REVOLUCIONES

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REVOLUCIONES
Estamos asistiendo a una mutación de los dispositivos biopolíticos de
producción y control del cuerpo, el sexo, la raza y la sexualidad. Entre 1940 y
1968, mientras se elaboran redes de conexión informática planetarias y se
deforestan tres cuartas partes del planeta, se perfilan también nuevos dispositivos
farmacopornográficos,
nuevas
formas
de
control
extenso,
globalizado,
biotecnológico, microprostético, digital y cibernético del sexo y de la sexualidad:
se inventa la noción de género como instrumento de normalización de la diferencia
sexual, se crean los protocolos de tratamiento precoz de los bebés intersexuales,
las hormonas sexuales sintéticas se convierten en el “medicamento preventivo”
más vendido en la historia de la humanidad, se medicaliza el “cambio de sexo”
como parte de un proceso de terapia, la reproducción sexual se convierte en un
proceso técnicamente regulado, se interviene por primera vez en la producción
farmacológica de la subjetividad y el deseo, las redes de producción y circulación
de pornografía se extienden a la totalidad del planeta dando lugar a la aparición de
un nuevo tipo de trabajador global ultraprecarizado y vulnerable, la tortura sexual
y la violación son prácticas de guerra y de domesticación que afectan a más de la
mitad de los habitantes del globo, etc. Lo que está siendo redefinido, en un sentido
extenso y radicalmente nuevo, es el estatuto mismo de la vida, del cuerpo y de la
especie, pero también del cuerpo total del planeta. Pero esta redefinición de la
“vida” en el capitalismo farmacopornográfico se lleva a cabo no sólo a través del
control y la “mejora” de la vida de especie, sino también a través de la
programación y la institucionalización de la muerte. La biopolítica es también
tanatopolítica.
Los objetivos del feminismo y de los movimientos de liberación negra en el
siglo XIX (abolición de las condiciones de opresión institucional de las mujeres,
crítica del patriarcado y ampliación de la esfera pública) correspondían al contexto
político de transformación de las economías industriales, coloniales y esclavistas en
regímenes democráticos. La actividad crítica del ambos provocó cambios radicales
de las instituciones sociales en las nacientes democracias occidentales (adquisición
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del derecho al voto, derechos reproductivos, derechos económicos, etc.). Podemos
afirmar retrospectivamente que los movimientos feministas, de liberación negra y
más tarde homosexuales fueron los primeros vectores de análisis y crítica de los
dispositivos gubernamentales de control político y económico del cuerpo y de las
nociones de “sexo” y “raza” que hasta entonces habían servido como instrumentos
técnicos de control, normalización e incluso exterminio de la especie. Si bien es
cierto que el feminismo puso en marcha un modelo de lucha como crítica social y
agenciamiento de subjetividades en resistencia frente a los dispositivos de control
que fueron eficaces en el contexto biopolítico del fordismo, resulta claro que buena
parte de su gramática política (“mujer”, “reproducción sexual”, “identidad”,
“justicia”, “representación”, “igualdad”...) es anacrónica, por no decir simplemente
obsoleta, en las condiciones del nuevo capitalismo farmacopornográfico, incapaz
de generar agencia frente a las nuevas tecnobiopolíticas del género y de la
sexualidad.
Habrá que esperar a mediados de los años 80 del pasado siglo, coincidiendo
con la crisis del sida y con el auge de las llamadas “políticas de identidad”, para
que el feminismo y los movimientos de minorías sexuales inicien un proceso de
reflexión crítica sobre las nociones (“mujer”, “homosexualidad”, “igualdad”,
“diferencia”...) que habían constituido hasta entonces su fundamento de acción
política.
Este
proceso
conducirá
desde
un
feminismo
hegemónico
fundamentalmente blanco y heterosexual hacia un análisis transversal de la
opresión y la producción de diferencias que se agrupará bajo el nombre de
feminismo queer y poscolonial. Se dibuja así otra forma de conocimiento, otro
sujeto de la enunciación científica, pero también se despeja otro campo
epistemológico, otro territorio para la acción colectiva, que ya no tiene como eje la
diferencia sexual hombre/mujer en un contexto de lucha por la igualdad, sino que,
mutando al mismo tiempo que los dispositivos del biopoder, aparece bajo la forma
irreductible de la multiplicidad. Es aquí donde el feminismo y las políticas de
minorías sexuales encuentran un nuevo lugar de acción como auténticas contra-biotanato-políticas.
Este proceso crítico implicará el desplazamiento desde análisis basados en una
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categoría unitaria y supuestamente universal de “mujer” hacia análisis transversales
y complejos que intersectan la crítica de la norma heterosexual, de los procesos
culturales de construcción de la masculinidad y de la feminidad, de los mecanismos
de exclusión racial, de producción de la diferencia corporal o de las variables
introducidas por la precariedad en las redes
de trabajo
y consumo
farmacopornográfico.
Parece urgente extraer el término género del colapso esencialista que lo reduce
a “mujer” aseptizándolo y privándolo de su historicidad y de su multiplicidad
(haciéndolo coincidir con “bio-mujer blanca heterosexual”) y de las codificaciones
excluyentes en términos de clase, raza, sexualidad... o discapacidad. En este sentido
las políticas de género no son ni pueden ser “políticas de o para las mujeres”. Para
ello es necesario operar dos desplazamientos: primero, desnaturalizar la noción de
género evitando que ésta sea absorbida por uno de sus ideales normativos
(“mujer”); para después, segundo, situar el análisis de género en una transversal
más compleja que dé cuenta de las construcciones de clase, raza, sexualidad, etnia,
religión, edad, estableciendo alianzas con los movimientos contra la guerra y de
lucha por la justicia social, impidiendo así que el feminismo y los movimientos
homosexuales puedan operar como simples “estilos de vida” dentro de la agenda
del imperialismo neoliberal.
El transfeminismo queer y poscolonial se distancia, por una parte, de lo que
Jacqui Alexander y Chandra Tapalde Mohanty denominan “feminismo de libre
mercado”1 , de un feminismo de Estado que ha hecho suyas las demandas de
vigilancia y represión del biopoder y exige que se apliquen (censura, castigo...) en
nombre y para protección de “las mujeres”. Pero también, tras la resaca de las
políticas de identidad gays (y en mucha menor medida, lesbianas), el feminismo
queer y poscolonial se construye en oposición frente a un movimiento homosexual
normalizado cuyas retóricas de liberación han sido recuperadas por los círculos de
socialización individuo/familia/nación, frente un movimiento gay manso y
amnésico que busca el consenso, el respeto justo de la diferencia tolerable, la
integración, a menudo reducido a fetiche multicultural en su propio proceso de
espectacularización de la diferencia.
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El transfeminismo queer como proyecto revolucionario no puede confundirse
con un movimiento de funcionarios de “mujeres” y “gays” que participen en
proyectos estatales de representación y producción de visibilidad. Frente al
feminismo liberal especializado en discriminaciones sexuales, se afirma aquí un
transfeminismo extendido, una teoría política situada que conoce de cerca el
corazón de la bio-tanatopolítica y que se arriesga a redefinir los parámetros de la
vida y la ciudadanía mundial más allá de los registros de las identidades nacionales,
sexuales o raciales, pero también humanas o animales. De ahí que el
ecotecnofeminismo aparezca como el horizonte ampliado del feminismo entendido
como filosofía política del cuerpo, puesto que el cuerpo de la tierra recubre y
reagrupa todos los otros.
En un contexto económico y político en mutación será necesario crear nuevas
formas de combate que escapen al paradigma dialéctico de la victimización, pero
también a las lógicas de la identidad, la representación y la visibilidad que en buena
medida ya han sido reabsorbidas por los aparatos mercantiles, mediáticos y de
hipervigilancia como nuevas instancias del control. Buena parte del reto político
consistirá en cómo las minorías sexuales y los cuerpos cuyo estatuto de humano o
su condición de ciudadanía han sido puestos en cuestión por los circuitos
hegemónicos de la biopolítica puedan tener acceso a las tecnologías de producción
de la subjetividad. Se tratará en cierto sentido de inventar lo que Chela Sandoval ha
denominado “tecnologías opositivas del poder” que permitan crear formas de
agenciamiento colectivo que resistan al control y a la normalización.
Las contra-bio-tanatopolíticas de género deberán estar atentas a los incesantes
desplazamientos del marco conceptual en que se redefine la subjetividad normal y
patológica. Así, por ejemplo, en los últimos años, la normalización de la
homosexualidad y la inscripción de las llamadas políticas de género en los
organismo administrativos y legales se han visto (¿paradójicamente?) acompañadas
de la aparición de nuevas formas de medicalización (por ejemplo: intersexualidad,
anorgasmia, disfunción erectil), así como de una creciente criminalización de la
sexualidad
masculina
(por
ejemplo:
pedofilia),
en
paralelo
con
la
institucionalización estatal de formas de violación y de violencia misógina y
4
homófoba.
Aparecen frente ellas nuevas reinvindicaciones que proceden de cuerpos
minoritarios
y
de
sus
modos
de
reapropiación
de
las
tecnologías
farmacopornográficas de producción de la identidad: demandas de redefinición del
cuerpo y de la identidad sexual e invención de formas de “desobediencia de
género” que proceden de los colectivos transgénero y gender-queer, pero también
críticas de los dispositivos teológico y médico-jurídicos de asignación de género en
la primera infancia que proceden de los colectivos intersexuales o de los
movimientos feministas en contextos cristianos o musulmanes, proposiciones de
multiplicación y distorsión de las formas de visibilidad sexual que surgen en los
movimientos pospornográficos, alianzas de cuerpos pauperizados de trabajadoras
sexuales y de cuerpos cuya sexualidad ni siquiera es considerada como trabajo...
Estas luchas, al mismo tiempo locales, modestas y sofisticadas, están redefiniendo
los términos de la gramática de la democracia por venir.
Weber había definido el Estado moderno como la institución que tenía el
monopolio legal del uso de la violencia. Foucault, el feminismo y los estudios
poscoloniales nos enseñaron después que el ejercicio de la violencia era difuso y
que el poder lejos de residir en el soberano o de concentrarse en el Estado atraviesa
todo el orden de lo social, encontrando en el cuerpo, el sexo, el deseo y el placer
sus últimos resortes. Desde esta perspectiva, la masculinidad heterosexual como
constructo cultural podría definirse por su monopolio legal del uso de la violencia
sexual, una violencia que, debordando el marco institucional, infiltra todos los
espacios de la vida. El biopoder funciona administrando “Muertes Chiquitas”,
legitimando la violencia de unos, el placer de otros, extendiendo la muerte en
nombre de la mejora de la vida. Las máquinas biopolíticas se parecen a las Catrinas
mexicanas y a la Santa Muerte que retrata Mireia Sallarès: su rostro es el de la
muerte, su promesa la de la vida. “El régimen político heterosexual”, por utilizar la
expresión de Monique Wittig, ya no puede entenderse entonces como un mero
dispositivo de control y reproducción de la vida, sino como una técnica
tanatopolítica que ejerce y distribuye violencia y, en último término, muerte2.
¿Puede el feminicidio ser entendido como el modo de operación interno al
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heteropoder? ¿Quién retira placer de la muerte? y ¿cómo puede la violación
convertirse en un método estatal de reproducción asistida? Los Estados-nación
coloniales modernos, con sus ideales de libertad y justicia, se forjaron a través de la
sexualización de la violencia, de la institucionalización del esclavismo y de la
definición racial de los límites de lo humano. Es aquí donde la tarea del
transfeminismo y de los movimientos queer cobra nuevo sentido hoy. “Qué forma
de reflexión y deliberación política habría que adoptar si consideramos la
vulnerabilidad y la agresión como puntos de partida de la vida política”, nos
preguntamos con Judith Butler3.
En este contexto de dispersión de redes de poder-placer, los documentos
fílmicos y las fotografías de Sallarès pueden funcionar como contra-archivos,
infiltrándose en el orden de saber de los discursos bio-tanatopolíticos que codifican,
calculan y regulan la vida, el placer y la muerte de los cuerpos. Como si se tratara
del reverso de las imágenes de los cuerpos y de los espacios interiores de Ricas y
Famosas de Daniela Rosell, los cuerpos, las voces y los espacios abiertos de Las
Muertes Chiquitas producen un registro de otra vida y de otro placer que logra
escapar a las redes de la violencia naturalizada. Allí donde Rosell deja constancia
de lo que Carlos Monsivaís llama irónicamente los “delitos visuales”4 perpetrados
por el mal gusto de la clase dominante mexicana, Sallarès acierta al evitar la
estetización de la imagen, dejando que la palabra y su fuerza performativa obren
por su cuenta. Mientras Borell retrata los cuerpos de las mujeres de la clase
dominante como actrices porno para una versión etnológica de un posible National
Playboy Mexican Geographic haciendo de ellas chicas ricas de calendario rodeadas
de piedras preciosas y de trofeos taxidérmicos pero inevitablemente silenciosas,
Sallarès rescata la subjetividad múltiple y diferencial de los cuerpos devolviéndoles
la agencia y haciendo de su narración una estrategia de supervivencia.
Ante la presente transformación de los límites geopolíticos, las críticas
poscoloniales y de descolonización han subrayado el carácter eurocéntrico del
feminismo de la segunda ola desechando la ingenua idea que hacía suponer una
misma evolución crítica común a todas las micropolíticas feministas y sexuales del
planeta. En el actual contexto de globalización de las condiciones de producción y
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consumo, de recrudecimiento de las retóricas nacionalistas, de auge de los
discursos teológico-políticos, de incremento de flujos de desplazamiento de
poblaciones y de proliferación de la guerra como forma dominante de lo político no
hay ni puede haber un programa feminista único, derivado de una identidad
esencial o de una opresión común. Podríamos decir que, en este sentido, el paisaje
del feminismo contemporáneo es deleuziano: está hecho de minorías, de
multiplicidades y de singularidades, y todo ello a través de una variedad de
estrategias de lectura, reapropiación e intervención irreductibles a los slóganes de
defensa de la “identidad”, la “libertad”, o la “igualdad”. No hablaremos ya de un
feminismo para exportar sino más bien de una multiplicidad de estrategias de
resistencia a y de desmantelamiento de los distintos dispositivos bio-tanatopolítico
de producción y control del cuerpo.
Habrá que salir del confort regional del feminismo como teoría especializada
en la opresión de las mujeres para hacer del análisis transversal de la opresión
(corporal, racial, de género, sexual, económica) una teoría de transformación social
y de redefinición de los límites de la esfera pública. Frente a la interrelación vital e
inmediata de la totalidad del planeta, aparece más que nunca la exigencia de teorías
feministas y queer de conexiones extensas y umbrales móviles. Se tratará de
establecer redes, proponer estrategias de traducción cultural, compartir procesos de
experimentación colectiva, no tanto de labelizar modelos revolucionarios
deslocalizables, como de lo que podríamos llamar poner en común “revoluciones
vivas”.
Por último, y quizás éste sea su aspecto más esperanzador, como revoluciones
pacíficas y altamente autocríticas, el transfeminismo y los movimientos queer se
convierten, frente a las políticas-terror y al modelo de la guerra, en auténticos
laboratorios de las revoluciones sociales y políticas por venir, inventando formas de
resistencia a la violencia de la norma y redefiniendo las condiciones de
supervivencia de las multitudes.
2.
3. Judith Butler, Vida precaria. El poder del duelo y la violencia, Paidós, Barcelona, 2006, p. 13.
4. Carlos Monsiváis, “Colecciones de Mexicaneidad. Rias (Niquien lo niegue) y Famosas (Tal vez
alguna llegue a serlo)”, Letras Libres, Septiembre, 2002.
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Revoluciones vivas y muertes chiquitas
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