Fernández - Blogs EL PAIS

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Publicado el 23 de marzo de 1986 en el suplemento
Domingo de EL PAÍS.
No más fotos de Jesse
Conocí a Jesse Fernández [fallecido el
pasado sábado en París] cuando estaba bien vivo. Fue en
la barahúnda para celebrar la Vuelta al mundo en 80 días,
año primero, en Nueva York, en 1957. Allí me lo
presentó Humberto Arenal, escritor cubano que, como
Jesse, vivía en Manhattan, la otra, isla. Fue un milagro
que entre tanto ruido de matracas que sonaban a maracas
pudiera oír su nombre. Pero lo oí y desde entonces Jesús
Fernández se convirtió en Jesse a secas. Era el segundo
Jesse que conocía. El otro, por supuesto, era Jesse James.
Jesse, vistiendo casi como un cow-boy, con su cuerpo
magro de vaquero urbano, iba y venía disparando su
Leica desde la cintura a la cara de todas las celebridades
del Este para quienes había un cartel anunciador y una
leyenda: Wanted. Se les busca, y Jesse buscaba y
encontraba a Elizabeth Taylor, Mike Todd, su marido; a
Víctor McLaglen, a Tony Curtis y su todavía carnal Janet
Leigh; a sir Cedric Hardwicke, altivo sobre un camello; a
David Niven riendo remoto, sonriendo sonoro.
Desde entonces, en esa quincena de periodista en Nueva
York nos hicimos amigos inseparables, y Jesse fue el más
perfecto cicerone de la ciudad: instruía mientras divertía,
conocía a Manhattan como su mano. Hicimos juntos
varios reportajes de abordaje y estuvimos, por cuestión
G. CABRERAINFANTE
de minutos, a punto de capturar para la máquina de
imágenes; y la máquina de escribir el asesinato de
Anastasia, que no era, la heredera del zar de Rusia, sino
el zar de la Mafia muerto.
Luego vino a La Habana enviado por Life. Coincidió con
el secuestro de Fangio, y yo, que conocía los
secuestradores, tuve que desviarlo a una dirección
desconocida, a Jaimanitas, que jamás citas, donde sólo
ocurrió el cuento del pescador minúsculo y el enorme pez
espada que Hemingway convirtió en una obra maestra
del coraje en lucha incierta contra la adversidad. Al
triunfo de la revolución convencí a Jesse para que
volviera a Cuba, a La Habana, donde había nacido, hijo
de asturianos, asturiano de aspecto él mismo a pesar de
su dicción y maneras tan cubanas.
Trabajamos juntos en Revolución y en Lunes, pero a fines
de año, después de aventuras sigilosas en que acompañó
a Fidel Castro a descubrir una conspiración alentada por
Trujillo, que desembarcó en la oscuridad, pero resultó
más cómica que tenebrosa, Jesse decidió regresar a
Nueva York. Ya tenía experiencias de lo que era una
emboscada cuando sus padres regresaron a Asturias
huyendo al dictador Machado y al hambre para verse
atrapados en la guerra civil y la hambruna. Ellos también
volvieron a la isla.
Pero en ese tiempo conocí a varios Jesses: el ojo
incansable que lo ve todo, la máquina que atrapa cada
instante para inmovilizarlo, un hombre apocado y audaz,
un individuo vulnerable que detrás de la cámara se
convertía en un héroe que no conocía el miedo, un
americano de atuendo que conocía dónde estaba lo
cubano, un dandy p opular que nos influyó a todos con su
vestuario novedoso: camisas azules de obrero, pantalones
de caqui, zapatos de cuero virado y un cigarrillo Player
entre los labios. Había otro aspecto inquietante de Jesse:
era capaz de llevar al viaje que hicimos por todo el
territorio cubano tomando fotos para un número de Lunes
titulado A Cuba con amor, de cargar con un inusitado
volumen de las poesías completas de Rimbaud -que leía
cada noche del viaje al fin de la isla- Jesse era un hombre
culto oculto.
No nos volvimos a ver hasta el viaje que hice de Londres
a Hollywood en 1970. A mi regreso me detuve en Nueva
York para encontrarme a un Jesse absolutamente dejado
de: la mano de la suerte. Lo había perdido todo menos su
cámara: una Leica, por supuesto. Con ella me hizo, como
si todo ocurriera en 1957 todavía, un memorable retrato
neoyorquino. Jesse, en el triunfo o en la derrota, era un
retratista consumado. Para mí fue el más grande autor de
retratos fotográficos que conozco.
No hay más que ver sus obras maestras: el retrato de
Borges dominado por la presencia de su madre, un
Hemingway fanfarrón y melancólico, Lezarna Lima
aspirando a gourmet en un café habanero, Alejo
Carpentier en unas mangas de camisa plebeyas, Luis
Buñuel sordo a la belleza de las flores que le rodean,
Gerardo Diego fantasmal entre libros vivos, Botero
apoyado en un botero, Casals en sombras sobre un chelo
l uminoso; Víctor Manuel, el pintor primitivo cubano,
displicente entre el vaso vacío y la botella de cerveza que
lo mataría; Max Aub como una suerte de Sartre de la
ironía; Gástón Vaquero, que más que poeta parece un
Otelo en chaleco; Vicente Escudero bailando a los
ochenta como a los veinte: por bulerías; Nicanor Parra
como su poesía: en mangas de camisa; Luis de Pablos
como Hector Villalobos como Ernesto Halffter,
componiendo sobre una mesa de música; José Bergamín
saliendo al sol como un vampiro que viene a morir en
Madrid; Manuel Puig vestido de aviador amable; Corín
Tellado con una mueca de disgusto y de incredulidad:
¿yo popular?; Félix B. Caignet, autor del Derecho de
nacer, disfrazado de lobo de mar en tierra en mi foto
favorita del libro Retratos que publicó en Madrid en
1984. Hay más, muchas más fotos, que hacen del
volumen y de la vida de Jesse Fernández una vasta
galería de retratos que son desnudos.
Jesse se recobró de su impasse de Nueva York, vivió
bien en Puerto Rico y en Madrid, y vivió mejor en París,
donde se casó, simbólicamente, con France. Jesse había
sido y era un pintor de vocación a quien la vida convirtió
en fotógrafo de profesión y luego la misma vida lo hizo
un amateur de la fotografía mientras la pintura ocupaba
todo su interés de nuevo. Pintaba, cosa curiosa,
innúmeras calaveras rodeadas de extrañas y perfectas
caligrafías que eran flores de tinta.
Hace tres años, Jesse sufrió un doble accidente
patológico y doméstico. Tuvo un derrame cerebral, pero
al caerse en el baño se golpeó contra el lavabo y se partió
la cabeza. La caída, cosa curiosa, le salvó la vida. Jesse,
como otras veces, se recuperó, publicó un libro en
Francia, Las momias de Palermo, y el libro de fotos y
planeaba hacer un libro de retratos de pintores, desde
Francis Bacon a David Hockney. Pero la muerte, en
forma de infarto, se le adelantó en su cuarto oscuro. Esta
vez no habría regreso. Ahora se puede decir: "No más
Jesse". Pero, aún peor, se debe decir: "No más fotos de
Jesse".
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