Esperar en el Dios que se nos promete

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ESPERAR EN EL DIOS QUE SE NOS PROMETE
Creer es esperar en el Dios de la promesa. Abraham,
como veíamos antes, creyó porque confiaba y esperaba
en el Dios de la promesa. Creyó contra toda esperanza…
aguardó en fe, porque esperaba.
La esperanza a la que estamos llamados no se apoya en
nuestras fuerzas y posibilidades sino en Aquel en quien
descansa nuestra existencia, Aquel de quien no se puede
disponer y al que no podemos encerrar en nuestros
esquemas y en nuestros cálculos, y a la vez, Aquel en
quien nuestra historia cobra sentido cuando, mirando
atrás, a la luz de la fe, somos capaces de interpretar cada
acontecimiento desde Él y descubrir que nuestra historia
es historia salvada, porque no ha dejado de
acompañarnos, porque se ha empeñado en nosotros,
porque nos lleva tatuados en la palma de su mano. Esta certeza sostiene nuestro presente
y nos lanza a un futuro donde el Dios de la promesa seguirá acompañando, guiando y
alentando nuestros pasos.
Por otra parte, la esperanza en el Dios de la promesa supone de cada uno de nosotros una
actitud activa, que implica a la vez perseverancia y paciencia en la espera de Dios y en la
certeza de que la confianza en Él no quedará defraudada.
Haz memoria….
¿Qué acontecimientos de tu vida puedes interpretar a la luz de la fe?
¿Puedes descubrir esa Presencia que te ha ido acompañando a lo largo de tu vida?
¿Cómo andas de confianza en estos momentos?
El tiempo de Adviento es el tiempo propicio de la espera. Dos son las “invitaciones
especiales” que recibimos para este tiempo: VELAD Y ESPERAD.
¡Velad, estad alerta!, nos insiste Marcos (Mc 13, 33-37). Este imperativo nos sorprende por
su urgencia y porque andamos, en muchas ocasiones, como dormidos, pero ignorando que
lo estamos, apegados a una existencia superficial en la que ya nada podemos esperar,
abrumados por la realidad que tantas veces nos desborda y cayendo fácilmente en el
desaliento y la desesperanza, fruto de haber hecho de nosotros mismos la medida de
todas las cosas, olvidando que hemos aceptado existir desde ese único centro de la
realidad que es el Misterio sobre el que descansa, como un abismo insondable, la totalidad
de lo real y nuestro propio ser.
Pero hay testigos, a Dios gracias, tercos e insistentes, que avivan nuestra memoria
creyente y nos remueven para salir de esa superficial y desesperanzada situación en la que
tantas veces nos instalamos. Esos testigos que vienen de parte de Dios tocan nuestro
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corazón y avivan esa llama que es la fe y que nos espabila, nos pone en pie, nos consuela y
nos hace levantar la cabeza, para esperar, con todo nuestro corazón, al Dios que se nos
promete.
MIRAMOS A LOS TESTIGOS
ISAÍAS
Isaías, el profeta, es uno de estos testigos, quien desea con fuerza provocar en el pueblo
el encuentro con Dios y la confianza verdadera en Él. El profeta nos muestra a un Dios
liberador, que defiende con pasión a oprimidos, huérfanos y viudas; al pueblo explotado y
extraviado por los gobernantes. Vamos a profundizar ahora en sus palabras (Is 40).
“Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios, hablad al corazón de Jerusalén, gritadle
que se ha cumplido su condena y que está perdonada su culpa”. Is 40, 1-2
Nos situamos en el retorno del desierto: El pueblo ha sufrido. El pueblo retorna, no sólo
geográficamente. Es un retorno espiritual, de fe y esperanza. Dios se presenta en su
aliento y en su palabra: aliento que vivifica y también abrasa, palabra que permanece y se
cumple. Hay que confiar en la promesa del Señor. El Señor en persona empieza la nueva
salvación. Y se pone en primer plano a la vez lo débil y lo fecundo. Dios viene a consolar a
su pueblo.
“¿Quién ha medido el mar con el cuenco de sus manos? ¿Quién ha calculado a palmos la
extensión del cielo, o a cuartillos el polvo de la tierra? ¿Quién ha pesado los montes en la
báscula, o las colinas en la balanza? ¿Quién ha medido el Espíritu del Señor? ” Is 40, 12-13
En el tiempo del profeta Isaías, el pecado más grave es no esperar. Nadie puede medir cosas
grandes con medidas pequeñas. Pues eso es lo que pretende el pueblo. Intenta medir el
futuro con sus patrones mezquinos.
“¿Por qué, Jacob, andas diciendo, y tú Israel, te andas quejando: “El Señor se desentiende de
mí, Dios no se preocupa de hacerme justicia”? ¿Es que no lo sabes? ¿Nunca lo has oído? El Señor
es un Dios eterno y ha creado los confines de la tierra. No se cansa, no se fatiga, y su
inteligencia es insondable; fortalece al cansado, da energías al que desfallece. Se cansan los
jóvenes y se fatigan, los muchachos tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor verán
sus fuerzas renovadas: les salen alas de águila, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan”.
Is 40, 27-31
El pueblo está cansado de esperar, pero no deja de clamar a Dios. Dios "tiene" el tiempo,
es inteligente. Es artífice incansable. Dios, que no se cansa, restablece al cansado y da
fuerzas al hombre para que no se canse. Ni en la naturaleza ni en la historia se ha cansado
la actividad de Dios; es el hombre cansado el que tiene que aprender a esperar de nuevo.
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Deja en manos de Dios tu vida presente. Pon delante de Él tu cansancio, la tentación de
dejar de confiar y de esperar.
Ábrete a Él y descansa en este Dios que nunca deja de actuar. Dios se presenta como el
consuelo de todos los atribulados y afligidos. Siéntete invitado/a a ser el consuelo de Dios
en tu vida cotidiana. ¿Qué personas tienes cerca que están necesitadas de recibir el
consuelo de Dios?
MARÍA DE NAZARET
En la escena de la Anunciación, Lucas nos pone en contacto con
un sentimiento de María: “Ella se turbó y se preguntaba qué
significaba tal saludo” (Lc 1, 29), pero el ángel le dijo: “No temas,
María, porque has hallado gracia a los ojos de Dios” (Lc 1, 31).
María está en casa cuando se deja sorprender, cuando recibe una
mirada nueva, acoge un sentido nuevo de lo que su vida había
sido y deja que Dios la recree entera, la bendiga hasta el fondo.
La mirada de Dios se inclina hacia ella, la envuelve en su ternura y
la inunda de gracia. Y María, que se sabe mirada así, se alegra
hasta el fondo de su ser, con una alegría que pide ser compartida
y que le lleva a ponerse en camino al encuentro de Isabel:
“Proclama mi alma la grandeza del Señor…” (Lc 1, 46).
En el comienzo del Magnificat, María nos invita a algo tan sencillo como “dejarnos mirar”
por Dios, sentirnos acogidos y envueltos en su amor incondicional más allá de nuestras
buenas o malas acciones, equivocaciones, fracasos, méritos, errores y cualidades. Lo
primero en nuestra vida no son nuestras acciones, logros ni conquistas, sino el
reconocimiento de lo que Dios ha hecho con nosotros, la tranquila confianza de ponernos
delante de un Dios que nos acoge y nos ama tal y como somos.
María nos enseña a confiar y a esperar en el Dios de la promesa, a abrirnos a su presencia,
a escuchar su Palabra y a acoger la vida que Él pone nosotros. Con María, la primera
creyente, aprendemos qué es la fe y qué es consentir al amor de Dios en nuestra vida, para
poder decir, como ella, con todo el corazón, “hágase en mí según tu Palabra”.
Deja que Dios te mire tal y como eres, tal y como estás. Siéntete agraciado/a. Tú
también estás bajo su mirada de amor incondicional. ¿Qué oración te brota?
BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA:
SICRE, J.L. Profetismo en Israel. Ed. Verbo Divino, Estella (1992)
SCHÖKEL, L. & SICRE, J.L. Profetas. Comentario I. Ediciones Cristiandad, Madrid (1980)
ALEIXANDRE, D. Hacerse discípulo. CCS, Madrid. (2012)
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