POLO DOLIENTE, JUAN SALAZAR. María Larralde

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POLO DOLIENTE, JUAN SALAZAR.
María Larralde
POLO DOLIENTE
Aquí viene el muerto de Marigüitar
cuatro pescadores lo van a enterrar
cuatro pescadores lo van a enterrar
aquí viene el muerto de Marigüitar
Nació en un puerto, murió en el mar
y se llamaba Juan Salazar
anoche, anoche salió a pescar
cantando anoche se dio a la mar
Partió cantando y al aclarar
volvía muerto Juan Salazar
lo amortajaron los del lugar
con su franela de parrandear
Anoche, anoche salió a pescar
cantando anoche se dio a la mar
Y ya lo llevan a sepultar
en una caja sin cepillar
muda la gente lo ve pasar
luego se quedan mirando el mar
Muda la gente lo ve pasar
luego se quedan mirando el mar
como un abrazo sin terminar
quedan los remos en altamar
Anoche, anoche salió a pescar
cantando anoche se dio a la mar
Aquí viene el muerto de Marigüitar
cuatro pescadores lo van a enterrar
cuatro pescadores lo van a enterrar
aquí viene el muerto de Marigüitar
Inti-Illimani
Esta es la historia de un hombre, un pescador llamado Juan
Salazar. Su historia seria como la de cualquier otro hombre si no
fuera por la singular circunstancia de su muerte.
Porque su muerte no fue una muerte como la de los demás
hombres del mundo.
Todavía hoy, sus paisanos, siguen murmurando sobre los
factores que pudieron influir en los hechos posteriores.
El cómo, y bajo qué terribles condiciones Salazar perdió su vida
estremece a sus familiares, amigos y vecinos, aun hoy en día.
El fenómeno que, tras horas a la deriva, protagonizó Salazar y
que presenciaron algunos de los que lo pudieron vivir ha
quedado en las retinas y corazones de aquellos hombres como
una pesadilla, un mal sueño que al despertar se borró en el
olvido, o quizá como un delirio, algo que estuvo exclusivamente
en las cabezas de los hombres pero que no ocurrió en realidad.
Así fue que
un día, como otro cualquiera, o más bien una noche (porque a
faenar salían de noche), el pescador Juan Salazar se preparaba
para su trabajo. Nada inusual le hacía prever que en unas horas,
estaría muerto, que su cuerpo reposaría en el fondo del mar
durante un tiempo indeterminado y que sus compadres tendrían
que sacarlo, al descubrirlo flotando en el agua, tras una larga
noche de búsqueda.
Su mujer, sin embargo, tuvo un presentimiento. Un mal
presentimiento: una visión del cuerpo flotando sin vida de su
marido en el mar, esa misma mañana.
Ella no era ni medio bruja, ni bruja entera... nunca antes le había
parecido tan real una premonición.
—Juan, ten cuidado.
— ¿Qué te preocupa? Sabes que lo tengo, mujer. ¿Quién hay en
este pueblo con más experiencia en el mar que yo? ¡Bah, no
tengas miedo!
—Sí, sí... pero no sé qué me pasa hoy. Tú haz caso, Juan. Que
sabes que tengo un sexto sentido. Hoy habrá tormenta y...
Pero en ese momento Juan se acerca a su mujer y la besa
suavemente en los labios unos segundos para bajar hacia su
barbilla y calmarla con un leve mordisco. Sus hijos rezongan
alrededor, como celosos de su amor. Él sabe que su temor es
fundado. Pero la quiere hacer olvidar. Se avecinan tormentas, sin
embargo, hay que salir pues nadie más trae el jornal a casa. Y no,
miseria no se pasa en Marigüitar, pero se vende poca cosa. Los
precios han bajado, y mucho. Ahora para sacar un jornal hacen
falta muchas más horas que hace tan solo unos años.
La costa es abrupta, y hay que salir de la bahía para pescar en
mar adentro. Muchos compañeros, conocidos de otros pueblos
costeros e incluso del mismo Marigüitar, han muerto en el mar.
Es un riesgo que hay que correr. Se cuentan historias horribles de
tiempos inmemoriales que los marineros replican en sus salidas,
cuando esperan sus capturas, y toman algo caliente para
aguantar el frío del océano. Nadie las creía hasta el día en que
Juan murió, pues es sabido que el mar trae cuentos a través de
sus muertos.
Pero son cuentos, no más. Menos este, el de Salazar.
Claudia era una mujer robusta, alegre y franca. Su pelo negro y
sus ojos de almendra resaltaban sobre una tez ovalada que
terminaba en una barbilla suavemente recortada en dos mitades.
Cosa graciosa, y deleite de Juan, que se fijó en ella justamente
por su graciosa barbillita. Claudia tenía apenas treinta años y
cuatro hijos. En aquellos años de juventud, cuando se conocieron
en la playa, Juan era un hombre que no pasaba desapercibido
para nadie. Alto y elegante, casi como si su estirpe fuera señorial
y no plebeya, de tez más clara de lo normal para ser hijo de
pescadores, y manos grandes, como labradas para su oficio. Igual
que ahora, pero su porte de hoy era medio encorvada, quizá de
tanto tirar las redes al mar. Así era Juan. Duro y fuerte, amable y
risueño, bebedor y tranquilo. Amante y amigo. Ese era Salazar.
Un hombre de mar.
—¡Júrame que volverás, Juan!
— ¡Juro, mujer!
Y ella le abrazó y besó con amor, pues le amaba. Más que a su
propia vida, le amaba. Y le dio su petate de comida, como
siempre, y se despidieron anocheciendo, como siempre. Y él se
marchó, como siempre, para volver al alba. Pero no volvió.
Oscuridad.
En tan solo una hora tras su partida un brazo de mar se llevó al
gran pescador al fondo del mar. Olas grandiosas, se presentaron
como un dios invisible ante unos miserables seres humanos, tan
ajenos a su naturaleza acuática. Porque el mar es Dios, pero un
dios ancestral. Nada, nada es comparable a su majestuosidad. Da
miedo, miedo estar en sus fauces profundas y frías. Y nadie se
puede explicar cómo es posible que existan seres adaptados a él,
pues el mar no entiende de vida, sino de muerte.
Pero pareciera que ese Dios ávido de carne, solo deseaba la
muerte del bueno de Salazar pues, mientras se hundía como si
de un plomo se tratara y desaparecía en la oscuridad, y sus
compañeros observaban impotentes y desesperados, la
tormenta amainó tan rápido como se había formado contra
ellos.
Pero Juan no estaba.
El mar enmudeció. Algo maligno estaba ocurriendo ¿Cómo, si no,
explicar aquel fenómeno anómalo? Los tres compañeros
miraban por la borda del pesquero, atónitos, perplejos, sin saber
qué hacer o decir. Avisaron a la guardia costera, y buscaron hasta
el amanecer.
Y ocurrió de nuevo otro hecho extraño y fue que Juan apareció
en la costa justo en el momento en el que sus camaradas
regresaban completamente destruidos y agotados. Unos vecinos
lo encontraron flotando boca abajo, en el agua, con los ojos
abiertos y su tez ennegrecida. Sus manos y pies habían
cambiado, ya no eran pies, ya no eran manos pues unas
membranas, cual palmípedo, se podían observar entre sus
dedos. Desnudo, y oscuro. Así regresó Salazar.
Los compañeros, sus amigos, lo recogieron de la orilla. Su mujer,
avisada por las vecinas, con sus cuatro huérfanos, corría y gritaba
como poseída por algún espíritu animal. Ni siquiera lloraba, solo
se la escuchaba decir, agarrada al cuerpo de su marido al borde
del mar calmado con el sol en el horizonte, despuntando el alba
dorada y pálida:
—¡Juraste Juan, juraste Juan...! —y así, sin callar, durante una
hora o más.
Luz.
Ya entrado el día, y tras las pesquisas policiales y médicas
pertinentes, Juan Salazar fue llevado a su casa para guardarle su
fúnebre velatorio. Un día entero llorándole. Todos (todos menos
su mujer que miraba al muerto, se acercaba, le musitaba algo al
oído y se marchaba a solas a su habitación). Los demás rezaban,
oraban y lloraban como corresponde a la situación y lugar. Y
llegó la hora de enterrar, y Salazar fue enterrado. Y su caja de
muertos, era una caja sencilla y sus ropas, las de parrandear.
Pero Claudia no fue al enterramiento de su marido pues
comenzó a decir, no sin algo de razón, que aquel no era su Juan.
Pero ante tal declaración, todos, incluidos los padres del muerto,
la creyeron loca, o ida, o vaya usted a saber qué...
¡Era normal, había muerto su Juan! La dejaron sola en su casa. A
los niños se los llevó su hermana. Y a ella se la querían llevar para
que pasara el duelo en otro lugar, aquella casa la iba a matar.
Pero la mujer se negó. Ella se quedaba a esperar, a esperar que
volviera su amor.
Oscuridad.
Entrada la noche, Claudia estaba sentada en la mesa de madera,
en la cocina, al lado de la puerta de la calle. Un candil, medio
alumbraba la escena desoladora. Una mujer murmurando
palabras incomprensibles para los hombres, despeinada, con sus
ojos casi cerrados del llanto, con su cara hinchada y sus manos
temblorosas. En su regazo como abrazando algo... ¿algo?
Algo había entre sus manos. Parecía una fotografía. La mujer la
miraba fugazmente, como en lapsos de tiempo que no permitían
realmente ver la figura del retrato que tenía en su regazo.
Acunaba. De repente un sonido de pasos se arrastran tras la
puerta. Claudia mira y escucha impasible. Ella habla
sonoramente:
—Pasa y dime, ¿qué le has hecho a Juan?
Aquel ser nauseabundo, con terrible olor a pescado, como una
imitación perturbadora del rostro y el cuerpo de Juan, abrió la
puerta de la casa de Salazar. Casi no podía andar. Sus manos y
pies eran ya más que tales, unas aletas perfectamente
conformadas que le impedían tener la agilidad y firmeza que los
seres terrestres necesitan para andar. Miró con ojos de batracio
a la que supuestamente había sido su mujer. Y ella le dijo de
nuevo:
—¡Dime, monstruo del mar, ¿dónde está Juan? ¿a qué has
venido?!
Contrahecho y reptante, el ser (antaño Juan) se arrastró, tras
caer al suelo por la transformación acelerada que sufría en su
cuerpo, acercándose a las piernas de la que hubiera querido
seguir siendo su mujer. Ella ni se inmutó, y cuando tuvo su cara
cerca le enseñó, tapándose la nariz por el asqueroso y hediondo
olor a pescado podrido que emanaba del monstruo, la fotografía
de su marido. Éste miró con una medio sonrisa forzada en la
boca sin labios y de lengua hinchada que le hacía parecer más
horrendo si cabe, ya casi convertido en monstruo marino y le
dijo:
—¡Juré, y he venido, Claudia! ¡Juré, y he venido a por ti!
En el vecindario se escuchó un grito terrible de mujer. Un
nombre, entre alaridos de dolor:
— ¡Nooooo, Juaaaan, noooo...!
Los vecinos corrieron al despertar por los alaridos de Claudia.
Todos pensaron que la mujer había enloquecido de dolor (¡¿A
quién se le ocurría dejarla sola en la casa, un día después de la
muerte de Salazar?!), estaba claro que algo malo tenía que
pasar.
Pero nunca, ni en las peores pesadillas se hubiera imaginado, ni
la mente más perversa del universo, lo que se encontraron los
vecinos de Marigüitar:
un ser repugnantemente grande se arrastraba, reptando por el
suelo de la cocina, tirando sillas y dándose golpes violentos
contra los muebles; sin extremidades, más que una especie de
aletas, cuyo cuerpo de color grisáceo y de piel rugosa ondulaba
sobre el pavimento, y con fauces de anaconda, ¡se estaba
tragando a Claudia sin masticar!
Paralizados.
Todos estaban paralizados ante el terrible fenómeno. Y el
monstruo se arrastró entre las sombras, atravesando la puerta y
el umbral de la casa, ante la mirada atónita de las personas allí
congregadas, llevándose con él a su mujer hacia el mar. Nunca
jamás se les volvió a divisar, ni en su casa, ni en el mar. Y eso que
no pararon de buscar.
Los que lo vieron, esto es lo que suelen contar sobre Juan
Salazar.
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