Primeros segundos sin Félix

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PALABRAS PARA FÉLIX_9
PRIMEROS SEGUNDOS
SIN FÉLIX
Luis Alegre
D
esde siempre he escuchado que la gente, en el instante justo antes de morir, ve desfilar toda
su vida. Nadie nos lo ha confirmado pero eso es lo que dicen. Lo que sí puedo contar son algunas de las cosas que pasaron por mi cabeza en el instante siguiente a recibir una noticia muy
complicada de empeorar: la muerte de Félix.
Pasaban unos quince minutos de la una del mediodía del viernes siete de octubre de 2011. Yo
estaba en casa de mi madre, sentado en la mesa del salón de estar, mirando en mi ordenador el correo
electrónico. En ese momento respondía un email que nunca llegué a enviar. Sonó el móvil y vi «Dani»
en la pantalla. Hay personas cuyo nombre te alegra mucho ver en la pantalla del móvil y Dani es una de
ellas. Dani es Daniel Gascón. Cogí el teléfono y le dije algo así como «¿Qué tal amiguito?». Daniel fue al
grano: «Ha muerto Félix».
En la milésima de segundo siguiente mi reacción fue de absoluta incredulidad. Como Daniel jamás
me gastaría una broma como esta, tuve la tentación de pensar que estaba dentro de una pesadilla. El
golpe fue tan insoportable que ahora no recuerdo exactamente lo primero que balbuceé. Sí que sé que
le pregunté a Dani cómo y dónde había sido. Y que él me contó que había llamado a los padres de Félix
y a Lina para darles la noticia. Le dije que iba a avisar a otros amigos para liberarle un poco de semejante trago. Y colgué el móvil. Entonces, pensé en Daniel y en su hermana Aloma. Entre Félix y ellos existía una adoración total. Félix confiaba mucho en su talento y sentía debilidad por ellos. Félix había
muerto en casa de Aloma y Daniel me había dado la noticia. Fue algo en lo que me quedé pensando un
rato. Sin saber muy bien qué pensar.
Como un zombi, me levanté de la mesa y me senté en el sofá. Mi madre vino a meterme en la boca
un gajo de pera. No le dije nada. Ella también quería mucho a Félix y procuré retrasarle el disgusto lo
máximo posible. Me encerré en mi habitación para que no me escuchara. Yo le había preguntado a Dani
si lo sabía José Luis –Pepe– Melero y Dani me dijo que aún no le había avisado. Me tumbé en la cama
y llamé a Pepe. Fue el primero en el que pensé, tal vez porque en los primeros instantes después de
saber que había muerto visualicé la noche en la que conocí a Félix en El Ángel Azul, en las navidades
del 85. Pepe me había llevado a ese café muy pocos días antes para que conociera a Ignacio Martínez
de Pisón. Pero, cuando cogió su móvil, Pepe no me dio opción. Ya lo sabía. Mantuvimos una conversación dolorosamente embarullada. Muy aturdidos, como dos locos, nos quitábamos la palabra para decirnos cuánto habíamos querido a Félix y que nos parecía mentira que se hubiera ido. Y nos echamos a
llorar. Después llamé a otros amigos: Eloy Fernández Clemente, Ismael Grasa, Genoveva Crespo, José
Luis Campos, Miguel Mena –que tenía el móvil apagado–, Cristina Grande y Mariano Gistaín, al que le
dejé el terrible mensaje en su buzón de voz. Me llamó David Trueba y luego Mariano. Y Ángela y Ana
Labordeta. Y Cuchi, Miguel Pardeza, Eva Cosculluela y Antón Castro, otra de las grandes referencias de
Félix. Y muchos más. Algunos lo hacían para que les confirmara una noticia que no se podían creer.
Todos hubiéramos dado cualquier cosa por estar viviendo dentro de una pesadilla.
Luego, salí de mi cuarto, me metí en la cocina y decidí contárselo a mi madre con la máxima delicadeza de la que fui capaz. «Se me ha muerto un amigo, mamá». Ella, antes de saber de quién se
trataba, me dijo, sencillamente, «Ay, hijo mío». Cuando le conté que era Félix, mi madre, que ha visto
morir a buena parte de sus seres más queridos, se sentó en el sillón y dijo: «¿Félix? Dios mío, hijo mío,
Dios mío».
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En Lisboa. Fotografía: Cristina Grande
Me volví a la cama, a llorar y a seguir hablando con un montón de amigos estupefactos. Entre llamada y llamada mi vida con Félix se me venía encima. Me acordé de que Félix siempre insistía en que
era la certeza de que iba a morir lo que le hacía exprimir la vida. Me acordé de José Antonio Labordeta
y de la pareja que hacía con Félix. Fue muy duro perder al Abuelo y era muy duro perder a Félix. Y había
sido muy duro también perder a la pareja que formaban. Pensé en que cuando alguien tan querido y
tan decisivo para ti se moría tú te morías un poco con él. Y pensé en lo hija de puta que podía llegar a
ser la vida. Se me aparecían imágenes incontrolables y, algunas, raras, muy raras y muy inesperadas.
Me acordé por ejemplo de la época en la que Félix me llamaba por teléfono todos los días hacia las doce
del mediodía desde Madrid, cuando dirigía La mandrágora. Aún no teníamos móvil y yo nunca cogía el
teléfono fijo hasta que comprobaba la voz que dejaba el mensaje en el contestador. Félix siempre repetía «Amiguito, amiguito, amiguito, amiguito, amiguito…» hasta que yo descolgaba el auricular. Palabras
como esas retumbaron en mi cabeza aquella maldita mañana de octubre: Amiguito, amiguito, amiguito,
amiguito, amiguito.
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