mafarka, elpaladín del desprecio

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MAFARKA, ELPALADÍN DEL DESPRECIO
Filippo Tommasso Marinetti era desconocido hasta que en 1909
publica en las páginas de Le Figaro El Manifiesto Futurista que, con sus
afirmaciones iconoclastas, se convierte en la punta de lanza de la
vanguardia europea. El futurismo se presenta a sí mismo como un
movimiento de ruptura con el pasado, más concretamente con la estética
del siglo XIX. El hombre racional decimonónico cedía su lugar al hombre
vital e irracional, pero sin renunciar a los adelantos científicos que aquél
había creado. Del mismo modo, la destrucción de la cultura, no incluía
poner en discusión muchos de los estereotipos femeninos, ni la supremacía
del poeta, que asumía, al contrario, la estatura de un agitador
revolucionario, el cariz de un superhéroe, la faz de un demonio fustigador
de la moral, el halo de un guerrero mítico o el misticismo de un visionario.
Unos meses más tarde, en 1910, con el primer Manifiesto del
futurismo todavía fresco de imprenta, que en España ya había traducido y
publicado Ramón Gómez de la Serna en la Revista Prometeo, Marinetti
escribe esta novela de ambientes líricos, épicos y exóticos, de cambios
rápidos y ligeros, de movimiento sin cesar, de contradicciones y contrastes,
de violencias y violaciones, de crueldades innecesarias y fragmentos
líricos. Una novela de propaganda futurista en la que muchas situaciones y,
más que opiniones, proclamas, se encuadran, responden y pretenden ser
una demostración de los puntos que el Manifiesto Futurista pretendía para
el arte.
La estrecha relación que ambos textos mantienen está presente en el
prólogo que el mismo Marinetti escribe para Mafarka, y que
significativamente lleva por título “Grandes poetas incendiarios”, aunque
luego no habla de ninguno de ellos, sino más bien, en tono exaltado y ecos
propagandísticos, hace un recordatorio de algunas de las ideas polémicas
de la estética futurista. El prólogo se convierten en caja de resonancia de
dos de esas ideas que son las que, más que preocupar, obsesionan a
Marinetti. La primera es la guerra, y en relación con ella, la soberbia y el
orgullo como valores primordiales y absolutos, la justificación de la
violencia, la “belleza” del heroísmo, la glorificación del dolor (mejor el
ajeno que el propio). La segunda idea, es el desprecio por la mujer, unida
al desprecio por el amor romántico.
Heroísmo y erotismo son los ejes primordiales en torno a los cuales
giran todas las diferentes escenas que componen Mafarka, cuyo primer
capítulo significativamente se titula “El estupro de las negras”, en el que
guerra y violencia contra las mujeres que son su botín, se unen
irremediablemente. Mafarka anuncia, y se coloca de lleno en la línea del
Manifiesto Futurista de la Lujuria (1913), escrito por Valentine de SaintPoint, amante de Marinetti, donde se lee que “el arte y la guerra son las
grandes manifestaciones de la sensualidad: la lujuria es su flor (…) Es
normal que los vencedores, seleccionados por la guerra, lleguen hasta el
estupro en el país conquistado para recrear la vida”.
En consonancia con la interpretación futurista del estupro y de la
guerra, las mujeres que aparecen en Mafarka no son victimas, sino
beneficiarias de la violencia de los hombres, con la que disfrutan hasta
morir, como subraya la publicidad que del libro se hace en España: “Abre
la lujuria su manto miserable ante los ojos ciegos de sol de mesnaderos y
capitanes, y las vírgenes de África, en el deseo insaciado de su carnal
desbordamiento, ofrécense a brutales y magnificas posesiones, aún a
sabiendas de dejar su vida en la bárbara tragedia de la lasciva aventura”.
Paralelamente a la guerra, también la lujuria se reduce a un trabajo
de limpieza en el que los héroes-estupradores se convierten en
exterminadores concienciosos, creando un método y un programa para las
violaciones en el que las negras son barcas y los marineros navegan en
ellas hasta que se hunden. La muerte de las mujeres, como concpeto, debía
de sonar sugerente, y por eso quizás Papini la aprovecha para dar título a
las columnas que publica en la revista Lacerba tituladas La masacre de las
mujeres (1914).
La escena del estupro colectivo en la que “millares de marineros se
agolpaban en aquel lugar, desmelenados, borrachos, desnudos el torso,
cubierta de fango la cara y manchados los brazos de vino y de sangre”,
parece trasladar el canto a la muchedumbre agitada de las grandes ciudades
del Manifiesto al escenario erótico, macabro y caótico que allí se describe.
Actividad y agresividad, guerra y muchedumbres, acumulo y desorden
encuentran su pureza en ese cuadro, creado con lógica futurista. Cuando
Mafarka irrumpe en ese círculo, casi dantesco, en el que los cuerpos se
acumulan, su indignación no va encaminada a terminar con la brutalidad,
sino a exaltarla. Mafarka acusa a los violadores de ser poco hombres,
porque prefieren la lujuria a la guerra: “Sois dignos unos de otros, soldados
y generales, porque de vuestro sexo habéis hecho vuestra espada preferida!
¡La única espada que sabéis manejar con arte! Manejadla pues, todavía
para engendrar hijos de ramera, perros lamedores de vulva, como sois
vosotros”.
La exaltación de la violencia, la barbarie y la guerra, “la única
higiene del mundo”, como sostiene Marinetti en el Manifiesto futurista y
como repite, muy significativamente en el prólogo de Mafarka, conectan
ideológicamente el futurismo con la invasión italiana en Libia y su
posterior intervención en la Primera Guerra Mundial, pero también con el
fascismo italiano y español. El mismo Marinetti sostiene que el fascismo
tiene su origen en el futurismo, que fue uno de los primeros “que predicó a
las multitudes italianas el patriotismo optimista orgulloso violento
prepotente y guerrero” (Futurismo y Fascismo, 1924).
En las palabras de Mafarka se oye de fondo el mito clásico de
exaltación del guerrero que es por sí solo una máquina de guerra, como lo
es el protagonista de la novela: “tenía la desenvoltura y la robustez de un
joven
invencible atleta, armado para morder, para estrangular, para
derribar”. Fragor de Esparta que exalta los valores bélicos por encima de
todo: “Así he matado yo al amor, sustituyéndolo por la sublime
voluptuosidad del heroísmo”.
Hay periodos en los que la ficción literaria y la realidad viajan en dos
raíles separados, pero si a algo aspira la vanguardia en general, y el
futurismo en particular, es precisamente a la con-fusión entre vida y arte, “a
hacer de la vida una obra de arte”, como dice Sibilla Aleramo, o en
palabras de D´Annunzio a tener “una vida inimitable”. Sin ir más lejos, el
mismo Ramón Gómez de la Serna, desde las páginas de Prometeo, habla
del futurismo como de un movimiento decisivo para modificar la vida del
hombre, y toda la actividad política de Marinetti confirma que el futurismo
aspiraba a mucho más que ser simplemente una estética.
Marinetti no sólo escribe sobre la guerra, sino que participa y hace
propaganda de ella, invitando a los demás futuristas a dejar los
instrumentos de la creación para empuñar las armas. Las referencias, más
bien xenóbofas y de explotación colonial que aparecen en Mafarka (“mis
negros amadísimos, mis futuros súbditos! Os siento ya en mi boca, os
mastico con delicia, como a higos maduros”), van a encontrar continuación
y eco ampliado en La batalla de Trípoli, que Marinetti escribe en 1911.
Una colección de reportajes bélicos-poéticos, escritos desde el frente de
batalla, en los que apoya abiertamente las atrocidades que las tropas
italianas cometen en África. Es decir, el salto de la ficción a la realidad o de
la narración fantástica a la crónica periodística va a ser muy breve.
Marinetti corrige desde el prólogo de Mafarka la afirmación del
“desprecio por la mujer” del Manifiesto futurista, que tanta polémica había
levantado: “yo no discutía el valor animal de la mujer, sino la importancia
sentimental que se le atribuye”. Pero en realidad, exaltando el “valor
animal” de la mujer, no es que corrija mucho el tiro, porque la expresión no
deja de jugar con un doble valor que, si por una parte revaloriza a la mujer
como criatura instintiva, más cercana a la naturaleza que el hombre, que a
su vez considera “delicioso” y atractivo en ella, como decía Ortega y
Gasset, su poder irracional, por otra parte no deja de representarla como un
ser animalizado dañino para el hombre (“Maldición, maldición! Lo mismo
que las moscas y las mariposas, tenéis trompas para aspirar la fuerza y el
perfume del macho”).
La operación que Marinetti desea hacer: separar la mujer de sus
representaciones simbólicas resulta imposible (“quiero vencer la tiranía del
amor, obsesión de la mujer única, el gran claro de luna romántico que baña
la fachada del burdel”). El rechazo de la mujer ideal no nos conduce a la
modernidad de algunas mujeres reales, que comparten con los
vanguardistas el espacio de la creación, sino a esas imágenes de mujeres
perversas que son el reverso de la mujer ideal y que también están acuñadas
por la tradición. De hecho, Ramón Gómez de la Serna, a pesar de ser un
entusiasta seguidor del futurismo, no comparte su misoginia por
considerarla pasatista. Lo cierto es que Marinetti y otros artistas de
vanguardia mantienen una actitud contradictoria con respecto a las mujeres
reales de su tiempo y una actitud abiertamente misógina con respecto a las
mujeres que son sus personajes. Tanto es así que en 1911 Marinetti publica
Contra el amor y el parlamentarismo, en donde ve con buenos ojos la
entrada de las mujeres en la política y respalda su derecho al voto, y en
1916 escribe Cómo se seduce a las mujeres, de las que dice que son “mejor
parte de la humanidad”, aunque después precisa que su papel en los
ejércitos del futuro será estar al cargo de las municiones, de las provisiones
y del “placer carnal”.
Queda claro que entre la “mujer angelical” y la prostituta, los
futuristas escogen la segunda, en la línea de la vieja ramera de Baudelaire
en Las flores del mal, para convertirla en icono de la moral antiburguesa.
Ahora bien, esa elección va a acentuar el carácter de objeto de la mujer en
el arte de vanguardia, y en definitiva lleva a acuñar el estereotipo de la
mujer fatal, de la mujer vampiro, que no son nada nuevo, sino sólo la una
versión moderna de la clásica Eva o Lilih. El Manifiesto de la Mujer
futurista (1912) de Valentine de Saint Point ahondaba en estos aspectos:
exaltación del instinto y de la virilidad, desprecio por la normalidad,
rechazando del modelo del ángel del hogar que queda sustituido por la
violencia y la crueldad femenina. Es decir, el futurismo no revaloraba
ningún aspecto de la feminidad y no ofrecía nada nuevo a las mujeres
reales, lectoras o artistas, que se habían echo ilusiones de que los
protagonistas masculinos de las vanguardias habrían compartido con ellas
el espacio de la creación. Muchas de ellas experimentaron trágicamente en
su vida y con sus obras lo equivocadas que estaban.
Los conflictos sociales que la modernidad crea a principios del siglo
XX se encarnan en la metáfora de la mujer como peligro o amenaza, y las
masas y su cultura popular suelen representarse como cuerpo de mujer,
frente a la viril y culta élite masculina. Así que la elección de la prostituta y
la lujuria no sólo responden a una actitud antirromántica como la de
Marinetti, que prefiere el burdel al claro de luna, sino también a una
percepción social que demoniza las reivindicaciones sociales y políticas del
feminismo, y considera a las trabajadoras, a las artistas, y a toda mujer que
se salga de su papel tradicional, unas desviadas y perversas.
No hay que olvidar que, el futurismo, como el resto de las
vanguardias europeas, se desarrolla en la onda de las ideas filosóficas de
Shopenhauer y Nietzsche, que concuerdan tanto en el desprecio de las
mujeres, como de las masas populares, mientras exaltan la superioridad de
una minoría selecta entre la que, naturalmente, se cuentan a sí mismos. En
la cultura científica, filosófica y, como no, literaria, las mujeres ocupan el
lugar de las razas inferiores y su inferioridad mental viene proclamada
desde obras como la de Moebius.
Si consideramos las figuras femeninas, porque no llegan al rango de
personajes, que aparecen en Mafarka, no las sentimos tan lejos de la ideas
de Otto Weininger, que afirmaba que el hombre es el espíritu, mientras que
la mujer es pura sexualidad, proyección del hombre. De hecho, las mujeres
que aparecen en la novela nunca dialogan con Mafarka, sólo lo escuchan,
son sus victimas encantadas, son comparsas eróticas y son todas o
sirvientas o botines de guerra, lo que nos hace pensar en que la idea de la
inferioridad mental de la mujer no está ausente en la lógica de su
construcción narrativa. Mafarka no tiene ninguna interlocutora de su rango
social, ni de su nivel, y es comprensible en una novela que se presenta
como un Androceo, y en la que todos los símbolos de virilidad adquieren
valores míticos, dimensiones despropositadas y proliferan por todas partes.
Incluso el paisaje está poblado de símbolos fálicos. La mirada masculina de
Mafarka (o de Marinetti) encuentra sus reflejos en todas partes, hasta los
minaretes “parecían gigantesco lirios azules, que intentasen rasgar el cielo
con sus pistilos dorados, que exhalaban un acídulo perfume de sudor
voluptuoso y tórrida castidad”.
Las únicas figuras ante las que Mafarka demuestra sentimientos son
su hermano y su hijo. Es sospechoso, diría Freud, que Magama representa,
en contraste con su hermano, el elemento femenino de la pareja, pero
ninguna sombra de homosexualidad, al contrario todo se desarrolla en ese
clima de sana camaradería masculina en donde si esa sombra existiera sería
en la prestigiosa tradición de los hombres que, desde los héroes de Homero,
se forjan a si mismos y forjan el destino de la humanidad sin mujeres y de
espaldas a los valores que encarnan: “¡Oh ya se que eres valeroso! Pero me
da horror esa tu ridícula sensibilidad femenina…hermano mío, ya se que no
tienes mis músculos de catapulta para ahogar a un enemigo fingiendo
abrazarle”.
Mafarka crea una estirpe de hombres que se genera a sí misma, sin
necesidad del elemento femenino: “Y he inferido que es posible procrear
sin el concurso y la nauseabunda complicidad de la matriz femenina, un
gigante inmortal de alas infalibles”. El sueño de Narciso se realiza gracias
al cruce genético de lo humano masculino con la eficacia industrial, que
reproduce mejorando, corrigiendo, subsanando lo humano imperfecto,
sustituyendo sus caducos elementos por otros imperecederos. Mafarka se
rebela contra la naturaleza, anticipando de mucho el hombre probeta y el
hombre inorgánico. En la estética futurista, el amor por las mujeres queda
sustituido por el de la guerra y el de las máquinas. El nuevo objeto de deseo
es el autómata. De hecho, la descripción del beso que Mafarka da a su hijo
para insuflarle la vida no deja de tener connotaciones eróticas:
“¡Gazurmah! ¡Gazurmah!...¡He aquí mi alma! ¡Tiéndeme los labios y abre
la boca a mi beso! Y saltó al cuello de su hijo y acercó la propia boca a la
boca esculpida”.
No sorprende entonces que las mujeres en Mafarka no tengan ni
esencia ni existencia, simplemente no son, son nada. Por eso, aparecen y
desaparecen, sustituidas por otras que se les parecen, en consonancia con
ideas como las de Ortega y Gasset, que consideraba a la mujer algo
genérico sin existencia individual. Las dos odaliscas del último capítulo,
Habibi y Luba, parecen una copia a pares de Libahbane y Babili del
anterior, a las que Mafarka ordena encadenar y echar a los peces, en
realidad sin motivo aparente, o porque el beso en la oscuridad de una de
ellas le produce “delicia y terror”. La sombra del harem, sin llegar a
materializarse, está siempre presente en la novela, y el ambiente árabe
facilita el triángulo con dos mujeres que, además, comparten el mismo
amante de buena gana: “Soy tan feliz como tú, si Mafarka nos ama a las
dos. No sufro cuando te acaricia”. Las odaliscas se hacen portavoces del
futurismo que condena el amor normal con todos sus símbolos. Celos,
pasiones, quedan atrás, o son sentimientos que se reservan para el
verdadero amor que no puede tener por objeto una mujer, sino otro hombre,
como en la más prestigiosa tradición de los compañeros de armas: “¡Me
matas hijo mío! Me matas! ¡Muero de celos por ti”.
A pesar de las proclamas futuristas, en la novela de Mafarka no hay
mujeres transgresivas, ni lascivas, sino mujeres sumisas, y las escenas
eróticas revelan la desigualdad entre los participantes. Mafarka se recorta
siempre con la altura y solemnidad de una estatua mussoliniana: “Surgió
entonces Mafarka. Su estatura aparecía enorme, hasta las cornisas de las
altísimas piastras”, mientras ellas son nombradas con diminutivos como
“pequeñuelas”, “niñitas”. El sexo de Mafarka “es arrollador”, mientras que
ellas tienen “vulvitas”.
La exaltación del erotismo, despojado de todo sentimiento, llega en
la novela a sus aspectos más lascivos y obscenos y a sus consecuencias más
masoquistas. Es precisamente este aspecto de sexualidad perversa lo que
interesa a los lectores españoles de Mafarka cuando aparece en 1921, once
años después de la edición francesa e italiana, pasado ya el conflicto
mundial. No por nada la novela aparece en la colección Pompadour de la
editorial Castilla, compartiendo cartel con obras de curiosa estirpe
bibliográfica como “El demonio de la sexualidad” de Álvaro Retama, “Los
andróginos” de Jane de la Vaudere, “Nuestra señora de la voluptuosidad”
de Antonio G. De Linares o “La señorita de boca grande” de Oscar de
Onix. Es decir, pasada la efervescencia bélica, Mafarka va a dar con sus
páginas en una colección de narraciones eróticas a la que llega precedida
del escándalo de los dos juicios que la novela había sufrido por ultraje a la
moral en Italia.
Como muchos otros personajes creados por la vanguardia y la
decadencia, empezando por Baudelaire, el protagonista de Marinetti se
aburre de todo, sufre de ennui, es decir, insatisfacción, pérdida de interés
por las cosas o las personas que antes lo entusiasmaban. Sufre aburrimiento
de la carne, y por eso se cansa de sus compañeras de juegos eróticos. Es un
guerrero y caudillo sui generis, que no goza de su victoria y que deja el
poder una vez conquistado. Mafarka se cansa de todo, personifica la
intolerancia a la vida, su inconstancia, su dinamismo y su trasformación,
puesto que, en el fondo, el nacimiento de su hijo no deja de ser la
metamorfosis de sí mismo. De hecho, Luigi Capuana, escritor italiano y
defensor de la novela ante los tribunales que la acusaban de pornográfica,
señala que Mafarka sigue una especie de recorrido purificador a
lo largo de la novela, aunque esa “pureza” hay que entenderla
en el contexto de una época que exalta los individuos puros y
las razas puras. De hecho, el hijo de Mafarka es uno de sus
primeros representantes: “Oh, la alegría de haberte creado así
bello y puro de todos los defectos que provienen de la vulva
maléfica y predisponen a la decrepitud y a la muerte! ¡Eres
inmortal hijo mío…héroe sin sueño!”.
El autómata hijo de Mafarka se convierte en su reflejo especular,
visto y considerado que ha nacido, como algunos dioses griegos, por
partenogénesis de si mismo. Hay en la metáfora de su nacimiento dos
cuentos de hadas fundidos, el de la bella durmiente, donde el príncipe
devuelve a la vida con un beso, y el de Pinocho, en la que un hijo de
madera acaba cobrando vida, aunque la referencia narrativa sólo puede ser
el monstruo de Frankestein, es decir, el hombre creado por la mente de otro
hombre. Un logro que el hombre alcanzará apareando su mente con los
adelantos científicos y de la técnica, y que liberará al hombre futurista de la
“esclavitud de la vulva”, es decir de su condición mortal, muy en
consonancia con las ideas eróticas de Bataille, que sostíene que la mujer es
la muerte. Mafarka es uno de esos hombres que, según lo que Marinetti
anuncia en el prólogo de su novela, “parirá prodigiosamente, sólo con el
esfuerzo de su voluntad exorbitante, gigantes de infalibles gestas”.
Mafarka habla casi por manifiestos, declaraciones de principios,
Mafarka es una demostración de los ideales futuristas, su encarnación
hecha personaje, por eso hay en la novela un exceso en el tono, en la
acumulación de imágenes, metáforas, en una prosa de arte que se funde en
la asociación de sensaciones. Como diría Barthes, hay en su prosa un
cúmulo de música, o más bien una cierta cantidad de ruidos, muchos tipos
de susurros, murmullos, todo tipo de sonidos que ponen de manifiesto la
naturaleza no estática del mundo, su febril actividad y el sincesar de
Mafarka, héroe inquieto contra la naturaleza estática de lo humano.
Mafarka es una novela esquizofrénica, y también en esto refleja su
origen vanguardista, que alterna monólogos-discursos delirantes, frases
lapidarias y provocadoras (“los hombres del campo pueden alimentarse de
estiércol”), con fragmentos de poesía sublime (“Era una voz de mujer, que
semejaba fluir de una herida mortal, como una fuente de sangre,
desconsolada de ser ignota y sin esperanza). La belleza absoluta de la
descripción de ciertos paisajes, especialmente atardeceres, contrasta
violentamente con los gestos, las palabras agresivas y vehementes de
Mafarka. Una novela que, como el teatro futurista, se propone llevar a
lector a un lugar exótico para alejarlo de la monotonía de la vida cotidiana,
y luego lo arrastra a un laberinto de sensaciones imprevisibles, que más que
narración trenzan una concatenación de situaciones, que responden a esa
pasión por la intensidad del fragmento y trazan una serie de cuadros
sintéticos y analógicos, muy en la línea de lo que se pretendía para el teatro
futurista.
Mafarka es un petulante que dice barbaridades de forma bellísima.
Representante del desacuerdo entre forma y fondo, entre el sonido de las
palabras y sus significación que las vanguardias predicaban junto con el
divorcio del significado y el significante, donde cada uno se va por su lado,
en el convencimiento de que la belleza del arte verbal puede cubrir el
horror de lo que se describe: “Un mugiente flujo y reflujo de espaldas, de
cabezas ululantes que se estrellan contra las murallas graníticas buscando
una salida por acá, por allá, con el trágico desorden de un incendio
nocturno”.
Marfarka es un paladín del desprecio: desprecia todo y a todos,
incluso su propia condición humana, por eso la muerte no le importa. “Se
va a la muerte en busca de algo nuevo”, decía Baudelaire, Mafarka va en
busca de un futuro en el que se imagina a si mismo trasmutado.
No es casualidad que los últimos capítulos de Mafarka se desarrollen
en el mar, símbolo de fuga para las vanguardias, y que el hijo de Mafarka
sea un pájaro, heredero de esos pájaros que él mismo lleva tatuados en los
brazos. En Mallarmé era un cisne y en Baudelaire un albatros. La metáfora
marinera de la huida se repite muchas veces a lo largo de la novela y hasta
Mafarka tiene cuerpo de nave, su pecho es más “fuerte que un dique”. La
fuga del propio cuerpo, o el cuerpo de carne que se convierte en objeto,
está ya presente cuando Mafarka se hace pasar por mendigo que cuenta
historias fantásticas a su enemigos, y se convierte en el protagonista de
ellas dotándose a si mismo de un sexo interminable de once metros de
largo que un marinero despistado confunde con una soga y ata a la tela de
un trinquete: “fue arrastrado así y navegó sobre las olas del mar con su
miembro rígido como un árbol vibrante”.
Marinetti alterna la crueldad con el lirismo en estas páginas y se
muestra de alguna forma un visionario. Mafarka dice que es adivino en un
momento de la novela cuando se presenta a Mulah, y en su hijo (“la gran
esperanza del mundo”), parece encerrarse la metáfora del destino de
Europa: un héroe alado que entre acordes de música (quizás de Wagner tan
amado por futuristas y después nazistas), dirige desde las alturas un ejercito
de aves rapaces.
Parecía el futuro nuevo entonces, por aquellos felices y
despreocupados años veinte, luego se vería que sólo era la vuelta, antigua
como el mundo, de la barbarie.
Mercedes Arriaga Flórez
Sevilla 2007
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