El centro de arte como institución total

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El centro de arte
como institución total
por Manuel Delgado Ruiz
El Instituto Catalán de Antropología (ICA), a través de su Grupo de Etnografía
de los Espacios Públicos, hace tiempo que procura formalizaciones y
propuestas de discusión a propósito de la relación entre creación artística y
vida urbana. En este ámbito el ICA ha llevado a cabo diversas iniciativas que
implican la colaboración entre antropólogos y creadores con vistas a
contemplar de manera crítica lo que algunos –y no pocos– entendemos como
un divorcio entre arte y vida cotidiana, esferas que percibimos como separadas
y apenas comunicadas entre sí por la gestión de una minoría de especialistas.
En esta ocasión, y a través del proyecto LIMEN, el ICA ha convocado y
obtenido la colaboración de toda una serie de instituciones culturales del país
con el objetivo de pensar y hacer pensar de nuevo sobre esta cuestión. Lo
hace mediante una serie de conferencias y mesas redondas que han tenido
como escenario –en otoño– el Campus Raval de la Universitat de Barcelona,
donde han participado estudiosos de varios países y, ahora, mediante una
apuesta expositiva que se desarrolla simultáneamente en los diferentes centros
de arte que participan en el proyecto.
Las premisas a partir de las cuales hemos trabajado en 2011 –la denuncia de lo
que pensamos que es una distancia creciente e impuesta entre arte y sociedad,
y la vindicación de la naturaleza creativa de la vida ordinaria– nos condujeron a
una interpelación formulada desde dos perpectivas que el proyecto LIMEN
hace coincidir. Por una parte, la de unas ciencias sociales del arte –entre ellas
la antropología– que han insistido en advertir de la función cómplice del museo
en ciertas estrategias de dominación política, depredación económica y control
social. Por otra, la vieja vocación desenmascaradora de buena parte de las
vanguardias artísticas y de los movimientos sociales y políticos más críticos,
que llevan décadas evidenciando la tendencia de los sectores hegemónicos de
la sociedad a secuestrar o monitorizar la creatividad humana para hacer de ella
una fuente de legitimidad simbólica, cuando no un simple negocio.
LIMEN es, por lo tanto, un ensayo encaminado a pensar y hacer pensar de qué
naturaleza es y qué función ejerce esta compartimentación radical que hoy
consideramos que se ha implantado entre la actividad ordinaria en las calles y
los territorios cerrados y consagrados al arte y a la cultura, segregados
espacialmente en sitios superespecializados, donde determinadas expresiones
de la capacidad humana para generar mundos son conservadas y protegidas
de un exterior postulado como indiferente e incluso hostil.
Esta propuesta de reflexión compartida sobre los muros que, literalmente,
separan un adentro en el que el arte y la cultura reciben el derecho a existir en
plenitud, y un afuera irrelevante y prosaico del cual la belleza y la inteligencia
deben protegerse, ha recibido el título de LIMEN, en referencia precisamente a
los espacios de intermediación y paso entre estancias o entre exterior e interior.
Cabe recordar que Limen –o también Limentinus– es una de las divinidades
romanas menores, encargada de vigilar los marcos de las puertas y las
ventanas. Invocarlo protegía de las visitas inesperadas o indeseables. Junto a
Cardea i Fórcul recibía también el encargo de defender de las incursiones de
las Estriges, espíritus maléficos que entraban de noche en las casas para
chuparle la sangre a los niños. En antropología simbólica, y a partir de la obra
de Arnold Van Gennep, se utiliza el término «limen» para designar la etapa
intermedia de un rito de paso. En las iniciaciones rituales, la fase liminar es
aquella que atraviesa el neófito que se muestra como habiendo salido ya del
lugar social en el que estaba, pero sin haber alcanzado aún aquel que le
espera. El transeúnte ritual es ubicado, en este momento del rito, en una
situación indefinida, sin estructura, hecha de ambigüedades y ambivalencias y
poblada de toda clase de monstruos y peligros.
Limen se utiliza como sinónimo de umbral. El calificativo liminoidal se aplica a
situaciones o espacios intermedios entre puntos estables de una estructura
cualquiera, mientras que limitaneus es el nombre que recibe un ser fronterizo,
personaje imaginado como habitando o constituyendo un límite o frontera.
Los contenedores culturales en la era postindustrial
Se ha repetido que el papel que desempeñan hoy las esferas segregadas del
arte y la cultura es el de una suerte de culto oficial, una nueva edición de lo que
en otras épocas y sociedades fueron las religiones de Estado, aquellas en que
los poderes hegemónicos acostumbraban a depositar las claves sobrenaturales
de su dominación y donde escenificaban su grandeza. Seguramente fue para
efectuar esta tarea que la Revolución francesa y todas las revoluciones
burguesas posteriores reconvirtieron espacios simbólicos del Antiguo Régimen
–iglesias, conventos, castillos, palacios, mansiones aristocráticas...– en
museos y otros lugares considerados «de cultura», en el sentido moderno del
término, es decir, en el de un terreno en cierta medida sagrado donde el
visitante es «cultivador» de sí mismo –la culture como cultivo, es decir, como
cuidado de una potencialidad espiritual humana que es concebida como un
vegetal precioso que debe crecer y dar frutos o flores–, pero también cultor, es
decir, en latín, persona que rinde homenaje a los dioses.
Esta vocación de aparecer en calidad de lugares tanto de cultivo como de culto
es la que justificaba la grandiosidad de los espacio de arte y cultura, la
solemnidad que les correspondía en tanto que sitios destinados a convertirse
en proscenios de la nueva liturgia al servicio de una espiritualidad
específicamente burguesa. He aquí también su funcionalidad a los paisajes de
las ciudades como puntos fuertes que querían ser reconocidos por el nuevo
pueblo fiel o por los aspirantes a incorporarse a una nueva y ahora masiva
aristocracia «cultural», como continuación y substitución de las antiguas sedes
catedralicias.
De la mano del movimiento moderno y la estética racionalista, los lugares de
residencia permanente del arte y la cultura cambian sustantivamente su
apariencia y la relación con el entorno urbano. La sacralidad de estas
presencias espaciales en las que las entidades inefables de la belleza y la
creatividad celebran sus misterios toma ahora otra forma. Renuncia a la
arrogante grandilocuencia de lo que un día fueron palacios o continuaban
siendo templos y asume, como línea dominante a partir de los años 40 del siglo
pasado, la que impone el edificio que aloja el MoMa de Nueva York, que será
durante décadas el paradigma y el referente a imitar. Su estilo ya no es el de la
altisonancia sobrecargada, heredada del poder eclesiástico o del
exhibicionismo de la antigua nobleza. Esta vez el modelo era el white cube, el
volumen de líneas claras e interiores fríos que no disimulaba su deuda formal
com la asepsia de los hospitales.
La era postindustrial y las ideologías posmodernas apuntan, a partir de
mediados de los años 80, a un nuevo modelo a la hora de revestir los depósitos
donde la verdad de la belleza y lo mejor del espíritu humano se mantienen a
salvo de la vida y de la gente. A partir de este momento, el arte y la cultura
continúan siendo materias sagradas entorno a las cuales desarrolla su
actividad un nuevo clero, pero se les confiere una tarea todavía más
estratégica que la de convencer a los mortales de la vacuidad de sus vidas
ordinarias. Ahora, además, a estas centralidades se les encomienda la tarea
estratégica de elevar moralmente territorios que la reapropiación capitalista de
la ciudad ha señalado como codiciables y que serán objeto de diversas
dinámicas de transformación del espacio urbano en negocio: tematización de
barrios antiguos, considerados pintorescos o venerables, terciarización de
terrenos que un día fueron industriales, gentrificación de centros o periferias
urbanas, deportación de poblaciones consideradas indeseables, privatización
de espacios que fueron públicos... En todos los casos se antoja que la
instalación de un contenedor cultural con voluntad emblemática –encargada a
menudo a un arquitecto de fama–, o incluso la expansión de auténticos clusters
culturales, sean elementos indispensables para definir –aunque sería más
conveniente decir redimir– ciertos territorios urbanos.
En ese momento irrumpe la urgencia de convertir en puntos de conservación y
dispenso de verdades culturales lo que habían sido determinadas instalaciones
industriales, civiles, militares, religiosas, que ahora pasaban a albergar
auténticas reservas naturales para lo mejor de la creación y del saber
humanos. Tenemos a mano multitud de ejemplos: el Museu d'Art de Sabadell,
la Galeria d'Art Antiga Fàbrica Noguera en Beseit, la Farinera de Vic, el Centre
de Creació d'Arts Escèniques de Can Gassol en Mataró, Can Domènech en
Cerdanyola del Vallès, la Fundació Tàpies en Barcelona... En 2008, el
Ayuntamiento de Barcelona promocionaba el proyecto Fàbriques per a la
creació, que presentó como un nuevo impulso a su plan de reconversión
industrial a través de la generación de nuevos equipamientos culturales
polivalentes, destinados a la «formación, difusión, experimentación y creación
artísticas»: Fabra i Coats en Sant Andreu, Illa Philips (Sants-Montjuïc), La Seca
(Ciutat Vella), La Escocesa (Sant Martí), La Central del Circ (Sant Martí), el
Ateneu Popular 9 Barris (Nou Barris), Hangar (Sant Martí) y Nau Ivanow (Sant
Andreu). A veces se explicita que una antigua fábrica ha sido reconvertida en
«fábrica cultural», como con el Espai Cultural de Roca Umbert, en Granollers.
Pero no son solo restos fabriles los que se destinan a la producción y
distribución virtual de creación artística y de cultura. También lo son antiguas
prisiones, siguiendo el modelo del MEIAC de Badajoz o el del MARCO de Vigo.
Unas veces la referencia puede limitarse a ocupar antiguos terrenos
carcelarios, como la Filmoteca de Barcelona, ubicada en el espacio de lo que
había sido la prisión de mujeres de la ciudad. O cuarteles, baluartes,
ciudadelas..., a la manera del MAXXI de Roma, y también en zonas más
próximas a nosotros, aun sobre lo que fueron sus terrenos, como es el caso del
Bòlid de Girona. En otras partes se han habilitado hasta cementerios –al fin y al
cabo prisiones de muertos, tal y como las prisiones son cementerios de vivos–,
a la manera del CGAC de Santiago de Compostela. De hecho, la frialdad de
propuestas arquitectónicas como la del Auditori de Barcelona sugieren un
féretro colosal. En ocasiones nos encontramos con ejemplos híbridos, como las
fábricas que fueron cuarteles antes que centros de arte y cultura, como el
CaixaForum de Barcelona, o edificios que fueron tiendas, almacenes
industriales, equipamientos militares o policiales y finalmente referentes locales
de creación cultural, como La Panera de Lleida. Por descontado que el modo
white cube, evocando el recinto hospitalario, continúa vigente en volúmenes de
nueva planta, como el MACBA de Barcelona. Y también se reconvierten
conventos para hacer de ellos centros de arte y cultura actual: CCCB o Arts
Santa Mònica, en Barcelona, o Cal Rosal, en Berguedà. El Museu Comarcal de
Olot fue concebido como hospicio, pero acabó sirviendo, entre otras cosas,
como cuartel y como asilo. El Centre d'Art de Pintura Catalana Carmen
Thyssen-Bornemisza tuvo que decidirse, en el momento de su instalación en
Sant Feliu de Llobregat, entre un antiguo monasterio, un antiguo hospital o una
antigua fábrica.
¿Qué es una institución total?
Conventos, fábricas, cuarteles, hospitales, cementerios, prisiones... ¿Qué
tienen en común todas estas construcciones que vemos ahora reconvertidas en
museos de arte contemporáneo o versátiles centros de cultura actual? Siendo
como son contenedores, ¿qué es lo que contienen en relación a lo que
contenían antes? ¿Qué conservan de sus anteriores usos y funciones?
La respuesta a estas cuestiones podría partir de que estos establecimientos
que se acaban de enumerar fueron un día, y en muchos casos hasta hace
poco, lo que en ciencias sociales se conoce como instituciones totales. Una
institución total es –según su principal teórico, Erving Goffman– un espacio
cerrado y aislado dentro del cual vive o pasa la mayor parte del tiempo
enclaustrado un colectivo humano. Las personas internadas dentro tienen la
salida total o parcialmente restringida y desarrollan en el interior del recinto
todos los aspectos de su vida, intensamente vigilados por personal
especializado. Son ejemplos de ello las instituciones penales, los internados,
los hospicios, los asilos, los acuartelamientos, los barcos y también las
fábricas. No hay que olvidar que Bentham ideó su panóptico para controlar la
actividad de los obreros trabajando, por mucho que se acabara aplicando a la
vigilancia de personas encarceladas.
El concepto de institución total se suele aplicar a toda instalación o instancia de
confinamiento cuya organización interna absorbe de forma absoluta la vida de
quienes que someten o son sometidos a tal encapsulamiento. En el interior de
una institución total los pasillos, los vestíbulos y todos los lugares intermedios y
de paso son objeto de especial atención, puesto que se producen ahí la mayor
parte de transgresiones al régimen interior del establecimiento.
Sobre el enclaustramiento y la libertad del arte
El proyecto LIMEN se formula, por ende, como una interpelación, una pregunta
y un emplazamiento para el debate. Esta reconversión de los que fueron
espacios de encierro en centros y centrales de inteligencia y creación –a
menudo manteniendo su antiguo nombre, como explicitando la voluntad de
conservar no sólo memoria, sino también significados y funciones–, ¿comporta
aceptar una cierta analogía entre lo que pasaba antes dentro de su paredes y
ahora? ¿Son los centros de arte y pensamiento también como pequeñas o
grandes factorías destinadas a la producción de obras e ideas en las que una
nueva y singular clase obrera –la llamada «clase creativa– es puesta a
trabajar? Insistimos en ello: el dispositivo de control ideado por Bentham estaba
destinado inicialmente a los centros fabriles, antes de que fuera aplicado al
control de la población penitenciaria. Además, ¿no se escucha hablar cada vez
más de «producción cultural», «infraestructuras culturales», «sector creativo»?
Pocos dudan de que el momento actual corrobora la tendencia de la sociedad
posfordista a contemplar el campo difuso de la cultura como una industria
generadora de riqueza, el cual suscita un nuevo espectro de relaciones
empresariales y laborales.
En paralelo, ¿no es una figura significativamente denominada «curador de
exposiciones» la que nos invita a una conexión automática con el tipo de
actividades que se desarrolla en el interior de los centros hospitalarios? La
función residencial para creadores que asumen ciertas instituciones culturales,
¿no se emparentaría con la del internado escolar, el centro de rehabilitación o
el correccional, otras variantes de la institución total? En general, y más si
cabe, ¿no será que se está explicitando de manera todavía más taxativa que
hasta ahora la asunción del arte y la creación como reducto exquisito y
exclusivo para una minoría de «entendidos», únicos a la hora de gozar del
contenido de unos recintos destinados, en su finalidad actual, a completar
grandes operaciones urbanísticas o a legitimar y dar prestigio a sus
patrocinadores privados o institucionales? Si fuese así se entendería esta
radicalización de la brutal división entre arte y vida de la cual creemos que la
sociedad capitalista es testigo y también víctima. Ahora es la obra, y a menudo
el creador mismo, quienes son literalmente ingresados –como ingresan los
enfermos o los presos a un retiro forzoso– en los que fueron y continúan siendo
de alguna manera espacios de internamiento, de igual modo que los tabiques
de los conventos siguen albergando cosas que se han querido apartar de la
prosaica mundanidad. ¿Será casual que una buena parte de la actividad
política disidente se desarrolle hoy en los museos y centros de arte
contemporáneo, como si transplantando el cuestionamiento social y el conflicto
a su interior se los quisiera sustraer de su espacio natural, es decir, la calle?
Por un lado, centros que están convencidos de que están contribuyendo al
acercamiento de los valores de la creación, la inteligencia y la belleza al
público, y que constituyen una apuesta por su concreción en el espacio y el
tiempo, potenciando incluso sus cualidades para la critica y la acción sociales.
Por el otro, una postura que, heredera de la vieja crítica a la institucionalización
de la creatividad humana, sostiene que nunca había estado, el arte, tan
sometido y servil como ahora, ni nunca había sido tan servero su
enclaustramiento lejos de la sociedad y la vida.
De ahí que desde las ciencias sociales se suscite esta discusión, que lo que
hace es pedir a diferentes centros de creación una reflexión compartida a
propósito de dos cuestiones, cuya definición reclama la contribución del
aparato teórico y conceptual de la antropología y la sociología. Por una parte, la
cuestión de los umbrales, esto es, de los que espacios que a la vez separan y
unen compartimentaciones sociales, en este caso el exterior y el interior de las
instituciones consagradas al arte y al pensamiento contemporáneo. Por la otra,
el valor aclaratorio del concepto de institución total a la hora de reconocer la
naturaleza y el papel de lugares que fueron de acuartelamiento y secuestro
para confinar expresiones creativas, a fin de asegurar un aislamiento suficiente
de un espacio exterior que se considera indigno, peligroso o quizá simplemente
más libre.
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