AMAZONAS - Domingo Caratozzolo

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AMAZONAS DEL FIN DE MILENIO
Domingo Caratozzolo*
El historiador griego Herodoto es quien habla por primera vez de la existencia de
unas tribus guerreras de mujeres conocidas con el nombre de Amazonas.
Sus principales deidades eran Ares (Marte para los romanos) y Artemisa (la Diana
itálica). La naturaleza de sus dioses nos permite conocer la naturaleza de estas mujeres.
Ares es el dios de la guerra por excelencia, el espíritu de la batalla que goza con la
venganza y la sangre. Artemisa permaneció virgen, eternamente joven y es el prototipo de
la doncella arisca y salvaje que vive con las fieras. Es vengativa y fueron numerosas las
víctimas de su cólera; entre ellas figura Orión, el cazador gigante que intentó violarla.
Las Amazonas eran guerreras y cazadoras e independientes del yugo masculino. No
permitían que entre ellas vivieran hombres, pero una vez al año, en primavera, copulaban
con sus vecinos más cercanos a fines de asegurar la continuidad de su pueblo. Como en esa
época no estaba de moda la fecundación asistida y ni siquiera se hablaba de clonación,
tenían que recurrir a una práctica que desde Adán y Eva había demostrado su eficacia.
Para evitar quedar seducidas por el compañero sexual, realizaban estos encuentros
fecundantes de noche y con una pareja elegida al azar. Como no toleraban a ningún hombre
entre ellas, si el fruto era niño lo mataban o entregaban a sus vecinos; en cambio, si era
niña, la cuidaban y adiestraban en sus costumbres y en la fatiga de la guerra.
Las Amazonas eran diestras jinetes que montaban en pelo, sabiendo guerrear tanto a
pié como a caballo. El espíritu belicoso de estas mujeres las embarcó en expediciones que
la leyenda elevó a la celebridad por la alcurnia de los luchadores. Los griegos, habiéndolas
hecho prisioneras, las llevaron en sus barcos y fueron muertos por ellas, justificando así el
nombre de “matadoras de machos” (androktonoi).
Las Amazonas posmodernas comparten con las de la leyenda su aversión al yugo
masculino. Ellas también desean la muerte del “macho” para compartir y competir con el
hombre en pié de igualdad.
“Estoy esperando que me invites a salir”. “Qué bien que estás”. “Con vos iría a
cualquier lado”. Estas frases que históricamente fueron atribuidas a hombres que cortejaban
a mujeres, ahora también las dicen las mujeres a los hombres. La lucha por el predominio
sexual y la conquista parecen virar inexorablemente hacia lugares impensados dos
generaciones atrás, cuando la “batalla sexual” consistía en una paciente, larga y a veces
infructuosa lucha por lograr aquello que constituía el epílogo de un tipo de vínculo y el
prólogo de un libro por escribir.
Zaguanes, cocinas, livings, discotecas, automóviles y plazas, eran los terrenos donde
se libraba la batalla impulsada por el deseo arrebatador de la juventud contra las severas
advertencias de papá y mamá.
Esta lucha que, como dice el tango “es cruel y es mucha”, la comandaba el chico
quién, mediante besos, abrazos y caricias, trataba de explorar la ardiente pero esquiva
anatomía femenina.
El juego era claro: él tenía que avanzar sobre el terreno, sabiendo que nunca hay que
abandonar una posición ya conquistada y tomar aliento para una nueva embestida con el fin
de apoderarse de zonas que prometían emocionantes reconocimientos.
Ella en cambio tenía una misión encomendada y aprendida de generaciones y
generaciones de mujeres que como ella libraban esa lucha desigual en la cual
afortunadamente serían vencidas: resistir y ceder, poniendo límites al deseo compartido.
Eran momentos de concentración en la tarea. Si se hablaba, era poco. Ella decía
muy frecuentemente “no! no!” entre jadeos y respiraciones entrecortadas y a veces
agregaba un “mirá que me enojo”, “dejame” o “andate” aunque en ocasiones tenía que
empujar, pellizcar o morder, mientras intentaba sostener sus prendas para evitar que la
mano anhelante de su compañero invadiera privacidades y la dejaran desarmada y
entregada al deseado enemigo.
Esta contienda se renovaba dos, tres, o mas veces por semana, lo cual dependía
como es razonable suponer, de la apetencia de los participantes. Las interrupciones de esta
lucha significaban siempre una desventaja para el atacante, pues en el próximo asedio no
podía recomenzar a hostigar al enemigo en la última posición ocupada. Había que pelear
trinchera por trinchera hasta llegar a disfrutar nuevamente de la plaza anteriormente
conquistada. No era raro que el enemigo, no dispuesto a entregarse muy fácilmente
fortificara sus defensas y librara una batalla de tal magnitud que obligara al retroceso.
Pero en términos generales, el haber llegado a un terreno y ejercido un dominio
sobre el mismo, debilitaba las líneas enemigas, posibilitando el establecimiento de
asentamientos estables.
Si la batalla era tremenda, no por ello arredraba en lo más mínimo a los
contendientes, pues el resultado, tanto como el camino recorrido, justificaba todos los
esfuerzos. Podemos generalizar diciendo que, más tarde o más temprano el enemigo se
rendía para regocijo de ambos.
Estos “juegos de guerra” eran transmitidos de generación en generación y se
enseñaba a cada participante el rol que debía desempeñar; así todo estaba claro como en el
don pirulero, donde “cada cual atiende su juego” y el que no, una prenda tendrá.
Pero este siglo, el último del milenio, está empeñado en romper con esas reglas
claras, o quizás, introducir otras tan transparentes como éstas, pero distintas. De cualquier
manera, los que sufren la transición quedan expuestos a la confusión de estos estados
intermedios.
No se trata aquí de valorar lo positivo o lo negativo de los cambios que se producen.
La nostalgia por el pasado puede impedirnos vivir con plenitud el presente. Lo que
intentamos hacer es un examen de situación para conocer dónde estamos parados. Y
sabemos que en momentos de transición como estos, nos encontramos en terreno sísmico.
Los hombres, quienes tenían que aportar al vínculo heterosexual el asedio constante,
el cortejo explícito, el avance, la iniciativa, el “acoso sexual”, en un lapso muy corto de
tiempo histórico se ven compelidos a jugar otro juego diametralmente opuesto al aprendido.
La iniciativa y el asedio, el avance y el acoso, parten ahora cada vez con más
frecuencia y con mayor energía de aquellas que pertenecen al llamado “sexo débil”. Y
pareciera que esta debilidad se hubiera transformado en vigor y fortaleza.
Dirigir países, ser diputadas, ministras, directores de empresa, profesionales,
conductoras de taxi, desocupadas, árbitros de fútbol, inspectoras de tránsito, futbolistas, no
les es suficiente, también buscan desplazar al hombre en la conquista sexual.
¿Cómo se encuentra el varón de fines de milenio ante esta arremetida femenina?
Confundido y asustado. Si la mujer adopta el rol activo, el hombre queda sumido en un
papel pasivo para el cual no fue programado.
Según leyendas posteriores, las Amazonas atacaron a los escitas, pero cuando éstos
se dieron cuenta de que eran mujeres, dejaron de guerrear. Y como “débil es la carne”, los
más jóvenes se acercaron, cada vez más y más cerca, como se hace con un animal feroz y
terminaron por unirse a ellas. Claro que los hombres hilaban la lana y se ocupaban de los
niños, mientras las mujeres peleaban.
Varonil, viril, masculino es sinónimo de vigoroso, fuerte, valiente, recio, enérgico.
Y su opuesto es mujeril, afeminado, blando, débil, delicado, suave. Corregir los
diccionarios no será tarea demasiado engorrosa. Pero el hombre, en cambio, tendrá que
metabolizar esos cambios y suponemos que ello puede demandar el esfuerzo de varias
generaciones.
Fin de siglo, fin de milenio. La humanidad, ¿podrá finalizar con las situaciones de
privilegio de uno de los sexos sobre el otro?, ¿será capaz de poner fin a las relaciones de
servidumbre y sometimiento entre hombres y mujeres?. Sería deseable que el diccionario
pueda describir a unos y a otros como vigorosos, fuertes, valientes, enérgicos, delicados,
sensibles, afectuosos y tiernos. Esperamos que en el futuro hombres y mujeres logren
compartir en igualdad de condiciones y en actitud solidaria la aventura de la vida.
*Psicoanalista
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