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ÉTICA, RESPONSABILIDAD SOCIAL Y TRANSPARENCIA
2.0 LA VIDA LOGRADA COMO PROYECTO PERSONAL Y SOCIAL
“Una vida lograda es
un sueño de adolescente
realizado en la edad madura.”
Alfred V. de Vigny
2.1 La aspiración a la vida lograda
El fracaso acecha. La condición humana es vulnerable: en ocasiones nuestros proyectos se
truncan y nuestro ánimo decae. Parecería que lo característico de nuestra vida son la
inconstancia y la incertidumbre. Sin embargo, existe una constante: la búsqueda personal
de un camino vital satisfactorio. Ésta es una ruta de autoconocimiento, es una exploración
de aquellas posibilidades vitales que hemos de llevar a buen término. En este sentido, se
habla de vida lograda cuando hemos logrado clarificar nuestro rumbo y determinar los
pasos a seguir para ejercer la libertad.
Todas nuestras acciones, de una manera u otra, tienden hacia esa meta: la vida lograda.
Ésta se concibe como la plenitud en el desarrollo de nuestras capacidades, tanto físicas
como intelectuales y afectivas; es la armonía o el orden conseguido en las diferentes
esferas de la existencia humana. La vida lograda es el objetivo último de nuestros actos,
desde los más cotidianos hasta los más relevantes (elegir una carrera universitaria o formar
una familia). Aspirar a esta realización plena es lo que da coherencia y unidad a la
multiplicidad de nuestras obras.
Dicho de una manera más gráfica, es algo semejante a lo que ocurre en un barco: toda la
tripulación, sin importar la diversidad de sus funciones o rangos, pretende conducir la nave
a puerto. En este caso, el fin al que se quiere llegar está bien delimitado: se trata de un
lugar situado en determinadas coordenadas geográficas. No ocurre lo mismo al hablar de
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vida lograda. Alcanzarla no equivale a “estar en algún sitio” ni a tener cierta edad. Cumplir
años no hace de nosotros, sin más, personas hechas y derechas. Tampoco resulta suficiente
poseer bienes materiales o un gran número de conocimientos para considerarnos plenos.
Podemos ser muy inteligentes, vivir a nuestras anchas (una casa inmensa, avión privado a
la puerta) y, aun así, sentirnos terriblemente insatisfechos con nosotros mismos.
Una perspectiva más adecuada para abordar este tópico es la que considera la vida lograda
como un proyecto, como algo que se va construyendo. Por eso hablamos de aspiración: la
plenitud de nuestra existencia es objeto de constante búsqueda y no algo que se posea
definitivamente en un instante. Debido a nuestra condición temporal, estamos abiertos al
futuro. En ningún momento podemos considerarnos como un producto terminado. Siempre
quedará algo por hacer, nuevas circunstancias por enfrentar.
Estamos en camino hacia la plenitud: esto vale para todos. Pero, aunque haya tal
coincidencia, la manera en que nos acercamos a la vida lograda es absolutamente
individual. Ciframos nuestra meta última e intentamos aproximarnos a ella según las
condiciones, destrezas y aficiones propias. Napoleón, por ejemplo, tenía un ideal para su
vida muy distinto al de Picasso o, incluso, al del emperador romano Julio César. Los
planes de cada uno están trazados desde sus características particulares, aquéllas que le
hacen ser esa persona y no otra. No hay algo así como una fórmula o receta única donde se
mencionen los ingredientes universales para una existencia humana bien lograda. Se
requiere de autoconocimiento para descubrir cuál es nuestra realidad —el material del que
disponemos— y, a partir de esta base, proyectar metas realizables. Así las cosas, se
entiende que un sujeto alérgico a los animales tendrá serios problemas para satisfacer su
aspiración a una vida plena si trabaja como veterinario. La conciencia de los propios
intereses y aptitudes permite la configuración de un proyecto vital adecuado para cada
persona.
Somos proclives a la vida plena. Nuestros actos están orientados en esa dirección.
Entonces, ¿por qué parece que el fin no siempre se cumple? No toda acción, por el mero
hecho de apuntar hacia la autorrealización, nos lleva efectivamente hacia ella. El ejemplo
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del arquero es claro: todas las flechas que dispara apuntan al blanco, pero esto no implica
que siempre acierten. Hay acciones que pueden no conducir hacia la plenitud. Una persona
que dedica todo el día a platicar con sus amigos está buscando la vida lograda. Sin
embargo, lo hace en detrimento de otras actividades no menos relevantes (estudiar,
trabajar, hacer ejercicio, descansar) y, en consecuencia, no alcanza el orden necesario para
su cabal realización. La vida lograda sólo es posible con base en un desarrollo equilibrado
y racional de nuestras capacidades.
2.2 El conflicto individuo – sociedad
La sociedad es el marco para el ejercicio de la acción humana. La mayoría de nuestros
actos tienen una repercusión social. A la inversa, también la comunidad en que vivimos
influye de manera notoria en nuestro comportamiento. La relación entre individuo y
sociedad es un hecho tangible. Una persona que viviera completamente aislada encontraría
serias dificultades para potenciar sus habilidades. El lenguaje, por ejemplo, no tendría
razón de ser para un individuo en estas circunstancias; la ciencia sería prácticamente
imposible. ¿Para qué hablar si no hay a quién comunicarle lo que pensamos o sentimos?
¿En qué momento podría una persona dedicarse a reflexionar sobre la realidad, si ocupa
todo su tiempo en labores de supervivencia?
Esta reciprocidad entre individuo y sociedad puede ser estudiada desde dos puntos de vista.
Por una parte, el contexto social es el lugar propicio para llevar a cabo nuestra actividad
como seres humanos. Más aún, existir al margen de la sociedad es utópico: Mowgli, el
niño de la selva, no deja de ser un personaje imaginario. Nadie es del todo autosuficiente.
La ropa que llevamos puesta, los alimentos que comemos y las diversiones de las que
ocasionalmente disfrutamos se los debemos, en gran medida, al trabajo de otras personas.
Ni qué decir de los avances tecnológicos que favorecen el progreso en la medicina y las
telecomunicaciones. Los seres humanos, querámoslo o no, somos interdependientes:
necesitamos los unos de los otros.
El segundo punto de vista, sin embargo, sugiere que la convivencia nos constriñe, nos
limita. Vivir en sociedad implica una serie de reglas que sus integrantes deben respetar. La
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legislación —un acuerdo racional entre particulares— es necesaria para conciliar los
diversos intereses personales que, de otra manera, corren el riesgo de entrar en conflicto. El
cometido principal de la organización social es procurar las condiciones óptimas para el
desenvolvimiento de sus miembros, aunque ello conlleve, a la par, algunas restricciones.
La vida lograda, como aspiración personal, debe insertarse en el ámbito de lo social. Sería
un tanto ingenuo trazar un proyecto para nuestra existencia que no contemplara las
complejidades propias de las relaciones interpersonales. Para que la estrategia funcione, se
deben considerar las circunstancias reales de operación: la convivencia, lo sabemos bien,
no siempre es fácil. Debemos buscar la plenitud de nuestra existencia entre los gritos de
nuestros vecinos, el caos vial, las filas interminables en los eventos masivos, los pequeños
o grandes disgustos familiares y cualquier otro suceso que se cruce en el camino. Hemos
de ser conscientes de las dificultades inherentes a la vida en sociedad para que, a partir de
esto, podamos dirigir nuestra actividad hacia la plenitud anhelada.
Lo anterior ofrece un panorama demasiado negro, muy poco halagador. Es preciso decir
que no todo en esta relación es negativo. Los individuos, en su proceso de autorrealización,
han de ver también por la mejora de su entorno. La vida plena es un proyecto que se
despliega en dos dimensiones: personal y social. Una y otra se retroalimentan.
Perfeccionarse a uno mismo redunda en el bien de los demás y, de igual manera, un
contexto más favorable ayuda al cumplimiento de nuestras metas particulares. En las
carreras de relevos ocurre algo semejante: el alto desempeño de cada corredor facilita que
el equipo gane y, a la inversa, el buen funcionamiento del conjunto motiva a cada uno de
sus integrantes a hacer su mejor esfuerzo. La acción de los individuos, como se ha visto,
está estrechamente vinculada con el bienestar de la comunidad.
2.3 Encrucijadas de la vida lograda
Encrucijada, en su interpretación literal, es la intersección de varios caminos.
Metafóricamente, significa una situación difícil en la que no se sabe cuál es la salida más
conveniente. Es en este sentido que nos referimos a las encrucijadas de la vida lograda:
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debido a la multiplicidad de aspectos que configuran una existencia humana plena, resulta
complejo hacer una descripción detallada de sus principales características.
Hemos subrayado que lo decisivo en la vida lograda radica en el desarrollo armónico de
nuestras capacidades, especialmente de aquéllas que nos distinguen como seres humanos:
las intelectuales y las afectivas. Hay, además, algunas condiciones externas o
concomitantes que facilitan la consecución de nuestro perfeccionamiento: el placer, el
poder, el reconocimiento social, la riqueza y los bienes de consumo, el bienestar físico y
mental, la amistad. A continuación reflexionamos sobre estos factores, que se presentan
como alternativas que nos aproximan a la vida lograda.
2.3.1 Placer
Placentero es todo aquello que nos proporciona una satisfacción inmediata, desde un vaso
con agua (sobre todo si hemos caminado largas horas en el desierto) hasta una
conversación con los amigos, pasando por otros placeres como el gastronómico, el sexual,
el artístico, etcétera. La importancia del placer es palpable incluso en las expresiones más
ordinarias: “es un placer hablar contigo”, “esta comida me gusta”, “qué gusto verte”. La
publicidad, de hecho, funciona incitando al placer. En ella se promueve el consumo, en
buena medida, por el gozo que cierto producto trae consigo. Pareciera que nuestras vidas se
rigen bajo un único principio: buscar el placer y huir del dolor.
Hay una buena parte de verdad en esta máxima. Ni siquiera los masoquistas escapan de
ella: su placer consiste en experimentar dolor. También hay quienes se someten a tortuosas
intervenciones quirúrgicas en vistas a un placer mayor: lucir una piel más joven, recuperar
la visión. El placer es fundamental en la existencia humana. Sin embargo, cabe preguntar si
nuestras aspiraciones más nobles se reducen a gozar de una vida placentera. Hay algunos
elementos que nos llevan a dudar de esta identificación entre placer y plenitud.
Lo primero que permite vislumbrar los límites del placer —y, por tanto, su incapacidad
para colmar todos nuestros anhelos— es su carácter de efímero. Todo placer tiene una
“fecha de caducidad”: es momentáneo. Si quisiéramos prolongar su efecto aumentando la
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dosis de aquello que nos ha resultado placentero, nos toparíamos, finalmente, con una
frontera infranqueable. Podemos beber más tequila para mantenernos ebrios por más
tiempo, pero en algún momento llegará el agotamiento y tendremos que enfrentar la resaca
o una crisis hepática. Placeres más nobles son igualmente pasajeros. Incluso los mejores
amigos terminan por cansarse de una plática ininterrumpida que dura demasiados días.
En segundo lugar, debemos reparar en lo fortuito e impredecible que es el placer. No habrá
satisfacción mientras no aparezca el objeto placentero. Y, cuando ya lo tengamos, será
posible que algún factor externo lo cambie o lo elimine. Sigamos el ejemplo del tequila:
habrá gozo mientras lo podamos beber, pero cesará en cuanto alguien se termine la botella
o cuando ésta caiga al suelo y se rompa. O todavía peor: cuando nuestro hígado no pueda
destilar más alcohol. El gusto que nos provoca un paseo por el campo dura mientras haya
sol y no seamos atacados por animales salvajes. Hay un sinfín de circunstancias que no
están en nuestras manos: el clima, el buen humor de las personas, la sazón de la comida, la
salud, etcétera. El placer, muchas veces, depende de esto. De aquí que no puedan
programarse los estados de placer como uno quisiera.
Por último, podemos notar que el placer es subjetivo. Cada persona goza ante distintos
objetos. En ocasiones, nos gustan cosas que a otros resultan desagradables. Si a uno le
place escuchar una sinfonía de Beethoven, el otro prefiere una canción popular. Este
fenómeno se repite en casi cualquier terreno. Sería una labor titánica —por no decir
irreal— conseguir que cien comensales definieran en qué consiste el menú perfecto, y leer
a Shakespeare (uno de los literatos con mayor prestigio universal) podría resultar
aburridísimo para algunos. Aunque lo anterior no invalida ninguna postura (según el
consabido refrán, “en gustos se rompen géneros”), sí hemos de admitir que hay modos
cuestionables de placer. Pongamos, por ejemplo, el caso de alguien que gozara
garabateando las paredes de un edificio público. En tanto que afecta a terceros, su placer
no puede ser aceptado socialmente.
El placer, como se ve, es condición necesaria para una vida lograda, pero no es suficiente.
Por una parte, la plenitud no puede ser algo pasajero o fortuito, como lo es el placer. Decir
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“ayer fui una persona completamente realizada, pero hoy no”, sería un contrasentido. La
autorrealización no es asunto de un momento, sino tarea para toda la vida. Tampoco es una
cuestión de azar ni se funda en situaciones externas, como la presencia o ausencia de
estímulos placenteros.
La perfección de la existencia de cada uno no representa un obstáculo para que los demás
alcancen sus propias metas vitales. Todo lo contrario: conforme más nos acercamos a
nuestro objetivo, el entorno mejora. Esto se opone, en cierta medida, a la subjetividad del
placer. Aquí ocurre algo distinto: si buscamos sólo nuestra satisfacción, tal vez
ocasionemos un perjuicio a otros. En resumen, podemos decir que situar nuestra aspiración
a la vida lograda exclusivamente en el plano del placer equivaldría a minusvalorar lo que
aquélla en verdad representa.
2.3.2 Poder
En sentido amplio, “poder” es la capacidad o fuerza para realizar una acción. Así, decimos
que podemos pintar una pared o que puede llover. Considerada como una encrucijada de la
vida lograda, esta palabra tiene un sentido más acotado: es, ante todo, el dominio o la
influencia sobre otros. Poderoso, fuera de cualquier connotación negativa, es quien hace
cumplir su voluntad en terceras personas.
Por lo general, cualquier individuo tiene cierto poder, al menos en algunos ámbitos de su
vida. Las naciones con sistemas democráticos, en principio, reconocen a sus ciudadanos el
poder para elegir representantes. A otra escala, quienes fungen como cabezas de familia
tienen potestad sobre los demás miembros de este grupo social. Los ejemplos que hemos
mencionado se prestan para hacer una observación respecto a las implicaciones del poder:
éste no sólo significa gozar de ciertos derechos y prerrogativas, sino que también tiene
como consecuencia la responsabilidad propia del cargo. Tanto los ciudadanos de un país
democrático como quienes encabezan una familia deben asumir los riesgos y las
consecuencias que sus decisiones traen consigo.
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Es difícil imaginar una persona que no tuviera poder en ningún sentido. Sus opiniones sólo
valdrían para ella y para nadie más. Estaría condenada a una relación meramente pasiva
con el exterior, que se reduciría a obedecer los mandatos de otros. Un ser humano no
podría vivir en estas circunstancias sin ver degradada, al mismo tiempo, su dignidad. Dado
que los mínimos posibilitan los máximos, la integridad personal resulta indispensable para
la construcción del proyecto último: la plenitud humana. Sin lo primero, no hay cimientos
donde asentar lo segundo. El poder, en sus correctas dimensiones, es necesario para
conseguir la plena realización. Esto no pretende sobrestimar la importancia del poder en
nuestras vidas; simplemente contrastarlo con la frustración de quien se viera impedido para
determinar su propia vida e influir de alguna manera en el entorno.
Veamos ahora la otra cara de la moneda. ¿Qué sucede con aquel individuo que tiene poder
en exceso? Actualmente, circulan ideas que nos llevan a pensar en el poder como la
manera más rápida y eficaz para ser dichosos. Los poderosos triunfan, hacen y dicen lo que
quieren, disfrutan de una gama interminable de placeres y parecen inmunes a cualquier
sufrimiento. Esta propaganda que se le ha hecho al poder ha ocasionado, en el común de
las personas, un afán desmesurado por alcanzarlo y, una vez conseguido, mantenerlo el
mayor tiempo posible. Son muchos los anuncios comerciales que explotan el lado amable
del poder en sus más diversas manifestaciones (económico, político, social, etcétera).
Sin embargo, ésta es una consideración demasiado apresurada. El abuso de poder convierte
a quien lo ostenta en un tirano, un déspota que posee súbditos como quien tiene animales o
máquinas. Lo peligroso en este caso es que, tarde o temprano, los resentimientos que el
maltrato ha ido generando, explotan. A nadie le gusta que se le menosprecie o se le trate
como a un objeto, y esto es precisamente lo que ocurre en una relación semejante. Gran
parte de las revueltas sociales que se han suscitado en la historia de la humanidad se deben
a la inconformidad de las personas ante estos excesos de poder. Uno de los ejemplos más
claros lo tenemos en la Revolución Francesa (que, por desgracia, derivó en errores
similares a los que atacaba).
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Sobrevalorar los méritos del poder no ayuda a la edificación de una vida plena. Al
contrario, fomenta un clima enrarecido donde impera la desconfianza: todos son
sospechosos de conspiración contra el que ostenta el poder. Éste vigila a su alrededor día y
noche, permanece siempre alerta, pues teme que se subleven los que están bajo su mando.
Sólo una justa apreciación de los límites del poder y los deberes que éste comporta hacia
los demás, permite continuar la labor de realización personal en una atmósfera donde se
puede respirar tranquilamente.
El poder, según los factores considerados, no coincide por completo con la vida lograda.
Sería tanto como calcular la propia plenitud según el número de voluntades sobre las que
se ejerce dominio absoluto. Equivaldría, por tanto, a cifrar nuestro desarrollo en un factor
externo, incierto e independiente de nosotros: la voluntad ajena.
2.3.3 Reconocimiento
El Nobel y el Óscar son premios populares. Con ellos se reconoce la trayectoria
profesional (científica, literaria, cinematográfica, etcétera) o vital (en el caso del Premio
Nobel de la Paz) de quien lo recibe. Esto es, se pone de manifiesto, ante un determinado
público, la calidad de una obra o la valía de una persona. Quienes han sido distinguidos por
éstos u otros medios, trascienden las fronteras del espacio y el tiempo: en cierto sentido,
perviven a través de los siglos y son conocidos en casi cualquier lugar del mundo. Sus
nombres quedan grabados en la memoria de los pueblos. Pensemos, por ejemplo, en
personajes como Platón, Cristóbal Colón, Gandhi, los Beatles u Octavio Paz.
La búsqueda de reconocimiento es una consecuencia lógica de la dimensión social del ser
humano. Buena parte de nuestra actuación se desarrolla en función de los otros y es por
esto que esperamos su respuesta. Ser reconocidos por los demás nos reafirma, no sólo a
nivel individual, sino también como miembros de una sociedad. Sabemos, gracias a ello,
que nuestras acciones han resultado útiles o significativas para la comunidad. Vivir en el
radical anonimato es algo, además de inaudito, inhumano. Desde el vagabundo más
olvidado hasta la estrella de cine más popular requieren percibir el eco que su existencia
tiene en los demás.
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Salta a la vista una característica esencial del reconocimiento: siempre viene dado por otras
personas. Si bien es cierto que es nuestra actuación la que despierta el interés de los demás,
también lo es que no podemos recibir méritos o condecoraciones por cuenta propia. Así
hagamos una campaña publicitaria sin precedentes, no seremos famosos a menos que la
gente lo quiera y lo juzgue conveniente. Las grandes personalidades —en el espectáculo, la
política, los deportes, etcétera— lo son porque hay un público que las reconoce.
Debemos considerar, por otra parte, que la distinción que alguien recibe en un momento
dado puede desvanecerse en el instante siguiente. Es probable que mañana aparezca en el
escenario alguien más inteligente, talentoso o carismático que nosotros y, sin más,
desbancarnos de nuestro puesto privilegiado. O, sin ir más lejos, las personas podrían
cambiar de opinión y preferir a este personaje en lugar de aquél. El reconocimiento es
impredecible y, en ocasiones, demasiado fugaz. Hay ocasiones en que éste sólo llega
después de largos años de arduo trabajo o, incluso, después de la muerte. Van Gogh nunca
fue un pintor “de moda” mientras vivió, y Galileo encontró serios problemas en su tiempo
para exponer sus teorías.
Que el reconocimiento no lo es todo en la vida se ve con claridad y crudeza cuando,
lamentablemente, un personaje famoso decide suicidarse. Cuando esto ocurre, es a todas
luces evidente que tener renombre no colma los anhelos de plenitud del ser humano. Los
honores no son ni el único ni el mejor parámetro para medir nuestros logros personales.
Fundar nuestra realización en el reconocimiento social sería tanto como sostenerlo con el
frágil alfiler de los juicios ajenos. Un cambio en las listas de popularidad nos llevaría a
pensar que nuestra vida ha sido un rotundo fracaso.
2.3.4 Riqueza y bienes de consumo
Dinero, propiedades y, en suma, todos los bienes materiales (naturales o artificiales)
constituyen lo que genéricamente se suele denominar como riqueza. Su finalidad radica en
la satisfacción de nuestras necesidades: alimentación y vestido, entretenimiento y otros
placeres. Es indispensable un mínimo de bienes para vivir, no ya con holgura, sino como
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seres humanos. Sin comer o sin protegerse del frío, una persona corre el riesgo de morir;
sin distracciones o sin entretenimiento es probable que pierda la salud mental.
La riqueza tiene carácter de medio, lo cual quiere decir que no debe interesar por sí misma
sino en razón de un fin distinto. Cuando alguien consigue la posesión de algo, lo hace para
gozar de ello y no por el mero hecho de tenerlo. El objetivo principal de adquirir cosas es
disfrutarlas. ¿Cuál sería el sentido de comprar mansiones y joyas si no se hiciera uso de
estos bienes? Los objetos están diseñados para ser usados, no para acumularlos en una
bóveda. Incluso un coleccionista se rige bajo ese criterio: los objetos sirven para ampliar su
colección.
A primera vista es manifiesto que las riquezas y los bienes de consumo son siempre
objetos exteriores. Ni el poder ni el reconocimiento, como lo hemos estudiado, consisten
en la simple posesión de bienes materiales. Por el contrario, para ser ricos debemos poseer
bienes. Éstos no forman parte de nuestro ser, aunque estén etiquetados con nuestro
nombre. Una persona no es ni la casa en la que vive ni los zapatos que usa: son tan sólo
propiedades suyas.
Es por este carácter material y exterior que las riquezas pueden desaparecer. De un día para
otro, como consecuencia de una inundación, un incendio o cualquier otro accidente,
podríamos perder todas nuestras posesiones. Aunque construyéramos la fortaleza más
segura del mundo, nada nos asegura que un terremoto no la derrumbe. Incluso el dinero,
que no se limita exclusivamente a las monedas y billetes emitidos por el banco, es
susceptible de perderse. Pensemos, por ejemplo, en las caídas de la bolsa. En la gran
recesión de 1929, muchos norteamericanos comprobaron lo fugaz que pueden resultar
estos bienes.
¿Quién estaría dispuesto a dejar en manos del azar todo su proyecto vital? Estaríamos
actuando así al centrar nuestra realización personal en las riquezas y los bienes materiales
de consumo. Y, aun cuando la fortuna nos beneficiara y pudiéramos gozar siempre de
nuestras posesiones, éstas no garantizarían nuestra plenitud. Sin duda tendríamos muchas
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cosas: no sólo comida y vestido, sino viajes, automóviles, territorios, etcétera. Pero eso no
nos convierte, automáticamente, en personas inteligentes ni nos consigue auténticas
amistades. Imaginemos a alguien que tuviera cuanto quisiera y viviera rodeado de lujos. Si
no pudiera compartirlo, si no encontrara a otro para platicar, difícilmente consideraría su
vida como lograda.
Además de todo cuanto ha sido dicho para ubicar a las riquezas en su justa dimensión,
hemos de reparar en el papel que éstas juegan en la sociedad. Ya hemos hablado sobre la
relación entre nuestro proyecto personal de vida y el entorno social: el buen o mal
funcionamiento de la comunidad influye decisivamente en nosotros, y a la inversa. Esto
explica la importancia que tiene este asunto al hablar sobre la vida lograda.
La mala distribución de la riqueza entre los pobladores de la tierra ha ocasionado grandes
injusticias a lo largo de la historia. Mientras hay quienes derrochan su dinero en
diversiones y objetos superfluos, hay otros que no tienen ni siquiera lo suficiente para
pasar el día. Esto no significa que los primeros deban abstenerse de todo gasto que exceda
lo estrictamente necesario. Tampoco quiere decir que se establezca un parámetro de
ingresos común a todos los ciudadanos, sin considerar sus circunstancias particulares. El
problema es más complejo. Se trata de procurar una mejor distribución de la riqueza y
garantizar que cualquier persona pueda adquirir lo necesario para vivir dignamente.
2.3.5 Bienestar físico y mental
Definimos bienestar como una situación en la cual existen los elementos suficientes para
vivir con tranquilidad. En el contexto que ahora nos ocupa, el término se refiere al buen
funcionamiento de las dimensiones corporal y anímica del ser humano. De esto depende
que una persona pueda encauzar sus energías a las tareas físicas o intelectuales que desee o
juzgue apropiadas. El deterioro o ausencia total de bienestar en estos órdenes impediría
desempeñar con facilidad las tareas de la vida cotidiana.
El cuerpo y los estados emocionales no son dos facetas inconexas en el ser humano.
Resulta fácil percibir su estrecho vínculo. Un fuerte dolor de cabeza puede alterarnos a tal
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grado que “estallemos” por casi cualquier motivo, el déficit de algunas sustancias en el
cerebro induce a la depresión, la tensión nerviosa degenera en migrañas o en gastritis. Es
bien conocido el refrán helénico “mente sana en cuerpo sano”.
La sanidad corporal se mantiene con el ejercicio y la buena alimentación. Para los griegos
antiguos la gimnasia era parte importante en su sistema educativo. Sin embargo, parece
que actualmente lo que existe es un culto idólatra a la corporalidad. La salud ha sido
malversada y frecuentemente se le confunde con la vanidad. Ya los clásicos advertían el
peligro de soslayar la salud en aras de la belleza. En el capítulo 6.0 hablaremos de algunos
trastornos motivados por este malentendido: bulimia y anorexia.
La relación mente - cuerpo se manifiesta también en que, para conservar la salud mental,
hacen falta ciertas actividades físicas: ejercicio, descanso, una alimentación adecuada,
entretenimiento. Además, se requiere un entorno favorable para el desarrollo psíquico de
las personas: un ambiente acogedor, pacífico y propicio para impulsar la creatividad de los
seres humanos.
Una condición necesaria de la vida lograda es alcanzar ciertos mínimos de bienestar físico
y mental. Pero esto no basta. Puede existir una persona razonablemente sana que sin
embargo se sienta insatisfecha con lo que ha hecho de su vida porque le hacen falta amigos
o porque no ha encontrado un ideal hacia el cual dirigir sus acciones.
2.3.6 Amistad y relaciones interpersonales
Quizá uno pueda sentirse satisfecho con la propia vida sin riquezas, sin reconocimiento
social o padeciendo una salud endeble. Pero, sin duda, tener amigos es una condición
estrictamente necesaria de la realización vital: no podemos concebir a un ser humano pleno
sin vínculos interpersonales, sin personas que lo acompañen, lo ayuden, lo enriquezcan y
lo impulsen en el camino hacia la vida lograda.
La amistad es lo más necesario en la vida, decía el filósofo Aristóteles. Un ser humano sin
amigos es necesariamente un individuo frustrado, incapaz de compartir los elementos
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positivos de su existencia, y falto de apoyo y de consuelo frente a las adversidades. En la
amistad se evidencia la continuidad entre la esfera individual y el ámbito social: en el
grupo de amigos, descubrimos que las relaciones interpersonales son cooperativas y no
meramente competitivas. Con el amigo aprendemos a escuchar, a comprender, a ponernos
en el lugar del otro. El modelo de convivencia que supone la amistad es el ideal al que
debiera tender, al menos en alguna medida, cualquier proyecto social.
Uno no escoge a sus familiares, pero sí selecciona libremente a sus amigos, y en esta
elección nos jugamos buena parte de la construcción de nuestra personalidad. Como hemos
mencionado, la búsqueda de la vida lograda requiere autoconocimiento. Pero analizarnos a
nosotros mismos es complejo. En el amigo encontramos un reflejo de lo que somos y de lo
que queremos ser: el amigo es otro yo. Por eso, el diálogo amistoso —de nuevo, paradigma
al que todo diálogo ha de aspirar— es la ruta más frecuentada cuando se intenta descubrir
la propia interioridad.
Las relaciones interpersonales son complejas y multiformes. Las hay de diversos tipos —
familiares, amistosas, laborales, de pareja—, y cada una supone ciertas coincidencias,
ciertos compromisos, ciertas experiencias compartidas. Cada una tiene su riqueza y juega
un determinado papel en el entramado social.
En estas relaciones el individuo se manifiesta, trae a la luz las diversas dimensiones de su
intimidad. Ello —no podemos olvidarlo— conlleva ciertos riesgos. Todos estamos
expuestos a una relación laboral incómoda, a decepciones románticas y a falsas amistades.
Pocas cosas tan dolorosas como descubrir que determinado “amigo” ha manejado su
relación con nosotros de modo hipócrita o utilitario. Aunque inevitablemente corremos
este peligro, la verdadera amistad lo vale. El ser humano comparte su interioridad, aunque
ello lo vuelva vulnerable, porque en las relaciones interpersonales encuentra buena parte de
la satisfacción que constituye la vida lograda.
El riesgo de las amistades “utilitarias” nos recuerda que la riqueza de las relaciones
interpersonales sólo se puede desplegar en ciertas coordenadas éticas. La amistad requiere
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un soporte de confianza, de veracidad, de responsabilidad y de lealtad. Las relaciones
interpersonales más estrechas, más gozosas y más constructivas para la sociedad son
aquéllas en que, además de la convivencia placentera (más allá de pasarla bien), existen
metas comunes y valores compartidos.
La comunidad de intereses admite una amplia gama de coincidencias: desde una misma
preferencia musical hasta el modo de enfrentar las grandes cuestiones de la condición
humana. En última instancia, una amistad auténtica y profunda —aquella que conduce
efectivamente a la vida lograda— requiere que, en ese abanico de encuentros y de
complicidades, exista también un trasfondo ético, un ideal fundamental.
En suma: la amistad es fundamental para el acceso a la vida plena. Sin embargo, no es
posible, al menos en sus variantes más nobles y enriquecedoras, sin ciertas disposiciones
éticas y cívicas. Para compartir al amigo mi intimidad, necesito antes autoposeerme. La
pasión por la auténtica amistad es un motivo más para la vida ética.
2.4 Desencanto: la vida insatisfecha
Placer, poder, reconocimiento, riqueza, bienestar y amistad se han manifestado como
elementos insuficientes para la vida plena si no van acompañados de un comportamiento
ético. Ninguno de ellos, considerado al margen de la eticidad, satisface los anhelos de
plenitud que tiene el ser humano. Estos anhelos son ineludibles. Si no encontramos algún
modo de articularlos y de alcanzarlos, el resultado será invariablemente la frustración.
Desencanto es lo que experimentamos cuando caemos en la cuenta de que nuestro proyecto
vital está trunco, de que no estamos satisfechos con lo que somos, a pesar de nuestros
esfuerzos cotidianos. Esta terrible sensación no es exclusiva de unos cuantos: la sociedad
entera puede sentirse desencantada, cuando los proyectos de convivencia social se vienen
abajo, cuando la búsqueda de paz y de bienestar se topa con resultados de violencia, de
miseria, de injusticia.
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La sociedad moderna es, a grandes rasgos, una sociedad desencantada. En los siglos XVII
y XVIII, e incluso en buena parte del siglo XIX, la humanidad abrigó enormes esperanzas
en el progreso. En aquella época se confiaba ciegamente en la capacidad humana para
elevar los niveles de vida mediante el conocimiento y la tecnología. Las tragedias del siglo
XX derrumbaron aquel imponente castillo de naipes: las guerras mundiales mostraron la
otra cara de la tecnología, y las catástrofes ecológicas pusieron en duda la capacidad del ser
humano para garantizar su propia supervivencia.
Este desencanto, de alguna manera, paralizó a muchos. Buena parte de la humanidad no
supo salir de entre las ruinas de aquel gran sueño progresista. Hoy en día es necesario
sacudirse aquella frustración —aprovechando a la vez las enseñanzas que nos ha dejado—,
para reconstruir un proyecto personal y social de vida lograda. La ética cívica, como hemos
visto, es imprescindible.
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Bibliografía recomendada
1. Aranguren, J. L.: Ética de la felicidad y otros lenguajes, Tecnos, México, 1992.
2. Aristóteles: Ética a Nicómaco, UNAM, México, 1994.
3. Aristóteles: Política, UNAM, México, 2000.
4. Cicerón: La amistad, Temas de Hoy, Madrid, 1998.
5. Cortina, A.; Martínez Navarro, E.: Ética, Akal, Madrid, 1999.
6. Gehlen, A.: El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, Sígueme, Salamanca,
1980.
7. Kant, I.: Metafísica de las costumbres, tecnos, Madrid, 1989.
8. Lipovetsky, G.: La era del vacío, Anagrama, Barcelona, 1992.
9. Lipovetsky, G.: El imperio de lo efímero, Anagrama, Barcelona, 1990.
10. Lipovetsky, G.: El crepúsculo del deber, Anagrama, Barcelona, 1998.
11. Orwell, G.: 1984, Destino, México, 1988.
12. Platón: Lysis, Gredos, Madrid, 1992.
13. Savater, F.: El contenido de la felicidad: un alegato reflexivo contra supersticiones y
resentimientos, Aguilar, Madrid, 1993.
14. Séneca: Sobre la felicidad, EDAF, Madrid, 1997.
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