DUELO Salió de su casa pensando que iba a comprar fruta. La lista estaba escrita por su madre, y era necesaria ya que él no tenía memoria. Un kilo de manzanas, un kilo de bananas, medio de ciruelas y dos limones. Arrancó sin vacilaciones para el lado de la verdulería con la lista hecha un bollo en la mano. Caminaba por la vereda del sol y se moría por cruzar a la sombra, pero no valía la pena sólo por unos metros. Cuando llegó a la esquina ya estaba empapado en sudor, pero por lo menos allí estaba la verdulería con su toldo verde para protegerlo del fuego violento. Bajo ese toldo, junto a los cajones de frutas y verduras, se estaba bastante bien, y fuera de allí, fuera de esa sombra negra, los colores ya no existían. -¿Cómo le va señor? -Bien, muy bien. Qué calor, ¿no? -Sí, está bravo. Bueno, acá igual no se siente tanto. ¿Qué va a llevar? ¿Lo de siempre? -Déjeme ver. Un kilo de manzanas, un kilo de bananas, medio kilo de ciruelas y dos limones. El verdulero, con una sonrisa, fue acomodando el pedido en distintas bolsas, dejando para lo último los dos limones, que puso en la bolsa de las bananas. -Ahí está, y dos limones. ¿Nada más, no? -No, nada más. -Tome, llévese esta plantita de perejil. -Bueno, muchas gracias. ¿Noticias de la familia? ¿Los chicos? -Sí, bien, gracias. El mes que viene me iré para allá. -Qué bien, a visitar. -Sí, sí. ¿Y su señora madre cómo anda? -No, ella falleció, harán ya dos semanas. -O, disculpe, lo siento mucho, no sabía nada. -No, no se preocupe, está bien. -Es una pena muy grande. -Sí, qué se le va a hacer. -Era una señora muy amable. -Sí, bueno, ya estaba grande. La conversación había llegado a un punto incómodo, donde ninguno de los dos hombres sabía muy bien qué más decir o cómo cerrar el diálogo. De pronto pasó lo que nunca le había pasado en una vida de ir a la verdulería. Una de las tantas abejas que revoloteaban alrededor del cajón de uvas fue directamente a su pierna para picarlo, sin antes haberse posado siquiera un segundo, como una flecha. Se escuchó de su boca un gruñido de dolor seguido de un insulto al aire. El verdulero se avergonzó, de alguna manera sentía que la responsabilidad era suya, como si se tratase de sus mascotas. Se metió rápido al local a buscar algo con qué ayudar. -Deje, no se preocupe, no es nada. -Espere, espere, ya le llevo. El hombre salió con un pedacito de algodón en una mano y un frasco con alcohol en la otra. Le dio el algodón, que ya estaba mojado, a su cliente, y éste se lo pasó por la picadura. -Bueno, muchas gracias, no hacía falta. -No, por favor, y disculpe. -Gracias, hasta luego. -Adiós, hasta luego. El haber sido atacado por una abeja, y encima justo en ese lugar aislado de todo, tenía algo de sueño, o de recuerdo borroso. Una sensación como de infancia lo mareó al tiempo que su cabeza pelada se iba llenando rápida, pero progresivamente, como una luna nueva, de luz. Volvía otra vez bajo el rayo crudo del sol, mojado, asqueroso, con las bolsas de fruta ocupándole ambas manos. Al llegar a la puerta de su casa las apoyó en el suelo y buscó las llaves en su bolsillo. Las agarró y emergieron junto con un papelito rotoso y amarillento. Se hubiese quedado un rato largo contemplándolo, paralizado, pero en cambio lo hizo una bolita y, despojándose del mundo, la pateó a la calle.