de su reino encaramado en las
alturas. Compartimos su espacio y su feudo. El parapente sortea las piedras y muros de
Machu Picchu cortando el viento. Las decenas de turistas que allí se encuentran, no
pueden dar crédito a lo que están viendo y sus cámaras se alzan al cielo olvidándose por
un instante de que se encuentran en la ciudad perdida de los incas que, el arqueólogo
norteamericano Hiram Bingham descubrió para el mundo en 1911.
Todo ha terminado. Más tarde Taka y yo nos abrazamos compartiendo la emoción de un
momento así. El vuelo apenas duró unos minutos, pero fueron minutos para la eternidad,
por que... ¡Se había volado con los Dioses!.
Al cabo de un año después de esta mi primera visita al milenario Perú, me
encontraba viajando por el vecino Ecuador cuando un amigo de Quito, me dio la trágica
noticia del fallecimiento de mi querido amigo y compañero de aventuras en el Perú
Takaki Sato. Un desgraciado accidente en una ladera cerca de la costa de Valparaiso
frustró todas sus ansias de vivir un dia antes de su 27 cumpleaños. El Taka, era valiente,
altruista y amigo de sus amigos. Yo tuve ese honor y por eso sentí doblemente y
profundamente su desaparición. Sirva este relato para recordarle y honrarle.
Por Jorge Alvarez
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