Heriberto Mora o la creación lúdica y luminosa Por Adriana Herrera El arte de Heriberto Mora (La Habana, Cuba, 1965) encarna el poema de John Keats, A thing of beauty is a joy for ever, de un modo que demuestra cómo puede crearse una obra perdurable sin beber de las fuentes del cinismo donde se abreva esta era sin “sueños dulces” que olvidó lo que “crece amorosamente”, la luz, la armonía, y la contemplación. Inner Journey (Jornada Interior) en Kelley Roy Gallery, reúne un grupo de bellas obras recientes de Mora donde hay una serie de pinturas blancas que evocan una expresión del místico Juan de Escoto: “…de allí que esta fábrica del mundo sea un grandísimo resplandor”. También hay otras obras en las que el artista se afianza en objetos de colores fuertes -terracotas, azules, verdescombinándolos con vastos espacios monocromáticos y recreando formas que “dominan la oscuridad de la materia” como querían los neoplatónicos. En ambos casos hay una luminosidad que más que cubrir los objetos ordinarios (tapices, cuerdas, poleas, construcciones, vanos de ventanas) irradia de éstos. Estamos ante el raro caso -para este siglo- de un artista místico que, a partir de elementos perfectamente reconocibles y a menudo muy concretos, ha logrado convertir sus cuadros en parajes de conexión entre la cotidianidad y la visión de lo sagrado. Una de las más bellas pinturas en blanco es Sukiya, 2011: en esta composición, una enorme tetera circular hace las veces de universo y a un lado, en posición diagonal a ésta -sugiriendo una línea de intersección- Mora dibuja dos humeantes tazas de té. Eso es todo. Pero la pintura contiene en esas formas simples una visión profunda y conmovedora del vacío y de la plenitud, y la imagen del vapor en las tacitas es tan nutricia como el ritual de la cálida bebida tomada en compañía. Atelier para Perico García, 2011, contiene esos mecanismos de objetos corrientes que Mora transforma en maquinarias metafísicas. Aquí los colores capturan una imagen entrañable de la primera memoria de su infancia: el ambiente que rodeaba al viejo carpintero de su barrio cuyo sobrenombre rescata el título y donde descubrió, entre encolados y jaulas de pájaros de madera, la emoción de tener un “taller para la imaginería”. El mecanismo que estructura la composición se inspira en una máquina de coser zapatos muy antigua. En su obra, máquinas de coser e hilo son reiterativas, y a menudo aluden al tejido de la realidad que abarca una jornada interior en la que todas las arquitecturas -incluyendo las más íntimas- están abiertas hacia el universo, y, de modo paralelo las geografías alusivas a su isla de origen, refieren a la insularidad de una humanidad que busca rutas de navegación en medio de la deriva. En Meditación cubista, la alineación de las casas insinúa la línea costera de Cuba. Las pequeñas construcciones rodeadas de un mar blanco -o de un gran campo monocromático contenedor del vacío- son “cubos blancos” que refieren a lo que está por ser exhibido en una galería que paralelamente puede ser la de la historia. Mora admite que en esa pieza está presente “la Cuba profunda, espiritual”, desde un modo de silencio que contiene el espacio por venir de lo posible. Como los ropajes o los ganchos de colgar en otras obras, las casitas son sucedáneas del cuerpo que puede aparecer solitario o como forma innumerable alusiva a las multitudes. Torres o estructuras verticales son igualmente omnipresentes y metonimia del mismo ser humano que vive -y transita- en una dinámica incesante entre lo intangible y lo tangible, entre el cielo y la tierra. Casi todas estas estructuras se alzan sobre pedestales (pocas veces aparece el suelo) y poseen una luminosa ventana en arco, y mecanismos de conexión al exterior con hilos o cuerdas que tensan formas geométricas esenciales -como la pirámide blanca o el denso círculo azul petróleo de la obra Intiution-; que también son símbolos. Cada cuadro de Heriberto Mora insinúa, como he dicho, un espacio de pasaje y figuras tan prosaicas como las autopistas de vías rápidas, son enlazadoras de mundos. Pero igualmente, cada cuadro es un campo de juego que ofrece, a cambio del caos de la realidad, un espacio ordenador en el que hay un orden lúdico -no hay que olvidar que Mora ha construido maravillosos juguetes de madera- y en el que el artista cumple una especie de acto de suspensión de la realidad para proponer una visión de lo posible. En Logbook, su “rueda de Chicago” contiene libros que giran sobre un cielo nocturno en perfecta espiral doble, de modo que el juego del conocimiento es un divertido mecanismo ordenador. En Su-real State, deposita humorísticamente el reordenamiento del mapa de los Estados Unidos en las manos de una pareja. Y lo hace sin mordacidad. Casi como si el espacio de las transformaciones surgiera del ámbito íntimo. De hecho, lo que retoma es el antiguo motivo de los juegos cósmicos en donde el gesto más pequeño cambia el curso de lo más grande. El sentido lúdico en la obra de Heriberto Mora, artista de luminosidades y de geografías del sueño.• Adriana Herrera es curadora y crítica de arte. Colabora con galerías y museos, y asesora publicaciones especializadas.