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A la deriva
aed
(inicio de la película El día después de mañana -The day alter tomorrow-, Dir. Roland Emmerich, USA,
2004, con Dennis Quaid, Jake Gyllenhaal, Emy Rossum, Sela Ward y otros).
El mar antártico presenta una rara calma. Sus aguas azules apenas mecen los fragmentos de
hielo que vagan a pocos kilómetros de la costa. Cerca del continente, témpanos mayores
custodian el acceso a la plataforma Larsen B, sobre el mar de Weddell. Los bloques, de
hasta treinta metros de alto, forman acantilados azul-celestes que contrastan con el gris acerado del océano. En el horizonte, el sol suelta sus últimos bostezos en un rojo atardecer.
La plataforma Larsen B es una masa de hielo flotante unida a la península continental. Su extensión de 3200 km2 es como una nube blanca e infinita. Nada interrumpe la ventisca de nieve que recorre su superficie. En el horizonte opuesto al mar, un cordón montañoso se yergue para marcar la frontera entre el hielo y la tierra firme. Pero no es la única
alteración en el paisaje. En medio de la nada se divisa un pequeño punto oscuro. Una expedición científica estudia el cambio climático.
La bandera estadounidense ondea en el campamento. Tres carpas individuales con
forma de iglú se desparraman entre cajas de suministros, un vehículo a orugas, un laboratorio móvil de unos tres por tres metros y una serie de antenas y teodolitos. En el laboratorio,
Jack analiza hielo en un microscopio. Las paredes están repletas de tubos de titanio de un
metro de largo por unos doce centímetros de diámetro que contienen las muestras de hielo.
El habitáculo está en penumbras. La luz fuerte cae sólo sobre la mesa de trabajo. En el exterior, a unos quince metros del laboratorio, Sam le explica a Jason el uso del taladro para
extraer las muestras.
- ¿Puedes hacerlo?
- Claro, creo que entendí bien…
- Espero que así sea, el jefe me corta la cabeza si estropeas esas muestras.
Sam da media vuelta y camina hacia el laboratorio, mientras Jason, dubitativo, comienza a manipular el taladro, un gran sacacorchos de veinte centímetros de diámetro y
varios metros de largo. El artefacto es capaz de horadar sin titubear un hielo duro como el
hormigón.
El día que se apaga fue agradable. La temperatura se elevó hasta los 25ºC bajo cero.
En la nieve, los hombres se mueven con agilidad de osos. Tres capas de distintas prendas
los aíslan de los fríos intensos de la Antártida. En total son unos quince kilogramos de ropa
que deben soportar día y noche. Las camperas y pantalones naranjas hacen las veces de
balizas para ubicarlos en el desierto blanco, donde el suelo suele confundirse con el cielo.
Las capuchas rodeadas de piel apenas dejan ver sus rostros. Sam, de unos cuarenta y cinco
años, exhibe una barba encanecida por la nieve que revolotea a su alrededor. Jason, de veintitantos, está haciendo sus primeras armas como explorador científico.
Cuando entra al laboratorio, Sam se quita la capucha y le dice a Jack:
-Estamos a ocho metros.
-¿Dejaste usar el taladro a Jason?
- Él puede, míralo…
Jason taladra el hielo con entusiasmo. El runrún del aparato quiebra el susurro agudo del viento polar y no lo deja escuchar otro ruido, mucho más extraño, que se origina no
muy lejos de allí.
La superficie se está abriendo y el hielo se queja cada vez más fuerte. La grieta que
se forma avanza en dirección al campamento. Al acercarse, aumenta su crujido y su grosor.
Ya se percibe una pequeña sacudida. La hendidura se abre paso con rumbo al sol que se
acuesta en el horizonte y corta en dos el campamento de los científicos. De un lado, el
vehículo y el laboratorio con Jack y Sam; del otro, las carpas, el taladro, Jason y media docenas de tubos de titanio.
Jack siente el temblor en el laboratorio, deja el microscopio y sale presuroso, seguido por Sam. Jason, en el momento en que consiguió introducir la totalidad del taladro en el
hielo, ve la grieta a centímetros de sus pies. Mira a sus compañeros que se asoman por la
puerta del laboratorio, abre sus brazos y grita:
- ¡Yo no hice nada…!
En ese instante, el crujido deja de ser una queja para transformarse en un rugido. La
grieta crece exagerada y forma un bloque aislado de hielo bajo los pies de Jason. A continuación cede un metro hacia abajo y queda trabada junto a otros pedazos de hielo. Jack y
Sam se zambullen para tomarlo de los brazos y arrastrarlo hacia ellos mientras el bloque
que sostiene a Jason se hunde en un abismo sin final. La falla, ahora, tiene tres metros de
ancho.
Jack se yergue y mira, entre preocupado y sorprendido, hacia el otro lado de la abertura. Las muestras de hielo están diseminadas por el suelo. Esas muestras son el leit motiv
de su viaje. Contienen información que no está dispuesto a perder. Retrocede unos pasos y
se lanza hacia los tubos de titanio sin escuchar los gritos de sus compañeros. Cae del otro
lado, rueda y toma presuroso cinco tubos que abraza como a un bebé. La grieta se dilata
otro metro más. Sin dudarlo salta hacia sus compañeros. El impulso lo lleva hasta el borde
de la abertura. Queda haciendo equilibrio mientras le entrega los tubos a Sam. Al hacerlo,
el hielo se afloja bajo sus botas. Jack abre los ojos como dos lunas llenas y desaparece en la
grieta ante la desesperación de Jason y Sam.
Abatidos y arrastrándose en la nieve, ambos se asoman al umbral. No pueden creer
lo que ven. Jack está sostenido del piolet que alcanzó a clavar en la pared del despeñadero.
Su mano empieza a resbalarse del mango curvo que tiene suelta su dragonera. Una lluvia de
trozos de hielo cae a su alrededor. La grieta parece una gigantesca boca cuya garganta oscura tiene su fondo doscientos metros más abajo.
Sam y Jason lo toman de la mano y tiran de la ropa hasta que consiguen subirlo al
hielo firme. Los tres permanecen unos segundos acostados boca arriba. El resuello de sus
respiraciones se suma al crepitar del hielo y el silbido del viento.
Jason se sienta y pregunta:
-¿Qué está pasando?
- Toda la plataforma se está separando, eso es lo que pasa… -contesta Sam.
Desde arriba, el campamento se ve ahora como dos puntos separados por una gruesa
línea irregular que, como un río azabache de cientos de kilómetros de longitud, señala una
nueva geografía para la península antártica. Es el fin de la plataforma Larsen B. Después de
12.000 años, el inmenso cascote de hielo se está convirtiendo en un archipiélago de miles
de témpanos y trozos de hielo que comienzan a deambular sin rumbo fijo por los gélidos
mares del sur.
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