Vendiendo dulces en los buses mantiene a su mamá y a sus dos

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 Agencia de Información Laboral
Crónica sobre trabajo infantil
Vendiendo dulces en los buses mantiene a su mamá
y a sus dos hijos, y apenas tiene 17 años
A sus 17 años de edad Marcela ha conocido de cerca los colmillos de la
pobreza, del hambre, del abandono, del trabajo y de la maternidad. Creció a
los trancazos en Manizales y después en Medellín, donde, desde niña, las
necesidades familiares la llevaron a cambiar los cuadernos por el rebusque
laboral. Vende dulces en los buses de la ciudad. Y muy rápido también
cambió las muñecas de juego por niños de verdad: ya tiene uno y en camino
viene otro. Esta es su historia.
—Por Heidi Tamayo Ortiz—
Los rasgos delicados de su rostro muestran su faceta infantil, pero su enorme
barriga de más de ocho meses de embarazo revela su faceta de mujer. En sus
manos sostiene una caja de chicles, medio vacía, porque pese a su embarazo de
ocho meses no puede parar de trabajar. Ella es la que lleva el sustento a casa.
Se llama Marcela, es madre de un hijo y espera otro que viene en camino, y
apenas tiene 17 años de edad. Casi toda su infancia la pasó en Manizales, con
una madre que tuvo que salir del mercado laboral por las enfermedades, y un
padre maltratador e irresponsable que abandonó su familia cuando ella era
apenas una niña. De ahí que desde una edad temprana ella y sus tres hermanos
empezaron a pedir dinero en el vecindario para comprar alimentos y pagar las
cuentas de la casa.
Ante el riesgo de perecer por derrumbe en el rancho de madera en que vivían, su
madre decidió venirse con sus hijos para Antioquia, y se instaló en una casa en
alquiler en el municipio de Bello. Para entonces Marcela ya contaba 11 años y
tuvo la fortuna de entrar a estudiar. Sus hermanas mayores se encargaban de
conseguir el dinero para los gastos del hogar.
Buenos días damas y caballeros…
Siempre fue buena estudiante y eso se lo reconocían los profesores de su colegio,
al que todos los días llegaba a pie después de recorrer un largo trayecto. Mostraba
predilección por las matemáticas y las ciencias naturales. Pero todo eso lo truncó
la pobreza. “Muchas veces aguantábamos hambre y nos acostábamos solo con
una aguapanela en el estómago. Entonces, decidí trabajar para ayudar”, dice.
Su primer empleo, que alternaba con la escuela, fue la venta de comidas rápidas.
Pero como casi no ganaba nada en ese oficio le pidió a Carlos, el mayor de sus
hermanos, de 15 años de edad, que la llevara a la calle a trabajar con él. Éste en
efecto la llevó al centro de Medellín con la intención de que hiciera lo mismo que
él: vender dulces en los buses de las rutas Guayabal y Belén. En un principio los
demás venteros no quisieron aceptar su presencia, pero accedieron cuando se
dieron cuenta lo necesitada que ella estaba de ese trabajo.
—Buenos días, damas y caballeros —oyó que dijo su hermano a los pasajeros en
el bus al que se montaron el primer día—. Como pueden observar, he pasado por
cada uno de sus puestos haciéndoles entrega de unas ricas gomitas, a 200 pesos
la unidad. Lleve las tres por 500. La dama o el caballero de buen corazón que
pueda y me desee colaborar, mi Dios le ha de pagar. Qué tengan un feliz viaje y
que la Virgen los bendiga.
Este discurso lo escuchó atenta y lo recitó una y otra vez para aprenderlo de
memoria, porque en el siguiente bus le tocaría hacerlo sola. Se armó de valor y lo
recitó ante los pasajeros con las manos temblorosas y el corazón agitado. Sintió la
presión de las miradas, e incluso tuvo la impresión de que algunos hablaban de
ella. “Ese día no me fue muy bien, me hice 20 mil pesos”, recuerda Marcela, para
ese momento ya con 14 años de edad.
Arrancó entonces su nueva vida laboral, animada por el hecho de poder aportar a
los gastos de la casa y de su madre enferma. A las 5:00 de la mañana se
levantaba para ir al colegio, y al medio día iniciaba su trabajo en los buses hasta
las 8:00 de la noche, hora en que regresaba a Bello. Hacia tareas hasta las doce
de la noche, o más allá de esa hora incluso. Hasta que ocurrió lo que ella califica
como “un accidente de borrachera”, que le cambió la vida totalmente:
“Cuando cumplí 15 años estuve en una farra, me descuidé y quedé en embarazo.
Eso fue en una loquera porque yo ni siquiera quería al muchacho con el que
estuve”, dice.
Pese a su embarazo continuó estudiando y trabajando. En el colegio tuvo el apoyo
de algunos maestros y compañeros, y en casa contó con el respaldo de su madre.
Pero no fue fácil trabajar en los buses en tal estado. Las nauseas eran pan de
cada día y muchas veces debió vomitar en medio de la calle. A eso se agregaba el
miedo de perder el bebé por alguna caída. También tuvo problemas con los
controles médicos, toda vez que en el registro del Sisbén aparecía inscrita tanto
en Manizales como en Medellín, problema que no ha podido solucionar. Le toca
pagar atención particular.
A medida que su embarazo avanzaba la dificultad para pasar por encima de la
registradora de los buses fue cada vez mayor, hasta que ya no pudo más y debió
retirarse del trabajo a esperar el nacimiento de su bebé, que nació varón, y por
cesárea. El padre de éste sólo la visitó dos veces, para nunca más volver.
Así que Marcela no demoró mucho para regresar a las calles a trabajar. La mayor
parte de su tiempo de dieta la pasó vendiendo dulces en los buses y soportando
fuertes malestares. Pero al menos tenía con qué comprar la leche y los pañales de
su bebé. Lo que no tuvo fue con qué pagar el costo de la clínica: quedó con una
deuda de $2 millones.
Otro hijo en camino
Las cosas en su casa se complicaron más cuando su hermano mayor se vio
involucrado en un hurto y fue enviado al centro de reclusión de menores La Pola,
en donde Marcela lo visitaba con cierta regularidad. En una de esas visitas
conoció un joven interno sindicado de hurto, con quien después tuvo varios
encuentros, y en uno de esos quedó de nuevo embarazada. “Pero él lo negó. Me
respondió que ese niño no era suyo, que a lo mejor era de otro porque yo me
mantenía en la calle”.
Una vez recobró la libertad, su hermano se fue a vivir a Manizales con su padre,
por lo que ella quedó sola en Medellín a cargo de su madre enferma y su pequeño
hijo. ¡Y con otro creciéndole en la barriga! Pero aun así continuó con su rutina:
estudiaba, trabajaba, atendía las labores de mamá y soportaba los estragos del
nuevo embarazo. Tantos esfuerzos le provocaron anemia y le deterioraron su
salud. Tuvo entonces que elegir entre el trabajo y el estudio. Obviamente eligió el
primero y, en junio de este año, abandonó el colegio, en séptimo grado.
Ya sin sus obligaciones académicas pudo ampliar su jornada laboral: de lunes a
sábado de 9:30 am a 8:00 pm, es decir más de diez horas, en las rutas de
siempre: Guayabal y Belén, pues no puede utilizar otras. En estas dos rutas
trabajan 15 vendedores, cada uno con turno determinado. Respetar esos turnos
es la clave de las buenas relaciones entre el grupo. “Cada ruta tiene sus dueños y
meterse en un bus que no corresponde, puede causarle a uno problemas, y hasta
agresiones”, explica.
Marcela toma los buses en el parque San Antonio y se baja en el Centro
Comercial San Diego, para desde allí devolverse. Esa es su rutina diaria. Cuenta
sí con la suerte de que los conductores la tratan bien y le permiten subirse por
encima de la registradora.
Se puede decir que ya es una “veterana” en los gajes del oficio, y diario gana entre
30 y 40 mil pesos, que sumados a lo que gana su hermana mal que bien les
alcanza para mantener a su madre y a los hijos de ambas, para pagar el alquiler y
los servicios de la casa y los pasajes. Pero hay ocasiones en que no les alcanza y
deben pasar los días sin agua ni electricidad, o sin nada que comer.
Lo otro que ha comprobado es que el hecho de estar embarazada no le concede
ventaja. Su estado no conmueva a los pasajeros. Muchas veces se baja del bus
sin hacer una sola venta. Otras veces siente el peso de las miradas que la juzgan
y la critican.
Marcela es consciente de que su trabajo no es el mejor, sobre todo en su estado
de embarazo, porque los peligros son muchos y debe aguantar las inclemencias
del clima y la agreste dinámica de la vida callejera. Y a eso se suma la
incertidumbre, porque ha oído decir que muchas rutas de buses que se acabarán
cuando entre a operar el sistema integrado de transporte.
“Si no vendo en las calles no sé que más podré hacer, porque sé que hasta para
barrer calles piden el bachillerato, y en este momento no me es posible
terminarlo”, dice.
Tampoco ha tenido la atención que su embarazo requiere. Hasta ahora solo le han
hecho una revisión, una vez por urgencias. Como ya sabe que nacerá niña le ha
conseguido algo de la ropa y algunos implementos necesarios, pero le faltan
muchas cosas todavía. Pero pese a todo es optimista en que va sacar adelante a
sus dos pequeños, mientras sueña con una vida diferente.
“Quisiera terminar mis estudios y conseguir otro trabajo, con sueldo fijo. Pero lo
que más espero es que mis hijos tengan un futuro mejor, que no pasen por lo que
yo he pasado, que estudien”, dice, mientras espera la llegada de otro bus.
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