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La Flor de Filipinas
Cuando yo era niño, las clases en los colegios comenzaban a las ocho,
se suspendían a las doce ––para ir a almorzar–– y continuaban de dos a
cinco. Con ese horario estudié primaria en el colegio "Nuestra Señora de
las Mercedes” o simplemente “La Merced", que funcionaba detrás de la
iglesia del mismo nombre, en la calle Filipinas, en el “centro” o barrio
antiguo de Lima. La capital no era entonces muy grande, y en esas dos
horas me iba a almorzar en mi casa, y retornaba al colegio a charlar o
jugar un rato en el patio hasta las dos.
Muchas veces, durante esas charlas consumíamos alguna fruta que
vendía doña Rebeca en el zaguán empedrado de una casona vecina.
Veíanse ahí jugosas y suaves peras de áspera piel beige; grandes
membrillos amarillos y agridulces; gordos higos negros que al rajarse
mostraban su brillosa entraña rosada; manzanas rayadas, "heladas" y las
rojas "arenosas"; plátanos "de la isla", jugosísimos pepinos, olorosos
duraznos con piel de terciopelo, rojas tajadas de fresca sandía. Y lúcumas
de fina cáscara verde, brillantes pepotas marrones y pastosa y deliciosa
pulpa beige de olor embriagante.
Doña Rebeca tenía dos hijos: Antonio, condiscípulo mío, y Carola,
compañerita de mi hermana menor en San Pedro. Éramos muy amigos y
compañeros de carpeta. Su mamá tendría veintiocho años y era alegre,
trabajadora, limpísima, cortés con los clientes y muy mimosa con nosotros
los más chicos. Nos vendía la fruta con rebaja, y solía regalarnos rojas y
gordas ciruelas, o tajadas de un rico alfajor moqueguano llamado penco.
La simpática señora hizo progresar su negocio, y un día fijó en el dintel
un llamativo letrero: FRUTERÍA “LA FLOR DE MOQUEGUA”. Así supe
de la existencia de esa tierra, de la que algunos clientes decían maravillas.
Pero un día nosotros nos fuimos a Trujillo y nos quedamos a vivir y a
estudiar allá. Cinco años después, al reinstalarnos en Lima, pasé por
Filipinas. Era verano. El colegio estaba cerrado. Lima, oh sorpresa, estaba
creciendo y cambiando; había más gente en las calles. En el viejo zaguán
empedrado funcionaba otro negocio y nadie sabía nada de doña Rebeca,
salvo que hacía dos años se había ido.
Meses después, ya en la Universidad de San Marcos,
unos
condiscípulos moqueguanos––Ana Vizcarra, Jorge Yufra, Víctor Laura,
Carlota Pinto, Paola Biondi, Rosa Kuong, Betty Gámez y otros, apellidados
Ticona, Vélez, Flor y Saira–– me invitaron a ir con ellos a visitar las obras
para la explotación del cobre en Ilo y Toquepala.
Allá fuimos, y un día paseando con Iris Valdez cerca de la plaza de
armas de Moquegua, me llamó la atención una dulcería llamada La Flor de
Filipinas. Cruzamos la calle, entramos, vimos con qué limpieza y buen
gusto estaba arreglada, y con gran sorpresa hallé de dueña a doña
TÍTULO,
MIRA
LAS
ILUSTRA
CIONES Y
PIENSA:
¿De qué
crees que
trata este
texto?
¿Hay
indicios de
tiempo,
lugar,
acciones,
personas,
animales,
cosas o
plantas?
¿Cuál será
el
propósito
de su
autor?
LUEGO
LEE EL
TEXTO
EN
SILENCI
O Y
DESPUÉS
EN VOZ
ALTA
Rebeca, quien nos recibió y atendió como a hijos, pese a no tener ella más
de treinta y cinco años y nosotros nuestros flamantes dieciocho.
Con sus ahorros de la calle Filipinas había vuelto a su tierra y abierto
un negocio "para estar cerca de los míos y no depender de nadie". Nos
contó que Toño y Carito estaban en la universidad de Arequipa ––no
existía aún la de Tacna–– y agregaba, orgullosa, que ya casi se
autosostenían. Entonces comprendí cuánta razón tenían sus clientes de
Lima cuando alababan no sólo el clima, el paisaje, las playas, la fruta, los
vinos y los dulces de Moquegua, sino, sobre todo, la bondad, coraje,
orgullo, afán de mejorar y perseverancia de su gente
ELMO LEDESMA ZAMORA
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